¡Aquí mando yo!

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Es decir, pensamiento y emoción son simultáneos aunque no nos percatemos; los sentimientos son elaborados con retroalimentación de más pensamientos que perpetúan la emoción, hay voluntariedad más o menos consciente también, los sentimientos son menos intensos que la emoción inicial pero más duraderos.

Los estados de ánimo son el resultado del conjunto anterior. Menos conscientes, pero más presentes y configuran nuestra personalidad. Independientemente del temperamento, los construimos con los hábitos que adquirimos en el modo de pensar y de sentir. Los estados de ánimo nos pueden favorecer o perjudicar, tanto en las relaciones como en el estado de salud. Teniendo en cuenta que los estados emocionales se contagian, los resultados de nuestro entorno hablarán también de la contribución que hacemos consciente o inconscientemente al mismo. Esa reflexión nos puede llevar a promover un cambio desde nuestro interior: de la intrategia a la estrategia.

La memoria emocional, que se registra en los circuitos neuronales del complejo amigdalino, asocia los sentimientos a los sucesos. La amígdala cerebral es imprescindible para la evaluación del significado afectivo y emocional de las percepciones, y esa carga emocional activa el sistema de formación de memoria a largo plazo. Es por esto que las experiencias que registra nuestro cerebro cognitivo generan emociones, y estas provocan reacciones de las que a menudo no somos conscientes. Pero una vez que aprendemos cómo funciona este mecanismo y entrenamos las habilidades necesarias, podemos intervenir en estos circuitos. Los recuerdos duraderos se crean después de la experiencia. Tanto la repetición como recuperarlos y volverlos a guardar refuerzan los recuerdos. También algunas experiencias nuevas se consolidan y se convierten en duraderas, porque encajan bien y se pueden procesar integrándolas en memorias existentes. La atención y la novedad refuerzan especialmente la formación del recuerdo. La atención actúa como un filtro que selecciona lo que tiene interés para uno mismo, y por ello ingresa en su memoria y se convierte en experiencia vivida.

Como se desprende de lo que venimos subrayando, pensamiento, emoción y reacción se dan de forma prácticamente automática. En cambio, el sentimiento es un constructo que genera la persona según el foco de sus pensamientos. En este caso, la interacción en el cerebro es más compleja, como lo es más aún en el caso de los afectos. Podemos decir que en el sentimiento y en los afectos la intervención (sea o no consciente) la manda la persona. Soy yo el que perdona o el que odia, el que pide o el que exige, el que admira o el que desprecia.

Los sentimientos y afectos conforman la parte más «personal» de cada uno y su gestión tiene una enorme importancia en la elaboración de la propia identidad, en nuestro comportamiento e incluso en la salud mental. La connaturalidad con un determinado enfoque de la vida tiene como consecuencia un estado de ánimo, del que prácticamente no somos conscientes, porque el efecto apenas lo notamos, pero que repercute en los resultados de nuestra vida empezando por la salud. Podemos hacer que la balanza se incline hacia la depresión o hacia la alegría de vivir, depende de nosotros, no solo de la tendencia genética, pues soy yo la que pone el peso en un lugar u otro.

Las emociones más básicas, agradables o desagradables, se manifiestan con los cambios corporales que, como las lágrimas, los latidos del corazón o la sudoración de las manos, provocan de forma inmediata una situación. Estas reacciones están dirigidas a responder a los desafíos que la vida plantea en cada momento. Reprimirlas afecta a nuestro cuerpo, por lo que hay que gestionarlas para mantenernos saludables en cuerpo y psique.

«Da más fuerza saberse amado que saberse fuerte. La certeza del amor, cuando existe, nos hace invulnerables» (Goethe). El sentimiento–afecto más poderoso en la persona humana sana es el amor. El amor es el gran atractor que favorece crecer en la adversidad y superar las pruebas. Un recto amor hacia uno mismo y hacia los demás. Un amor que nos hace libres.

No obstante, y porque somos perfectos en nuestra imperfección, podremos observar cómo el afecto del amor puede acoger distintos sentimientos y emociones. Para profundizar en la toma de conciencia y en el manejo de los resultados de los afectos en tu vida, te propongo un ejercicio: pregúntate con respecto a tu amor hacia alguna persona concreta: ¿cuánta alegría hay en mi amor? ¿Cuánto miedo? ¿Cuánta tristeza?

