La apropiación de Heidegger

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Z serii: PùblicaFilosófica #14
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En cualquier caso, si el camino hacia la filosofía comienza con la experiencia fáctica de la vida, esta tiende en la misma medida a olvidar su punto de partida debido a su autosuficiencia y a su tendencia a la mundanización, a la necesidad imperiosa de asegurar la propia vida con medios intramundanos. Dada esta tendencia de la vida fáctica a la caída, a la búsqueda de seguridad en la objetivación, el modo de acceso a la filosofía solo se puede lograr a partir de una “verdadera transformación radical” [eigentliche Umwandlung] (GA 60, 10; 45); además, para ello será necesario encontrar los “motivos” de este contra-movimiento en una “experiencia fundamental” [Grunderfahrung]. De hecho, esta transformación no puede conformarse con invertir el proceso de objetivación del conocimiento hacia una subjetivación psicológico-filosófica –como, por ejemplo, hace el neokantismo (Natorp)–, sino que deberá dinamitar de lleno el sistema categorial con el que hasta ahora la filosofía ha pretendido comprender la existencia: “Mediante la explicación de la existencia fáctica [des faktischen Daseins] saltará en pedazos el sistema categorial tradicional entero: tan radicalmente nuevas serán las categorías de la existencia fáctica” (GA 60, 54; 83).

La carencia originaria

A grandes rasgos podemos describir la experiencia fáctica de la vida de los primeros cristianos como suspendida entre dos acontecimientos fundamentales e igualmente imprevisibles: el fenómeno de “la proclamación” [Verkündigung] o kerygma; y el fenómeno de “la segunda venida del Señor” o parousía. Sucede, entonces, que la experiencia inmediata de la vida fáctica del cristiano no viene condicionada por una comprensión natural del tiempo, a partir de los sucesos biológicos del nacimiento y de la muerte. La comprensión que tiene del principio y del fin es redefinida desde un horizonte histórico: a partir del fenómeno de la conversión, el genesthai o el “haber llegado a ser” en Cristo, y del fenómeno temporal del adelantar la experiencia del fin o parousía. El primero de ellos, el “haber llegado a ser” cristiano, es narrado por Pablo en la Epístola a los Gálatas; y el segundo, el fenómeno de la parousía, al que me referiré después, aparece descrito en la Primera Epístola a los Tesalonicenses.

De entrada, en la Epístola a los Gálatas asistimos al relato de la “conversión” [Bekehrung] de Pablo. El “haber llegado a ser” [γενέσθαι] cristiano es un acontecimiento que tiene lugar en el seno de una experiencia originaria y no a través de las enseñanzas recibidas de una tradición histórica: “Hermanos, os aseguro que el evangelio predicado por mí no es un producto humano; pues yo no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo” (Gal 1, 11-12). De acuerdo con ello, el apóstol nos muestra cómo el cristianismo se fundamenta a partir de sí mismo, obtiene de sí mismo su certeza sin tener en cuenta las formas religiosas previas (como, por ejemplo, el fariseísmo judaico); rompe radicalmente con el pasado y con toda comprensión no cristiana de la vida. A su vez, esta situación es posible, apunta al respecto el discípulo de Husserl, porque con la muerte de Cristo un tiempo ha terminado y ha irrumpido un nuevo siglo, un nuevo mundo o αἰών, y con él se inaugura una forma histórica de vivir la temporalidad marcada por la tensión escatológica de la segunda venida de Cristo.

