El cine Latinoamericano del siglo XXI

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Capítulo 2

Las nuevas temporalidades

Los años finales del siglo xx trajeron consigo cambios profundos en las escrituras y estilos del cine de autor o, si se quiere denominarlo así, del “cine de arte” internacional1. Algunos signos de esa trasformación pudieron percibirse en las alteraciones de los ritmos narrativos, en la modificación de las fluencias clásicas, en la dilatación de los tiempos de exposición de los encuadres, entre otros.

Acaso como una forma de recusar las crispaciones del cine de explotación y de las películas canónicas del Hollywood espectacular, de ritmos frenéticos y acciones aceleradas, una franja del cine de autor contemporáneo decidió extremar algunas formas de representación y estilísticas alternativas. La “continuidad intensificada”, propia del estilo de edición de las películas del modelo de Hollywood se enfrentó a modos de edición diversos, perfilándose una estética de la “lentitud” (Ciment, 2003), o slow cinema, según apelación acuñada por Jonathan Romney (2010). La percibimos en las películas realizadas por el taiwanés Hou Hsiao-hsien, la belga Chantal Akerman (que marcó un antecedente radical con Jeanne Dielman, 23, Quai du Commerce, 1080 Bruxelles, filmada en 1975), el lituano Sharunas Bartas, el iraní Abbas Kiarostami, el tailandés Apichatpong Weerasethakul, el finlandés Aki Kaurismäki, el húngaro Béla Tarr, por citar solo algunos nombres significativos2.

En sus películas, la recurrencia de los encuadres dilatados, o la inclusión de extensos planos secuencias, diseñan temporalidades relajadas. Algunas de ellas están favorecidas por la capacidad de las cámaras digitales para registrar, sin los requerimientos de los cortes sucesivos, acciones que se desarrollan en períodos prolongados de exposición. Otras, en cambio, aprovechan al máximo la fotogenia y la definición del soporte fotoquímico para potenciar los tiempos de la contemplación y el registro cinematográfico continuo. Ello trae consigo tratamientos particulares del encuadre. La fijeza lograda con la cámara quieta deja la huella de la documentación y la observación antes que la necesidad de obtener determinados efectos dramáticos. Otra característica: la dilatación de los tiempos expositivos llega aparejada con la reducción de los movimientos internos en el campo visual. El estatismo puede exacerbarse hasta la extenuación de la mirada.

Son películas que se ajustan a la descripción de Jean-Louis Comolli (2009, p. 117): “puesta en escena rigurosa, potencia del fuera de campo, trabajo sobre las duraciones y las formas, principio de frustración de las satisfacciones pulsionales, lógica de la ambigüedad”. Es decir, películas que resisten a asimilarse a una concepción del cine que espectaculariza situaciones previstas en una calculada operación de escritura.

ANTECEDENTES: EL CINE DE LA VELOCIDAD

Durante las dos últimas décadas del siglo xx, el cine comercial internacional asimila los ritmos provenientes de la edición de los videoclips. La aceleración de los ritmos audiovisuales se torna un imperativo. Las palpitaciones del montaje se alteran al abreviarse los tiempos de exposición de los encuadres, lo que impulsa a precipitar la fluencia de los relatos. Las reglas canónicas del cine tradicional quedan contradichas.

Las dinámicas narrativas, estimuladas por el incremento de esas velocidades de exposición, perfilan un régimen de “continuidad intensificada”, como lo denomina David Bordwell (2004, párr. 2). Se sustenta en un montaje fílmico cada vez más intervencionista, rápido y fragmentado. Los encuadres breves y nerviosos pulverizan la visibilidad o la legibilidad del campo visual. Ese autor señala las variaciones que se producen en los filmes del mainstream3. En los años setenta del siglo xx, el lapso de exposición fluctuaba entre cinco y nueve segundos. En un período de veinte años, durante las décadas de los ochenta y noventa, el promedio se redujo a una media situada entre los dos y los ocho segundos4.

