En la cresta de la ola

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Z serii: Pùblicamemoria #15
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Hay que decir que a los historiadores les convence cada vez menos la idea de que los movimientos de homogeneización tuvieran éxito en el pasado. Tendían a creer que ciertos procesos como la helenización, la romanización, la hispanización, la influencia de la cultura británica, etcétera, habían sido evoluciones concluidas exitosamente. Hoy, sin embargo, prevalece la tendencia a negar ese éxito y a decir, por ejemplo, que los romanos nunca calaron profundamente en las culturas de diversas partes de su imperio. También reciben especial atención las culturas subordinadas o “sumergidas” de América Latina, Nueva Zelanda, China e incluso Japón (considerado hasta hace poco un ejemplo de unidad cultural). Seguramente se debe a que atravesamos por un despertar étnico, una especie de “vuelta de lo reprimido”. ¿Acaso tenemos razones para pensar que la globalización será algo diferente? (Burke, 2010: 145).

Las reflexiones de Burke apuntan al problema de cómo aproximarse a los procesos globales sin perder de vista las particularidades, las diferencias, los detalles, siempre en riesgo de quedar sumergidos por el peso de las macrotendencias. Después de esto, lo que viene es voltear a ver lo que escapa al tiempo histórico, o más bien a la forma tradicional en que ha sido concebido. Tal vez en este desencanto con la modernidad, que atañe también a un descontento con la historia y el tiempo histórico, sobre todo desde posturas poscoloniales, se situé el éxito de las memorias al hacer aprehensibles los acontecimientos con temporalidades menos rígidas y al ser más entrañable su relación con lo espacial. Por ejemplo, en el caso enunciado por Burke, al aceptar la existencia de un proceso globalizador, cuáles son las diferencias en las formas de enmarcarlo en el tiempo histórico y en otras formas temporales, como las que encierra la memoria misma. Por otro lado, se tiende a veces a plantear una dicotomía desde el denominado “giro espacial” (spatial turn) en relación con el orden temporal como desafío ante la función y los usos del tiempo histórico en la naturalización de paradigmas eurocéntricos colonialistas, pero en la realidad social tiempo y espacio son indisociables uno del otro. Incluso al momento de buscar definir ambos conceptos sus significados siempre a través de metáforas suelen ser similares.45 Después de todo, en la física, las matemáticas y la geografía actual, por citar los ejemplos más comunes, la dualidad espacio/tiempo es de uso corriente.

En este sentido, un número notable de historiadores se ha esforzado en replantear conceptualmente el tiempo, el tiempo histórico y las temporalidades. Marek Tamm y Laurent Olivier han registrado que desde diferentes campos de las humanidades y las ciencias sociales muchos académicos están señalando que algo cambió en nuestra visión de la temporalidad, que ahora se percibe menos monolítica y más variable, afectando así el modo en que pensamos la transformación del fenómeno del pasado sobre el tiempo (Tamm y Olivier, 2019: 1). Debido a estos cambios, el presente ha dejado de concebirse como un estado transicional que cubría desde lo que había acontecido hasta lo que aún no sucedía, mientras que el pasado y futuro no existen ya como categorías separadas, sino como proyecciones de presentes específicos. De manera paralela, se tiene claridad sobre el ambiente material de las sociedades humanas que siempre ha estado compuesto de elementos provenientes del pasado y continúan existiendo en el presente. Los trabajos de Augé respecto a las ruinas y los monumentos son una muestra clara de esto. Otro ejemplo lo encontramos en la recuperación de Huizinga hecha por Frank Ankersmit en lo que designó como “experiencia histórica sublime”, sobre la conexión “directa” con el pasado a través de los sentidos, en este caso al situarse el historiador frente a una obra de arte: “Los artefactos del pasado son como viajeros que atraviesan el tiempo, que en su viaje han llegado finalmente a nosotros. Y no hay nada extraño o artificial en la afirmación de que han conservado las señas de su origen y que, por eso, pueden ocasionar una experiencia histórica del pasado en las personas dispuestas a conocer el significado de esas señas” (Ankersmit, 2010: 112). Vemos así que ha quedado abierta la irrupción del “giro material” que está impactando en la última década a la historia y que ya desde antes ejerce sus efectos en disciplinas como la antropología y la filosofía.46

