En la cresta de la ola

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Z serii: Pùblicamemoria #15
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Debates y definiciones

Temporalidad, temáticas

y aspectos sociopolíticos

Historia y tiempo presente. La zona de la experiencia desnuda

Ilán Semo

El propósito de estas páginas es delinear la relación entre los planos de subjetividad en los que los agentes sociales fincan la percepción de sus acciones y los límites que impone el espacio de experiencia en el que se desenvuelven –la experiencia desnuda. De ahí se derivan ciertas operaciones historiográficas que emanan de este entrecruzamiento en la esfera de la historia del tiempo presente. Para esto propone una reflexión sobre el concepto mismo de historia del tiempo presente a partir de textos de Reinhart Koselleck, Francois Hartog, Julio Aróstegui y Hans Ulrich Gumbrecht. También sugiere algunos indicios sobre cuatro rupturas que se han vuelto visibles en la historiografía mexicana reciente.

¿Cómo se hace sensible el tiempo?

Las primeras reflexiones que intentaron definir los paradigmas peculiares que acotan en la actualidad la especificidad del campo de estudios de la historia del tiempo presente se centran en un pregunta elemental y compleja a la vez: ¿Cómo se hace sensible el tiempo? Entre todas las respuestas que se han intentado ofrecer a esta interrogante hay una que se refiere a los órdenes de la experiencia. En los planos de la experiencia, tal y como lo advierte Didi-Huberman, el tiempo deviene sensible en la psique, en los cuerpos que entrecruza y en las miradas codificadas del otro (Didi-Huberman, 2012). En otras palabras: el tiempo deviene sensible en el espacio, es decir, en el clivaje de los contornos del presente. El presente es el tiempo que entrecruza al espacio, entendido como la relación que territorializa los planos y las miradas en torno a las cuales se establece todo lazo social. El espacio del cuerpo del otro, el del cuerpo que espera, el que nunca volverá, el que está por llegar. El del súbdito, el del loco, el que trabaja, el que hace la guerra, el del soberano, el de la bestia…

El tiempo atraviesa los cuerpos. Todo lazo social contiene una memoria y produce una versión de su historia, o, mejor dicho, contiene una multitud de memorias y discursos sobre su historia. La memoria se presenta siempre como multiplicidad. Un dominio, un lazo social, una institución, una sociedad están entrecruzadas por memorias. La frase la “memoria de una sociedad” refiere la vaga abstracción de una autoridad. No existe la memoria, sólo las memorias. La memoria del uno y la del otro, parafraseando a Néstor Braunstein (2001); las batallas por la memoria, como sugiere Eugenia Allier (2015): la del guerrero y la del vencido, la del persecutor y la del perseguido, la del que sólo le queda el sinsabor de la traición, la del abandono, la de la víctima y la del victimario. Lo que unos demandan recordar entredice lo que otros quisieran olvidar o suprimir. La memoria es un campo de disyuntivas, un dispositivo, un mecanismo de legitimación. En cada una de sus marcas se advierte la comisura de la disputa por un futuro. No es casual que en la relación actual que rige a la violencia inscrita en toda relación de poder el derecho la sancione con actos de memoria… o de deliberado silencio. Y que un acto justo retome a la memoria como su umbral de evocación es el principio elemental que liga a la escritura de la historia con el tiempo presente. El silencio es tan sólo la puerta de salida a un marco de evocación, a una supresión. Incluso el silencio que encierran las últimas palabras. El silencio como adiós. Algo que apenas se esconde.

