El cine Latinoamericano del siglo XXI

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Las “lindas” de ayer tal vez lo sigan siendo hoy, pero han perdido el prepotente candor de antes. Lucen más conscientes de los derroteros a los que conduce la formación de una identidad modelada por una noción estereotipada del propio género.

La fragilidad de Melisa Liebenthal ya no está expuesta ante un lente fotográfico. Ahora se ha trasformado en decisión, curiosidad y capacidad para confrontar el pasado. La posesión de una cámara digital le otorga el poder y el ánimo para preguntar a sus compañeras y para revisar las huellas de su marginalidad en los tiempos escolares. Es el punto de partida para debatir una identidad que sigue estando en formación.

La familia interrogada

UN TÉ EN SANTIAGO: MAITE ALBERDI

Mujeres reunidas en un ritual inamovible a lo largo de los años. Todo parece amable y liso en La once (2015), de Maite Alberdi, que pesquisa el entorno más próximo de la realizadora adoptando la forma de una crónica familiar.

Alberdi elige mostrar a su abuela en la práctica de una costumbre amical casi sacrosanta: la reunión mensual con un grupo de amigas para conversar en torno del té de las cinco de la tarde (“la once”, como le llaman en Chile). Es un registro que se prolonga durante cinco años. La cineasta graba a las octogenarias camaradas recordando el pasado, celebrando un año más de su salida de la escuela o disfrutando el hecho de estar juntas mientras comprueban que el tiempo pasa y que el grupo se desgrana. Una constatación dolorosa que aceptan con serenidad. La película evidencia el cumplimiento de un designio. Católicas hasta el fin, amas de casa, esposas leales, madres y abuelas protectoras, ellas sustentan una domesticidad vivida como destino inevitable. Esas ancianas se reúnen para verificar que las semillas sembradas por su educación dieron los frutos esperados.

Ante la consciencia de la cercanía del fin, lo que importa es el modo en que el relato señala el transcurso de episodios, años, estaciones, épocas. Los veranos sucesivos hacen las veces de marcadores temporales entre una larga elipsis y la que vendrá. En cada fragmento queda el registro de una intimidad que es franqueada solo por la familiaridad existente entre la cineasta y su abuela. En los espacios grabados se ven recuerdos del pasado y fotos familiares. Y muchos utensilios, manteles, teteras, tazas y platos, signos de una convivialidad que va aparejada con las reglas de la etiqueta y la formalidad de las apariencias1.

Inquieto por el subtexto, el espectador bien puede preguntarse por la forma en que esas contertulias vivieron el pasado personal y social que hoy es tema de conversación y de añoranza. Esas mujeres, que bordeaban la cuarentena en los años setenta, ¿de qué lado estuvieron en los días de la conmoción y el dolor? La comodidad burguesa de las ancianas –atendidas por diligentes sirvientas– puede ser un dato que permite suponer la respuesta, pero no es suficiente. La realizadora no debate ese asunto, pero tampoco lo deroga. Está ahí, como pregunta implícita y parte de una interrogación acerca de su pasado familiar. Y sobre ella misma; sobre su filiación de clase y la línea de su ascendencia.

LA TÍA REFRACTARIA: TERESA ARREDONDO

A diferencia de La once, en Sibila (20l2), la encuesta sobre el pasado familiar se desarrolla de modo frontal. La realizadora chilena Teresa Arredondo, sobrina de Sybila Arredondo, decide visitar a su tía para conocer de primera mano las informaciones sobre la vinculación de la viuda del escritor José María Arguedas con la violencia criminal provocada por el movimiento en el que militó, el Partido Comunista del Perú, Sendero Luminoso.

