El derecho ya no es lo que era

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3. AVENTURANDO UNA POSIBLE CONCLUSIÓN GENERAL

A partir de la lectura de los capítulos de este libro puede inferirse que la realidad del mundo de la globalización no se corresponde con los presupuestos ontológicos que subyacen al derecho moderno. Esta discrepancia se pone claramente de manifiesto en dos ámbitos: el de la dimensión territorial de las actividades sociales y el del mundo virtual.

Una vez conocida la síntesis del contenido de los textos incluidos en este volumen, el lector puede hacerse una idea de los efectos que ha tenido en el campo jurídico el gap que se ha generado entre un derecho sustentado fundamentalmente en un poder político de ámbito estatal y unas actividades sociales crecientemente globalizadas. Las dificultades que la regulación tributaria ha tenido que afrontar en las últimas décadas son un buen ejemplo de ello. Sin embargo, quizá resultaría útil hacer algunas consideraciones sobre las diferencias que existen entre el espacio digital y el material y entre las cosas que pueblan cada uno de ellos para entender las dificultades ontológicas a las que se enfrenta el derecho en el ámbito de la realidad virtual.

La concepción de la realidad que subyace al derecho moderno se corresponde fundamentalmente con un mundo que se inscribe en un espacio tridimensional continuo y homogéneo. Ese espacio está poblado por cosas materiales y personas de carne y hueso, y esos entes ocupan una porción de espacio, pudiendo «llenar» un lugar delimitado, como un almacén, hasta agotar todo el sitio disponible.

La naturaleza del espacio y los entes virtuales es muy diferente a la del mundo de los objetos materiales. El llamado «ciberespacio» no se parece en absoluto al mundo tridimensional de nuestro sentido común, pero esa disparidad pasa desapercibida por el uso que hacemos de metáforas espaciales para orientarnos en el mundo digital. Así, por ejemplo, decimos que hemos «subido» un vídeo a YouTube, que nos hemos «bajado» un documento de la nube, o creemos que el aumento del ancho de banda que proporciona la fibra óptica respecto al ADSL es algo similar al incremento del número de carriles de una autopista, que posibilita la circulación de un mayor número de coches simultáneamente.

En realidad, el documento o el vídeo que «circulan» (otra metáfora espacial) por Internet no son sino objetos compuestos de información codificada mediante la utilización de un sistema numérico binario, es decir, digitalizada. El ancho de banda, una expresión que procede del mundo «analógico», se refiere, en el mundo digital, a la cantidad de información que se puede transmitir por un determinado canal, medida habitualmente en lo que coloquialmente se conoce como «megas» que son megabits (Mb) por segundo (no confundirlos con los megabytes o MB con los que se solía medir la capacidad de almacenamiento, antes de que esta alcanzase dimensiones de giga o terabytes: 1 byte = 8 bits). El volumen de información potencialmente transmisible depende de la frecuencia o velocidad de la señal que se utilice y no de algún tipo de dimensión física del canal usado. La luz, que es el tipo de señal que se utiliza en la fibra óptica, se mueve a mayor velocidad que los impulsos eléctricos que transitan por los cables telefónicos de cobre, por lo que el ADSL, y no digamos los antiguos módems, ofrecen un ancho de banda menor que la fibra (a pesar de que los cables de esta sean mucho más «estrechos»). En ese sentido, la analogía con la autopista sería más acertada si pensásemos no en un incremento de los carriles, sino en la implantación de un sistema de conducción automatizada que permitiera que los coches circulasen a mayor velocidad y a menor distancia unos de otros.

Por lo que se refiere a los objetos digitales, se discute si son totalmente inmateriales o si tienen algún tipo de materialidad. Esta segunda postura parece más congruente que la primera con el hecho de que los discos duros tengan una determinada «capacidad de almacenamiento» y puedan «llenarse» o de que los documentos ocupen un mayor o menor «espacio» y «pesen» más o menos a la hora de cargarlos o descargarlos.