De resultas, la actitud fundamental de Pablo se puede sintetizar, según Heidegger, en tres momentos esenciales: 1) la “autocerteza” [Selbstgewissheit] de la posición en su propia vida; 2) “la ruptura en su existencia [Existenz]”; 3) y “la comprensión históricamente originaria de su sí mismo y de su existencia [Dasein]” (GA 60, 73-74; 103). Desde esta actitud fundamental debe ser comprendida su misión apostólica: afirmar la experiencia cristiana de la vida frente al mundo circundante. La proclamación determina así, históricamente, el inicio de la experiencia cristiana de la vida fáctica. Nos hallamos ante un modo singular de comprender la génesis, el nacimiento a la fe, cuyo acceso no puede ser garantizado de una vez por todas, sino que exige una constante re-actualización: “La experiencia cristiana y fáctica de la vida se determina históricamente por surgir con la proclamación, la cual afecta al hombre en un momento y luego está continuamente dada en la ejecución de la vida” (GA 60, 116-117; 146).

De ahí que Heidegger pueda definir el fenómeno fundamental de la vida fáctica cristiana desde la experiencia del γενέσθαι, el “haber llegado a ser” [Gewordensein] en Cristo, y el “saber” [εἰδέναι] que se deriva de dicha transformación. Ocurre, empero, que el fenómeno de la aceptación de la proclamación o de la palabra de Dios se da siempre en medio de una gran inseguridad y “tribulación” [ἐν θλίψει]. El “haber llegado a ser” cristiano determina tanto la comprensión fáctica de la existencia como el vínculo que Pablo mantiene con la comunidad de Tesalónica: “el haber llegado a ser” es la transformación ya acontecida en los tesalonicenses gracias a su predicación. Es así como el sentido temporal de este acontecimiento fundamental no se agota en un suceso del pasado (al que, por otro lado, nunca tendríamos acceso porque siempre ya habría acontecido), sino que ha de ser “co-experienciado” cada vez en el presente: “El haber llegado a ser [Gewordensein] no es, pues, un acontecimiento [Vorkommnis] cualquiera en la vida, sino que es constantemente co-experienciado [miterfahren], de tal modo que su ser ahora es su haber llegado a ser. Su haber llegado a ser es su ser ahora” (GA 60, 94; 123).14

Esto significa que la repetición [Wiederholung], que “es una cosa muy distinta de la repetición de un suceso natural” (GA 60, 93; 123), adquiere un papel decisivo por ser la tendencia y el motivo de la “comprensión histórico-ejecutiva”. Con el cristianismo la repetición abandona definitivamente su acepción natural y se trasforma por completo, pues se trata de la paradójica repetición de aquello que es irrepetible porque solo tuvo lugar una vez. Con todo, a través de la repetición los tesalonicenses son partícipes, en un sentido vitalmente activo, de la actualización de la historia de la salvación gracias al cómo del comportamiento cristiano de la vida fáctica.15 En una de sus observaciones al curso anota Heidegger: “La proclamación tiene que ser incesante porque lo proclamado no se puede ‘asimilar’ a algo mundano” (GA 60, 139; 166). Aquello que es proclamado no es otra cosa que el acontecimiento de la palabra de Dios en su hacerse anuncio, invitación e interpelación del acontecimiento de la salvación; es decir: aquello radicalmente otro al tempo del mundo y sus trajines cotidianos.

Ahora bien, es en este comportamiento vitalmente activo o eminentemente ejecutivo donde el joven Privatdozent da con aquel “motivo” que anunciaba al inicio de estas lecciones, un motivo originado en la experiencia vital que debía interrumpir la tendencia a la caída de la vida fáctica: se trata de una cesación o suspensión irrevocable que cambia radicalmente el sentido, el modo en el que uno vive; un vuelco absoluto [absolute Umwendung] que implica un giro hacia [Hinwendung] Dios y, en consecuencia, un alejamiento [Wegwendung] de los ídolos. Además, este giro absoluto del sentido de ejecución de la vida fáctica se explicita en dos direcciones: el “servir” [δουλεύειν] a Dios y el “aguardar” [ἀναμένειν] su llegada; un transformarse [Wandel] vitalmente ante Dios y un persistir [Erharren] en la fe, en la esperanza de la parousía: “El estar presente de Dios tiene una relación fundamental con el cambio vital [Lebenswandel], con el caminar por la vida [περιπατεῖν]. El aceptar es en sí mismo un cambio ante Dios” (GA 60, 95; 124).

