El cine Latinoamericano del siglo XXI

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Para los personajes solo cabe la alternativa de la espera, seguida del desconsuelo, más aún cuando la guerra ya acabó y el hijo no vuelve. Incluso cuando oímos la voz incorpórea de Máximo, su “presencia” está sujeta a la incertidumbre. Es una voz espectral. El retorno del hijo solo puede ser una situación alucinatoria. Queda la memoria desdibujada del momento de su despedida.

La brevedad de la película, de setenta y tres minutos de duración, no es obstáculo para su ambición: registrar la permanencia de la espera y las rutinas invariables de ese mundo rural. Realidad física que adquiere consistencia fílmica: los diálogos pasan de una entonación afirmativa a otra más débil, como de voces resignadas; el color del crepúsculo se impone y tiñe el ambiente; la cercanía de la noche empaña las imágenes y las mantiene en una opacidad profunda; el acecho de la tormenta es permanente, casi como un dato ineludible de la realidad.

En el cine contemplativo de Encina solo se escuchan los ecos lejanos de la historia paraguaya. El pasado es visto desde una perspectiva subjetiva e íntima. Encuadrándola dentro de los parámetros del “nuevo realismo” que se percibe en el cine del siglo xxi, el crítico J. Hoberman (2014) dice que “la película deliberadamente primitiva de Encina… podría haber sido filmada hace un siglo, aunque en blanco y negro, con un par de actores detrás de la pantalla presentando el diálogo asincrónico de la película” (p. 39). Manifiesto un desacuerdo con esa opinión: detrás de Hamaca paraguaya no se encuentra la “inocencia” del cine de los orígenes. Por el contrario, es resultado de un siglo de disputas y acercamientos –desde Lumière hasta Warhol; desde Rossellini hasta Pedro Costa– entre el punto de vista que establece el aparato cinematográfico y su relación con la realidad tangible.

En su segundo largometraje, Ejercicios de memoria (2016), Encina da forma al sentimiento de la espera desde el espacio no representado, en clave de monólogos interiores. Entreteje una narración polifónica. En la banda sonora se suceden las voces de tres hijos que evocan la memoria del padre, el médico Agustín Goiburu, líder del Partido Colorado de Paraguay, opositor del régimen de Alfredo Stroessner, secuestrado y desaparecido en Argentina durante el régimen del general Rafael Videla, en 1977. La requisitoria –a la que se une la voz de la viuda–, contra el Plan Cóndor, pactado por las dictaduras militares del Cono Sur con el fin de repatriar políticos exiliados, no tiene la forma de una denuncia pugnaz. Es como un lamento compartido, que llega desde un espacio externo, fuera del campo visual, como si fuese la manifestación de una queja ancestral y de un mal arraigado en la historia latinoamericana.

Son voces sin rostro, porque el sentido de la película apunta a la imposibilidad de encarnar la memoria. La ausencia no logra tener un perfil definido. La evocación del padre no proporciona rasgos precisos ni informaciones ciertas, pero sí un cúmulo de sensaciones indefinidas que llegan desde muy lejos en el tiempo. Estas evocaciones fantasmales están contrastadas con las imágenes de la naturaleza, lugares de lírica placidez ubicados en la ribera del Paraná. Esos fueron los espacios que vieron el crecimiento de los hijos y donde se consolidaron sus relaciones con esa figura, ahora diluida, del padre. Paisajes que imponen la materialidad de su presencia visual y de la densidad sonora del entorno.

Pero el gesto contemplativo de Encina no excluye la irrupción de lo siniestro y de lo obsceno: aparecen los expedientes de la dictadura, los archivos criminales de los opositores, los testimonios de los violentos interrogatorios. El silencio de los lugares de la infancia y la placidez de la vida familiar se oponen al ruido de la represión política. Las voces de los verdugos entran en confrontación dialéctica con las evocaciones del padre convertido en figura espectral.

Si en Hamaca paraguaya el plano extendido era el elemento central del tratamiento cinematográfico, aquí la articulación de los espacios, sonidos y documentos adquiere una importancia central: las voces sintetizan las impresiones de la infancia y las reflexiones de los adultos. Los espacios remiten a un pasado idílico y a un escenario natural que parece inmutable a pesar de los avatares de la historia. Los documentos contrastan la presencia del sujeto con la negación de sus rasgos. El tiempo moroso de la ausencia del padre logró borrar sus trazos y desaparecer sus huellas.