Los hard disk tradicionales son unos mecanismos muy delicados, como desgraciadamente todos hemos podido comprobar, que se parecen a un tocadiscos en miniatura, con la diferencia de que el plato gira a una velocidad enormemente mayor (en torno a 7000 rpm) y de que el equivalente de la aguja está separado unas micras del disco. Este está recubierto de una capa constituida por imanes microscópicos que se pueden orientar en dos sentidos o polos opuestos (positivo y negativo), siendo esas orientaciones la forma de traducir la información codificada en códigos numéricos binarios, es decir, que uno de los polos equivale al 0 y el otro al 1. El brazo del disco está equipado con una cabeza grabadora que tiene la capacidad de magnetizar y desmagnetizar (añadir o borrar información) y una cabeza lectora que puede detectar la orientación de los microimanes y descifrar así la información que contiene el dispositivo.

El funcionamiento de un disco duro obliga a plantearse la cuestión de si lo que ocupa espacio en él es el objeto digital propiamente dicho o el soporte que sustenta la información que lo constituye, es decir, los imanes microscópicos. Es un problema que ya se suscitó en el ámbito de la propiedad intelectual en el momento en que se distinguió entre el contenido, por ejemplo, de una novela y su soporte físico constituido por el libro impreso. En los tiempos pasados resultaba difícil, como ocurre hoy en día, imaginar el contenido de una obra literaria con independencia del texto escrito sobre hojas de papel agrupadas en un volumen, sea este de tapa dura o blanda (dejando por ahora de lado los e-books). ¿Será lo que retenemos en nuestra memoria, lo que entendemos al leer, las ideas que el autor gestó en su cabeza...? En cualquiera de los tres casos, la abstracción del contenido respecto del soporte nos lleva al espinoso mundo de los objetos mentales, un ámbito que no está claramente desbrozado todavía. Sin embargo, la información que constituye el objeto digital puede anclarse en soportes solo tenuemente materiales, como la luz, por lo que, con independencia de si consideramos que los objetos digitales comprenden o no el soporte en que se encuentran, sus propiedades son muy diferentes a las de las cosas que pueblan nuestro espacio físico tridimensional.

Así, los entes digitales pueden replicase indefinidamente a un coste prácticamente nulo, por lo que el milagro de los panes y los peces se repite muchísimas veces por segundo en el mundo virtual. El uso de los objetos digitales no tiene por qué ser excluyente, pues miles de personas en todo el mundo pueden ver simultáneamente la misma película de Netflix. Por otro lado, su utilización no solo no los desgasta, sino que los revaloriza, como pone de manifiesto, por ejemplo, la importancia del número de visitas que recibe una página web. Los entes del mundo virtual tienen en general un grado de modularidad mucho mayor que las cosas materiales, por lo que la generación de bienes en común resulta mucho más fácil de forma digital, como ponen de manifiesto los casos de Wikipedia y el software libre.

Esas características diferenciales permiten hacerse una idea de las dificultades con que se ha encontrado un derecho pensado para el mundo de las cosas cuando se ha visto enfrentado con una realidad de naturaleza digital. Los problemas de adaptación resultantes han afectado a todas las ramas del derecho, como se puede ver en los capítulos contenidos en este libro. Ha sido como perder todos los puntos de referencia y quedar completamente desorientado hasta que se ha encontrado alguna forma nueva de identificar el norte, aunque los juristas no disponemos todavía de un instrumento tan preciso como la brújula para no extraviarnos en el mundo virtual.

1. J. R. Capella, «Autocríticas»: Doxa. Cuadernos de Filosofía del Derecho, 39 (2016), pp. 369-375.

2. J. R. Capella, Fruta prohibida. Una aproximación histórico-teorética al estudio del derecho y del estado, Trotta, Madrid, 52008.

I

LAS TRANSFORMACIONES ECONÓMICAS DE LA GLOBALIZACIÓN NEOLIBERAL
José A. Estévez Araújo
Universitat de Barcelona
1. LA GRAN TRANSFORMACIÓN

En su libro Fruta prohibida1, Juan Ramón Capella utiliza la expresión «gran transformación» para referirse a los cambios originados por la globalización neoliberal. La referencia al clásico libro de Karl Polanyi pone de manifiesto la profundidad de las alteraciones acaecidas a partir de los años ochenta. Polanyi analizó la «gran transformación» que supuso la implantación de un sistema económico, el capitalista, que convirtió en mercancías tanto al trabajo humano como a la naturaleza minando así las propias bases de su existencia2. La época del capitalismo «embridado»3 encontró ciertos mecanismos para ralentizar el proceso autodestructivo en algunos países. Se instituyeron derechos sociales que mejoraron la situación de los portadores de la fuerza de trabajo. Pero la naturaleza siguió erosionándose por la extracción de recursos finitos y la expulsión de residuos contaminantes, dando lugar a lo que se llama genéricamente la «crisis ecológica» que Capella considera «una globalización no querida»4.