¿En qué consiste esta transformación [Wandel] o cambio vital [Lebenswandel]? ¿Cómo afecta este nuevo comportamiento a la experiencia fáctica de la vida cristiana en su relación con el mundo circundante y el mundo compartido? En la respuesta a esta pregunta hallamos un primer indicio de lo que después será en Ser y tiempo el problema de la “modificación” o del paso de la impropiedad a la propiedad. A pesar de lo absoluto de esta transformación –puntualiza Heidegger–, la facticidad mundana permanece tal y como estaba, ya que cada uno deberá permanecer en el mismo estado en el que fue llamado (1 Cor 7, 17).16 Para ejecutar el sentido de referencia de la fe, la experiencia radical de la llamada y de la conversión, el cristiano no necesita salir del mundo; en apariencia nada ha cambiado porque “todos los nexos ejecutivos primarios confluyen en Dios y se ejecutan ante Dios” (GA 60, 117; 146). Sin embargo, se trata de un Dios que nunca podrá servir de apoyo o de sostén a la experiencia cristiana de la vida (GA 60, 122; 151). Del mismo modo, el “aguardar” [ἀναμένειν], el persistir delante de Dios, no remite a las significatividades de un contenido futuro que tendrá lugar en algún momento determinado del tiempo, sino que refiere en cada caso al enigmático Deus absconditus.

Si bien la vida fáctica ha sido caracterizada desde el principio por su tendencia a apropiarse del contenido de las significatividades mundanas y a confundirse con ellas, para la vida fáctica cristiana estas nunca son dominantes. Las referencias al mundo circundante y a la significatividad vivida cobran sentido desde su ejecución y no a partir de la relevancia de su contenido. De ello se desprende que en la situación descubierta por el fenómeno de la conversión (el “haber llegado a ser cristiano”), las significatividades mundanas se transformen en bienes temporales y sean ejecutadas desde un sentido específicamente cristiano de la “negación” [ὡς μή]. En la Primera Epístola a los Corintios, Pablo proclama la limitación del tiempo y recomienda:

Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no [ὡς μή] la tuvieran; los que lloran, como si no [ὡς μή] llorasen; los que se alegran, como si no [ὡς μή] se alegrasen; los que compran, como si no [ὡς μή] poseyesen; los que gozan del mundo, como si no [ὡς μή] disfrutasen; porque este mundo que contemplamos está para acabar (1 Cor 7, 29-32).

 

A la luz de la temporalidad escatológica queda al descubierto la carencia originaria de la vida fáctica cristiana. Lo propio de la vida fáctica resulta indisociable de la expropiación inminente de toda propiedad quiditativa [ousía]; o como enseguida veremos: lo propio de la vida fáctica resulta indisociable de la des-realización de la presencia del presente en el instante [kairós] de la decisión. Todo el acento recae ahora en qué pueda significar aquí el prefijo “ex” de la expropiación por relación al “μή” en la negación cristiana del ὡς μή. De entrada, el μή o el “no” incide de forma singular en la tendencia a la ejecución característica de la vida fáctica, y además lo hace de tal suerte –advierte Heidegger– que el “ὡς μή” no debería traducirse por “como si” [als ob], al modo de un nexo objetivo que sugiere la idea de que “el cristiano debe desconectar [ausschalten] las referencias al mundo circundante” (ga 60, 120; 149).