Las nuevas percepciones y sentidos que en el presente brindamos al tiempo han orillado a proponer nuevas formas de comprender aquello que referimos como pasado. Herman Paul convoca a no seguir utilizando la célebre noción que alude al pasado “como un país extraño” (sobre todo popularizada al ser retomada como título de uno de sus libros por David Lowenthal, 1986), pues es preciso distinguir entre el ámbito cronológico y lo que concebimos como un “pasado completo”, ya que no todas las cosas que pertenecen al pasado han dejado de existir. Para ejemplificar esta observación, indica que, aunque el barroco ya quedó atrás, la música de Bach continúa muy viva; del mismo modo, aunque el estilo arquitectónico gótico ya no está vigente, todavía las iglesias medievales se yerguen con sus enormes torres sobre las aldeas (Paul, 2015: 25). Paul pide especificar qué pasado percibimos como diferente en el presente y si este pasado extraño es siempre un pasado completo o, en su defecto, si aún ronda en el aquí y el ahora como un pasado que “no muere”, en palabras de Ernst Nolte (Paul, 2015: 25). A partir de ideas retomadas de Jörn Rüssen y Mark Day, Paul propone el concepto de “relaciones con el pasado”. Dado que existen diferentes modos de comprometerse con el pasado, hay que preguntarse con qué tipo de pasado se relaciona la gente y qué trata de encontrar en el pasado (Paul, 2015: 31). Por su lado, Helge Jordheim ha indagado sobre nociones de tiempos múltiples y múltiples temporalidades con la propuesta de regímenes de historicidad de Hartog y los reconocidos estudios de Aleida Assman respecto al fin del régimen de temporalidad moderno (Jordheim, 2014: 498-499). Todo esto nos asigna la tarea de esclarecer qué ha sido comprendido por tiempo histórico.

El tiempo histórico

Reinhart Koselleck sostuvo que era una verdad que la historia siempre tenía que ver con el tiempo (Zammito, 2004: 124). Asimismo, que la historicidad es un descubrimiento social y cognitivo exclusivo de la modernidad (White, 2002). Al plantearse la interrogante sobre la existencia de un tiempo histórico específico diferente al tiempo natural sobre el que se basan las cronologías, concluyó que había dos tipos de formaciones temporales (Koselleck, 2002) y que el tiempo también era una fuerza causal en la determinación de la realidad social. Koselleck distinguió entre el tiempo histórico y el tiempo natural. El tiempo histórico lo concibió en multiniveles, sujeto a distintos grados de aceleración y desaceleración. Como tiempo natural señaló el orden en el que se inscriben las cronologías (Koselleck, 2002), al parecer independientemente de los sucesos humanos, es decir, de la generación de experiencias. La noción de variados ritmos contenidos en el tiempo histórico también ha sido compartida por otros historiadores, como el caso más conocido de Braudel y sus concepciones sobre la larga, mediana y corta duración. Para Braudel hay cambios diversos que se dan a velocidades diferentes (Burke, 2010). Koselleck (2002) notó que inscribir “unidades de experiencia” en perspectivas de larga duración era una práctica que se remonta a las etapas de Herodoto, Tucídides, Tácito y Joaquín de Fiore. Lo moderno de esta propuesta radicaría en la articulación de lapsos de experiencia de corta, media y larga duración en una escala adecuada, como la que brinda metodológicamente la historia en tanto disciplina del conocimiento. Para Koselleck, el tiempo se conforma de una pluralidad de lapsos históricos donde se suscitan las experiencias humanas, que a través de métodos son transpuestas en narrativas y en la disciplina académica (Koselleck, 2002).

De la relación entre tiempo e historia, Koselleck desentrañó el vínculo inextricable entre el tiempo natural, consustancial al espacio en que vivimos, y el contexto de las acciones humanas, reconociendo la prevalencia de varias formas iniciales de medir el tiempo. Reparó en los trabajos de los etnólogos que han dado cuenta de esto: en Madagascar sigue existiendo la unidad temporal “el tiempo que toma cocer arroz” o el momento en que es necesario “asar una langosta”. Vemos en estos ejemplos que la medida temporal y el curso de la acción son completamente convergentes. Un caso adicional es la expresión “el parpadeo de un ojo”, usual en occidente, que también es una unidad natural de tiempo (Koselleck, 2002). Es pertinente mencionar sobre este punto la crítica de Johannes Fabian hacia la concepción “alocrónica” empleada en la antropología tradicional para reducir a los pueblos no occidentales o en situación de subalternidad a la categoría de “primitivos” o “exóticos” mediante su exclusión del tiempo histórico, entendido como afluente en el que transcurren la modernidad y sus ideas de progreso lineal (Fabian, 2002). Como expusimos en el apartado anterior, las propuestas conceptuales de múltiples temporalidades, múltiples tiempos y relaciones con el pasado están destinadas a subsanar este tipo de prácticas homogeneizadoras, y con esto excluyentes.