 

Los problemas derivados de la lógica perversa de los intercambios entre la sociedad y la naturaleza no han hecho sino agravarse durante la globalización neoliberal. Las mentes más lúcidas prevén que se producirá un colapso por la confluencia de diversos factores, como el agotamiento de los metales, de las fuentes de energía y de los alimentos5. La pandemia del coronavirus ha puesto de manifiesto la fragilidad del sistema socioeconómico. Un fenómeno inesperado, de modestas proporciones en sus inicios, ha provocado una serie de carambolas que han paralizado buena parte de la economía mundial, confinando a las personas en sus casas y mostrando una vez más la falta de mecanismos eficaces de coordinación para afrontar problemas de dimensión global.

Con el proceso de globalización neoliberal, el capitalismo se ha «desembridado», liberando a las empresas privadas de buena parte de los controles que abrían un espacio para los derechos sociales y los servicios públicos. La ideología neoliberal ha proporcionado la justificación de esta «emancipación» al considerar que la suerte que a cada uno le toca en la vida es producto única y exclusivamente de su responsabilidad. La sociedad no es culpable de que haya personas pobres o necesitadas6. Lo mejor para todos es dejar que el mercado funcione a su aire eliminando la intervención estatal en la economía. Claro que esa es la formulación de la ideología neoliberal. La observación de la práctica de los estados supuestamente neoliberales ha mostrado cómo se llevaban a cabo algunas de las intervenciones públicas de mayor envergadura de la historia occidental en tiempos de paz: el rescate del sistema financiero tras la crisis de 2008.

Harvey7 señala que el objetivo del neoliberalismo es restaurar el poder de clase. El informe de la Comisión Trilateral sobre la crisis de la democracia8 subrayó en fecha tan temprana como 1975 que las sociedades occidentales eran demasiado igualitarias. Consideraba necesario restaurar la jerarquía y la disciplina sociales para restablecer la «gobernabilidad», así como frenar radicalmente la creciente demanda de exigencias de servicios y prestaciones al estado. Leyendo la parte del informe escrita por Crozier, el lector tiene la impresión de que era inminente una revolución anticapitalista en Europa.

La tesis que atribuye al neoliberalismo el objetivo de restaurar el poder de clase tiene valor heurístico para comprender el sentido de los diversos cambios económicos, sociales, políticos y jurídicos promovidos por la globalización neoliberal. No se pretende, con esto, «deducir» todo lo que ha ocurrido en estas últimas décadas de la premisa de la restauración, ni considerar que las diversas transformaciones que se producen son «funcionales» a ese propósito. Pero no resulta descabellado utilizar la lucha de clases como criterio de orientación para identificar los aspectos más importantes de los procesos que ha puesto en marcha la globalización neoliberal y formular hipótesis acerca de su sentido (que, en todo caso, deberían ser contrastadas empíricamente para poder considerarlas como auténticas explicaciones científicas).

Warren Buffett dejó bien claras las cosas cuando dijo durante una entrevista emitida por la CNN a fines de septiembre de 2011: «[...] ha habido una guerra de clases en los últimos veinte años, y mi clase ha ganado»9. Guiarnos por la hipótesis de que estamos viviendo una batalla de los ricos contra los pobres permite hacer análisis concretos, detallados y documentados, sin perder la brújula. Impide que nos ahoguemos en un mar de complicadas teorías, opacos mecanismos económicos y cantidades inmanejables de datos, orientándonos en todo momento acerca de cuál es el camino para volver a la superficie. Así, por ejemplo, los derivados son unos productos complejos y difíciles de entender. Intentar comprender su funcionamiento puede sumergirnos durante meses en complicadas cuestiones de economía financiera y limitar nuestra capacidad heurística a problemas técnicos impidiéndonos resolver la única cuestión que realmente nos interesa aquí: la de cuál es su función en el sistema financiero de la economía globalizada.