ESPERA EN LA ALTURA: ÓSCAR CATACORA

La peruana Wiñaypacha (2017), de Óscar Catacora, mantiene vínculos cercanos con Hamaca paraguaya. Como en la película paraguaya, dos ancianos esperan. Willka (Vicente Catacora) y Phaxsi (Rosa Nina), son aimaras y viven en el Altiplano. Sus vidas suman rutinas: las del pastoreo, las del proveerse de alimentos, las del reconocimiento a los apus. Pero, sobre todo, esperan ver el regreso del hijo que partió con destino a la lejana ciudad.

La cámara los registra a ellos y a su entorno. El encuadre es estable, muestra los quehaceres cotidianos de la pareja y tiende a ser abarcador, ubicando al paisaje como fondo del campo visual. La composición de las imágenes se ciñe a las acciones y movimientos mínimos de los personajes. Esa austeridad formal impone una mirada distanciada hacia ellos, pero a la vez propicia a la identificación con su soledad y desamparo. Nos implica en su expectación por el destino del hijo lejano.

La banda sonora no solo registra los diálogos en aimara. Son potentes y nítidos los ruidos de la naturaleza, de carácter diegético. Crean un paisaje sonoro que da cuenta de un entorno agreste, pero también de una suerte de tiempo suspendido que va marcando el trascurso acompasado de hechos siempre iguales a sí mismos.

Es un espacio y una temporalidad que se asimila a la línea de un cine geopoético, fundado en el acto de:

despojar a la película de los imperativos narrativos y representativos que movilizan la atención del espectador relegando el espacio al último plano de la representación… lo que constituye una ruptura con las estrategias del cine de ficción de inspiración clásica, en el que el espacio es considerado como el “lugar” de una acción. (Gaudin, 2015, p. 29)

Al reducir los incidentes, adelgazando la trama, Wiñaypacha privilegia espacios que no solo ambientan las acciones. Por el contrario, adquieren protagonismo por su potencia visual y sonora. El paisaje del Altiplano se convierte en un espacio afectivo, y su quietud adquiere una importancia dramática. La resonancia de los ruidos naturales y del trabajo en ese espacio amplio aportan una capacidad de sugestión sobre todo aquello que está más allá del campo visual: el hijo ausente, los animales amenazantes, el fuego que hace falta, la ciudad lejana, y el país y sus instituciones, no solo distantes, sino también indiferentes.

“Es un espacio natural que no se sujeta a una causa ficcional externa a sí mismo y que propone una relación nueva con el espectador, mucho más áspera y primordial” (Gaudin, 2015, p. 29). Áspera y táctil, porque Wiñaypacha propone una suerte de experiencia inmersiva, reforzando la sensorialidad de lo que vemos y oímos.

Por otro lado, la película se aleja de la tradición del cine indigenista peruano, sobre todo aquel volcado a la celebración pictoricista del paisaje y de sus habitantes. Sin embargo, esa distancia no implica una ruptura. Wiñaypacha retoma la iconografía rural de antaño para intentar una propuesta distinta, que fusiona un tratamiento posnarrativo con la experiencia de una temporalidad dilatada que se convierte en el insumo principal de la imagen-sensación.

FIGURAS EN EL TIEMPO Y EL PAISAJE: LISANDRO ALONSO

La libertad (2001), del argentino Lisandro Alonso, se concentra en la observación de una jornada en el trabajo de un campesino hachero llamado Misael Saavedra (que es también el nombre del personaje) en la localidad de La Pampa. Ahí reside, alejado de la vida comunitaria, haciendo su trabajo como dependiente del patrón de una estancia. Las actividades del hachero modifican el entorno inmediato del bosque y en su trajín va dibujando una coreografía mínima, pero armoniosa, de gestos y movimientos precisos. Ellos parecieran remitir a la observación documental, pero se afilian más bien a la naturaleza misma de un cine que fuerza los límites del registro informativo.