Teresa Arredondo todavía era niña cuando su familia se enteró del apresamiento y condena de la tía. Desde entonces, Teresa crece en medio del silencio impuesto por su entorno acerca del destino de esa mujer que purgaba condena carcelaria en el Perú, sentenciada por terrorismo. Quince años más tarde, la realizadora decide enfrentar esa callada conspiración y romper la invisibilidad de Sybila. Para hacerlo elige dos procedimientos sucesivos: el de la encuesta preparatoria y el de la entrevista personal y el cotejo con el personaje.

Parte observando el panorama familiar, pulseando los desacuerdos en su interior y penetrando en los costados sensibles del asunto. Sobre la mesa están las fotos familiares, las publicaciones periodísticas que hablan de la viuda de José María Arguedas involucrada en actos violentos y los objetos que la recuerdan. La tía es todavía un personaje ausente y lejano.

Los familiares más próximos son los primeros visitados. La pregunta recurrente gira en torno a los motivos que llevaron a borrar la presencia de Sybila del imaginario familiar. La respuesta es previsible: construyeron una presencia fantasmal a causa de su vinculación con actos repudiables. Una barrera de avergonzado silencio se estableció entre la convicta y su entorno familiar. Esa actitud solo resultó quebrada por la solidaridad de Matilde Ladrón de Guevara, madre de Sybila.

Luego del largo trayecto introductorio, la cineasta accede al testimonio de la tía, ahora radicada en Francia, luego de la experiencia carcelaria en el Perú. La entrevistada contradice cualquier presunción de inocencia, niega la existencia de “víctimas” en el conflicto armado interno peruano, ratifica su filiación ideológica y ofrece razones de su militancia en un grupo subversivo dedicado a la comisión de actos violentos de exterminio y terror. Justifica su participación en una “guerra popular”. La encuesta se torna cotejo, enfrentamiento ideológico y debate. La expectativa de Teresa Arredondo en la contrición de su tía es acaso producto de la decepción que le provocan las palabras de la entrevistada. “Lo que quieres es que me arrepienta y pida perdón”, dice Sybila Arredondo, interpretando a su modo la motivación in pectore de la realizadora al emprender su proyecto. Al negarse al reconocimiento de cualquier culpa, en reacción colérica, todas las dudas, resquemores y tensiones familiares se ven ratificadas por el fundamentalismo de esa mujer, ya anciana, que afirma haber tomado las decisiones correctas, aun a costa de miles de vidas perdidas.

Detrás de la cámara, la cineasta que conserva un discreto lugar, sin mostrarse jamás en el encuadre, procesa el itinerario seguido, revisa las opiniones de su familia sobre la persona que tiene al frente, contrasta sus propias dudas y deja abiertas las conclusiones. La película retrata su perplejidad final.

LA QUERIDA CHANY: LISSETTE OROZCO

“Todas las familias tienen al menos un secreto, y la mía no es la excepción”. La voz de Lissette Orozco, directora de El pacto de Adriana (2017), introduce el asunto que motivará su búsqueda. Desde muy pequeña quiso y admiró a su tía Adriana, llamada la “tía Chany”, esa mujer que entraba y salía de su vida gracias a las largas conversaciones mantenidas por la vía electrónica. Ausente de Chile por mucho tiempo, Chany decide volver de visita a su país, pero ocurre lo imprevisto. El día de su arribo, es detenida en el aeropuerto. La sorpresa se convierte en conmoción para Lissette: Adriana, “Chany”, la tía preferida, sirvió durante un largo período en la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) del régimen de Pinochet, siempre cercana al general Manuel Contreras, jefe de esa institución represiva. Ahora, se le imputa la comisión de actos violatorios de los derechos humanos, como participación en interrogatorios con torturas y, acaso, en ejecuciones extrajudiciales.