Historia, memoria y finitud

En la esfera de la memoria es preciso establecer cuatro distinciones: a) los discursos sobre la memoria, b) las narrativas de la memoria, c) los actos, rituales y lugares de la memoria, d) la esfera subimaginaria de las latencias, de las memorias desplazadas, del cuerpo como archivo, de las zonas de opacidad eficiente. Las primeras refieren a las teorías de la memoria, que impregnan el punto de partida de la labor del historiador. Las segundas reúnen las inscripciones orales y escritas de lo que se ha inscrito/escrito en un relato de sí. No hay memoria sin esta primera historia, que contiene los pasadizos de lo que hace visible y lo que niega, lo que resalta y lo que mantiene oculto, lo que dirime y lo que suprime. Los actos y los lugares de la memoria, como explica Pierre Nora, contienen la materialidad de las imágenes del tiempo que constituyen los modos del ser de una comunidad. Las llaves simbólicas del lazo social. Las latencias, por el contrario, pertenecen, según Hans Ulrich Gumbrecht (2001), no al imaginario de una cultura, sino a todo lo que ha suprimido, desplazado, reprimido. La relación entre cada uno de estos niveles es compleja. Las tres primeras se despliegan ahí donde una sociedad produce los discursos sobre sí misma; las representaciones, los relatos y las ficciones que la vuelven distinguible, reconocible. Las teorías con las que pretende explicarse. En cambio, las latencias, las miradas codificadas ensamblan sus zonas de opacidad, las retículas de sus relaciones de poder, el origen de los discursos sobre el otro. El subimaginario es siempre el discurso contenido del otro, aquello que ha extraviado su visibilidad, los gestos automáticos, todo lo que hace volver al orden en sí. Entre ambos niveles existe una zona gris, un plano de inmanencia en el cual los códigos son las reglas, y las reglas son los límites de la intervención, aquello que ata a los cuerpos. El acceso a esta zona gris sólo es factible a través del habla, de los actos de habla, y de los cuerpos vivientes, en las narrativas que los sujetos se dan de sí. La verdad más íntima e insondable. De ahí la peculiaridad de la historia del tiempo presente, una de cuyas trazas centrales es el habla, fuente de la historia oral, principio de toda arqueología del signo, de toda morfología del cuerpo. En gran medida, como dice Michel de Certeau, una etnografía de la infinita invención de lo cotidiano (Certeau, 2002).

Los orígenes del concepto

La noción de historia del tiempo presente surge hacia mediados de los años setenta en dos formas muy singulares: la revisión que emprende una franja de la historiografía francesa en torno a la colaboración del gobierno de Vichy con la ocupación nazi hasta los años cuarenta y el debate entre los historiadores alemanes sobre el surgimiento del nacionalsocialismo, su despliegue y su derrota en 1945 (Rousso, 2005). En ambas discusiones se trata de una y la misma pregunta: el trauma histórico provocado por el fascismo y la incapacidad de ambas sociedades para lidiar con él. Una y otra vez la memoria de Vichy en Francia y la catástrofe provocada por el nazismo en Alemania regresan para erigirse en una crisis de identidad del presente. Una crisis definida por un pasado sin espejo que provoca el incesante sentimiento de un pasado que nunca pasa, aun cuando es un pasado-pasado. Un pasado que anula la posibilidad misma de elaborar una visión de la historia que contenga los señuelos de la elaboración del trauma inscrito en ella. El problema radical del sentido y el sinsentido de la historia (Koselleck, 2014).

Se trata de una suerte de presente extendido, expandido, que inhabilita cualquier ruptura con un pasado cuyo horizonte de expectativas ha colapsado de manera evidente. No hay nada más ostensible que un antes y un después de Vichy o del régimen nazi en Alemania, y sin embargo ese “antes” cierne sus sombras como un intruso en el “después”, en el tiempo presente que es el tiempo-ahora, según la definición de Benjamin. Cuando se cree que todo ha pasado, apenas está por comenzar. Toda huida de la experiencia de Vichy parece huir invariablemente hacia la pregunta por Vichy. Lo mismo sucede en las tramas de la memoria alemana. Una paradoja, entonces. En ambas tradiciones hubo historiadores que sugirieron crear una nueva notación para describir esta peculiar temporalidad en la cual el pasado parece aguardar siempre al presente, como una anticipación premeditada. El concepto de lo contemporáneo –que caracterizó durante décadas el campo de estudios de la “historia contemporánea”– devino, en cierta manera, inadecuado. Lo contemporáneo define a lo presente por su sincronía, pero no hay nada más acrónico que un pasado que coloniza el presente. Se requería de un concepto que incluyera la posible resiliencia del pasado mismo, no obstante su evidente carácter diacrónico, es decir, fugaz.