MI AMOR:

Enfado…………………………….40 %

Alegría…………………………… 10 %

Miedo…………………………..…20 %

Asco…………………………….....10 %

Tristeza………………………….....10 %

Sorpresa………………………........10 %

Según sea la proporción en algunos de estos puntos, cabe que pares, pienses y actúes para cambiar y mejorar lo que convenga en esa relación.

La autoconciencia de las emociones nos genera sentimientos y afectos genuinamente humanos como la vergüenza, la culpa, los celos, la compasión, el orgullo, la gratitud, etc. Es determinante tener el control y manejarlos a nuestro favor. ¡Aquí mando yo!

5.5.5 ¿Cómo procesa nuestro cerebro una emoción?

Para los más curiosos y eruditos.

La información necesaria para ver una escena de peligro o un paisaje maravilloso confluye de la corteza visual al tálamo. El tálamo envía la información a la amígdala, a la corteza y al lóbulo temporal inferior, que reconoce el contenido de la imagen. La amígdala evalúa el estímulo visual y activa el hipotálamo y a su vez activa a la hipófisis. Esta glándula segrega hormonas a la sangre y así se elaboran respuestas de huida o acercamiento, por la activación del sistema motor, según lo que se ha visto. La activación del sistema nervioso autónomo produce señales que generan en las vísceras el estado corporal asociado con la situación. ¿Cómo evalúa y traduce la amígdala la escena vista a una emoción u otra? El complejo amigdalino está formado por una serie de núcleos. La región lateral recibe información desde los sistemas sensoriales y las áreas de asociación polisensoriales. Lo aprendido en experiencias anteriores llega tras su elaboración en el hipocampo. Algo más tarde, y través del núcleo central, llega información de vuelta a través de los neurotransmisores y hormonas cuyos receptores están distribuidos en los distintos núcleos. Modifican la actividad de las neuronas excitadoras o de las inhibidoras y se liberan a la sangre. Por último, recibe la información de la corteza prefrontal media. Una vez evaluado el estímulo y reforzado por los sistemas de recompensa o castigo, usando sus interconexiones internas envía a diferentes áreas las señales de respuesta. Este proceso que acabamos de describir es la elaboración del sentimiento tras procesar la emoción, y en ese proceso la persona puede intervenir frenando o acelerando la sincronización interna a través de los pensamientos asociados.

5.5.6 Disonancia emocional

La gestión emocional requiere de hábitos que se cultivan con paciencia, como ser consciente de las que siento y darme cuenta si cuando aparecen están cumpliendo su función porque hay coherencia con el suceso o si por el contrario lo que hay es disonancia. Calibrar esos puntos nos sirve para mantener o cambiar el rumbo cuando hace falta.

Señalo a continuación algunas herramientas para detectar las emociones que experimentarnos (parar a tiempo antes de dar una respuesta automatizada) y para reconocer las emociones ajenas. Trabajamos el control emocional y el cognitivo.

Diario emocional: anotar cuándo y cómo tuvimos una emoción concreta, qué la desencadenó (o, en su caso, quién), cómo nos sentimos, en qué parte del cuerpo la sentimos y cómo reaccionamos, qué hicimos. Trabajar negro sobre blanco apuntando estas experiencias nos aporta claridad para el autocontrol.

Disonancia emocional. Otra práctica es la que señala Roberto Aguado para discernir si las emociones que sentimos se adecuan o no a su propia naturaleza. En su libro Es emocionante saber emocionarse hace una división de las emociones en vectores con el propósito de facilitar la comprobación de si hay disonancia emocional en nosotros o en otros y de las causas que nos pueden provocar algunos estados:

 Agradable/desagradable.

 Focalización/dispersión.

 Dominancia/sumisión.

 Aproximación/evitación.

Agradable/desagradable: ¿cómo me hace sentir esta emoción concreta, bien o mal? ¿Es agradable o es desagradable? En general, todos reconocemos como agradables emociones y sentimientos como la alegría, la seguridad, la curiosidad y la admiración, mientras que solemos determinar como desagradables el miedo, el asco, la rabia, la culpa y la tristeza. Cuando reconocemos como desagradable alguna de las emociones que solemos percibir como agradables, o viceversa, estaremos ante un indicativo de disonancia emocional.