Bruno Latour, en su crítica a las nociones y presunciones que animan la modernidad, planteó la sincronía entre el tiempo moderno y otros tiempos, considerando que el tiempo “no es un marco general sino el resultado provisional de los seres” (Latour, 2007: 112). De este modo: “No son sólo los beduinos o los kung los que mezclan los transistores y los compartimientos tradicionales, los baldes de plástico y los odres de piel de animales. ¿De qué país no puede decirse que es ‘una tierra de contrastes’? Todos hemos llegado a mezclar los tiempos. Todos hemos vuelto a ser premodernos” (Latour, 2007: 112). Para complementar lo anterior señaló:

 

Tal vez utilizo una perforadora eléctrica, pero también un martillo. La primera tiene veinticinco años, el segundo centenares de miles de años. ¿Harán de mí un fabricante “de contrastes” porque mezclo gestos de tiempos diferentes? ¿Sería yo una curiosidad etnográfica? Por el contrario, muéstrenme una actividad que sea homogénea desde el punto de vista del tiempo moderno. Algunos de mis genes tienen 500 millones de años, otros tres millones, otros 100 000, y mis hábitos, se escalonan de algunos días a algunos miles de años. Como lo decía la Clío de Péguy, y como vuelve a decirlo Michel Serres luego de ella, “somos intercambiadores y mezcladores de tiempo” […] Es ese intercambio el que nos define, y No el calendario o el flujo que los modernos habían construido para nosotros (Latour, 2007: 113).

Norbert Elias por su parte, desde una perspectiva sociológica, indicó el desarrollo de formas variadas de determinar el tiempo que cambian conforme a las distintas sociedades y épocas. Con una mirada evolucionista, similar a la que criticó Fabian, postuló que entre más compleja es la organización social de un grupo humano más elaborada será su organización del tiempo. Las “sociedades primitivas”, por ejemplo, se valían de un cierto tipo de “fenómenos naturales” como instrumentos para planear sus actividades (Elias, 1989: 28). Para Elias no hay duda, la conciencia sobre el tiempo es el síntoma de un proceso civilizador, puesto que en sociedades “más simples” las exigencias del tiempo son menores: “Durante miles de años los grupos humanos han sobrevivido sin relojes ni calendarios. Sus miembros tampoco desarrollaron, por consiguiente, una conciencia individual que los impulsara a orientarse constantemente según el tiempo que no cesaba de transcurrir” (Elias, 1989: 47). Elias ve el acontecer como algo medular en el tiempo; un acontecer que siempre es un flujo continuo en medio del cual viven los seres humanos y del que son parte (Elias, 1989).

Dado a discernir acerca de si el tiempo es un objeto natural, el aspecto de un proceso natural o un objeto cultural, Elias concluyó en que el tiempo es un símbolo social: “En su actual estadio de desarrollo, el tiempo es, como se ve, una síntesis simbólica de alto nivel con cuyo auxilio pueden relacionarse posiciones en la sucesión de fenómenos físicos naturales, del acontecer social y de la vida individual” (Elias, 1989: 40). El tiempo es ante todo relacional; lo mismo vincula el tiempo “físico” que el tiempo “social”, es decir, el contexto de la “naturaleza” y el de la “sociedad”, y su aprehensión es indisoluble si intentamos su comprensión (Elias, 1989: 65-66). Elias estableció la articulación entre historia y memoria como necesaria para “resolver las cuestiones del tiempo y de la determinación del tiempo”, puesto que es una “facultad humana” que posibilita una “vista de conjunto” y relaciona aquello que “en una serie continua de hechos, sucede ‘más temprano’ o ‘más tarde’, ‘antes’ o ‘después’”. Aquí estaría dado el rol de la historia, mientras que a la memoria le asignó un papel fundamental en el “acto de representación en que vemos junto lo que no sucedió al mismo tiempo” (Elias, 1989: 94).

