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Enfoques para el análisis de políticas públicas

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Por último, la evaluación de las políticas públicas ha generado prácticamente la creación de un campo profesional específico, casi autónomo del APP, con su institucionalización en numerosos países. Los diferentes enfoques teóricos para la evaluación han recorrido un camino que va desde una perspectiva objetivista, cuantitativista, centrada en la medición —dominada por el pensamiento positivista o mecanicista— hasta unos enfoques que fueron integrando, paso a paso, mayor cantidad de criterios, de variables, particularmente cualitativos y de puntos de vista, a medida que se percibieron los límites y las lagunas del enfoque inicial. De la evaluación centrada en la búsqueda de causalidades simples se pasó a proponer la evaluación pluralista o múltiple, más comprensiva e interesada en los impactos o en la satisfacción de los usuarios o de los ciudadanos (véase Guba y Lincoln, 1989; Monnier, 1992; Rossi y Freemann, 1993; Kessler, Lascoumes, Setbon y Thoenig, 1998; o Roth Deubel, 2009). Sin embargo, en la actualidad, con la introducción del hábito de la medición en la gestión pública (introducida por la reforma del Estado a partir de los años ochenta y la nueva gestión pública o new public management), la práctica evaluativa tiende a concentrarse en la evaluación cuantitativa de la eficiencia (por ejemplo, en los análisis de costo-beneficio) y los resultados, en las auditorías y en la rendición de cuentas. Desde una perspectiva más crítica, Guba y Lincoln (1989) ofrecen, sin embargo, una vía interesante de renovación y de democratización de las prácticas de evaluación, alejándose de las tradicionales posturas positivistas y tecnocráticas que suelen dominar la actividad o profesión.

El cuestionamiento del enfoque secuencial

Los desarrollos iniciales de la investigación en políticas estuvieron muy influenciados por la epistemología positivista y la pretensión de objetividad científica. Stone (2002) denomina a esta tradición (que considera fallida) el proyecto racionalista (rationality project), que, además, se aleja de la perspectiva lasswelliana de fundar claramente en valores los análisis y las recomendaciones. Esta tradición positivista en el APP condujo a favorecer posturas tecnocráticas por parte de los analistas. Fundamentalmente, esta perspectiva, aún muy arraigada hoy en día, consiste en buscar

técnicas de ingeniería política que permitan tapar brechas, arreglar desperfectos o solucionar averías de la máquina estatal. En este camino se oye de ampliaciones, reformas legales, nuevos mecanismos de control, cambios de cultura, transformaciones en los mecanismos de representación y alianzas institucionales. (Roiz, 2007, p. 9)11

Solo hasta los años setenta, y sobre todo los ochenta, se volvió a reconsiderar y reconocer la importancia de los valores en el APP. En particular, para mostrar los límites de los análisis de corte positivista, como el análisis de sistemas, simbolizados en el rotundo fracaso de los analistas en el caso de la guerra de Vietnam, y a la luz de las consideraciones epistemológicas pospositivistas de Thomas Kuhn (1962). Dror (1970) propondrá una nueva aproximación analítica a la que llamará el análisis de políticas, en vez de ciencia de la política. Dror consideraba, en efecto, que el análisis de políticas requería de una metodología diferente a la metodología científica tradicional, ya que era necesario reconocer en los procesos de política, más allá de la reivindicada multi o interdisciplinariedad, el papel importante jugado por los elementos extrarracionales (como la creatividad, la intuición, el carisma, etc.) o irracionales (como las motivaciones profundas). Más tarde, Majone ([1989]1997) señalará con mucha claridad que los problemas de políticas no son simples y que, por tanto, no se pueden resolver como se hace en los laboratorios, sino que son frecuentemente problemas transcientíficos, reacios al análisis y tratamiento científicos habituales12. Se trataba, entonces, de considerar los problemas de la elaboración de políticas a partir de una metodología que alentara la percepción de los fenómenos estudiados y la invención de nuevos diseños sociales, para la producción de políticas y propuestas de políticas alternativas (al respecto, véanse también las importantes contribuciones críticas de Lindblom, 1999). Igualmente, Majone consideró ilusoria la pretendida objetividad o neutralidad científica (el objetivismo) de los estudios de políticas. Es decir que, desde su perspectiva, el investigador de política no podía pretender abstraerse del contexto político en el cual desarrollaba sus labores, con lo que se resalta que la acción de gobernar es más un arte13 que una ciencia exacta.