La cámara capta a Misael en ángulos frontales. Los encuadres son sostenidos y fijos. La exposición de su labor se ofrece en tiempo presente. La simulación de la fluencia del tiempo real comanda el registro detallado de sus rutinas laborales y naturales, desde el dormir una siesta hasta alimentarse, además de talar los troncos, vigilar los cultivos o negociar la venta de la madera con los intermediarios. La exposición factual deja de lado a los incidentes marcados, los giros decisivos o los plot points señalados.

Estructurada en cinco actos o períodos, la presentación de esos afanes no pretende dar cuenta de una realidad social indeseable. La libertad referida en el título no alude al deseo o aspiración del personaje de quebrar la condición del trabajador explotado o sometido. La película no formula diagnósticos sociales, ni detalla postulados políticos, ni dicta juicios morales. Tampoco esboza el retrato psicológico que nos permita entender el comportamiento de Misael o suponer su biografía.

En cualquier caso, las películas de Lisandro Alonso son sus personajes, son la mera presencia de esos sujetos solitarios que deambulan por los intersticios de una narración tan débil que apenas si alcanza a albergar su sutil itinerario. Pero el cine de Lisandro Alonso, vale seguir aclarando, no es un cine de personajes sino un cine de presencias. La subjetividad de sus protagonistas nos resulta completamente opaca, son pura exterioridad. (Pérez Llahí, 2015, párr. 5)

 

Es poco lo que sabemos del hachero como sujeto. Desconocemos la relación que mantiene con sus familiares y las razones de su exilio. Está motivado acaso por un rechazo radical del mundo o por una necesidad estricta de supervivencia. Misael, como individuo, solo tiene su fuerza corporal y su capacidad de resistencia. Por eso, su relación con el mundo no es romántica, ni se acoge a una fantasía pastoral. Sostiene un vínculo utilitario, de fatiga constante y de desgaste físico. Y de venta del producto de su trabajo, aunque no se ofrezcan más informaciones sobre sus tratos con el mundo exterior.

Si en el cine clásico la descripción de las labores de un trabajador rural se liga al registro informativo, acaso con resonancias poéticas o líricas, como en Le sabotier du Val de Loire, de 1955, dirigido por Jacques Demy, modélico documental sobre la fabricación artesanal de zuecos en una zona tradicional de la Francia rural, en La libertad cada trayectoria y gesto de Misael va adquiriendo, en forma progresiva, una dimensión ritual y a la vez cotidiana.

no alcanza con lo mostrado en La libertad para dar cuenta de las condiciones de vida de un empleado rural en general, o para conocer la vida de Misael Saavedra en particular, o para interiorizarse en la producción artesanal de postes de caldén. La forma elíptica y distanciada con que Alonso sigue, literalmente, a su personaje en ningún momento guarda la intención de generar una información concreta sobre sus actividades, por lo menos no en la forma en que lo haría un documental. En definitiva, el cine de Alonso presenta a un “sujeto documentalizable” al que indaga con una “mirada no documental”. (Pérez Llahí, 2015, párr. 7)

A su turno, el entorno se muestra con la aspereza de lo auténtico, pero a la vez con la cualidad material de unas formas que aparecen abigarradas y lucen casi irreales o abstractas. Corinne Maury (2018, p. 147) señala que Alonso, situando su película en el espacio de un bosque inmenso, elige para el desarrollo de las acciones un “sitio de producción”. Citando a Anne Cauquilin, Maury dice que el “sitio” se construye sobre un espacio situado, ubicable sobre un mapa, mientras que el lugar tiene como rasgo definitorio su carácter de entorno, o espacio de memorización.

En el registro de esta actividad laboral, mostrada en una temporalidad continua que se quiere casi inalterada por el montaje (pero sintetizada en 73 minutos de duración), se produce una cesura. En ella reside la esencia de esa “mirada no documental” que menciona Pérez Llahí (2015). La cámara se separa del cuerpo de Misael, que reposa en duermevela con los ojos dirigidos hacia la cámara, para recorrer en trávelin el entorno del bosque. El título de la película parece encontrar un sustento en ese movimiento inesperado. El desplazamiento conduce a la cámara a recorrer las hojas de los árboles, mientras apreciamos titubeos en su direccionalidad. La libertad del movimiento penetra en un mundo natural cargado de sombras, de aspecto amenazante. En el “espacio” del bosque y sus recodos oscuros, sus “lugares”, acaso se encarne la fantasía onírica del solitario sin que se pierda el sentido de indagación por el universo de lo sensible, de lo inmediato, del “sitio”.