En un trabajo posterior, Bordwell (2007, pp. 158-179) indica recortes aún mayores de esos tiempos de exposición. Ellos son perceptibles en los filmes de acción realizados por la industria de Hollywood en este siglo, como ocurre en la serie de películas centradas en las peripecias del espía Jason Bourne, con temporalidades inferiores a los dos segundos5. Esa aceleración remece las nociones arraigadas sobre las temporalidades mínimas de exposición requeridas: en el cine clásico, los encuadres debían permanecer sobre la pantalla el tiempo suficiente para que los espectadores pudiesen asimilar las informaciones contenidas en cada uno de ellos.

Pero el cine mainstream de las últimas décadas no solo abrevia los tiempos de exposición. En paralelo, multiplica los movimientos de las cámaras, cada vez más inestables, a veces samaqueadas, como en el efecto proporcionado por la denominada shakycam o cámara temblorosa, empleada para reforzar la impresión de estar registrando una acción urgente o captando una situación en tiempo presente, a la manera de un “reportaje”. Es una cámara desligada de las necesidades imperativas de ajustarse a las orientaciones de la acción o a los movimientos de los personajes u objetos en el interior del campo visual. Y se recurre también a otros procedimientos, como acortar las distancias relativas de la cámara en su relación con los personajes o con los objetos filmados. Se sustituye el montaje en campo/contra campo, sobre todo en las escenas de conversaciones filmadas en planos medios, por el registro en continuidad realizado con la cámara desplazándose en rodeos circulares o semicirculares en torno de los interlocutores. La edición, en esos casos, inserta los rostros de los intervinientes en primeros planos, pero sin alterar la trayectoria del desplazamiento general de la cámara.

La impresión ofrecida por esos procedimientos es la de un dominio creciente de la velocidad de exposición, la fragmentación del campo visual y una intervención notoria en la manipulación del tiempo y en la aceleración del ritmo estructural (Bordwell 2006, pp. 129-134)6.

Por otro lado, en los años ochenta del siglo pasado se consolida el dominio de las formas ostensibles derivadas de las retóricas acuñadas en el campo del spot publicitario. El “cine del look” explota sus recursos más estentóreos. Los desenfoques cosméticos, el empleo sistemático de filtros difuminantes y de lentes de focal variable con el fin de aplanar las imágenes, anulando la profundidad de campo gracias a los efectos visuales de los teleobjetivos, se asientan como rasgos distintivos de una franja del cine realizado por entonces. Lo que se complementa con el uso de dispositivos concebidos para amortiguar los movimientos de la cámara (Louma y Steadicam), proporcionando una ilusión de ingravidez en sus desplazamientos, sobre todo en las escenas de acciones prolongadas o de recorridos intensos, como en las secuencias de persecuciones. Otra característica de esos años: el retorno a las prácticas de los rodajes en estudios, luego del uso intensivo de los espacios naturales preferidos por los “nuevos cines” de fines de los años cincuenta y sesenta, como herencia del neorrealismo italiano, caracterizado por su inclinación a la austeridad7. Esa vocación realista queda erradicada con las composiciones visuales recargadas o manieristas, el empleo de las tecnologías sonoras envolventes y los estilos de iluminación enfáticos. Recursos que son prolongados más tarde con el ilusionismo de las técnicas de incrustación digital de escenografías virtuales establecidas desde fines del siglo xx.

LA REACCIÓN: NUEVAS TEMPORALIDADES

Frente a los artificios descritos y a sus ritmos vertiginosos de exposición, y en oposición a ellos, se configura el minimalismo dramático de una franja del cine de autor internacional, y de cierta porción del cine latinoamericano8. Al vaciamiento de las tramas fuertes y la rarefacción de las peripecias argumentales, en beneficio de aquellas acciones que lucen como insignificantes, parásitas o secundarias, pero que adquieren centralidad, se añade una notoria variación en la temporalidad de los encuadres.

El signo del cambio se percibe en la prolongación del promedio de duración de las imágenes sobre la pantalla. Cada una de ellas dilata su período de exposición, postergando el corte del montaje, hasta el punto de exceder la estricta pertinencia informativa, modelando para las películas un perfil que privilegia la captura del transcurrir del tiempo. La fluencia temporal se convierte en materia privilegiada del registro audiovisual. Si el aparato cinematográfico es la herramienta que permite esculpir el tiempo, como lo quería Andrei Tarkovski (1996), esta modalidad del cine de autor contemporáneo parece darle la razón.