Una forma alterna para la diferenciación del tiempo es la propuesta de Dominick LaCapra, quien al discurrir sobre las diferencias entre “ausencia” y “pérdida” como parte de sus estudios sobre el trauma distinguió entre los niveles “transhistórico” e “histórico”. Por transhistórico señaló un “sentido” que “no es un acontecimiento y no implica tiempos verbales (pasado, presente o futuro)”, aunque en una nota al pie aclaró que con esto no remitía a un absoluto o que sea algo invariable; sin detallar qué implica la noción “transhistórico”, pero reconociendo que como concepto posee “una condición problemática”, abre la interrogante sobre si esto tiene o no un valor universal (LaCapra, 2005: 70). Además, cuestiona si cierto tipo de “ausencias” (que en mi opinión calificarían como de tipo espectral más que residual) sólo pueden encontrarse en determinadas culturas y sociedades, puesto que no se restringen a un solo periodo y “reaparecen con ropaje diferente a lo largo del tiempo, de suerte que sus diversos matices recurrentes pudieran constituir, incluso, las características de esa cultura” (LaCapra, 2005: 70). Este nivel de evocación espectral que LaCapra categoriza como “ausencia” y que adjudica a la dimensión “transhistórica” guarda visos del “recuerdo” que según Augé inviste de sentido al concepto de “ruinas”:

El recuerdo se construye a distancia como una obra de arte, pero como una obra de arte ya lejana que se hace directamente acreedora del título de ruina, porque, a decir verdad, por muy exacto que pueda ser en los detalles, el recuerdo jamás ha constituido la verdad de nadie, ni la de quien escribe, ya que en último término dicha persona necesita la perspectiva temporal para poder verlo, ni la de quienes son descritos por el escritor, ya que, en el mejor de los casos, este escritor no es más que el esbozo inconsciente de sus evoluciones, una arquitectura secreta que sólo a distancia puede descubrirse (Augé, 2003: 13).

Es la “perspectiva temporal” mencionada por Augé la que permite al observador de las “ruinas” no “hacer un viaje en la historia sino vivir la experiencia del tiempo, del tiempo puro” (Augé, 2003: 45). Queda claro que para él también el tiempo de la historia es otro del que se presenta en su “pureza” cronológica. Augé concibe las “ruinas” o el “signo de piedra”, como también le llama, de una forma reificada, el objeto que ha escapado de la historia, descontextualizado de la riqueza, multiciplicidad y profundidad que ésta brinda (Augé, 2003:45). Augé se sirve de un texto de Albert Camus para mostrar la experiencia de huir de la historia y dirigirse a una conciencia del “tiempo puro”, que designa como la “única conciencia del tiempo”. Sin embargo, advierte que en nuestros días hay una “necesidad inversa” a la que experimentó Camus: la de “volver a aprender, a sentir el tiempo para volver a tener conciencia de la historia. En un momento en el que todo conspira para hacernos creer que la historia ha terminado y que el mundo es un espectáculo en el que se escenifica dicho fin, debemos volver a disponer de tiempo para creer en la historia. Ésa sería hoy la vocación pedagógica de las ruinas” (Augé, 2003: 53). Vemos aquí una reivindicación de la historia que cubre todas aquellas zonas a las que no llega el recuerdo. En un sentido similar se había pronunciado Koselleck: “Si uno considera los cambios económicos y sociales condicionados por el desarrollo técnico-industrial que reconfiguró nuestra vida en el mundo, entonces el mundo de hace 200 años aparece como un mundo diferente, al que no estamos conectados por ningún recuerdo sino sólo por lo que la investigación histórica nos dice de él” (Koselleck, 2002: 101).

Al igual que Fabian, quien tomó de la geología el término “alocrónico”, Augé acudió a esa disciplina para ampliar su definición y significado de “ruinas”, que a su parecer “tienen siempre algo natural”, que además refieren directamente a la dimensión espacial y a la percepción sincronizada de diversas temporalidades (en consonancia con Latour):

Tal como sucede con el cielo estrellado, [las ruinas] constituyen una quintaesencia del paisaje: en efecto, lo que ofrecen a la vista es el espectáculo del tiempo en sus diversas profundidades. No es un tiempo que se mida en años luz, pero añade al inmemorial tiempo geológico los tiempos múltiples de la experiencia humana y los enmarañados tiempos de la reproducción vegetal (Augé, 2003: 84).