De ahí que los estudios sobre la memoria, sobre el retorno de lo reprimido y la fijación del futuro como una escena del no retorno, hayan constituido inicialmente este campo de estudios que hoy define a la historia del tiempo presente.

Hay otro fenómeno aún más tenaz que ha puesto en crisis la noción de lo contemporáneo. Los grandes relatos de la historia moderna, fincados en gran medida en las tramas dispuestas por las filosofías de la historia, tuvieron el efecto de ofrecer una salida a dos dilemas característicos de la escritura de la historia en los inicios de la experiencia moderna hacia (desde) principios del siglo XIX: a) el problema de fijar narrativas que situaran el paradigma del acontecimiento histórico en el plano de la simultaneidad de lo no simultáneo (Koselleck, 2002), y b) la aporía que implicaba establecer relatos históricos que contuvieran los dispositivos para incluir el obligado perspectivismo de toda narrativa moderna sin perder su capacidad asertiva en las aguas centrípetas del relativismo. La salida consistió en hacer de la narrativa histórica un relato de universales en potencia que fijaran a cada acontecimiento histórico en un campo de sentido que admitiera situar cada evento en la perspectiva de una cronotopía general. Así, la historia podía trazarse a lo largo de la pregunta de por qué no había acontecido lo que la constelación de conceptos que definían a la cronotopía marcaba que podía suceder. Cierto, la historia como condición de posibilidad, pero como posibilidad ya prevista. Durante más de un siglo y medio, la historiografía mexicana fue presa de preguntas como: ¿Por qué no emergió un capitalismo genuino en México? ¿Por qué no surgió una élite auténticamente liberal en el siglo XIX? ¿Por qué no se constituyó un Estado de derecho aun cuando la tradición liberal mostraría tanta fuerza y permanencia? ¿Qué inhibió el desarrollo de la democracia? Etcétera. Los relatos que hacían posible datar a la simultaneidad de lo no simultaneo como una historia en potencia. Lo contemporáneo significaba, precisamente, trazar los dispositivos que desinhibieran ese anudamiento. Desde los años noventa, con la implosión de las grandes narrativas de la guerra fría, esta peculiar operación historiográfica entró en crisis, una crisis probablemente irreversible. La razón es muy evidente: la esfera de lo político se reveló como un multiverso. La historia perdió su centro espacial y temporal.

 

Queda, por supuesto, la noción que Nietzsche adscribió a lo contemporáneo como el campo de lo intempestivo en “Ventajas y desventajas de la historia para la vida”. Pero la historia intempestiva sólo puede ser imaginada como una historia de la experiencia desnuda, es decir, una historia inevitablemente multiversal.

En un breve lapso, el campo historiográfico de la historia del tiempo presente adquirió su complejidad propia, más allá de los móviles que le dieron origen.

El recuerdo del recuerdo

Aquí es oportuno destacar el giro que han adoptado los procesos de fijación de las impresiones de la memoria en la actualidad. Se recuerdan imágenes y tramas que entrecruzan la vida, pero en su mayoría esas imágenes son trazas que provienen del mundo de las representaciones. Hay un recuerdo peculiar dado por la representación del recuerdo. Lo que aparece como “memoria” es ese recuerdo de segundo orden, el recuerdo del recuerdo. Cuando a John Gotti, el gángster neoyorkino que aparecía en los juicios con trajes Hugo Boss, le preguntaron dónde había aprendido a vestir de esa manera respondió que ya no lo recordaba. En su casa siempre había sido así. Era “la tradición”, dijo. “Siempre hemos sido personas que saben vestir”. Lo que no podía recordar Gotti era que esa nueva modalidad ostentosa e histriónica del gángster no provenía de la “tradición” de la mafia, sino de las películas de Francis Ford Coppola (Capecci y Mustain, 2001). Los orígenes del recuerdo de segundo orden son tan insondables como los del recuerdo mismo. El “sujeto” es entreverado por sus recuerdos propios, pero una parte de ellos ya no provienen de su experiencia inmediata, sino que han quedado fijados en la relación que lo conecta con el mundo a través de la circulación de imágenes (en particular las que producen los medios de comunicación). La realidad de la memoria proviene de las constelaciones de este segundo orden de impresiones.