Prófuga de la justicia chilena, radicada en Australia, Adriana acepta participar en el documental que prepara su sobrina. La película puede ser un vehículo para expresar con vehemencia la inocencia que alega. Para la realizadora, en cambio, es un instrumento que le permite enfrentar el secreto familiar, interrogar a la tía mediante comunicación por Skype, y examinar los conflictos que ese descubrimiento provoca en su consciencia. La decisión de hacer la película es un acto reflejo causado por la detención de Chany: “mi intuición me llevó a tomar la cámara”, dice la realizadora. Decisión que la lleva a examinar la invocación que le formula una investigadora en temas vinculados con los derechos humanos: “la verdad objetiva es una. Lo que pase con tus sentimientos es otra cosa”.

La “verdad” y los sentimientos personales entran en contradicción más de una vez. A diferencia de Sibila, aquí se juega un asunto de confianza e intimidad entre la realizadora y el personaje documentado. Mientras Sybila Arredondo justifica, sin asomo de duda, su participación en los actos que la condenaron, Chany no puede ocultar el trabajo que tuvo, pero niega responsabilidades. Posición que desestabiliza a la cineasta trayendo a colación más de un asunto perturbador. Aunque niegue haber practicado apremios físicos, Chany, como agente de la DINA, obtuvo información de los “comunistas”. Y recibió instrucciones para hacerlo. El método empleado: “acercarse a ellos como amigos”. Es decir, generar confianza en el otro con el fin de extraer la información pertinente. Es inquietante el símil que puede trazarse con el acercamiento de la cineasta que expresa sus dudas sobre la inocencia alegada por la tía, mientras que la interroga para el documental. Una proximidad creada a partir de la familiaridad y de los intereses mutuos, pero enfrentados, de las dos mujeres, puestas a ambos lados de la cámara. En un momento de exasperación, Chany se siente usada por la realizadora. “Cuando termines la película ya no te interesaré”, le dice. Es como reprocharle a la cineasta: ¡me interrogas para después desaparecerme! Un paralelo que resulta ominoso.

¿Cuál es el pacto de Adriana? ¿Acaso aquel que vincula a la documentalista con la compareciente para registrar un alegato de inocencia que es, a su vez, un simulacro de actuación, un acto performativo? ¿O es el pacto de la cineasta con su personaje interrogado con el fin de discernir la verdad a través de las mentiras?

 

Pablo Piedras (2009, párr. 3, 4 y 5) señala algunos de los modos en los que se inserta la enunciación en primera persona en algunos documentales de carácter autobiográfico hechos en América Latina. Refiriendo la clásica tipología de Bill Nichols, sostiene que “las inscripciones del yo en el discurso documental comprenden la esfera de dos de los modos definidos por Nichols: el participativo y el performativo”. En el primero, el documentalista opera sobre los sujetos sociales a los que se aproxima, pero esa interacción no necesariamente afecta o repercute en sus afecciones y su subjetividad. Por el contrario, en el modo performativo, la confrontación con la experiencia del rodaje, del acto de documentar, altera o modifica la sensibilidad o la percepción del cineasta, poniendo en primer plano esa afectividad antes que las posibilidades informativas o de descubrimiento referencial de la película. La inscripción de la subjetividad del cineasta es esencial y se produce por la materialización de su propio cuerpo, de su voz o mediante la intervención de personajes a los que delega su autoridad y sentimientos.

Esa performatividad encuentra una expresión cabal en el juego de correspondencias inextricable que se condensa en la imagen de Chany proyectada sobre una pared. Frente a ella, su sobrina pregunta y cuestiona. Dialoga con la imagen virtual e inscribe su subjetividad en ella. La tía Adriana es ahí una presencia y una sombra, es visible e intangible a la vez. Es solo una imagen que no puede ofrecer más verdad que la de su propio reflejo.