Focalización/dispersión: nuestra atención puede focalizarse o dispersarse ante una emoción y el estímulo que nos provoca. Las emociones y estados que focalizan nuestra atención son la sorpresa, el miedo, la rabia, la seguridad, la admiración y la curiosidad, mientras que aquellas que dispersan el estímulo son la alegría, la tristeza y el asco.

Dominancia/sumisión: las emociones nos ayudan a dominar lo que nos rodea, no solo a los seres vivos, sino a todos los elementos de nuestro ámbito vital. ¿Me siento dominado o me siento dominador? Según cada circunstancia, la dominancia o la sumisión cumplirán un mismo objetivo: sobrevivir o salir adelante. Las emociones y estados que nos generan una actitud de dominancia son la rabia, el asco, la seguridad, la curiosidad y la alegría. Las que nos llevan a una actitud de sumisión son el miedo, la culpa y la admiración. En este caso, como en otros, la tristeza es neutra o ambivalente, pues nos puede llevar de forma natural a un estado u otro.

 

Aproximación/evitación: ¿la emoción que sientes te aproxima o aleja del estímulo que la provoca, te lleva a interactuar con él o a evitarlo? Ese es el factor que determina este vector. Las emociones y estados que nos aproximan al estímulo son la sorpresa, la rabia, la alegría, la seguridad, la curiosidad y la admiración. Por el contrario, las que nos hacen evitar ese estímulo son el miedo, el asco, la culpa y la tristeza.7

Además de estos cuatro vectores, hay un quinto, que en cierta forma, los engloba o le es común a todos, que es simpático/parasimpático, y hace referencia al sistema nervioso simpático (SNS) y al sistema nervioso parasimpático (SNP). Podemos resumir que el SNS es el sistema que nos activa, ya que se encarga de poner nuestro cuerpo en un estado de alerta fisiológica. Cuando el cerebro manda una señal de alerta o activación cortical, el SNS envía un mensaje a los músculos y glándulas de nuestro organismo para que pongan nuestro cuerpo en marcha. Por su parte, el SNP es el encargado de relajarnos, de desactivarnos, ya que este sistema es el responsable de volver a su estado natural a todos los órganos activados anteriormente. Para ello, envía señales al cerebro para que este libere acetilcolina y llegue a las neuronas encargadas de relajar los músculos y órganos. Así pues, para clasificar las emociones en este último grupo, nos preguntamos si nos activan o desactivan, si nos calman o tensan.

Las emociones y estados asociados de forma natural al sistema nervioso simpático son la sorpresa, la rabia, el miedo, el asco, la alegría, la curiosidad y la culpa, mientras que las asociadas al sistema nervioso parasimpático son la seguridad, la admiración y la tristeza.

Cuando somos capaces de reconocer la emoción que sentimos y sabemos cómo clasificarla, tomamos el control de nuestra gestión emocional. Hemos visto cómo desde el nacimiento vamos programando nuestro cerebro, de manera que la función cognitiva asocia emociones a nuestras creencias y nuestro cerebro emocional asocia reacciones a esas emociones según nuestro entorno, nuestra educación y las experiencias que vivimos. A esas conexiones las denominamos creencias. Estas creencias pueden dar fuerza a la persona o, por el contrario, pueden ser creencias que la debilitan y limitan. En ambos casos, provienen de experiencias personales o bien vividas o bien aceptadas del entorno (cfr. epígrafe 4.4.1).


5.6 Nos realizamos en los demás, ¡qué misterio!

Apunta Leonardo Polo que uno de los trascendentales de la espiritualidad del ser persona es la coexistencia, así que una vida plena se logra en la interrelación con los otros. De ahí la importancia de encontrar la manera de vivir en armonía con los demás. Para eso hay que aprender cómo interactuar con ellos: conocer y entrenar nuestro cerebro social.

A través de nuestra libertad, y con el cerebro social tenemos la facultad de empatizar. Es la capacidad para reconocer e incluso sentir las emociones de otros (empatía emocional) o bien para situarse en su manera de pensar y en su perspectiva, aunque no se comparta (empatía cognitiva). Este talento para no dejarnos llevar de simpatías, antipatías o prejuicios nos dota de una disposición extraordinaria para interactuar, comunicarnos y convivir.