Fue Freud quien sugirió por primera vez, acaso, hacer notar la eficacia conceptual de la distinción entre historia y memoria. El argumento se explica en el texto Moisés y la religión monoteísta. Se trata, dice Freud, de dos verdades distintas. La que sugiere la “novela histórica de la Biblia” y la que se encuentra en las narrativas de los historiadores de su época. La primera es la que instituye “la postulación de un trauma”, la segunda la que obedece a las querellas de los historiadores. La de la Biblia cifra “la verdad” de los códigos a través de los cuales una religión gestiona su pasado. No tiene nada que ver con ninguna “verdad en general”, sino con las epifanías que revelan lo sagrado al creyente. La de los historiadores es una “conversación entre contemporáneos a través de los temas del pasado”, una conversación de consecuencias muy prácticas: el desencantamiento de la religión misma. En las maquinarias del recuerdo del recuerdo se encuentra acaso uno de los móviles que han inducido la creciente separa-ción entre las narrativas de la memoria y las de la historia. Éste es uno de los principales rasgos de la escritura de la historia del tiempo presente: la transformación de la memoria en un dispositivo de la historia. Yerushalmi, Nora, Hartog y tantos otros historiadores han ponderado y codificado los paradigmas y los cuantiosos problemas historiográficos provocados por esta distinción (Aróstegui, 2004). Sin embargo, habría que reflexionar en la pertinencia de los límites de esta diferenciación: ¿No acaso las narrativas de la historia del tiempo presente están en su mayor parte dedicadas a codificar la relación entre el pasado inmanente y las impresiones de la memoria? En otras palabras, ¿no acaso funcionan ciertas narrativas históricas como la trama de un recuerdo del recuerdo? ¿Y en qué medida el historiador contribuye a la subjetivación de lo que está analizando? ¿El historiador como grammata de las mitologías del tiempo presente? He ahí un problema sobre el que valdría la pena reflexionar.

La inestabilidad del pasado inmanente

Toda historia se concibe desde el presente de quien la narra, pero no toda historia trata de los fenómenos que definen la contemporaneidad de quien la escribe. Para el historiador del tiempo presente, la relación entre el presente y el pasado aparece como un horizonte que escapa a cualquier intento de determinación. La historia reciente de los procesos de democratización en México ha encontrado en 1968 una fecha nodal; el dilema es que aún nos hallamos inscritos en el proceso desatado por ese acontecimiento. Podemos fijar el inicio –o al menos especular sobre el inicio– de un fenómeno, sobre las características de su nacimiento, pero no sabemos cómo ni cuándo habrá de concluir. La escritura de la historia del tiempo presente forma parte de la subjetivación de los procesos mismos que se abren frente a ella de manera incierta.

Las periodizaciones mismas cambian constantemente. Durante décadas, la historia posrevolucionaria se escribió desde la perspectiva de los cambios sexenales. Es obvio que se trataba de la perspectiva del Estado mismo. Hoy esta periodización sería absurda. Fechas como 1948, cuando se inicia la guerra fría –y no 1946, cuando asciende Miguel Alemán a la presidencia– parecen ser más definitorias de la historia de las tensiones y los imaginarios de lo político. Ni hablar de acontecimientos como el 68 o el temblor del 85, ninguno de ellos inscrito en la lógica sexenal.