RECORRIENDO LAS PEQUEÑAS Y OCULTAS ALAMEDAS: MARCIA TAMBUTTI ALLENDE

La vida familiar, hecha de luces y sombras, de un hombre público. Es la materia que indaga la chilena Marcia Tambutti Allende, en Allende mi abuelo Allende (2015). Nieta de Salvador Allende Gossens, presidente de Chile entre 1970 y 1973, la bióloga Tambutti toma la cámara como herramienta de conocimiento íntimo, acicateada por una impresión incómoda que necesita poner a prueba: la de ser descendiente de un abuelo mártir, de un ser intachable, del hombre del que nunca escuchó críticas, como lo afirma su propia voz en off. El retrato cinematográfico del abuelo famoso como personaje político ha sido trazado muchas veces, pero el diseño de la figura del “Chicho” (apelativo familiar de Allende) es una tarea que le concierne.

Allende, el que está allende; el Allende ubicado más allá de la mirada pública; el Allende solo alcanzado por la visión de los más próximos. Para trazar el perfil acude a los registros fílmicos clásicos, canónicos. Imágenes que ilustran la dilatada carrera política del líder socialista y la trágica historia de su presidencia interrumpida por un cruento golpe militar. Pero recurre también a los filmes que dan cuenta de la microhistoria, ese “detrás de cámaras” de las acciones de un político en ciernes que actúa, en traje de humorista burlesco, en paródicos filmes amateurs de juventud.

Como en otros documentales latinoamericanos del siglo xxi, desde Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo (2008), de la mexicana Yulene Olaizola, hasta Cuéntame de Bia (2012), de la peruana Andrea Franco Batievski, (Bedoya, 2015, pp. 148-149), en Allende, mi abuelo Allende el retrato de un ausente se conforma a partir de las evocaciones de la abuela de la cineasta. La relación de familiaridad rompe las barreras de la desconfianza y son las matriarcas de la familia las que revelan las contradicciones de sus propias vidas. Aquí, es Hortensia Bussi, llamada Tencha, viuda de Allende, la que toma la palabra para reconocerse como descendiente del legado político del esposo, pero también como cónyuge silenciosa, siempre a la sombra de un hombre seductor y de modales donjuanescos. La realizadora, apostando a la discreción y el pudor, no reprime su empatía con esa mujer frágil, postergada, sometida a los “designios superiores” de la vida política del marido. “He sufrido mucho”, le confiesa a la realizadora en un momento de intimidad. Un sufrimiento que, acaso, no alude a los avatares de la historia política, sino a los detalles privados de su vida personal. La película se bifurca en la semblanza del Chicho y en el retrato final de la mujer que asistió al político en su vida pública y que vio las consecuencias de la diáspora familiar.

La sombra de una segunda mujer se proyecta sobre la película: la de Beatriz Allende, la hija suicida, recordada por su hermana Isabel, madre de la directora. La memoria de Beatriz, muerta en 1977, compensa el pudor y la contención forzada de Hortensia. En la economía de los afectos que desarrolla la película el ensimismamiento tranquilo de la madre contrasta con la militancia ilusionada de la hija, seguida por la exasperación de su exilio en Cuba y el desencanto que la lleva a la muerte. Es el paso del ardor revolucionario a la aflicción y la melancolía (Zunzunegui, 2017, p. 26).

Por último, está la presencia que se mantiene en “ausencia”; la persona de la que no se habla: Miria Contreras, llamada la Payita, amante y secretaria personal del político, residente en El Cañaveral, territorio de mención prohibida para la familia Allende, solo visitado por Beatriz, la hija sombría, en una acción que la película revela como otro secreto de una familia marcada por la historia. Mujeres ausentes, o mujeres presentes, como Hortensia, pero siempre mujeres. El entorno de la vida de Allende, y la evocación allende su presencia, se configura como un encuentro femenino. Mujeres que testimonian o son evocadas bajo la luz opaca de la melancolía.

LA SOMBRA DEL FOTÓGRAFO: ÁLVARO DE LA BARRA PUGA

Desvelar el tabú familiar. Es lo que pretende el chileno Álvaro de la Barra Puga en Venían a buscarme (2016). Los padres del realizador, dos activistas del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), fueron asesinados en 1974, a pocos pasos del jardín de la infancia en el que Álvaro pasaba sus mañanas.