Debido a los límites conceptuales y las importantes críticas que sufrió el enfoque secuencial, en particular la ausencia de teoría causal, el hecho de que el enfoque se basara en una concepción idealizada y racional con un sesgo top-down (de arriba hacia abajo) y legalista, y, por lo tanto, ideal para los tecnócratas y otros ingenieros sociales (Sabatier y Jenkins-Smith, 1993), muchos analistas consideraron que el modelo secuencial había cumplido su ciclo de vida y que debía ser reemplazado por “mejores teorías” (Sabatier, 1999, p. 7). En ese momento, la caja de herramientas o el recetario analítico producido por el enfoque secuencial y racional resultó ser un instrumento, en el mejor de los casos, incompleto o carente de capacidad explicativa (es decir, no puede contestar por qué cambian las políticas), y, en el peor de los casos, inefectivo y antidemocrático por su sesgo tecnocrático positivista o neopositivista. Por eso, para muchos analistas, fue clara la necesidad de introducir elementos provenientes de las perspectivas pospositivistas, críticas o construccionistas para efectuar una renovación profunda del campo del análisis de políticas. En su concepto, este cambio permitiría, con la reintroducción clara de los aspectos valorativos —el llamado giro argumentativo, es decir, propiamente político—, dar un nuevo impulso al APP (DeLeon, 1994; DeLeon y Vogenbeck, 2007).

Majone ([1989]1997) mostró de manera magistral las limitaciones intrínsecas de los enfoques y las técnicas de análisis convencionales, tendencialmente disciplinarios y centrados en el cálculo, como, por ejemplo, el uso del análisis costo-beneficio, que tiende aún a ser dominante en la actualidad, para el análisis y la elección de las políticas públicas en muchos trabajos científicos y académicos, así como en la práctica de las administraciones públicas y de los gobiernos. Los resultados de estos estudios pretenden ser considerados como insumos certeros (evidencias) para la elaboración de políticas y la toma de decisiones. Así, Majone mostrará, en particular, de acuerdo con los avances contemporáneos de la epistemología, las inconsistencias de este “decisionismo” tecnocrático14, la imposibilidad de disponer de evidencias científicas inequívocas para la acción pública y la necesidad de tener en cuenta, y con más razón en una democracia, tanto la complejidad de las acciones y de sus efectos como los aspectos argumentativos y persuasivos inscritos en los procesos de formulación y toma de decisiones. En este sentido, Majone sugiere una reinterpretación de los estudios sobre teoría argumentativa y retórica de Aristóteles. Esta perspectiva (re)introduce la importancia de la argumentación en los procesos de políticas, rehabilita, de paso, la centralidad de la participación y deliberación ciudadanas en aras del interés mismo de la investigación racional y, de esta forma, acerca el análisis de políticas a los debates contemporáneos en teoría política —democracia radical, deliberativa, participativa— (Fischer, 2003). Majone ([1989]1997) considera el análisis de políticas como una contribución a la “deliberación pública mediante la crítica, la defensa y la educación”, ya que un buen análisis debe proveer, además de datos, “normas para la argumentación y una estructura intelectual para el discurso público” (p. 41)15. En cierto modo, la orientación inicial dada por Lasswell en los cincuenta, específicamente, su consideración frente a los valores —minimizada por la mayoría de los analistas profesionales de los años sesenta y ochenta, dominados por el proyecto de racionalidad (Project of Rationality) y su pretensión de una supuesta objetividad y positividad de la ciencia de la política—, vuelve a cobrar hoy en día una gran importancia y validez con los enfoques pospositivistas, posempiricistas o construccionistas.