A primera vista podría afirmarse que el historiador del tiempo presente encontraría prácticamente los mismos límites que el cronista. La crónica es, sin duda, el género por excelencia de los relatos del tiempo presente. Y es notorio que en el siglo XX su labor recayó sobre los literatos, los periodistas, los testigos y los protagonistas. De manera equívoca, creo yo, el historiador ha abandonado la crónica, un abandono del todo complejo que merece en sí una explicación historiográfica. Pero la analogía es incorrecta. La distancia que separa al historiador del cronista se encuentra, al menos desde el siglo XIX, en el principio de que el pasado está definido por un espacio de experiencia distinto al del presente. Su exploración requiere de una “teoría” sobre la sociedad y sobre la relación entre sus distintas esferas, que puede figurarse de manera implícita o exponerse de forma explícita. Además, supone las operaciones de hurgar y descifrar las evidencias de las condiciones y las tramas de la subjetividad de ese pasado inmanente, todo aquello que llamamos “archivo”: los textos escritos, la arquitectura, las imágenes, los edificios, el vestido… Cada “objeto” del archivo debe ser traducido en un “documento” histórico, tal y como lo señala Foucault en La arqueología del saber (Foucault, 1998), una operación historiográfica que también transcurre de la mano de una “teoría”, en este caso de la arquitectura, las imágenes, la moda.

¿Cómo definir entonces el espacio de temporalidad del presente, si éste supone cierta unidad de su propio plano de inmanencia? La respuesta es: no se puede hacer del todo. Si suponemos que la historia del tiempo presente es la historia que entrecruza a lo vivo, el presente comienza acaso, como sugiere Barthes, “cuando yo nací” (Barthes, 1985: 58). Esto significa que el plano de inmanencia de “mi presente” ha dejado de ser el que significó para la generación anterior, y no abarca tampoco al de la generación que me sucede. Si el tiempo presente está marcado por la heterocronía de la simultaneidad de lo no simultáneo –la heterocronía que distingue a lo vivo–, la escala de su temporalidad debe ampliarse por lo menos a tres generaciones, como lo sugiere Aróstegui.

Aquí cabría hacer hincapié en que aquello que define la distancia entre el presente y su pasado inmanente no está dado tan sólo por los vértigos de la zona de la experiencia. Lo que en realidad define a los campos de sentido del presente que acercan o dislocan la contigüidad del espacio del tiempo presente son las transformaciones que puede sufrir el entramado entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas que separan a una generación de la otra. Para modificar un campo de sentido no basta con que se transforme el espacio de experiencia sobre el que se erige; es preciso también que se modifique su horizonte de expectativas. ¿Qué es un campo de sentido? Es un espacio en el que se puede buscar sentido, como sugiere Markus Gabriel (2016). Los campesinos estadounidenses que en la crisis del 29 fueron arrojados súbitamente a las ciudades se encontraron a sí mismos en un campo sin sentido. Su nuevo mundo de experiencia, la urbe, se volvió inteligible. ¿Por qué cambió el 68 mexicano tan radicalmente la esfera de la subjetivación pública –es decir, los discursos sobre el otro– si nada en los órdenes políticos o sociales de la sociedad parece haberse modificado notablemente? Lo que cambió, acaso, fue la certidumbre de que el orden autoritario era invulnerable, es decir, cambió el horizonte de expectativas. Se modificó el campo de sentido en la esfera de la politicidad.

La experiencia desnuda

Al parecer, algunos de los objetivos centrales de estudio de la historia del tiempo presente son las formas en que los procesos de subjetivación definen a los diversos planos de inmanencia entre las percepciones de los agentes sociales y las zonas de la experiencia donde entablan sus relaciones. Se trata, esencialmente, de estudiar las transformaciones que han sufrido tres espacios de subjetivación en la historia de la segunda mitad del siglo XX: la esfera de las representaciones, los actos de codificación y la experiencia desnuda.

El problema consiste acaso en explorar las diversas formas en que los planos de la representación modulan los códigos que sostienen a las percepciones y las acciones, y éstas a su vez encuentran su condensación –o sus abismos– en los umbrales de la experiencia desnuda. Es preciso destacar que en la historia del siglo XX la condición de la experiencia desnuda se separa cada vez más de las formas de representación de la experiencia misma. La zona de la experiencia queda atravesada por formaciones discursivas e imaginarios en los cuales los “sujetos” se encuentran enfrascados en una subjetivación de segundo orden, alejada ya de la “experiencia cara a cara”.