La película empieza con imágenes del cineasta visitando a su familia materna en la ciudad de Valdivia. Ha regresado a Chile desde París, donde pasó parte de su exilio. Recuperados sus apellidos verdaderos, De la Barra Puga, que le fueron cambiados al momento de partir al exilio cuando era muy pequeño, decide que es tiempo de dejar atrás el nombre atribuido y confrontar su historia familiar. Es una narrativa incompleta, tachonada de silencios destinados a proteger a un niño que era blanco de las fuerzas represivas, dada la notoriedad política de sus padres. Niño al que los agentes de la Dirección de Inteligencia del régimen buscaban con insistencia acaso con el fin de asesinarlo o de entregarlo a una familia de adopción, lo que explica el título de la película.

De los padres solo se conservan algunas fotos. De la madre, actriz representando a Antígona o mirando hacia la cámara. Del padre, del que subsiste una imagen recortada que luego revela la amplitud de su campo visual. Pero no existen fotos familiares que incluyan al pequeño.

El periplo de Álvaro, que pasa por Venezuela donde vivió por un tiempo, lo tiene a él mismo como reportero de su propia historia, mostrándose ante la cámara, visitando a los familiares que ofrecen los fragmentos de una historia escindida. Rechaza la idealización de la militancia del pasado y las conmemoraciones fúnebres; solo acude a ellas en busca de los antiguos camaradas de sus progenitores. Mientras que su búsqueda tiene como fin el encontrar información, su actitud tiene el signo positivo del que intuye que puede acercarse a la verdad y que para ello solo es preciso la persistencia y el saber observar las huellas de lo visible impresas en fotos y materiales documentales.

Las imágenes finales de la película ofrecen esa posibilidad de revelación: una sucesión de tres imágenes del pequeño Álvaro, apenas en capacidad de mantenerse firme sobre sus piernas, van descubriendo de modo progresivo lo que está más allá del campo visual. En la primera foto, hacia el costado inferior izquierdo se percibe la costura de un vestido de mujer; acaso es la persona que se mantiene vigilante de la precaria estabilidad del niño. En la segunda, el vestido se distingue con nitidez y corresponde a un traje de la madre. En la tercera, sobre el vestido se nota una sombra proyectada. Es la sombra del fotógrafo, el padre del cineasta. La película termina con una constatación formulada por Álvaro, con su propia voz: “es la única imagen de los tres juntos”.

HITCHCOCK Y BUÑUEL, ENTRE SHAKESPEARE Y VÍCTOR HUGO: YULENE OLAIZOLA

Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (2008), de la mexicana Yulene Olaizola, tiene como protagonista a Rosa Carbajal, abuela de la realizadora. Frente a una ligera cámara digital, la anciana evoca su relación personal con Jorge Riosse, el inquilino de una habitación de su casa, en Ciudad de México.

Rosa nunca abandona el encuadre, mientras que el inquilino Jorge Riosse es una presencia en ausencia, solo evocado en las palabras de aquella mujer. Conforme se narran las andanzas de aquel sujeto, aparece el recuerdo de The Lodger (1927), de Alfred Hitchcock, así como el de otras historias sobre inquilinos de vidas múltiples y de los relatos sobre rostros ocultos o identidades secretas que atrajeron a Robert Louis Stevenson, a Rouben Mamoulian o a John Brahm. Es el filón novelesco de la narración sobre Riosse, al que se acusa de haber cometido crímenes fatales contra varias mujeres.