Muy pronto, los estudios críticos y académicos sobre el cine centran su atención en estos cambios. Según Flanagan (2008, párr. 2), esta franja del cine de autor se basa en el “uso (a menudo extremo) de largas tomas, en los modos de narración descentrados o subterráneos y en el énfasis pronunciado en la quietud y la cotidianidad”. James Quandt describe los componentes de una vertiente del “cine internacional de arte y ensayo” de la siguiente manera:

Ritmos de adagio y narrativas oblicuas; tono de quietud y reticencia, aura de angustia inefable; tomas alargadas, largos desplazamientos de la cámara o paneos, a menudo sobre paisajes despoblados; prolongadas tomas realizadas con la cámara en mano de personas caminando en soledad; lentos acercamientos hacia una ventana o una puerta abierta hacia el campo o la naturaleza; diseño de sonido materialista; preponderancia de una imaginería inspirada por las películas de Andrei Tarkovski. (Quandt, 2009, pp. 76-77)

 

El rechazo del montaje de intervención, así como una puesta en escena modulada sobre la densidad del paso del tiempo, liberan la percepción de los espectadores, a los que se les proponen nuevas áreas de contemplación en el universo de lo profílmico: la duración de la toma prolongada potencia la integridad de encuadre como el registro de una unidad espacio-temporal. La imagen, una vez más, como lo proclamó André Bazin (1966, p. 28), importa no por lo que agrega a la realidad, sino por lo que descubre o revela de ella. Y, para lograrlo, se toma el tiempo necesario. Lo central radica en exceder el sentido literal de lo representado. Y, sin embargo, también las ideas de Bazin son puestas en cuestión. Observando algunas de las vías seguidas por el cine social en lo que va del siglo xxi, tan influido por la obra de los belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne, Jean-François Pigoullié (2014) se pregunta:

¿Qué hay más opuesto al ideal baziniano de transparencia, a la moral cinematográfica, impregnada de humildad franciscana, que admiraba en los maestros del neorrealismo, dejando advenir la epifanía de lo real, que la estética del reportaje, inspirada del cine directo, que prevalece actualmente en el cine social, y que consiste en aprehender la realidad social de un modo subjetivo, pero no para imponer sobre ella una mirada contemplativa, sino para restituirla, arrancando de lo real trozos netos de duración.

PRECEDENTES DEL CINE DE LA EXPECTACIÓN

Pero no se trata de una irrupción súbita o inesperada: las nuevas temporalidades del cine de autor contemporáneo radicalizan tendencias que se incuban en el curso de la evolución de los estilos cinematográficos desde los años de la segunda postguerra. Es una genealogía que parte de la obra de Roberto Rossellini en películas como Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1948) o Viaje a Italia (Viaggio in Italia, 1954)9, encuentra coincidencias en determinados pasajes de Umberto D (1952), de Vittorio de Sica, y se prolonga en el cine de Michelangelo Antonioni, sobre todo en La aventura (L’Avventura, 1960), El eclipse (L’Eclisse, 1962), El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964), pero también en El pasajero (Professione: Reporter, 1975). Se radicaliza en algunos ensayos del underground neoyorquino de los años sesenta, como ocurre en la vertiente experimental de Andy Warhol.

Es una línea que adquiere rasgos particulares en las películas de Jean-Marie Straub y Danielle Huillet, o de Philippe Garrel en los años sesenta, hallando acentos diversos en las primeras obras de Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders, entre otras del Nuevo Cine Alemán, así como en los filmes-frescos de Serguei Paradjanov, en el trascendentalismo de Solaris (1972) o Stalker (1979) de Andrei Tarkovski, en la ritualidad performativa de Miklós Jancsó y Theo Angelopoulos, o en la épica de la cotidianeidad de Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), de Chantal Akerman. También en las formas más austeras del registro sostenido de la duración del encuadre que sustentan la estética de las películas de James Benning.