Un conjunto de redes de circuitos neurales que forman el cerebro social nos faculta para percibir el significado emocional de un gesto, somatizar la emoción que despierta, entenderla y elaborar la respuesta hacia la otra persona. Como toda capacidad humana, la empatía se entrena y acrecienta, tanto la emocional como la cognitiva. Y cabe decir que el cerebro necesita evolucionar para encontrar las señales, los gestos o guiños que requiere para conectar las redes neuronales que procesan la información social en la que nos movemos. Es uno de los secretos del cerebro: cómo alinea nuestra mente con la de nuestros semejantes; es decir, el secreto desvelado ha sido saber cómo se organiza para reconocer las emociones y las intenciones de los demás, usando las mismas estructuras que procesan nuestros pensamientos y vivencias. Podemos ponernos en la mente del otro, podemos ponernos en la piel del otro y podemos ver el mundo a través de los ojos del otro. Y es así porque la emoción sincroniza los cerebros y, con ellos en la misma onda, aumentan las interacciones sociales y puede darse la empatía.

¿Quién nos enseña a desplegar nuestra inteligencia intrapersonal y nuestra inteligencia para las relaciones sociales? Vamos al colegio, al instituto, a la universidad, hacemos especializaciones, másteres…, pero ¿quién nos enseña a relacionarnos con éxito y a tener una vida más feliz y plena? Hemos comprobado en nosotros mismos y en los demás que superar exámenes y tener un mejor puesto de trabajo no es directamente proporcional al grado de satisfacción que sentimos sobre nosotros mismos, nuestras relaciones familiares, etc.


Las hipótesis de la inteligencia emocional, las inteligencias múltiples, la inteligencia espiritual, etc., hacen hincapié en la envergadura de tomar conciencia de que todos tenemos talentos maduros y capacidad para desplegar otros en potencia, y apuntan hacia lo importante que es descubrir en qué inteligencias somos más fuertes y qué tan desarrollada tenemos la interpersonal. De la misma manera que puedo aprender las suficientes matemáticas para aprobar un examen si utilizo una metodología adecuada para mí y mis circunstancias, aun cuando no tenga una especial capacidad para ellas, también puedo acrecentar (¡y debo hacerlo, porque no soy una isla!) esas otras habilidades sociales, incluso si no estuviera naturalmente bien dotada para ellas. Que hasta ahora no se haya apreciado toda su importancia y se diera más relevancia a ser bueno en la lógica o en las matemáticas no quiere decir que aquellas no tengan una importancia crucial para el éxito en la vida. La felicidad no la dan las matemáticas, sino una combinación de todas aquellas áreas que se relacionan con nuestra vida entera. Por eso aprender y ejercitar cómo ser personal y socialmente más hábil no solo supone trabajar para ser más inteligente, sino para evolucionar como ser humano, tener mejor control y decir, con mis más y con mis menos: ¡Aquí Mando Yo!

Así pues, ¡a entrenar! Pero… ¿El qué?

 Estar en equilibrio con nosotros mismos para tener una visión más profunda y sabia de los demás, que nos premia con relaciones interdependientes saludables y compasivas.

 Aceptar nuestra propia vulnerabilidad, porque cuando esta no existe o está escondida, se hace presente en nuestra vida la exigencia en lugar de la búsqueda serena de la excelencia como mejora continua desde la realidad que tenemos hoy y ahora. Esto conlleva conductas poco flexibles que nos tensan, pues hemos de demostrar nuestra valía, y suelen generar en la mayoría de los casos distancia con los demás: familia, amistades y en el ámbito profesional.

 La libertad interior para aceptarnos como somos, para tener una mirada positiva sobre nosotros mismos y apreciativa sobre los demás y el entorno. Una mirada que nos facilita relacionarnos con naturalidad. Que algo salga bien o mal nos lleva a celebrar o a aprender con la misma sencillez, recibir o dar un feedback constructivo se convierte en habitual; el agradecimiento, en una actitud interiorizada... Ya se ve que en este clima la tensión interior es mínima porque la compasión está presente, y este estado físico y psicológico nos capacita para pensar con más claridad. Tener control sobre posibles bloqueos emocionales nos hace más seguros y libres en la toma de decisiones y, por tanto, nos aumenta las probabilidades de tener muchos más aciertos en la relación conmigo mismo y con las personas que pertenecen a los sistemas de los que formo parte y constituyen mi universo.