Es el “nivel histórico”, según LaCapra, el que posibilita un pasado narrable con posibilidades de “reactivación, reconfiguración y transformación en el presente o el futuro concebible” (LaCapra, 2005: 70). Esto se traduce en que el tiempo histórico es flexible, reflexivo, transitorio; se presupone objetivo y permite cobrar sentido de la delimitación y la interacción entre las temporalidades pasado, presente y futuro. Lo moderno radicaría, entonces, en articular experiencias de corta, media y larga duración en una escala adecuada, como la que brinda metodológicamente la historia por tratarse de una disciplina del conocimiento (Koselleck, 2002: 56). El tiempo histórico contiene un sesgo ideológico al proporcionar una visión coherente y total del mundo; es constitutivo de un orden cultural al brindar una concepción particular de ese mundo, y ayudar a orientarse en él, y es filosófico, de tipo hermenéutico, al indagar sobre la existencia humana, además de pensar en las formas y los medios en que se da esa indagación productora de conocimiento. He ahí la pertinencia e importancia en la historia de desentrañar su relación con el tiempo. Martin Heidegger apuntaría: “La exégesis del tiempo, como el horizonte posible de toda comprensión del ser, es su meta provisional” (Heidegger, 2009: 10).

La aceptación consensuada entre historiadores de un tiempo propio de la historia obliga a establecer criterios y condiciones que la definan, algo en lo que

Koselleck realizó significativos aportes. Por principio ubicó tres tipos de concepciones del tiempo histórico, considerando que está ligado a unidades de acción social y política, con sufrimientos y acciones particulares del ser humano y con sus instituciones y organizaciones (Koselleck, 2002). En el primer tipo hay un tiempo histórico que permite la prognosis, que traza conclusiones hacia el futuro desde una experiencia previa, considerando que las cosas permanecen en el futuro igual que en el pasado; esta proposición es de tipo estructural y la ubica en Tucídides. Ejemplifica con el caso de Federico el Grande de Alemania, cuyas previsiones se aplicaron para la revolución francesa. El segundo tipo lo retoma de Kant, para quien la prognosis –que en un principio espera lo mismo como siempre ha sido– no es real. En Kant el futuro será diferente del pasado porque se supone que será distinto; es más que nada una demanda moral. Es una predicción guiada por la voluntad de poder en la que pasado y futuro se coordinan de una nueva manera. El tercer modelo se basa en Goethe, quien articula ritmos temporales cortos y límites de tiempo, entre los que se encuentran los periodos cortos de aceleración, factibles por los avances tecnológicos e industriales. En esta perspectiva, el futuro se avizora desconocido y abierto, aunque las inferencias son hechas desde lo convencional (Koselleck, 2002).

La historia tiene sus propios tiempos, marcados a distintos ritmos y velocidades. La labor crítica y reflexiva de los historiadores es imperativa frente a los riesgos a los que se enfrenta la disciplina histórica en la actualidad, en buena medida producidos por la necesidad del desplazamiento de la historia por parte de la memoria como forma preponderante de auscultar el pasado, en vista de que el poder de la nostalgia se ha convertido en el sentimiento distintivo de la época actual,47 que convenimos en designar como presentismo. Nuestro estado actual “ha terminado dominado por la nostalgia” (Boym, 2015: 14). En virtud de que: “El nostálgico se siente asfixiado por las categorías convencionales del tiempo y el espacio” (Boym, 2015: 14), la memoria irrumpe con fuerza en el presente a costa de la historia, un fenómeno a atender en la historia del tiempo presente.