Es necesario tener un cierto conocimiento técnico de los fenómenos que se abordan en un texto como este (en este ejemplo, los derivados) para alcanzar los objetivos que se persiguen y ese saber lo podemos obtener de expertos rigurosos con capacidad divulgativa, especialmente si tienen una orientación crítica y no son meros tecnócratas. En caso contrario caeremos en generalizaciones dogmáticas que siempre verán detrás de todo lo que ocurre los ocultos designios de los malvados capitalistas. Eso puede ser cierto en muchos casos, pero es necesario descubrir cuáles son esos designios, cómo se instrumentalizan, qué conflictos existen dentro de la propia clase hegemónica y qué mecanismos se ponen en marcha para que prevalezcan los intereses de un determinado sector. Un texto como este aportará algún valor añadido si tiene la capacidad de conectar fenómenos concretos (como la proliferación de derivados) con dinámicas más generales, como la financiarización o la propia globalización económica. Puede tener también una función divulgativa, especialmente en el ámbito docente, pero no contendrá nuevo saber especializado sobre los temas técnicos de los que se trate. Es necesario mantener un difícil equilibrio entre el trabajo de comprensión de lo concreto y el de la inserción de los fenómenos que se estudian en el panorama general de la globalización neoliberal.

En el marco de la «gran transformación», Juan Ramón Capella incluye y analiza las características de la «tercera revolución industrial»10. Es decir, las mutaciones que ha experimentado la economía en el mundo de la globalización, desde el desarrollo de nuevas tecnologías (como la informática y la ingeniería genética), hasta los cambios que han tenido lugar en el mundo empresarial. Entre estos últimos, Capella señala los siguientes: a) cambios de escala; b) cambios en la financiación empresarial; c) funcionamiento en red; d) externalización de actividades; e) deslocalización de industrias; f) integración empresarial indirecta y g) desmaterialización de mercados11.

Aquí desarrollaremos determinados aspectos de esos cambios. Los que se refieren al sector financiero los incluiremos en lo que se ha venido a denominar «financiarización» de la economía y los relativos al ámbito de la producción material los englobaremos en el estudio de las llamadas «Cadenas Globales de Valor» (CGV). Previamente abordaremos un aspecto del «cambio de escala» al que Capella se refiere, analizando las dimensiones de las nuevas empresas surgidas en el mundo de la globalización.

2. EL AUMENTO DE TAMAÑO DE LAS EMPRESAS

El aumento del tamaño de las empresas puede explicarse por la ampliación del mercado y por la privatización de compañías y servicios públicos. La revista Forbes elabora anualmente un ranking de las mayores empresas del mundo que permite ordenarlas en base a distintos parámetros: ventas, beneficios, activos y valor en bolsa. Puede accederse a esta lista en Internet tecleando «Forbes Global 2000» en el buscador. En los dos últimos años (2018 y 2019), la mayor empresa del mundo en volumen de ventas ha sido Walmart, una cadena de almacenes minoristas de bajo coste, radicada en EE UU y que tiene establecimientos en toda América Latina y en algunos países europeos. No deja de ser sorprendente que una especie de «Corte Inglés» low cost tenga mayor volumen de ventas que Apple o las empresas petrolíferas. Las compañías con mayor volumen de activos son entidades financieras y, más específicamente, bancos chinos. En 2019, Apple era la firma que tenía un valor mayor en bolsa y también la que tenía el volumen de beneficios más alto (lo que no implica que fuera la más rentable).

Si comparamos la dimensión de las mayores entidades económicas del mundo, sean estas públicas o privadas, veremos que las nueve o diez primeras son estados y, a partir de ese puesto, empresas y estados se van alternando. Como se ha señalado, Walmart es la mayor compañía mundial en volumen de ventas. Si comparamos lo que una empresa vende y lo que un estado recauda, Walmart sería la décima mayor entidad económica del mundo por encima de 190 estados. Se dan resultados parecidos en el caso de que utilicemos otras variables, como el PIB. Estas comparaciones no son rigurosas en sentido estricto, pues utilizan equivalencias que pueden resultar discutibles desde un punto de vista científico si realmente deseamos medir con exactitud la dimensión económica de tipos de entidades diferentes. Pero, a modo de ilustraciones ejemplificativas, este tipo de rankings muestra el enorme poder económico que las empresas han adquirido en el mundo de la globalización.