En modo alguno se trata de la abstención característica de la epoché fenomenológica, de la “puesta entre paréntesis” [Einklammerung] o “desconexión” [Ausschaltung] de las referencias al mundo. Al contrario, se trata de la ejecución positiva de las referencias mundanas como bienes temporales. El μή o el “no” adquiere así, por paradójico que parezca, el sentido efectivo de “participar” [Mitmachen] activamente –ejecutiva, temporal e históricamente– en la experiencia vital; lo que implica a su vez “una retrorreferencia [Rückbeziehung] a la ejecución misma” y, por ello, significa todo lo contrario de la abstención (ga 60, 121; 150). Ni abstención ni renuncia, por tanto. Participación activa en la experiencia vital.17 De hecho, sin esta comprensión ejecutiva de la vida fáctica, las significatividades de la vida gozarían de una relevancia decisiva y modificarían la conexión referencial; en cambio, “la dirección de sentido de la vida fáctica va en dirección contraria” (ga 60, 122; 150).

Aun así, esta situación ejecutiva sobrepasa la voluntad del cristiano, quien por sí mismo nunca podría procurarse los motivos para lograr el γενέσθαι; esto es: el “haber llegado a ser” cristiano no es algo que esté en sus manos, que él pueda o no pueda ser, sino que acontece siempre en el seno de una experiencia fundamental. El fenómeno de la acción de la gracia resulta en este caso determinante para entender la facticidad cristiana:

El cristiano tiene la conciencia de que esta facticidad no puede obtenerse por sus propias fuerzas, sino que procede de Dios –fenómeno de la acción de la gracia. Una explicación de este nexo es muy importante. El fenómeno es decisivo para Agustín y Lutero. Cfr. 2 Cor 4, 7 y sig. [...] “Llevamos el tesoro (la facticidad cristiana) en vasijas de barro”. Lo que nos es disponible solo a nosotros, los cristianos, no basta para la tarea de llegar a la facticidad cristiana (GA 60, 121-122; 150).

En suma, Pablo nos presenta en sus epístolas un modelo de existencia cristiana que vive en el servicio a Dios y en la esperanza de la fe, en medio de la gran tribulación que genera la tensión escatológica, y que no se deja vencer por la búsqueda de seguridad –por la tendencia a la caída en la objetivación de las significatividades mundanas– gracias a la constante re-actualización ejecutiva de la experiencia de la fe, del “haber llegado a ser” cristiano. Pero, al mismo tiempo, la preeminencia del sentido ejecutivo de la experiencia fáctica nos ha puesto al descubierto la espina clavada en la carne: la facticidad de la vida, atesorada entre las frágiles paredes de unas “vasijas de barro”, se reconoce a sí misma en su “debilidad” [asthéneia] y en su impotencia para acceder por sus propias fuerzas a la facticidad cristiana.18

La ex(a)propiación escatológica

El contenido dogmático de la Primera Epístola a los Tesalonicenses gira en torno al sentido de la parousía, el segundo fenómeno fundamental que determina la experiencia fáctica de la vida en el cristianismo primitivo. El significado de la parousía en el Nuevo Testamento es inédito y el cambio conceptual que introduce esta noción, subraya Heidegger, es esencial para comprender el modo en el que la vida cristiana vive el tiempo y la radicalidad con la que experimenta el sentido de lo histórico. Así, en griego clásico, παρουσία significa “venida” (presencia); en el Antiguo Testamento refiere a “la venida del Señor para el día del Juicio Final”; y en el judaísmo tardío “la venida del Mesías como representante de Dios”. El significado que irrumpe con la fundación del cristianismo contiene una comprensión tan novedosa de la temporalidad que transforma por completo la estructura del concepto; a saber: “La re-aparición del ya aparecido Mesías” (GA 60, 102; 130-131). En este “re-aparecer”, en el re-apropiarse [Wieder-holung] de lo que ya se es [genesthai], gravita toda la tensión que encierra la experiencia originaria de la temporalidad cristiana; una desasosegante inquietud que se despliega a partir de una privación o carencia originaria: entre el “ya” de la salvación acontecida con la muerte y resurrección de Cristo y el “todavía no” de su realización en la parousía o su segunda venida.19