Actualmente, la mayoría de los autores reconocen la existencia de varios tipos de factores explicativos de la acción pública. Es decir, se reconoce la importancia no solo de los factores objetivos o racionales (las evidencias científicas) —lo que no es necesario discutir, según Aristóteles—, de los intereses, sino también de los factores institucionales y de los factores cognitivos (ideas, valores) en los procesos de construcción e implementación de las políticas públicas y, más generalmente, en la política. De esto, cabe concluir que la acción pública (y política) es compleja y difícilmente reducible a unos cuantos datos que se pueden medir objetivamente de forma cuantitativa y que se consideran determinantes universales o cuasi universales. Sin embargo, la integración en los análisis de estos múltiples factores —las racionalidades económicas (los intereses) y científicas, las instituciones y las ideas16— implica el uso de marcos de análisis y metodologías más complejos, lo que resulta, por lo tanto, más trabajoso. De acuerdo con esto, en términos muy generales y demasiado esquemáticos, podemos considerar hoy que las diversas corrientes del APP se dividen en tres grupos.

 

Un primer grupo de teorías, que llamamos tradicional, enfatiza en los factores y variables objetivos que permiten explicar las políticas públicas. Un segundo grupo, que podemos llamar integracionista o mixto, considera imposible limitarse solamente a las variables objetivas, medibles, para explicar las políticas públicas. En este segundo grupo se mantiene el esquema general explicativo de las políticas públicas, pero con la pretensión de complementarlo, de forma variada y con más o menos importancia, con la integración en su marco explicativo de variables valorativas o subjetivas (referenciales, creencias, comunidad epistémica, ideas, etc.). Finalmente, un tercer grupo, que llamamos interpretativista, considera que el análisis tradicional —objetivista y neopositivista— ha fracasado en sus objetivos de construir una ciencia de la política con validez universal, por lo que apunta a reincorporar de manera central en sus propuestas analíticas los fundamentos valorativos presentes en Lasswell y desarrollar un marco de interpretación (más que de explicación) de las políticas públicas, basado principalmente en la importancia de la argumentación (el giro argumentativo), de la retórica17, de la subjetividad y de los discursos.

Como ya lo anotábamos en otro texto (Roth Deubel, 2008a), el APP es un insumo fundamental para el debate político que se debe concebir como una erística, es decir, como un diálogo combativo, un pugilato verbal, basado tanto, o más, en argumentos como en evidencias y pruebas científicas, en el que la persuasión a los auditorios pertinentes es un elemento fundamental para imponer una política. Y con más razón en regímenes democráticos. Por este motivo, consideramos que es preciso integrar esta dimensión interpretativa en el análisis. Parafraseando una célebre expresión de Bourdieu, se puede decir, entonces, que el análisis de política es, así como la sociología, un deporte de combate. Ahora bien, a continuación se presentará, de manera sucinta, una serie de enfoques teórico-conceptuales, que intenta situarse en una perspectiva renovadora del análisis de políticas frente al tradicional ciclo de políticas. Por lo tanto, en adelante se hará mayor énfasis en las perspectivas de los grupos bautizados como integracionista e interpretativista.

Los enfoques tradicionales

Como se mencionó, los enfoques tradicionales se apoyan en teorías “objetivistas” que hacen énfasis en los factores objetivos medibles. Este es el caso de los enfoques basados en una epistemología neopositivista y, frecuentemente, en las teorías de la elección racional, de la elección pública o public choice y de los principios de la economía neoclásica y del individualismo metodológico. Además, estos son la corriente dominante del APP, generalmente adoptada por las instancias gubernamentales e internacionales para el análisis y la evaluación de las políticas públicas desde los años sesenta y setenta hasta hoy en día. Autores como Stokey y Zeckhauser (citados en Majone, [1989]1997, p. 47) consideran que el tema central del análisis de política es el mismo que el de la ciencia económica: el problema de la distribución de recursos escasos entre distintos fines. Gran parte de los trabajos de consultoría se realizan también en esta perspectiva18. Estos análisis se sitúan en la tradición (neo)positivista de la investigación, por lo que sus autores consideran que sus análisis son objetivos y de carácter científico, ya que se basan en datos medidos y pretenden aportar pruebas y evidencias empíricas. Esta postura, que es también una estrategia discursiva o retórica, lleva a difundir y persuadir que sus conclusiones tienen una validez universal, aunque ya no se habla de “ley social”, de verdades o de pruebas, sino, más modestamente, de “lecciones aprendidas”.