No solo podemos aprender a hablar con nosotros mismos sin enjuiciarnos, desaprendiendo todo lo que hemos dejado que nos limite, todo lo que hemos dado por sentado sobre nosotros mismos y nos constriñe y paraliza, sino que también podemos aprender a hablar con los demás sin prejuicios ni limitaciones, de manera proactiva, en la búsqueda de acuerdos y soluciones. Aprender a negociar, ya sea con nuestra familia, nuestro jefe, nuestros compañeros o con los amigos, es necesario para unas relaciones en las que el respeto y la asertividad están presentes. Identificar lo que necesitamos y queremos así como saber expresarlo de manera constructiva es preciso y por suerte relativamente fácil si nos ejercitamos. Así que el trabajo consiste en entrenar una mirada apreciativa para conciliarnos con nosotros mismos y con los demás, que es la forma que tenemos de que las experiencias se escriban o reescriban en nuestro cerebro de manera constructiva y segura, evitando la toxicidad de los juicios de valor gratuitos, que actúan como agresiones. Y teniendo presente que el primer paso para saber comunicarnos con los demás es aprender a hablar con nosotros mismos.

5.7 La autoestima

Para crecer en autoestima he de aumentar mi autoconocimiento y autocontrol y experimentar que sí puedo.

Tengo miedo, o estoy enfadada, o me he levantado alegre o triste… Diríamos que es algo normal. Ser consciente de cómo me siento y adquirir el hábito de preguntarme a qué responde esa emoción me hace crecer en autoconciencia y autocontrol. Sentirme dueña y tomar acción desde esa posición me hace fuerte. Desde la curiosidad, desentrañaré el mensaje de mis emociones, y con la aceptación y mi capacidad de adaptación pondré en marcha un plan de acción que me conduzca al punto donde quiero llegar, corrigiendo el rumbo cuando las adversidades del trayecto me lo hayan desviado, sin permitirme cambiar la trayectoria sin una razón sólida que yo considere desde la flexibilidad, no desde la debilidad o la falta de ganas.

Para alcanzar mi mejor versión he de trabajar con constancia un plan humilde hacia la excelencia, sin exigencia ni perfeccionismo. ¿Cómo? Identificadas las áreas de crecimiento —quizá rellenando la rueda de la vida (cfr. con el ejercicio 1.18), o de las competencias de mi trabajo u otras—, me propongo crecer un poquito en una o dos como mucho y (visualizándome habiéndolo conseguido) concreto pequeños logros en cortos espacios de tiempo. De esta manera, comprobaré que lo que me propuse hace tres días sí lo cumplí (conseguí 0,03 cm de mejora). El cerebro registra el éxito, que le sirve de estímulo y refuerzo. No crecemos en autoestima porque desde fuera nos digan que valemos y que podemos. Solo crecemos en autoestima cuando experimentamos en primera persona que podemos y que estamos teniendo éxitos. Como hago una cosa, hago todo, por eso centrar el tiro y ganar en algo pequeño, pero de forma constante nos hace crecer en otras áreas, casi sin darnos cuenta, con la dinámica de los vasos comunicantes. Esta constatación nos proporciona la sana seguridad que precisa la autoestima.

«Para mí he dejado lo mejor: la esperanza» (Alejandro Magno).

5.8 La automotivación como motor de nuestros logros

Todas las personas nos sentimos atraídas por dos conjuntos de instrucciones contradictorias programadas en nuestro cerebro. Por un lado, está la fuerza poderosa y primitiva que nos impele a buscar el mínimo gasto energético como mecanismo de supervivencia a largo plazo y, por otro lado, están todos los programas que nos incitan a satisfacer nuestros múltiples requerimientos biológicos. Las personas nos movemos entre estos extremos, los del gusto y huida del displacer así como hacer poco gasto de energía.

La motivación, o incremento del nivel de activación responde, por tanto, al intento de nuestro organismo de mantener nuestros niveles internos de estabilidad y a la necesidad de hacer frente a las oportunidades y las amenazas externas que se ciernen sobre nosotros, buscando alcanzar el logro de nuestros fines biológicos en una primera instancia y de nuestro bienestar completo después.