Se exacerban las estrategias seguidas por el cine de la modernidad para dar cuenta de las temáticas de la incomunicación, el ensimismamiento y la angustia existencial, o del vacío vital, que predominan en el cine de autor que sigue al final de la Segunda Guerra Mundial. La secuencia de María (Maria Pia Casilio), la joven embarazada que espera en Umberto D, analizada por André Bazin (1966), y el recorrido final de Edmond, el niño que recorre las ruinas de Berlín en Alemania, año cero, marcan una pauta para el tipo de estética de la contemplación y la espera, presente también en películas como La Aventura, de Antonioni, y El pelícano (Le pélican, 1974), de Gerard Blain, renovada en la estética del cine iraní de los años noventa o en autores como Tsai Ming-liang, Béla Tarr o Hou Hsiao-hsien.

Los aportes de Gilles Deleuze (1987) sobre la “imagen tiempo” “legitiman” ciertos rasgos de ese cine de la modernidad caracterizados por sus “personajes errantes, sus estructuras narrativas elípticas y desdramatizadas, su puesta en escena minimalista y/o el empleo sostenido de recursos auto reflexivos y extendidos como los encuadres de larga duración” (De Luca y Barradas, 2016, p. 9).

El adelgazamiento de las tramas narrativas –que suprime la motivación psicológica de los personajes y desconfía de las estructuras canónicas de la construcción narrativa basadas en sucesivos giros dramáticos– encuentra un correlato formal en el gesto contemplativo, en la supresión del énfasis, en el dominio de los encuadres de larga duración, en la inscripción del transcurrir temporal durante la cotidianeidad. También en la predominancia de los planos secuencias, convertidos en ejes del diseño formal de las películas10. Se esbozan “estrategias de duda, postergación y desaceleración” (Koepnick, 2014, p. 105).

El rodaje, filmación o grabación, se impone como el proceso privilegiado que potencia la relación entre lo cinematográfico y la realidad tangible. Vincula el concepto con los elementos materiales de lo fílmico y lo profílmico. El cine se convierte en una forma privilegiada de registro del transcurrir temporal.

La combinación de la huella de lo real y de la creación del relato y de la representación engendra efectos particulares. Uno de los más importantes es articular varias relaciones a la vez: conjugar el presente de la filmación y el presente de la visión, construir una experiencia de la duración como recurso dramático ligado a su impregnación de realidad, como ha recordado Jacques Aumont. (Frodon, 2018, p. 56)

Estamos ante un modelo formal alternativo que se arraiga en una vertiente –no en todas– del cine de autor. Prospera en la línea de un cine encuadrado, en términos amplios, dentro de una modalidad posnarrativa, cuyos rasgos centrales y cineastas distintivos en el panorama del cine internacional de inicios del siglo xxi son mencionados por Muñoz Fernández (2017 pp. 22-23):

Un cine en el que ya no importan las historias y los viejos marcos narrativos no sirven para explicarlo. Un cine que no es de personajes, sino de cuerpos (Philippe Grandrieux, Gus Van Sant, Claire Denis, Philippe Garrel) y de rostros (Abbas Kiarostami, Bruno Dumont); que no es de historias, sino de espacios (Jia Zhangke, Pedro Costa, Tsai Ming-liang); que no es de escenarios, sino de paisajes (Albert Serra, James Benning, Peter Hutton, Lois Patiño); que no es de tramas y narración, sino de tiempo y espera (Lav Diaz, Pedro Costa, Wang Bing, Lisandro Alonso); que no busca la identificación, sino la contemplación (Albert Serra, Peter Hutton, James Benning); que no es intelectual, sino corporal, sensorial y háptico (Apichatpong Weerasethakul, Lucien Castaing-Taylor, Véréna Paravel, Philippe Grandrieux, Claire Denis); que no narra lo extraordinario, sino que muestra lo cotidiano (Pedro Costa, Hou Hsiao-hsien, Liu Jiayin, Wang Bing, Lisandro Alonso); que no es entretenido, sino aburrido (Tsai Ming-liang, James Benning, Sharon Lockhart); que no es actual, sino primitivo y anacrónico (Peter Hutton, Lisandro Alonso, Ben Rivers, James Benning); que no [es] sencillo, sino laberíntico y elíptico (David Lynch, Lucrecia Martel); que no es continuo, sino postcontinuo (Olivier Assayas); un cine que no es de causas, sino de consecuencias, más de respuestas que de preguntas.