Por lo pronto, Heidegger nos previene del grave equívoco que supondría confundir la “esperanza” [Hoffnung] ante la parousía con la mera “expectativa” [Erwartung] ante un acontecimiento futuro que tendrá lugar en algún punto de la línea recta del tiempo, en un día y hora determinados. La estructura de la “esperanza” cristiana es por ello radicalmente distinta a todo “esperar” y así lo enfatiza en una de sus anotaciones: “La esperanza que tienen los cristianos no es sencillamente una fe en la inmortalidad, sino un soportar creyente fundado en la vida fáctica cristiana [...] el ‘tener esperanza’ [Hoffnung haben] y el mero ‘esperar como actitud’ [einstellungsmässiges Erwarten] son esencialmente diferentes” (GA 60, 151; 177). Lo realmente novedoso de su sentido reside, pues, en que la esperanza cristiana revierte en la propia vida, actúa en el tiempo presente [ho nyn kairós] bajo la forma de un resistir en la debilidad y un sostenerse en medio de una gran tribulación e inseguridad, a la par que abre el porvenir [Zukunft] y hace posible la historicidad, la maduración del tiempo [Zeitigung] que es propio de la vida fáctica cristiana. A diferencia del judaísmo tardío, que interpreta la espera del Mesías por relación a un acontecimiento futuro, a una aparición a la que asistirán otros hombres, para el cristiano lo decisivo es el ahora de la trama ejecutiva en la que propiamente él se encuentra y en el que debe tomar una decisión; solo así, desde este nexo ejecutivo con Dios, surge la temporalidad [Zeitlichkeit] en sentido originario.

De ahí que la respuesta ofrecida por Pablo a la pregunta por “cuándo” tendrá lugar la parousía (1 Tes 5, 1-12) se encuentre muy alejada de un tratamiento gnoseológico e intramundano, y se centre por el contrario en la descripción de “dos modos de vida” contrapuestos, dos modos de establecer una vinculación ejecutiva con Dios: de un lado se encuentran aquellos que buscan “paz y seguridad” en el mundo (1 Tes 5, 2-3) y responden al “cuándo” a través del “qué”; y de otro, aquellos que viven “despiertos, en alerta y en tensión” la esperanza ante la parousía (1 Tes 5, 6) y soportan la indeterminación del “cuándo” sin objetivarlo. Lo decisivo, insiste Heidegger, radica en “cómo me comporto respecto a este acontecimiento en la propia vida” (GA 60, 99; 128), ya que solo desde este comportamiento fundamental brota el sentido del cuándo: el tiempo [χρόνος, Zeit] y el instante [καιρός, Augenblick].20 El comportamiento respecto a la propia vida es la única respuesta que Pablo ofrece a la pregunta por el “cuándo” de la parousía:

Según cómo la παρουσία está en mi vida, esta señala hacia la ejecución de la vida misma. El sentido del “cuándo”, del tiempo en el cual Cristo vive, tiene un carácter del todo especial. Antes lo hemos caracterizado formalmente: “La religiosidad cristiana vive la temporalidad”. Es un tiempo sin orden propio y sin lugares fijos, etc. A partir de cualquier concepto objetivo del tiempo es imposible dar con esa temporalidad. El “cuándo” no es aprehensible de ningún modo objetivamente (GA 60, 104; 132).

La actitud de la vida cristiana respecto a la parousía se caracteriza por una profunda y constante inseguridad, que es a su vez fruto de la verdadera preocupación [Bekümmerung] por la capacidad de llevar a cabo las obras de la fe y el amor y de soportar la debilidad de la vida hasta el día decisivo. Es más, solo a través del incremento de esta tensión, del resistir en medio de las penurias y necesidades [die Nöte] de la vida, es posible “tener” a Dios, establecer un vínculo activo con Él:

La exigencia fundamental de tener a Dios es lo contrario de toda mala mística. Lo decisivo no es la inmersión mística y el esfuerzo excepcional, sino el soportar la debilidad de la vida [das Durchhalten der Schwachheit des Lebens]. La vida no es para Pablo una mera secuencia de vivencias, ella es solo en la medida en que él la tiene. Su vida pende entre Dios y su vocación. Los modos del “tener” la vida misma, que pertenecen a la ejecución de la vida, acrecientan aún más la penuria [Not] [θλίψις] (GA 60, 100; 129).