En Los muertos (2003), segundo largometraje de Alonso, la propuesta, a pesar de sus premisas narrativas, rechaza la dramaturgia tradicional. El encuadre geográfico es más amplio que el de La libertad. El motivo clásico de la vuelta a casa de un hombre, que estuvo muchos años alejado de ella, enmarca la acción.

El personaje principal, de nombre Argentino Vargas, sale del presidio donde ha purgado condena por el homicidio de sus dos hermanos. Al recuperar la libertad, emprende un largo viaje a su lugar de origen. Se dirige hacia la casa de su hija, el lugar donde acaso empezó su desgracia personal. El cuerpo central de la película corresponde a su reencuentro con el paisaje selvático, de presencia ardiente, mientras transita en una embarcación por el río Paraná. Él aspira el aire libre, contempla el bosque, avanza por el río. La aventura es esencial y eso sustenta la fuerza de la película, que no hace ostentación de recursos ni magnifica las acciones. En cambio, privilegia la captación del entorno de la selva paranaense, pero sin idealizarla, embellecerla ni convertirla en reducto ecológico. El tránsito por ella es captado en la más extensa temporalidad.

Filmada en soporte fotoquímico, como es habitual en la obra de Alonso, la calidad del registro analógico aporta una nítida profundidad del campo a las imágenes, lo que intensifica la percepción de la densidad del bosque, acaso marcado por un costado siniestro. La opción de filmar en película de 35 milímetros resguarda, por otro lado, la preocupación por un uso atmosférico y climático de la fotografía, así como por la necesidad de articular la cercanía del cuerpo de Argentino Vargas con los fondos naturales, marcando el contraste entre la presencia del personaje en la selva y su estancia anterior en el mundo de las regulaciones administrativas, esas que dejó atrás al salir de la prisión. “El bosque esconde lo inmundo”, dice Maury (2018, p. 149), aludiendo al pasado criminal del personaje. Pero es un bosque que puede ser visto también como cantera de recursos para la supervivencia personal de Argentino, como topos simbólico de un reencuentro consigo mismo o como escenario y ruta a seguir en su odisea personal.

La historia que esboza Los muertos está despojada de las motivaciones dramáticas habituales. El impulso para las acciones del protagonista es mínimo. Las explicaciones sobre su pasado resultan escasas. La psicología es omitida. El periplo que realiza carece de giros dramáticos. Se suprimen las conclusiones.

Lo dice Alonso, citado por Martín Pérez (2004):

La historia de la película parte de un hecho sencillo pero extraordinario: un tipo sale de la cárcel, y siempre está la intriga de qué es lo que va a hacer… Para mí los muertos son los tipos como él, que viven en las islas. Gente que vive sin sus necesidades básicas satisfechas, que está resignada a vivir de esa manera. El protagonista de Los muertos es un tipo sin expresión y casi sin vida, y eso te das cuenta al ver dónde vive, dónde nació, dónde va. Y, además, ahí donde vive, los que van presos siempre son los mismos. Para mí la idea de la película es mostrar un poco a esa clase de gente, que va andando por ahí. Resignados, revolviendo entre las sobras, sin pensar en lo que va a venir. (párr. 4)

El itinerario lento y despojado del personaje va acompañado de la recusación de la intriga, de la motivación dramática y del montaje que condensa una estricta continuidad espacio-temporal, privilegiando el plano secuencia. Es preciso incidir en este punto. Si bien las películas de Alonso apuntan una línea argumental, ella no da origen a una estructura de desarrollo canónico. El inicio de Los muertos es un ejemplo cabal de ello. Un plano secuencia con la cámara en movimiento recorre un paisaje boscoso y en su trayecto descubre las huellas de un crimen. Unos cuerpos yacen sobre el suelo y se entrevé el perfil de alguien que atraviesa el campo visual con un machete en la mano. Pero esos indicios se ocultan en los bordes del encuadre y luego son puestos al margen de él. Nunca ocupan el centro de interés dramático de la acción. Es el espacio impreciso del bosque lo que se impone como territorio y foco de interés. Espacio que se mantiene desenfocado, casi en el orden de lo abstracto, como si apelara a una percepción primaria del sentido del caos y de lo primitivo. De lo que se asocia con la densa realidad natural de la selva. Es una imagen condensada del espacio que advierte su presencia sensorial –la que se desplegará durante el desarrollo posterior del filme–, desplazando cualquier información argumental a un simple enunciado, de transcurso fugaz y precario.