ENTORNO INSTITUCIONAL

La expresividad de esta vertiente del cine no hubiera resultado tan influyente de no haber mediado la intervención de los festivales que la premiaron y alentaron. David Bordwell y Kristin Thompson (2011) han señalado la polarización en el campo de la cultura fílmica que esta estética trajo consigo, reservando un cine de ritmos acelerados para el mercado masivo y otro de marcada austeridad destinado para competir en los festivales internacionales y ser exhibido en las salas de arte y ensayo, a las que se añaden algunas plataformas digitales.

De ahí que el “cine de la lentitud” o de la “expectación” establece relaciones estrechas con los sistemas institucionales de exhibición y promoción del “filme de arte”. Çağlayan (2014) describe esta modalidad de cine como un conjunto de prácticas, discusiones y conceptos que se activan y modelan en los circuitos de los festivales de cine y en las comisiones de financiamiento deseosas de impulsar modos alternativos de expresión fílmica. Es más, afirma que la más importante de las funciones de los festivales de cine es la de haberse convertido en lugares clave para la exhibición del cine de la expectación.

En América Latina, este deseo por lo esencial encuentra un campo fértil, considerando la escasez de recursos de producción y la proliferación de promociones de jóvenes graduados en escuelas de cine en busca de herramientas ligeras. Jóvenes que, en algunos países, como Argentina y México, deciden enfrentar tradiciones industriales que en el pasado produjeron películas ampulosas y folletinescas.

Un ejemplo cabal de ese estilo de escritura fílmica en el ámbito del cine de América Latina lo hallamos en películas de realizadores como el argentino Lisandro Alonso, el mexicano Carlos Reygadas, la paraguaya Paz Encina, el peruano Óscar Catacora, entre otros.

ENTRE EL AMANECER Y EL CREPÚSCULO: CARLOS REYGADAS

Luz silenciosa (Stellet Licht, 2007), del mexicano Carlos Reygadas, empieza con una imagen del horizonte al amanecer. El encuadre, de formato panorámico (ratio: 2.35:1), dura seis minutos y registra al sol que despunta mientras aumenta la visibilidad del paisaje. La cámara se desplaza en lentísimo trávelin hacia adelante. En la banda sonora únicamente se perciben los ruidos, de volumen creciente, del entorno natural. En la secuencia de cierre de la película se produce el movimiento inverso. El sol se pone. El movimiento de la cámara recula. El campo visual es opacado por la penumbra.

Esas secuencias de apertura y cierre, presididas por la imagen del horizonte sobre la que se imprimen los ritmos y sonidos de la naturaleza, se ligan con un panteísmo sensorial, de orden físico y de celebración material. A la vez, introducen una dimensión espiritual que apela a la expresión de lo inmediato y de lo terrenal. Le siguen imágenes que provocan sensaciones de incertidumbre y descolocación en el espacio y en el tiempo.

La acción se ancla en un entorno rural. Es el interior de una casa rústica. La imagen de los miembros de una familia que se apresta para el desayuno se refleja en la superficie lustrosa del péndulo de un reloj. La banda sonora recoge los ruidos que marcan el paso del tiempo. La película construye, desde el inicio, el espacio anacrónico en el que se desarrollarán los hechos narrados. Y establece una temporalidad sustentada en la morosa fluencia del transcurrir de lo cotidiano. Cada hecho mínimo y ordinario se inserta en el ámbito de lo inefable; lo pequeño se ubica en el ámbito de lo inconmensurable.

Esa apertura de la imagen a las dimensiones extensivas del horizonte y a la amplitud cósmica del paso del tiempo da lugar al registro de las rutinas de una comunidad endogámica y autárquica, la de los menonitas afincados en el norte de México. Los protagonistas de Luz silenciosa son miembros de esa comunidad. Es un ambiente cerrado, regido por normas éticas fundadas en convicciones inflexibles y arraigadas en la tradición consuetudinaria. Ahí se rechaza cualquier acceso a la modernidad.

Pero las contradicciones no tardan en aparecer. En medio de esa comunidad insular, detenida en el tiempo, encerrada en su aspiración de infinitud y pureza, ocurre lo inevitable: el tiempo corroe las convicciones de los personajes sobre la fidelidad matrimonial. El amor de Johan (Cornelio Wall) por su esposa Esther (Miriam Toews), sustentado en las previsiones de la permanencia, según las convicciones menonitas, se pone a prueba con la pasión adúltera que siente el hombre por Marianne (Maria Pankratz). Se quiebran así las aspiraciones de perennidad.