Una concepción común a esta vertiente, de un lado, es la consideración de que las políticas públicas no son más que el resultado de una lucha, de una competencia entre los distintos intereses objetivos de los individuos o de grupos de interés (pluralismo liberal, teorías elitistas) presentes en una sociedad. De otro lado, se trata de una lucha de clases o fracciones de clases (teorías marxistas y neomarxistas más o menos refinadas) por el control legítimo sobre el Estado (Mény y Thoenig, 1992, p. 58). Así, desde una perspectiva neomarxista, Offe (citado en Mény y Thoenig, 1992, p. 60) considera, por ejemplo, que las políticas sociales del Estado de bienestar contribuyen a eliminar las disfunciones sistémicas que aparecen entre la economía y las estructuras de socialización que inculcan la lealtad al sistema. Por su parte, Pulantzas considera que la función del Estado, a través de sus políticas, consiste en “perpetuar las relaciones capitalistas de producción” (citado en Mény y Thoenig, 1992, p. 62). A pesar de representar posturas ideológicas diferentes, estas perspectivas comparten la idea de que su análisis es objetivo y, por lo tanto, verdadero, “científico”. En este sentido, las investigaciones empíricas realizadas a partir de estos fundamentos buscan, en lo esencial, confortar y reafirmar la validez de sus postulados de base, es decir, proteger su “núcleo duro”.

Los enfoques integracionistas

El segundo grupo, que hemos llamado integracionista o mixto, es muy amplio y variado. Va de unas perspectivas neoinstitucionales neopositivistas, cercanas a las teorías del primer grupo, hasta posturas que se alimentan de las epistemologías pospositivistas y de la teoría crítica. Podemos situar en este grupo, en particular, los enfoques neoinstitucionalistas, el marco de las coaliciones de causa o advocacy coalitions framework (ACF) de Sabatier y Jenkins, los enfoques de redes y el enfoque por los referenciales de Jobert y de Muller (véanse los textos relacionados en este libro).

Muchos de los analistas que pertenecían al primer grupo, a partir de los años ochenta y noventa, se han desplazado de las explicaciones basadas en los factores objetivos tradicionales hacia posturas que integran factores de tipo institucional o cognitivo. Los enfoques comúnmente llamados hoy neoinstitucionalistas se centran, por una parte, en el papel fundamental que juegan las instituciones (en una definición renovada) y, por la otra, en la comprensión y la explicación de la acción pública y de los comportamientos humanos. Se desarrollaron en los años ochenta como reacción a las perspectivas conductistas dominantes durante el periodo anterior. Peter Hall y Rosemary Taylor (1996), en un texto de referencia para la disciplina politológica, subrayan que en el neoinstitucionalismo, aunque no constituye un cuerpo teórico unificado —lejos de eso—, es posible distinguir tres grandes vertientes para la ciencia política contemporánea: la histórica, la de elección racional (o económica) y la sociológica.

El neoinstitucionalismo, como lo indica su nombre, consiste en una renovación, desde inicios de los años ochenta, del institucionalismo (véase Roth, 2015). Se inscribe generalmente en la perspectiva neopositivista (en particular, en su vertiente economicista). Tradicionalmente, el análisis institucional se centraba en un énfasis descriptivo de las constituciones, de los parlamentos y del poder ejecutivo (Parsons, 1995). Esa era la perspectiva que generalmente se consideraba como “ciencia política” en las Facultades de Derecho. En ruptura con y en reacción a esta perspectiva descriptiva, el desarrollo de la ciencia política y del APP en los años sesenta inicialmente minimizó la importancia del contexto institucional en el curso de acción política para centrarse en el sistema político como un todo. La “restauración” liberal de los años ochenta (es decir, el neoliberalismo) sirvió de catalizador para evidenciar el papel de las instituciones: para los neoliberales era necesario reformar las instituciones políticas, justamente porque estas sí tenían impacto. Se atribuye con frecuencia a March y Olson (1984, 1989) el mérito de haber puesto en evidencia la importancia de las instituciones en la actividad política, con la publicación de su obra Redescubriendo las instituciones. Según estos autores, “las reglas y los entendimientos (generados por las instituciones) son los que dan marco al pensamiento, restringen las interpretaciones y dan forma a la acción” (March y Olson, 1997, p. 43).