La experiencia de la parousía, a diferencia del “entusiasmo” que se deriva de “la mala mística”, intensifica la debilidad, el desasosiego y la inseguridad de la vida fáctica. Ocurre, por ello, que cuanto más se ejecuta el “tenerse” de la propia vida, tanto más se acrecientan sus carencias y la conciencia de su pobreza originaria. En otras palabras: lo propio de la vida fáctica se nos revela ahora como la inquietud de la movilidad histórica, como la movilidad de su constante ex(a)propiación. Al punto que cuanto más se apropia ejecutivamente la vida fáctica de sí misma, tanto más se abisma en la lucidez de ese extraño “saber” sobre sí que es la “autocomprensión” de su propia expropiación.

Como ya habíamos avanzado, la esperanza cristiana ante la parousía no puede estar sujeta a la mera expectativa, sino al tiempo de la vida fáctica que vive el instante. En este sentido, el kairós nunca puede ser concebido como un objeto determinado de la espera; bien al contrario, es su irrupción inadvertida la que pone de manifiesto la trama histórica de la vida. Sucede, en efecto, que la parousía es experimentada por el cristiano desde el “ahora” del tiempo presente; pero ese “ahora” no tiene nada que ver con la presencia del presente [ousía], sino con el instante indeterminable, indisponible e incalculable que genera una inmensa inseguridad. No se trata, en suma, de delegar y posponer la responsabilidad por la propia existencia en un futuro que algún día será presente, sino de la incursión súbita e inesperada del tiempo kairológico en el presente de la decisión. Por ello dice Heidegger que “la vida cristiana no es rectilínea sino quebrada” (GA 60, 120; 149), se hace a sí misma a base de rupturas, de decisiones que fracturan el tiempo cronológico y detienen la tendencia de la vida fáctica a la caída, para volver, una y otra vez, en un sentido ejecutivo, sobre sí.

Resulta, pues, que según esta concepción escatológica de la propiedad (muy alejada también de la acepción griega de la ousía como “bienes patrimoniales, riqueza, posesiones, propiedad o hacienda”), la vida fáctica se “tiene” a sí misma en tanto que aspira a la salvación personal, pero este “tenerse” solo puede acontecer, paradójicamente, en un estado de permanente inseguridad; a saber: en la situación de absoluta indecibilidad en la que tiene lugar toda decisión kairológica. Justo por ello, cuanto más se ejecuta la vida en su “tenerse”, en su saberse ejecutivamente referida al enigmático Deus absconditus, más incrementa su tribulación, su debilidad y su impotencia; es decir: la conciencia de “no-poder-tenerse” a sí misma de una vez por todas y por sus propios medios. En definitiva, con el cristianismo se inaugura la Vollzugsgeschichte, se experimenta por primera vez la “historicidad viva” [lebendigen Geschichtlichkeit], la experiencia ejecutiva e histórica de la constante ex(a)propiación de sí.21

Lo propio en cuestión

Llegados a este punto cabe preguntarse: ¿hay un tipo de verdad que sea propio de la vida fáctica? ¿Cómo es posible vivir (en) la verdad ejecutiva y existencial que exige la phaenomenologia crucis, a diferencia de la verdad teorética y contemplativa de la phaenomenologia gloriae? ¿Hay un tipo de verdad propiamente cristiana? Y si así fuera, ¿cómo se apropia filosóficamente de ella la fenomenología hermenéutica de la vida fáctica?22

 