las relaciones entre historia y memoria

En los apartados precedentes incorporé planteamientos de historiadores en activo destacables por lo novedoso y oportuno de sus conceptos y enfoques para actualizar la disciplina y el conocimiento histórico ante los desafíos del “presentismo” social y culturalmente latente. Estamos, sin duda, ante giros

de paradigmas en el campo historiográfico que deben interpelar sobre todo a los historiadores del tiempo presente, porque es a quienes se cuestiona la pertinencia historiográfica de sus marcos temporales. Para algunos de los historiadores más influyentes del siglo XX, la función que los profesionales de la historia debían cumplir era de índole antropocéntrica. Edward Carr adujo: “La espinosa tarea que incumbe al historiador es la de reflexionar acerca de la naturaleza del hombre”; el tema del historiador es “La relación del hombre con el mundo circundante” (Carr, 1984: 39). Marc Bloch planteó que el objeto particular de la historia era “el espectáculo de las actividades humanas”, con el objetivo de “seducir la imaginación de los hombres” (Bloch, 1982: 12). Lucien Febvre no difería mucho de lo anterior: “La historia es la ciencia del hombre, ciencia del pasado humano. Y no la ciencia de las cosas o de los conceptos” (Febvre, 1993: 29); estaba convencido de que la tarea del historiador era volver a encontrar a los hombres que han vivido los hechos y a los que más tarde se alojaron en ellos para interpretarlos en cada caso. Otro aspecto que se demandaba a los historiadores era la conciencia histórica sobre la propia historicidad de la historia:

 

Es también indudable que las civilizaciones pueden cambiar; no se concibe, como hecho en sí, que la nuestra no se aparte un día de la historia. Los historiadores deberán reflexionar sobre ello. Porque es posible que si no nos ponemos en guardia la llamada historia mal entendida acabe por desacreditar a la historia mal comprendida. Pero si llegáramos a eso alguna vez, sería a costa de una profunda ruptura con nuestras más constantes tradiciones intelectuales (Bloch, 1982: 10).

En el presente amplio y espeso en que vivimos, la disciplina histórica pasa por un momento crítico como campo de reflexión intelectual, en tanto forma epistémica autorizada para auscultar el pasado, en calidad de puente articulador de las dimensiones temporales de pasado, presente y futuro con las que el ser humano ordena sus experiencias para dar coherencia y sentido a su mundo. Por supuesto, no es que la historia vaya a desaparecer en los próximos años, ni que vaya a acontecer su clausura epistémica o su cierre cognitivo, pero sí se han trastocado las formas en que percibimos el tiempo y sus temporalidades. Esto desde luego acontece como un fenómeno gradual y diacrónico; por eso los historiadores que hemos citado se han ocupado de reflexionar al respecto. En los años noventa, Keith Jenkins planteó la posibilidad de que nos encontráramos en condiciones de vivir nuestras vidas “dentro de nuevas formas de contar el tiempo que no hagan referencia a un tiempo pasado articulado en discursos, que ya se han vuelto históricamente familiares para nosotros” (Jenkins, 2006: 13).48

La encrucijada de la historia puede traer la pérdida de su estatus como campo privilegiado en el necesario diálogo entre el presente y el pasado. En un futuro la historia podría ser relegada a un nicho en los departamentos académicos de costosas universidades europeas y estadounidenses, haciendo de su estudio un lujo, una pieza exótica a la manera de la filología. Es factible que en unas décadas algún renombrado académico se lamente, como lo hizo Edward Said hace unos años, de que para “los jóvenes de la generación actual, la idea misma de la filología sugiere algo extremadamente antiguo y superado, cuando la filología es, en verdad, la más básica y creativa de las artes interpretativas” (Corral, 2006).

Es claro que lidiar con el pasado no es una actividad exclusiva de la historia, pues es sólo una manera de narrarlo (véase Chakrabarty, 2015). En su momento, Maurice Halbwachs planteó: “La historia no es todo el pasado, pero tampoco es todo lo que queda del pasado” (1995: 209). Roger Chartier, inspirado en Paul Ricoeur, apuntó en la misma dirección: “los historiadores saben que el conocimiento que producen no es más que una de las modalidades de la relación que las sociedades mantienen con el pasado” (Chartier, 2007: 34) y acotó que la ficción y la memoria se llevaban parte de la tajada. En estos días la memoria disputa a la historia la primacía y el privilegio en la materia. Una buena parte del auge de la memoria se da porque es fundamental para instituir y reforzar identidades.