Pero más allá de la anécdota, algo pretende Olaizola al registrar el testimonio de la señora Rosa. Tal vez sea recrear el relato espeluznante que oyó en su infancia de boca de su abuela. O compartir, mediante el documental, una historia familiar curiosa y llena de misterio. O indagar sobre los costados oscuros que se esconden detrás de la más gris normalidad. O imaginar las historias truculentas que pueden desarrollarse detrás de las fachadas de los hogares de la pequeña burguesía. O jugar con las posibilidades de trucar, mentir y falsear en el documental, haciendo que la historia cotidiana luzca como fábula terrorífica. O retratar la otra cara de doña Rosa, bastante más turbulenta de lo que parece, remecida por la llegada de un extraño seductor a su casa. O preguntarse si una mujer enamorada de ese desconocido no fue capaz de atribuirle una conducta violenta, disfrazando su verdadero deseo por Riosse al enterarse de que no podía corresponderle. O suponer que su abuela podría ser una suerte de Blanche DuBois, recibiendo la “amabilidad” de un extraño, o una encarnación femenina del Archibaldo de la Cruz (Ensayo de un crimen - La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, 1955), de Luis Buñuel, capaz de proyectar en Riosse su propia fantasía de suprimir el recuerdo del hombre que la defraudó. Es decir, de ver a doña Rosa como una inquilina de sus propias pasiones.

LA DIVA MELANCÓLICA: LAURA HUERTAS MILLÁN

En Sol negro (2016), la colombiana Laura Huertas Millán combina el registro familiar con el registro de la performance de un personaje que es a la vez cercano y extraño para ella. A la presencia de la tía de la realizadora, se le sobreimprime el personaje de Antonia, la cantante de ópera cuya biografía se expone. Huertas Millán ancla su ficción en los datos concretos de su entorno próximo. Las otras “protagonistas” de la historia son su madre (la hermana de Antonia) y ella misma, convertidas en personajes secundarios de una ficción vaga y aproximativa.

Todo aquí está bajo el signo del quebranto. La noción de algo perdido para siempre sustenta la narración. Tal vez, el tiempo extravió la idealizada noción de equilibrio y armonía que aportó estabilidad a esa familia. Lo cierto es que las tres mujeres del relato llevan las marcas del “sol negro” de la languidez vital y de la vocación por la autodestrucción.

Pero a Huertas Millán no le interesa indagar en las razones de esa quiebra emocional ni en el origen de la disfunción. Lo que le importa es registrar los modos en que Antonia intenta recuperar un lugar en la familia mientras supera sus adicciones con tratamientos de rehabilitación. El espacio familiar, siempre concentrado, volcado sobre sí mismo, tiene a las mujeres confrontando sus temores: ¿Habrán recibido ellas, como legado de sus ascendientes, la opacidad de la melancolía y las huellas de la perturbación emocional?

Entre las escenas familiares y las rutinas clínicas se establecen vínculos, pero también discordancias y elipsis. El costado documental permite echar una mirada fragmentaria a los ejercicios de Antonia en sus esfuerzos para dejar detrás sus problemas personales. La observación etnográfica se centra en el registro de las voces de las mujeres que aparecen. Voces entremezcladas que pertenecen a un mismo tronco, a una misma “comunidad familiar”, a lo largo de dos generaciones. Laura Huertas Millán aplica, con libertad, el método de la observación participante. Mira, interroga, registra, está presente, estimula las acciones cotidianas que permiten la interacción entre sus “personajes” y ella misma. Aquí se ensaya una etnografía de la intimidad, tal como se manifiesta en una comunidad familiar en la que no aparecen hombres2. La autentificación de los datos de la realidad se ofrece de modo indirecto. Para llegar a ella debemos despejar las capas de simulación que están adheridas a toda representación. La ficción se posa sobre un núcleo duro de realidad.