El cambio de los sentimientos, la transformación del deseo y la irrupción de lo inesperado son factores impulsados por el paso lento, pero ineluctable, del tiempo que descompone las certezas y desarma las simetrías. Esas que adquieren forma en los gestos corporales sucesivos de los personajes, rígidos o relajados, pero siempre al servicio de los tiempos y acciones impuestas por la fe: la oración, la confesión, el arrepentimiento, la redención.

 

La puesta en escena liga ambas dimensiones, la cósmica y la íntima. La del moroso transcurrir de las horas, los días y las estaciones. La de los gestos del amor contrariado, de la pasión descubierta y del conflicto moral provocado por la turbación erótica, causado por la “otra” mujer. Y expresa la forma en que la primera dimensión acciona sobre la segunda, de un modo quedo, pero constante e insidioso. Frente al avance sosegado del tiempo, los actos humanos parecen inestables, quebradizos y fugaces. Por eso, Reygadas opta por la exposición cansina, los largos encuadres, las lentas variaciones de la luz en exteriores, el constante sonido del reloj marcando los segundos, los apaciguados movimientos panorámicos de seguimiento y reencuadre de los personajes, los dilatados desplazamientos de la cámara en sintonía con la desaceleración de los tiempos de las acciones. También por los ambientes elegidos, bañados por una luz de estilo nórdico y registrado con lentes de focal corta que ensanchan la profundidad de las escenografías en interiores y exteriores.

Similar contraste se percibe en la dialéctica establecida entre los grandes planos generales que se abren al horizonte en contraposición con los planos de conjunto que describen los intercambios de los personajes con su comunidad. La cámara se mantiene en una posición frontal y simétrica. Frente a ella, los personajes realizan tareas que se desarrollan en tiempo real, hasta que salen del encuadre. El espacio que dejan vacío se mantiene como campo visual representado porque la cámara no apela al corte súbito luego de su retiro. Ni sigue ni acompaña a los personajes en su trayectoria.

Pero la impresión causada por la ausencia de los personajes de la imagen no es de vacuidad; por el contrario, el espacio despojado de movimiento potencia la impresión del transcurso temporal y apela a la atención participante de los espectadores. Se perciben las texturas del mobiliario y de esas escenografías que subsisten en ausencia de los personajes, representadas con independencia del desarrollo de las acciones. Se hacen más visibles los trazos geométricos del espacio, las líneas verticales marcadas por las paredes, así como la rígida disposición central de la mesa y de los muebles. Son líneas que parecen duplicar o reforzar el orden impuesto por la disciplina institucional menonita.

Aunque el sentido profundo de la película pone en cuestión los dogmas arraigados sobre el carácter inmutable de lo humano, de ella están ausentes los debates teológicos. La relación con lo sagrado no es una formulación conceptual. Por el contrario, se encarna en el tratamiento visual, en el trabajo expresivo de la iluminación y en esa temporalidad ralentizada que parece aludir a la noción misma de eternidad. Estos puntos vinculan a Luz silenciosa con un cine de la contención formal, aunque no por ello menos sensual, y de la contemplación.

Es un estilo que valoriza los espacios y la temporalidad que los habita o los colma. Ello importa más que los incidentes y su resolución narrativa. El modo en el que Johan afronta su dilema personal no está en el centro del interés dramático. La contienda entre las dos mujeres es un asunto vinculado con la composición visual antes que un elemento de incertidumbre narrativa en busca de resolución. Esther y Marianne, en los momentos culminantes, dan la espalda a la cámara y quedan descentradas del encuadre, acaso convertidas en meras presencias plásticas inscritas en la imagen.