¿Cómo se estimula nuestra motivación? Los mecanismos de nuestro cerebro de castigo/recompensa que forman parte de este movimiento de motivación se ponen en marcha cuando detectan una posible oportunidad. Se produce un incremento del estado de activación general en el organismo y un aumento de nuestra sensación subjetiva de deseo, lo que nos confiere la motivación para realizar una determinada acción encaminada a un logro. Igualmente, cuando nuestro cerebro detecta algún problema, reacciona liberando hormonas asociadas al estrés, lo que hará que sintamos una sensación subjetiva de malestar, y eso también nos induce a irnos o bien a actuar de otro modo. De manera que tanto cuando interpretamos que nos encontramos ante posibles oportunidades como cuando pensamos que estamos ante posibles amenazas, nuestro nivel de activación se incrementa y experimentamos o bien deseo o bien malestar, y ambas sensaciones estimulan y motivan hacia la acción.

 

¿Cómo se relaciona la automotivación con los objetivos? Podemos decir que tenderemos a sentirnos motivados a la acción en la medida que nuestro cerebro interprete que dicha acción nos aporta un beneficio que de alguna manera ha experimentado con anterioridad. Esos beneficios captados pueden referirse a necesidades biológicas y emocionales: un placer, la necesidad de pertenencia a un grupo, el deseo de cooperar y ser útil al mismo. Pueden referirse también a las que queremos por la necesidad asociada al estatus, a ser importante o por formar una familia a la que cuidar. En otro orden, esa motivación la puede activar el cerebro para dirigirse a conseguir la misión o el propósito de vida.

En mi opinión, manejar esta última parte es clave y deseable para estar centrados en la vida y acertar en las decisiones difíciles. Ese sentido nos facilita aplicar nuestros criterios y valores a los elementos de análisis de la cuestión difícil y decidir con libertad, aunque ejecutar esa decisión traiga aneja una sensación desagradable. Precisamente, hacer cosas que no nos apetecen, incluso que nos repelen naturalmente, solo lo podemos hacer si tenemos libertad interior y queremos el resultado final. Para que yo haga incluso con alegría una tarea onerosa que no me apetece es necesario volver a utilizar la memoria a tiempo real, traer al momento presente la visualización del objetivo conseguido para activar mi cerebro y llenarme de la energía necesaria para actuar y perseverar. En este caso, en el nivel lógico ayuda a que sustituyamos las frases «tengo que hacer…» o «debo hacer…» por «quiero hacer…», así resulta más fácil la, quizá, bien difícil acción. Entonces, uno de los elementos fundamentales de la automotivación consiste en fijarse objetivos estratégicos a largo y a medio plazo y dedicar un tiempo de meditación y reflexión a imaginar y sentir haberlos conseguido de antemano trayendo el futuro al presente. Desde ese punto, acometer las tareas u objetivos operativos que tenemos que hacer para alcanzarlos. Ese feedforward se convierte en poderosa palanca para la acción. Diferenciar expectativas de metas–objetivos ya hemos tratado que es central para mantener la motivación personal hasta el logro. La expectativa tiene que ver con algo que no está en mi mano conseguir ni en mi capacidad de trabajo o influencia: por ejemplo, que esta persona cambie o que esta circunstancia pase. Tener expectativas como condición para estar bien o ser feliz es ¡un error! El aprendizaje está en que solo nos enfocaremos en lo que podemos cambiar, que es cómo me siento yo ante lo que me sucede y me pasa y cómo actúo. Así que la meta y los objetivos han de ser realizables, aunque retadores, con mi involucración personal.

Para conseguir objetivos estratégicos se hace necesario dividirlos en otros objetivos menores, con plazos más cercanos, para comprobar el avance y sentir que somos capaces. Esta sensación retroalimenta nuestra autoestima y ayuda a la perseverancia. Nuestra idoneidad para hacer frente a la adversidad crece porque lo hacen nuestros recursos internos, ya que hemos experimentado que somos capaces y esta confianza en nosotros consigue más éxito y ánimo para emprender retos cada vez más grandes.