En esa escena inicial, Muñoz Fernández (2017, p. 102) encuentra un ejemplo del retorno de la tactilidad del espacio en el cine posnarrativo:

La película comienza: la cámara avanza a través del espesor de la jungla rozando y tocando los troncos y las hojas de los árboles. La imagen enfoca y desenfoca las diferentes materias que encuentra a su paso creando visiones hápticas donde el fondo y la forma se confunden en un todo de texturas acuosas. La cámara va realizando ejercicios de distancias variables que… ponen en juego una visión óptica y una visión háptica. Una cámara palpadora que se desliza morosa y con movimientos variables, aproximando la visión al tacto y revelando con sus roces las texturas, los colores.

El motivo clásico del retorno al hogar, o a lo que queda de él, construye un arco narrativo de estricta linealidad, en el que no hay lugar para marcar los afectos del retorno ni para apuntalar la belleza de los espacios físicos ni para remarcar la lírica del contacto natural. Los muertos registra actos mínimos, gestos mecánicos, trayectorias silenciosas, acciones cotidianas, conductas de resistencia al medio o de supervivencia durante el trayecto. El personaje es una presencia monolítica que, al redescubrir la naturaleza, se limita a obrar como si lo hiciese por la primera vez, sumando gestos originarios. Gestos primitivos de apropiación y subsistencia, pero también de depredación: se relaciona con los objetos, los animales y las personas como si hubiesen sido creados para su fruición. Gestos ancestrales de cacería y cópula, despojados de intensidad, tensión o placer. Es una dimensión fisiológica, que refuerza la impresión del personaje como emanación de lo natural o como figura inscrita en el paisaje. La escena de sexo de Los muertos rechaza las nociones de deseo y goce. Presenciamos el trámite mecánico de un acoplamiento. Importa su transcurso y no las circunstancias que rodean al hecho; su extensión y no sus motivaciones.

Los encuadres, dilatados, describen, sitúan y acompañan a Vargas en su accionar. El tiempo pasa por el encuadre y se transforma en una materia que exige atención y actitud contemplativa. Se reduce el número de encuadres a solo 77 en el curso de toda la película, según recuento de Flanagan (2008, párr. 5)13.

Los muertos adquiere la temporalidad de lo ordinario. Alonso filma en continuidad, como si el rodaje fuera el momento privilegiado de su exploración.

Una dinámica recurrente en su técnica de edición consiste en prolongar la toma luego de culminado el incidente (o no incidente) representado, lo que es una tendencia o rasgo distintivo del cine de la lentitud. Diversas tomas acaban con el retiro de Vargas hacia la parte trasera del encuadre o su salida del campo visual, mientras que la cámara de Alonso permanece para capturar el encuadre desactivado, o se desplaza en panorámica para reconocer un espacio antes negativo. (Flanagan, 2008, párr. 14; traducción del autor)

Es la aplicación de la estrategia del retardo en la post-acción que estudió Singer (1989) en Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975). Al retener la atención de la cámara ante los actos cotidianos de un hombre ordinario inscrito en un paisaje extraordinario, Alonso registra los fondos perpendiculares al eje visual, pero no a la manera de Hou Hsiao-hsien, o de Wes Anderson, que apelan a los lentes de focal larga y a la simetría de la disposición espacial, sino reforzando la frontalidad de la composición visual. La vastedad del horizonte y la línea del paisaje señalan la presencia de un marco extenso que contrasta con las acciones mínimas del personaje. Esa visualidad crea un efecto de distanciamiento y desdramatización. Percibimos esas escenas a la manera de naturalezas muertas.