Con anterioridad a que Heidegger redescubra el potencial ontológico de la alétheia griega durante su etapa docente en Marburgo, la dialéctica entre encubrimiento y mostración tiene lugar en el seno de una fenomenología hermenéutica de la vida fáctica que, inspirada en las Confesiones de Agustín, es definida como cura o “preocupación” [Bekümmerung]. En este contexto, y al igual que sucedía en su lectura de las epístolas paulinas, tanto la veritas como el “saber” que de ella se desprende resultan indisociables de la dimensión ejecutiva de la experiencia vital. De tal suerte que la dynamis histórica de la facticidad, la movilidad ex(a)propiadora que define la experiencia fáctica de la vida cristiana, encuentra una primera cristalización categorial en la fenomenología agustiniana del curare.

A lo largo de las lecciones del semestre de verano de 1921, tituladas “Agustín y el neoplatonismo”, el joven profesor de Friburgo se propone recuperar de su desfiguración axiológica una acepción del curare –el curare como quaero, como un querer, un buscar y un cuestionar radicales– que ahonde en el sentido vitalmente histórico de la experiencia fáctica del cristianismo primitivo. De ahí que esta fenomenología se articule desde el principio según una peculiar tensión dialéctica, que expresa el comportamiento intencional de la vida fáctica a partir de una doble movilidad: la ruina [Ruinanz] o la movilidad fundamental del encubrimiento y la expropiación de sí, por un lado, y, por otro, la contra-movilidad de la quaestio [Fraglichkeit] que hace posible la paradójica mostración y apropiación de sí. No es, por tanto, mera casualidad que aquellas categorías “tan radicalmente nuevas”, con las que “saltaría en pedazos el sistema categorial tradicional entero” (GA 60, 54; 83), sean de proveniencia latina y, más en concreto, de origen agustiniano.

Esta doble movilidad se halla asimismo intrínsecamente vinculada a dos modos fundamentales de ejecutar o de vivir (en) la verdad: de una parte, la movilidad de la ruina o la movilidad de la huida que conlleva el temor y el odio a la verdad, motivo por el cual la vida se vuelca en una curiositas sin fin por el contenido del mundo; y de otra, la contra-movilidad de la puesta en cuestión de sí misma como res, como un ente intramundano más, que lleva implícito el amor a la veritas y a la beata vita. Pues bien, justo en el centro del libro X de las Confesiones, Agustín introduce la noción cristiana de verdad o veritas redarguens. Se trata de la verdad que pone en cuestión la propia facticidad y solo así la transforma (facere veritatem), de una verdad distinta de la verdad de origen griego o veritas lucens, que es la verdad que ilumina y que aquí aparece asociada a la visión y a la curiosidad:

De tal modo aman los hombres la verdad que quienes aman algo que no es la verdad quisieran que esto que aman fuese la verdad. Y como no quieren ser engañados, tampoco quieren convencerse de que están equivocados; por eso odian la verdad, por causa de aquello mismo que aman en lugar de la verdad. Aman la verdad cuando resplandece, la odian cuando les pone en cuestión [amant eam lucentem, oderunt eam redarguentem]. Porque como no quieren ser engañados y quieren engañar, la aman cuando se hace patente a sí misma y la odian cuando les descubre. Pero ella les dará su merecido descubriéndolos contra su voluntad; a ellos, que no quieren ser descubiertos por ella, sin que a su vez esta se les manifieste (Conf X, 23, 34).23