El enfoque neoinstitucional propuesto inicialmente por estos autores se centra en el estudio del papel de las instituciones, considerándolas como un elemento determinante y esencial de los comportamientos individuales, de la acción colectiva y, por lo tanto, de las políticas públicas (institutions do matter). Los autores pretenden superar el institucionalismo tradicional para pasar a una perspectiva de interdependencia entre instituciones sociales y políticas consideradas como relativamente autónomas. Por eso, la definición de las instituciones que proponen los autores no se limita a la estructura formal de las instituciones. Para ellos, se debe incluir en la definición del concepto no solamente las organizaciones como tales (ministerios, etc.), sino también, por una parte, las reglas de procedimiento, los dispositivos de decisión, la forma de organización, las rutinas y el tratamiento de la información, y, por la otra, las creencias, los paradigmas, las culturas, las tecnologías y los saberes que sostienen, elaboran y a veces contradicen estas reglas y rutinas. Las instituciones, desde esta perspectiva, son tanto un factor de orden como de construcción de sentido para las acciones realizadas por los actores. La interrogación central del enfoque, en sus tres vertientes principales —histórica, económica y sociológica— (Hall y Taylor, 1996), se sitúa en el análisis de las condiciones de producción y de evolución de estas instituciones y en cómo estas, a su vez, influyen en las dinámicas sociales, permitiendo así pensar el Estado en interacción (Muller y Surel, 1998). Este enfoque es revelador también de un fenómeno de la sociedad creciente que considera o constata que las instituciones estatales, en general, se encuentren debilitadas frente a los ciudadanos y a las organizaciones privadas y sociales, más y mejor informados. Esta evolución obligaría al Estado a negociar o, por lo menos, a tener en cuenta en el ejercicio de su autoridad a otras instituciones (Lane, 1995). Esta percepción está también presente en las teorías de las redes y en el uso creciente del término gobernanza, para subrayar y legitimar la importancia de formas de gobierno compartido entre varios actores o instituciones.

El neoinstitucionalismo histórico

El enfoque histórico se centra en la necesidad de aprehender el Estado en una perspectiva de largo plazo y de manera comparativa, situándolo en el centro del análisis. Los investigadores que se inscriben en esta corriente buscan conceptualizar la relación entre las instituciones y el comportamiento individual en términos relativamente amplios. Ellos prestan particular atención a las asimetrías de poder que derivan de la acción y del desarrollo de las instituciones. Además, tienden a percibir el desarrollo institucional como el resultado de una dependencia del sendero (path dependence) y de consecuencias imprevistas. El concepto de dependencia del sendero describe la existencia de movimientos cumulativos que cristalizan los sistemas de acción y las configuraciones institucionales propias de una política pública o subsistema particular. Esta situación determina con siempre más fuerza un camino específico para la acción pública. En otras palabras, la herencia institucional y política pesa sobre la selección de la acción pública: no hay tabula rasa. Finalmente, los investigadores intentan asociar el análisis institucional a la influencia que pueden ejercer factores cognitivos, como las ideas o la cultura, sobre los procesos políticos (Muller y Surel, 1998). Los principales temas de investigación han sido, por el momento, el análisis en una perspectiva comparativa de las políticas sociales y macroeconómicas.

El neoinstitucionalismo económico

El origen de la vertiente económica del neoinstitucionalismo se encuentra en la pretensión de construir una teoría general de la interacción entre los intereses y las instituciones válida para el sector público. Se incorpora en la escuela de la elección racional (racional choice), como una dimensión complementaria centrada en la función de las instituciones como reductoras de incertidumbre y como factor determinante para la producción y la expresión de las preferencias de los actores sociales. Este enfoque parte de dos postulados, primero, que los actores pertinentes tienen una serie de preferencias y gustos y, segundo, que se comportan de manera instrumental, con base en una estrategia calculada, es decir, racional, con el fin de maximizar sus posibilidades de satisfacer sus preferencias (Muller y Surel, 1998). En esta perspectiva, la más cercana a un enfoque epistemológico positivista tradicional, la permanencia de las instituciones se explica por el apego de los actores a estas, ya que reducen la incertidumbre y facilitan a los actores pertinentes satisfacciones duraderas que neutralizan la competencia en el sector.