La cámara se abre al carácter aleatorio del clima y no corrige ni altera la luz o el color. Apenas si traza un movimiento panorámico sobre la selva, mientras viaja por el río. Mientras ello ocurre, el personaje acumula gestos anacrónicos entre dos inmensidades, la de la tierra y el cielo, sometido a las fuerzas primitivas naturales y acaso a sus propias pulsiones: las de un hombre que, acaso, asesinará a algunos miembros de su familia, como lo podría sugerir la enigmática imagen final, abierta a todas las interpretaciones. Al evitar el uso de los recursos dramáticos que predominan en el cine desde que asumió su vocación narrativa, hacia 1908, el minimalismo de Los muertos entronca con la estética de los cineastas de los orígenes –camarógrafos anónimos de los travelogues– que supieron hallar en los horizontes naturales la vida sin estruendo, mostrando los paisajes con talento plástico, pero sin acentuación expresiva.

 

En Liverpool (2008), Alonso realiza una variación del concepto que sustenta Los muertos y narra otro viaje de “retorno al hogar”, esta vez en rumbo hacia Tierra del Fuego.

El tratamiento cinematográfico aplica las mismas técnicas sustractivas de La libertad y Los muertos, pese a que el impulso narrativo inicial se acerca a la sensibilidad de un clásico del cine estadounidense, The Lusty Men (1952), de Nicholas Ray. Se trata de una reapropiación que extrema el silencio, las temporalidades dilatadas y la desdramatización. Y que suprime cualquier posibilidad de identificación con un personaje principal que busca restablecer la relación personal con su madre y con una hija. Una motivación que pierde nitidez luego del encuentro con las personas buscadas. Ellas continúan con sus vidas rutinarias, indiferentes a la presencia del viajero que emprende la marcha hacia un territorio nevado. Liverpool es una película en movimiento permanente, a la manera de una road movie, pero desacelerada en ritmo y palpitaciones. También es el resultado de un acercamiento austero a un espacio y sus habitantes.

Farrel (Juan Fernández) es un marino mercante que obtiene un permiso de dos días para dejar su embarcación que ha atracado en Ushuaia, Tierra del Fuego. Pretende visitar a su madre, que reside en un pueblo lejano y a la que no ve desde hace mucho tiempo. Travesía infructuosa, por cierto. Y no porque fracase la búsqueda de la mujer, sino porque ella no lo reconoce como hijo.

Esta odisea recusa la épica y se aleja de cualquier estruendo. Es un recorrido mostrado en planos secuencias que intentan transmitir la experiencia sensorial del viaje. No solo la que provoca el paisaje congelado, ya que el trayecto conduce hacia zonas cada vez más frías, sino la sensación del tránsito mismo y de los medios de los que se vale: la marcha a pie, en vehículos, los vericuetos del camino, las estancias en bares u hoteles. Son las experiencias del paso, erráticas o zigzagueantes. Hay una peripecia física, pero nada tiene de extraordinaria. Alonso prefiere representarla en su árida cotidianeidad. Es un esfuerzo intenso expresado en clave baja, pero con permanente movilidad.

El periplo lo conduce hasta el pueblo donde reside la madre, lo que da impulso a otra etapa de la película. Llega al lugar arcaico por excelencia, el que está más acá de cualquier fantasía cosmopolita. Es el escenario de la permanencia, del silencio y la inamovilidad. Dos personajes aparecen: la madre, postrada, y Analía (Giselle Irrazabal), una joven silenciosa, cuya vinculación familiar no se esclarece.

La secuencia del encuentro con las dos mujeres, filmada con una cámara quieta, ubicada en plano medio, prolonga la duración del encuadre durante más de tres minutos. Es un tiempo que marca un proceso interior, pero también señala una incertidumbre. La pregunta por la identidad de Analía, la joven que vive con la anciana, que acaso sea la hija de Ferrel, es un “punto ciego” del relato14.

A pesar de su función narrativa incierta o flotante, el personaje de esa mujer adquiere importancia al mantenerse en el campo visual durante los veinte minutos finales de la proyección. Antes de partir de regreso, con todas sus dudas subsistentes, Farrel coge un objeto que lleva marcado el vocablo “Liverpool” y se lo enseña a Analía. El rostro de la joven se sitúa próximo a la cámara dando lugar a una sucesión de planos cerrados, pese a que Liverpool privilegia los encuadres abiertos que ubican a los personajes en los espacios que recorren. Es significativo que Alonso apele al primer plano, que convoca la afección, para emplearlo con doble opacidad: frente a un personaje de identidad indeterminada y para vincularlo con la revelación del objeto que Farrel deja a Analía y que lleva la marca de Liverpool. Un término que recusa cualquier interpretación unívoca; acaso es el puerto en el que alguna vez desembarcó, o un referente imaginario. El vocablo adquiere la opacidad de Rosebud15.