El poder no está fuera, sino que está dentro de mí, aunque para sacarlo necesite la palanca de la motivación y la energía de la emoción que me presta haber visto el resultado conseguido, la recompensa.

Adecuadamente encauzadas, las emociones conforman la más valiosa herramienta tanto para motivarnos a largo plazo como para oponernos a los impulsos a corto plazo que podrían desviarnos de nuestros planes. Para alcanzar el estado apropiado de motivación e impulsarnos hemos de fijar objetivos retadores y específicos y hemos de marcar el plazo para alcanzarlos. Si nos fijamos objetivos demasiado fáciles, nos aburrimos y no nos movemos, y si son demasiado difíciles, ni lo intentamos. Entendamos la estrategia de la «gamificación» para aplicarla a nuestros objetivos y saber jugar con nosotros mismos.

6. La esperanza de ser mejores

¿Qué quiere decir esto? Que somos un proyecto en acción. Vivir significa crecer y reinventarse. Porque soy perfecta en mi imperfección, confío en que tengo todos los recursos para luchar y alcanzar mi mejor versión. Esto, independientemente de los errores o aciertos que tenga ya cosechados. Así que la autoaceptación incluye reconocer nuestras luces y nuestras sombras; conscientes de los fallos, transformarlos en experiencias valiosas. Perdonarnos y comprendernos a nosotros como requisito para relacionarnos con los demás con compasión. Ya lo hemos tratado: aprender y desaprender es la dinámica natural del discurrir del ser humano hacia su meta.

6.1 Yo soy

¿Qué nos encontrarnos con frecuencia en nuestra sociedad? Que la medida del ser la da lo que tenemos (títulos, propiedades, éxitos, reconocimiento, dinero, belleza, etc.) y lo que hacemos (ser el director general, por ejemplo), y no lo que somos en realidad. Cuando este paradigma consciente o inconscientemente es aceptado, nos aherroja y como consecuencia nos obliga a ser perfectos y a exigir perfección sin aceptar la vulnerabilidad ni propia ni ajena. No permitimos el error, por lo que trabajar sin denuedo, demostrar lo que valemos y buscar culpables cuando las cosas no salen como yo quiero es todo uno. Esta situación nos causa distrés y nos termina agotando, disimulamos nuestras carencias por miedo al qué dirán.

¿Cómo superar esa opresión y crecer en verdadera libertad interior? Asentando la certeza del valor de nuestro ser persona. Cuando de verdad acepto quién soy, me valoro y me comprometo conmigo y mis valores. Desde esta otra perspectiva, el «soy» está en la base de la pirámide de crecimiento, por lo que, si en un momento determinado ya no tengo o ya no hago, soy y, por tanto, tengo la capacidad de superar esas situaciones de carencia y reciclar mi propia realidad. Así que primero soy, porque soy hago y porque hago tengo. De nuevo: ¡Aquí Mando Yo!


Saber quiénes somos y que valemos así como conocer cuál es nuestra misión da sentido a nuestras vidas, nos enfoca con una visión más clara. Germina un ego saludable. Soñar nuestro futuro para saber en quién nos queremos convertir y ponernos en acción es vivir tomando las riendas y decidiendo en el aquí y el ahora los medios más sabios para alcanzar nuestras metas. Este poder intransferible nos hace responsables de nuestro crecimiento. Convertir el sueño en visión supone pasar a la acción, si no, se quedaría en expectativa o quimera, pasar a la acción con planes creativos constantes es el camino. Así se construye una vida soñada. Este «soy» con base sólida y ancha nos proporciona relaciones más sanas y enriquecedoras con los demás.

El «Yo» débil tiene apenas base y nos empequeñece como personas. Fomenta un ego tóxico o por exceso o por defecto. Así, si la percepción de lo que somos depende de lo que hacemos o de lo que tenemos, al contrario que el verdadero «Yo», este será débil, dependiente y necesitado del reconocimiento ajeno, de no fallar, con lo que se vuelve exigente y perfeccionista con todos y tóxico para sí mismo. Reproduce patrones de comportamiento en los que se critica, culpabilizando los errores, necesitando afianzarse teniendo razón, muchas veces desprestigiando y/o juzgando a los otros. Con poca flexibilidad para aceptar feedback de mejora y que suele llevarse al terreno personal.