 

Las máscaras de la ficción son las que permiten expresar con sinceridad las inquietudes sobre la realidad familiar y los pesares de la melancolía, pero también las exigencias de la creación artística. La puesta en escena lima las diferencias entre naturalidad y construcción, dando una apariencia hiperrealista a lo que está escrito y ensayado. Y ofrece una homogeneidad de estilo visual que alterna la luminosidad neutra de la clínica de rehabilitación o los espacios exteriores con la clave baja, de contraste permanente, que domina en la casa familiar. El dispositivo ficcional permite asimilar el retrato de Antonia al de la diva trágica, a esa figura tradicional, acaso estereotípica, de la cantante lírica temperamental que se mueve impulsada por sus contradicciones y demonios. Y que aquí tienen un vínculo emocional con asuntos relacionados con la vivencia dolorosa de la maternidad. Una experiencia que se dramatiza en la secuencia en que Antonia se ve desbordada por la interpretación de un aria de la ópera Medea, basada en la historia clásica y trágica de una mujer en su trato doloroso con la maternidad y la familia.

El encontrar un lugar de acogida, luego de vencer la experiencia del dolor y del intento de suicidio, conduce a Antonia hasta una escenografía que parece salida de algún recodo de la memoria. Un teatro en ruinas presta su escenario a la presencia solitaria de la cantante. Ella canta el aria en ese lugar desolado. Ha alcanzado una sombría condición, una libertad equivalente a la de las tejedoras de La libertad, la película que Huertas Millán realizó en 2017. Antonia construye su libertad en el canto, así como las mujeres de Oaxaca lo hacen entrelazando los hilos de sus tejidos.

EN EL PAÍS DEL HERRERO: RENATE COSTA

Cuchillo de palo (2010), de la paraguaya Renate Costa, es una indagación en torno de la figura de Rodolfo Costa, tío paterno de la realizadora, víctima de la tiranía de Alfredo Stroessner (1954-1989), que padeció la discriminación de su entorno más cercano a causa de su orientación sexual. En una familia dedicada a la herrería, Rodolfo eligió otro destino, el de ser un “cuchillo de palo”. La historia por la que transita Renate Costa es la de toda una generación de homosexuales paraguayos afectada por el control estatal represivo del comportamiento de los ciudadanos.

La imagen de Rodolfo no es aceptada por la familia Costa ni siquiera después de su desaparición. Las circunstancias de su muerte, acaso como consecuencia de un crimen de odio, son “normalizadas” por su hermano –el padre de la realizadora– que especula acerca de un deceso provocado por una sobredosis de medicamentos. La voz de la realizadora, llegando desde fuera del campo visual, interroga al padre, escarba en sus contradicciones, intenta revelar la homofobia legalizada desde el poder y acatada en su memoria.

Para el padre de la documentalista, el hermano lleva el estigma del número “108”, esa cifra convertida en la letra escarlata de los homosexuales paraguayos desde que el régimen de Alfredo Stroessner los designara como criminales, ofreciendo una lista infamante de ciento ocho nombres de imputados. Al registrar en tiempo presente, sin convocar jamás el pasado, la película restituye el clima de la represión de modo indirecto, a fuerza de observar gestos y acciones de los que comparecen ante la cámara. Las inseguridades en el fraseo, la desconfianza en las miradas, y el tono esquivo de las declaraciones revelan, sin necesidad de apuntarlo, el ambiente de humillaciones y sometimientos inducidos por una dictadura y naturalizados por aquellos que respiran un aire deletéreo sin percibirlo como tal. En Cuchillo de palo importan los lapsus, los silencios incómodos, los circunloquios y eufemismos. Son los rasgos de fragilidad, temor o miedo que quedaron grabados en los ciudadanos, con independencia de sus convicciones políticas actuales, como reflejos inducidos por la dictadura.

Renate Costa, al filmar su entorno, ofrece testimonio de su propia intimidad. Registra sus espacios y el de los sujetos documentales. En todos ellos se impone la impresión de deterioro y abandono. Es el dominio de esos rincones oscuros donde los homosexuales ofrecen sus declaraciones con acentos culposos o vergonzantes, como si las conquistas políticas de las libertades ciudadanas del Paraguay actual no hubieran logrado erradicar los estigmas del pasado.