Al menos desde Carr hasta LaCapra, los historiadores tienden a caracterizar su trato con el pasado como una especie de diálogo con el presente. Historiadores y no historiadores también encuentran en el pasado un ánimo conservador, un espacio donde se obtiene el valor sobre lo que es digno de ser custodiado, rescatado y reinventado. LaCapra convino en que “una de las funciones del diálogo con el pasado es promover el intento de verificar qué es lo que merece ser preservado, rehabilitado o transformado críticamente en tradición” (LaCapra, 1998: 281). Hay una pluralidad de opciones para apropiarse del pasado, como lo hizo ver Jenkins: “Porque el relativismo sugiere que el pasado puede ser apropiado de modo legítimo en una multiplicidad de formas y para una multiplicidad de propósitos tal que la historia con minúscula se convierte simplemente en otra variante entre muchas, un género ni superior ni diferente” (Jenkins, 2006: 23).

La disputa por el control y registro del pasado se ha tornado tensa y donde mejor se percibe esa situación es en las relaciones entre memoria e historia. El debate arreció a partir del célebre trabajo sobre los “lugares de memoria”, de Pierre Nora, que convocó a no oponerse ni a confundir historia y memoria, sino a situarse entre las dos y servirse de ellas, para lo que propuso el campo de una “historia de la memoria” (Hartog, 2007: 151). Una de las respuestas más contundentes a Nora provino precisamente de Hartog. Valiéndose del caso francés, hizo un diagnóstico de las sociedades contemporáneas con las consabidas conclusiones sobre el presentismo. Halló que la memoria desplaza a la historia y todo pasa tan rápido que genera una arrogancia de la generación actual que se manifiesta en la necesidad de conservar y patrimonializar legados en nombre de las generaciones futuras. En este escenario, encontró en la memoria un instrumento presentista (Hartog, 2007: 151); hizo hincapié en que el monumento tiende a ser sustituido por el memorial, que ahora es menos monumento que lugar de memoria, el cual es usado para hacer vivir la memoria, para mantenerla viva y transmitirla (Hartog, 2007: 151).

En un sentido similar se pronunció Enzo Traverso cuando advirtió que la memoria parece invadir hoy el espacio público en occidente “gracias a una proliferación de museos, conmemoraciones, premios literarios, películas, series televisivas y otras manifestaciones culturales, que desde distintas perspectivas presentan esta temática” (Traverso, 2007: 67). Traverso notó un “proceso de reificación del pasado que hace de la memoria un objeto de consumo, estetizado, neutralizado y rentable”, en donde “la construcción de la memoria conlleva un uso político del pasado”, lo cual se asemeja con la “invención de la tradición” de la que habló Hobsbawm (Traverso, 2007: 68). Fue este último quien precisó por qué la memoria ha sido tan socorrida en las sociedades contemporáneas, adjudicándole un carácter instrumental, ligado al auge de las identidades, en un movimiento que marginó a la historia a un coto de especialistas: “todos los seres humanos, todas las colectividades y todas las instituciones necesitan un pasado, pero sólo de vez en cuando este pasado es el que la investigación histórica deja al descubierto” (Hobsbawm, 2002: 270). Para Hobsbawm, la función social de los miembros del gremio, al contrario de lo que sucede con la memoria, consiste en ejercer una conciencia crítica, no siempre grata entre los congéneres, toda vez que: “La deconstrucción de mitos políticos o sociales disfrazados de historia forma parte desde hace tiempo de las obligaciones profesionales del historiador, con independencia de sus simpatías” (Hobsbawm, 2002: 273).

La pérdida de conciencia crítica es una de las flaquezas que asoma a través de diversos trabajos amparados en la etiqueta historia del tiempo presente. Conforme ha crecido la cantidad de practicantes se perfilan algunas tendencias problemáticas que pueden llevar a la historia del tiempo presente a convertirse en un ropero que abastece de trajes nuevos al emperador. Por un lado, corre el riesgo de convertirse en refugio de quienes no encuentran acomodo en otra parte, en una alternativa para la gente exilada de las tiranías del rigor metodológico que imponen ciertas corrientes disciplinarias. Se aprecia también un sector con exceso de corrección política que en aras de la empatía tejida con las causas subalternas genera una mimesis de quien investiga con las voces estudiadas. Por otro lado, se da un brote conservador engrosado por un sector proveniente de ciertas vertientes de la historia oral dado a recoger testimonios de “pioneros” y guardianes de tradiciones.