Vista desde su perspectiva histórica, las tramas de la experiencia desnuda se revelan en tres niveles distintos: la esfera de las signaturas de la memoria –la construcción de una historia vivida, según el concepto de Aróstegui–, las formas de vida y los discursos sobre el otro y las inscripciones del acontecimiento. Las signaturas de la memoria se destacan por la separación cada vez más acentuada entre las inscripciones de la historia vivida y las que se derivan de la esfera del recuerdo del recuerdo. Los discursos y las imágenes del recuerdo del recuerdo provienen de las formas de subjetivación en que circula la construcción pública de los imaginarios que entrecruzan a los “sujetos”. Hay un entrecruzamiento entre los discursos que codifican a la primera y una zona de socialización que inscribe a la segunda. La memoria está envuelta en signos que pertenecen no a la experiencia, sino a la memoria de las memorias. Las formas de vida adquieren su unidad a partir de sus órdenes internos y de los discursos sobre el otro/los otros. El otro del “adentro”, los otros del “afuera”. Es en estos discursos donde se develan los subimaginarios que codifican la situación de la experiencia desnuda. El acontecimiento registra la zona de cruce entre las rejillas de las miradas codificadas y su desestabilización constante.

El estudio de las modificaciones que distinguen a los cambios en los planos de la experiencia encuentra su correlato temporal en las rupturas y discontinuidades que acontecen en los umbrales de expectativas. En la zona de la historia del tiempo presente, el estudio de los horizontes de expectativas encuentra el límite de lo que podemos saber o no; es decir, dónde se origina un fenómeno, pero no cómo ni cuándo acabará por tomar su cuerpo distintivo. Es una zona abierta al tiempo cuya indeterminación codifica las condiciones de su escritura misma. Cabe señalar que si por “presente histórico” distinguimos al espacio temporal que entrecruza a tres generaciones –tal y como lo sugiere Aróstegui–, la distancia que separa a una generación de otra puede acontecer tanto en el espacio de la experiencia como en el horizonte de las expectativas, o bien en cada uno, guardando su autonomía relativa. El problema reside en establecer los correlatos que entrecruzan a ambos. Son correlatos dados por las transformaciones de los soportes de la representación misma, así como de la experiencia desnuda en sí.

 

La era de las discontinuidades

En los años ochenta, historiadores franceses vislumbraron que la mayoría de los cambios sociales, económicos y culturales que solían atribuir a la Revolución francesa ya se habían operado en la segunda mitad del siglo XVIII. ¿Cuál fue entonces la novedad que produjo la revolución? La destitución de la monarquía y la instauración de la República trajeron consigo no sólo un nuevo tipo de régimen político, sino una sociedad abierta a la reflexión y la contienda por definir el “mejor” régimen que debía darse a sí misma. Trajeron consigo el centro mismo de lo que Kant llamó “la crítica” (Foucault, 1993: 14). Es decir, la revolución instauró un nuevo umbral de expectativas: el futuro abierto de la sociedad moderna. Un futuro pletórico de utopías y grandes relatos que definirían los campos de sentido que se abrirían paso a lo largo del siglo XIX.

Hacia fines del siglo XX ocurrió una transformación prácticamente inversa. Si algo cambió a partir de los años ochenta fueron, sin duda, los tejidos más esenciales de los órdenes de la experiencia: la globalización, la digitalización del mundo, las migraciones masivas, la multiplicación de los géneros, las nuevas sexualidades hicieron de la vida cotidiana de quienes nacieron después de 1990 un mundo inexpugnable para las generaciones anteriores. Y, sin embargo, el horizonte de expectativas de las sociedades occidentales no ha sufrido en los últimos 40 años ninguna modificación central. Es un mundo entrecruzado por relatos distópicos y la permanencia de una misma visión sobre el futuro. Un horizonte dado por la tensión entre los cambios cada vez más acelerados e impredecibles de las formas de vida y la reiteración de la reproducción ampliada de los mismos sistemas sociales generales: las sociedades de mercado. La metáfora que mejor describe a esta tensión es la del individuo que se encuentra en una caminadora de un gimnasio: cada vez va más rápido, movido por fuerzas ajenas a él, para no moverse del mismo lugar (Rosa, 2005). Esta tensión es tan ostensible que ha llevado a una multitud de analistas de la “condición contemporánea” a la idea de definir otra fase u otra forma de la modernidad. Llámese “modernidad tardía”, “modernidad líquida”, “modernidad fragmentaria” o “presentismo”, vivimos una crisis del concepto de modernidad.