Es precisamente el odio y el miedo que los hombres muestran ante la veritas redarguens, ante el acontecer de la verdad que les pone en cuestión y les descubre en contra de su voluntad, lo que explicaría la relación adversativa que la vida fáctica guarda con su “verdad existencial” y la tendencia fundamental a la ruina. Heidegger identifica aquí la “verdad existencial” con el modo de “tenerse” a sí misma; a saber: lo que la vida “es” desde el punto de vista de cómo se “tiene” a sí misma (GA 60, 195; 48). Y en una nota equipara la “verdad existencial” con la veritas y beata vita agustiniana (GA 60, 200; 53, n. 34). O expresado a la inversa: la movilidad de la ruina sería el modo fenoménico más inmediato a través del cual se manifestaría, oblicua y ejecutivamente, el amor de la vida fáctica por la verdad. En ese sentido comenta el joven profesor: “[Odian la verdad] cuando pone en cuestión su propia facticidad y su existencia” (GA 60, 201; 54). Y añade: “Pero ¿qué consigue el hombre de este modo? Que la verdad permanezca oculta, aunque él no lo esté ante ella […]. Incluso en este atrincherarse contra la verdad, en este cerrarse a ello, el hombre la ama más que al error, esforzándose así por la beata vita” (GA 60, 201; 54).24

Advirtamos de momento que del sentido de la veritas redarguens y de la puesta en cuestión radical de la propia facticidad va a depender el significado de la propiedad; y con ello la dinámica ex(a)propiadora del “perderse” y del “tenerse” la vida fáctica a sí misma. Es más, el discípulo de Husserl descubre en las Confesiones un modo de acceso al “mundo del sí mismo” [Selbstwelt] que sería in verso respecto al practicado por Descartes en sus Meditaciones: la intensificación vital del desasosiego mediante la puesta en cuestión radical de sí mismo.25 Así, a diferencia de la certeza teórica lograda por el cogito tras la suspensión de la duda hiperbólica en la Segunda Meditación, el crede ut intelligas agustiniano nos invitaría no tanto a suspender cuanto a ejecutar la quaestio desde la experiencia vital en su conjunto.26

Ocurre, entonces, que la quaestio agustiniana despunta en estas clases como la contrafigura existencial del dubitare metódico cartesiano. Mientras la primera agudiza la inquietud de la dinámica implícita a la ex(a)propiación de sí (el cor inquietum) y deberá ser reiterada una y otra vez; la segunda tiene por objeto la búsqueda de seguridad en la autocerteza epistemológica y objetiva del cogito (el ens certum et inconcussum), y por eso puede limitarse a ser practicada solo una vez en la vida.27 En la misma medida, de estos dos modos tan disímiles de ejecutar la skepsis –el dubitare teórico y la quaestio existencial– se derivan dos formas muy diferentes de “tenerse” a sí mismo. Al punto que, advierte Heidegger en una de sus notas, concebir el “radical tenerse a sí mismo” [radikale Sichselbsthaben] como un “solipsismo hiperreflexivo” sería algo absolutamente errado; el “sí mismo” solo es el de la plena facticidad histórica, el sí mismo en el mundo en el que vive, y el “tener” no debe ser comprendido como “algo momentáneamente quietista y contemplable, sino histórico-ejecutivo” (GA 60, 254-255; 111).

Más aún, a diferencia de la duda metódica, para cuya ejecución resulta indistinto el momento y el lugar, la ejecución de la quaestio es indecidible, ya que solo puede acontecer en el seno de una experiencia fundamental, en una situación vital extrema donde el sí mismo se experimenta de forma radical porque, más allá o incluso en contra de su voluntad, es puesto en cuestión sin subterfugios ni posibilidad alguna de huida:

En la preocupación más radical por sí mismo [radikalsten Selbstbekümmerung], que es la genuina, se hace patente la violencia más inhóspita de la tentatio. De tal modo que por primera vez se gana la situación más radical de la experiencia de sí mismo [radikalste Selbsterfahrungssituation], en una dirección de la consideración en la que el sí mismo no sabe ya hacia dónde tirar ni cómo habérselas consigo – quaestio mihi factus sum. ¡Cfr. cap. 40, final! (En última instancia, “lo que yo soy”, mi “facticidad” es la tentación más fuerte y el contragolpe contra la existencia y el existir) (GA 60, 253; 109-110).

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