El cuerpo de Farrel condensa la noción misma de un cine de la quietud. Sus movimientos son quedos y la dilatación del tiempo de duración de los encuadres parece ajustarse a sus ritmos y rutinas. Cada uno de los encuadres que registra el deambular dura en promedio dos minutos, sea que se encuentre en el barco o fuera de él; en un club de desnudistas o embarcado en un ferry. Jaffe (2014, p. 133) anota que Liverpool recurre a un recurso típico del cine de la desaceleración o la lentitud: nunca orienta la dirección de la mirada del personaje hacia los objetos que se hallan dentro de su área de visión. El llamado “encuadre subjetivo” está erradicado, sea en su función referencial, de ubicación espacial, o en su función de identificación y señalamiento de un punto de vista narrativo.

El registro escrupuloso, a la manera de un detallismo exacerbado, de los espacios abiertos, resulta sustancial para la construcción de una temporalidad alternativa. Ello es visible tanto en Los muertos como en Liverpool, pero también en Jauja (2014).

Mientras que en las dos primeras películas el paisaje tiene cualidades realistas y verificables, en Jauja ellas se alteran. Su protagonista, el capitán e ingeniero Gunnar Dinesen (Viggo Mortensen) viaja, a fines del siglo xix, por territorios que concentran valencias contradictorias. Son, por un lado, agrestes y duros, pero también espectrales, distantes y oníricos. La fotografía de Timo Salminen (colaborador habitual del finlandés Aki Kaurismäki) alterna la paleta de colores densos y cenizos de las partes iniciales y centrales, con la irrealidad de los dorados del segmento final.

Empeñado en la búsqueda de su hija Ingeborg (Viilbjørk Malling Agger), adolescente extraviada en algún paraje agreste de la Patagonia, luego de partir en fuga romántica con el recluta Canto (Diego Román), el personaje de Dinesen recorre un lugar sin marcas de ubicación ni de reconocimiento. Tal vez esté situado en la legendaria Jauja –ese lugar de la abundancia y de las riquezas sin cuento que pierde a los hombres que tratan de llegar hasta él–, pero acaso también se trate de la geografía de un “país de mierda”. Es un territorio que se desdibuja mientras Dinesen lo recorre en su búsqueda.

Jauja es, en todo caso, el lugar donde siempre hay un más allá, desértico y no representado, en el que se extermina a los indios y donde vaga el personaje de Zuluaga, ese militar desertor de estirpe legendaria y suerte de Coronel Kurtz (la figura totémica de El corazón de las tinieblas, 1899, la novela de Joseph Conrad, y de ¡Apocalipsis, ya!, 1979, de Francis Coppola) enloquecido, al que nunca conocemos. Es un perdido más en un lugar de extravíos.

Cada parte de la película luce una topografía particular. En la primera, el espacio quiere mostrarse como un reducto militar. Es un escenario simulado, ubicado quién sabe dónde, poblado por personajes que conversan con diálogos sentenciosos y que resulta el punto de partida para un viaje hacia lo incierto. La extraterritorialidad de ese cuartel remite a El desierto de los tártaros (Il deserto dei Tartari, 1940), la novela de Dino Buzzati (llevada al cine por Valerio Zurlini, 1976), pero la atmósfera del segmento refiere también a algunos títulos de Manoel de Oliveira.

La segunda parte ofrece una escenografía que es rotunda y abstracta a la vez. Combina la apariencia pétrea del paisaje con el clima onírico de la situación. El aventurero se mueve con dificultades en el desierto y acaba como una silueta fantasmal. Su perfil enclavado en la tierra evoca al de la figura de los amantes convertidos en cadáveres resecos en el final de Un perro andaluz (Un chien andalou, de Luis Buñuel y Salvador Dalí, 1929). El recorrido no se realiza en el país mítico de la leche y la miel, sino en un espacio que pareciera no tener fronteras y conduce a un más allá sin confines. Es un espacio subjetivo que se modela con los miedos del propio viajero. Jauja alcanza su logro mayor en ese segmento central, con Dinesen transitando por un territorio que es real y virtual a la vez.

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