Una de las características centrales de esta crisis ha sido la transformación de las percepciones y las narrativas que han definido al imaginario histórico desde los años noventa, es decir, un cambio radical del régimen de historicidad, según la definición de F. Hartog (2007). Una transformación que puede ser considerada como una discontinuidad (o una ruptura) de la modernidad consigo misma. Por discontinuidad se entiende aquí simplemente la aparición de un horizonte de expectativas que resultaría inimaginable desde la perspectiva del régimen que lo precedió. Señalo tan sólo uno de los rasgos, acaso el más característico, que define a este nuevo régimen de historicidad.

Desde la segunda guerra mundial, el pasado ha devenido un horizonte de retorno permanente. Lejos de la antigua relación fincada por los grandes relatos de la Ilustración en que la distinción entre el pasado y el presente estaba mediada por marcas ostensibles –“el pasado es lo que ya no existe”, dice Hegel–, la presencia del pasado se prolonga como una fijación inmanente en los tejidos del tiempo presente. Ya sea por el carácter holocaustico que adoptaron, y siguen adoptando, las maquinarias profundas del poder moderno, o por la labor que ejercen las fábricas industriales y digitales del recuerdo del recuerdo, la dimensión del pasado se ha transformado en una latencia permanente: un pasado que no pasa, una intrusión permanente en los dominios de la actualidad. La memoria ocupa un espacio cada vez más definitivo en la producción de presencias. La línea demarcatoria entre el pasado y el presente se ha vuelto una frontera movediza. Un ejemplo ostensible ha sido recientemente el movimiento #metoo, en el que actrices de Hollywood denunciaron abusos que les habían infringido hace más de 20 años.

La otra dirección de los cambios en el régimen de historicidad ha tenido lugar en el espacio de la temporalidad del futuro.

A diferencia de los grandes relatos sobre el futuro que emergieron de la Ilustración, en los cuales el futuro aparecía como un orden de la “mejoría” frente al presente, en la modernidad tardía el devenir aparece como una zona de riesgo o de peligro constante. Los mundos posibles aparecen como versiones degradadas del mundo actual (calentamiento global, terrorismo, agotamiento de recursos naturales, etc.), y con esto una suerte de extensión del presente. No hay novedad desde el futuro, se podría decir. El efecto de la elongación del presente trajo consigo consecuencias directas sobre el imaginario histórico de la época. Hartog exploró algunas de las repercusiones de estos cambios sobre la escritura contemporánea de la historia. A continuación, se esbozan muy brevemente algunas de estas repercusiones en la historiografía actual en México.

La modernidad como objeto historiográfico. El debate sobre las peculiaridades que adoptó la modernidad en México se remonta a los años ochenta. Inicialmente se concentraron en el problema de sus comienzos: ¿deberían buscarse sus primeros síntomas en el siglo XVII o sólo en el siglo XIX? Los textos de Bolívar Echeverría fueron centrales al respecto en dos sentidos (Echeverría, 1994): no es posible hablar de la modernidad en abstracto, a menos que se le dé un sesgo metahistórico al concepto –Koselleck, por ejemplo, habla de tres modernidades europeas distintas (los casos de Alemania, Francia e Inglaterra)–, y la más olvidada de todas las modernidades fue la que emergió en el mundo católico, en particular entre los asentamientos de jesuitas, la modernidad barroca.

A partir de 2005, en la historiografía mexicana, el debate sobre las singularidades de la modernidad se extendió al siglo XX (Zabludovski, 2010). La pregunta fue, y sigue siendo, la siguiente: ¿no debería pensarse lo que tradicionalmente se caracterizó como transformaciones del Estado (el corporativo de los años treinta al neoliberal de los noventa), o como “cambio de modelos” (del desarrollo estabilizador a la sociedad de mercado), más bien como transformaciones que llevan de una forma de la modernidad bicéfala o de Estado (en los treinta) a otra forma de modernidad fragmentaria en los noventa?