En el segmento final de la película, que obra como alusión, referencia intertextual o tributo a Ordet (1955), de Carl Theodor Dreyer, asistimos a la resurrección de Esther. El hecho, extraordinario, se representa con la misma necesidad y naturalidad con la que se suceden el amanecer y el atardecer en el orden de la naturaleza. Desvinculando la ocurrencia del suceso insólito de cualquier impresión de asombro, Reygadas lo integra a esa estética de la desdramatización que preside el conjunto: el incidente no tiene más potencia dramática que los desayunos familiares, las incursiones en el campo, o el baño familiar en el estanque, en una secuencia filmada con una suerte de relajamiento sensorial que se manifiesta en los movimientos tentativos, titubeantes, somnolientos, de una cámara que apunta el lirismo de la situación. O que las confesiones de Johan sobre su drama de conciencia. Las situaciones dramáticas siguen una trayectoria lineal y flotante, ajenas a los picos de tensión y de emoción.

Lo mismo ocurre con el antagonismo de las mujeres, que no exige una resolución unívoca, o el triunfo de una sobre la otra. Esther, luego de la experiencia de la muerte y la resurrección, vuelve a integrarse en la cotidianeidad de la comunidad. Lo único que la trasciende es la continuidad del día y de la noche, el lento paso del tiempo, como en la introducción y en la conclusión de la película.

LA ESPERA SIN FIN: PAZ ENCINA

Hamaca paraguaya (2006), de Paz Encina, extrema las características formales del cine de la contemplación, la retención y los períodos temporales dilatados11.

Es 1935. Dos campesinos, Cándida (Georgina Genes) y Ramón (Ramón del Río), conversan, en guaraní, apoyados sobre una hamaca. No hay referencias geográficas precisas del lugar en el que están. Hablan de su hijo, que partió a combatir en la Guerra del Chaco. Esperan su vuelta –aunque acaso haya muerto ya–, mencionan el clima, están atentos a la llegada de la lluvia y se refieren al incesante ladrar de una perra. La cámara se mantiene quieta, en encuadre abierto, siempre a la misma altura, registrando a los personajes ubicados en la profundidad del campo visual. El único movimiento de la cámara llega al final. El ciclo temporal de la acción abarca una jornada, del amanecer hasta la puesta del sol.

No existe concordancia entre las imágenes y las palabras. Está desterrada la sincronía labial, pese a que los diálogos de la pareja son constantes, lo que genera un texto paralelo al de las imágenes, como si el componente verbal de la banda sonora tuviera una autonomía relativa. Acaso porque esas palabras corresponden a un discurso intemporal; llegan desde un tiempo pasado o, tal vez, se pronuncian ahora.

No solo los breves diálogos están registrados en la banda de sonido; también ocupan un lugar los ruidos naturales, de naturaleza estrictamente diegética, que remiten al mundo rural, marcando un ritmo en su recurrencia. Los oímos una y otra vez, acaso para significar la presencia inevitable de la tormenta o el retorno de los ciclos agrícolas. Se registran los actos cotidianos con precisión y minucia. Son las rutinas de esos campesinos que avivan la fogata y manipulan las mandiocas. Las acciones reiterantes dan cuenta de lo invariable. Están instaladas en el dominio del anacronismo.

Lo que puede interesar para la inteligibilidad de la trama se mantiene fuera del campo visual: el hijo ausente, el perro inquieto, el cielo que anuncia una tormenta que no llega. Las condiciones de existencia de la pareja se revelan de modo tangencial en unos planos del rancho y del trabajo realizado.

Paraguay es un país visto desde los bordes, desde su periferia. La realidad política es una presencia en ausencia. Es apenas un marco para la atmósfera de dejación, abandono y soledad que se instala en las imágenes. Todo hace alusión a lo distante y lo remoto. Los ancianos esperan el regreso del hijo desde el Chaco, ubicado en la lejanía. Escuchan discursos patrióticos, llegados de los confines, sin entender su sentido. Para ellos, el país en guerra resulta tan ajeno como las razones del conflicto o la naturaleza del enemigo. Viven de espaldas a cualquier noción de “comunidad imaginada”12. Los gestos de los personajes, de expresividad atenuada, o sus referencias indirectas al conflicto, remiten a las convulsiones de una guerra lejana. La historia se desarrolla fuera del cuadro, apareciendo en la diégesis a través de pequeñas acciones y dichos. Prima un sentimiento de melancolía. La realidad tangible del entorno está poblada de insectos y alimañas. El clima es inestable, un perro ladra sin cesar, y el tiempo transcurre, pesaroso.