El aumento del tamaño de las empresas ha sido producto, en la mayoría de los casos, de procesos de fusión y adquisición de unas compañías por otras. Esta dinámica fue favorecida por las privatizaciones de empresas y servicios públicos. Las compañías españolas compraron numerosas entidades previamente públicas en América Latina, especialmente en el sector de la telefonía y en el del suministro eléctrico.

Las llamadas «OPA hostiles» surgieron en los años ochenta en EE UU y fueron un instrumento clave en la primera gran oleada de adquisiciones. Las Ofertas Públicas de Adquisición de acciones consisten en propuestas hechas a los accionistas de una empresa, consistentes en pagarles por sus títulos el valor de mercado más una prima. Se desarrollaron instrumentos financieros especialmente pensados para este tipo de operaciones, como el mercado de bonos basura (junk bonds). Este ingenioso invento debido a la imaginación de Michael Milken tenía como objetivo inicial obtener fondos emitiendo bonos de «alto riesgo» para empresas que estaban empezando o compañías que se encontraban en dificultades12. Pero pronto se convirtió en un mecanismo con el que financiar las OPA hostiles poniendo como garantía de los bonos emitidos la propia empresa que se pensaba adquirir. En el ámbito del Derecho mercantil se elaboraron normativas específicas para regular las OPA y se desarrollaron una serie de estrategias para defender a las empresas de esas ofertas de compra. En 1985 la Reserva Federal prohibió el uso de los junk bonds para financiar compras de empresas, pero esos títulos de alto riesgo siguen utilizándose hoy en día.

Muchas otras adquisiciones y fusiones se hicieron de común acuerdo entre las compañías implicadas. En los años noventa asistíamos día sí, día no, a «la mayor operación de la historia» en este ámbito. Quien tenga edad suficiente recordará la aparición del primer canal de noticias que emitía 24 horas al día: la CNN creada por Ted Turner en 1980. La compañía de Turner fue adquirida por Time Warner en 1996. A su vez, esta se fusionó con el mayor proveedor de Internet estadounidense, American on Line (AOL), en una monumental operación de más de 150 000 millones de dólares, que finalmente resultaría un fiasco. La transacción más gigantesca sigue siendo a día de hoy la compra de la compañía alemana Mannesmann por la británica Vodafone en noviembre de 1999 por 203 000 millones de dólares.

El sector financiero ha experimentado también un alto grado de concentración, que se ha acelerado en periodos de crisis por la desaparición o absorción de numerosas entidades. El actual Citigroup, el mayor conglomerado financiero del mundo hasta la crisis de 2008, tiene sus orígenes en su fusión con Travelers Group Inc. en 1998. El aumento del tamaño de los bancos ha convertido a una parte de ellos en «sistémicos» o demasiado grandes para caer, es decir, que su quiebra arrastraría tras de sí a todo el sistema financiero mundial. En 2019 el Financial Stability Board publicó una lista que identificaba 30 G-SIBs (Global Systemically Important Banks), entre los que se encuentra el Banco Santander13.

 

Los siguientes datos pueden servir para comparar la dimensión económica de los bancos y la de los estados: el valor en bolsa de las cinco entidades bancarias más importantes del mundo (1,187 billones de dólares) superó el PIB español en 2015 (1,076 billones). En 2019, el PIB de España fue de 1,429 billones de dólares, mientras que el valor de los activos del mayor banco del mundo ascendió a 4,034 billones de dólares y los del Banco Santander sumaban 1,668 billones. Obviamente, estas magnitudes no sirven para realizar comparaciones científicas, pero pueden ser útiles para hacerse una idea de la potencia económica de las grandes entidades financieras.

A finales de 1999, la edición española de Le Monde Diplomatique publicó un artículo titulado «Empresas gigantes por encima de los estados» en el que se afirmaba que las 50 mayores empresas del mundo tenían un potencial económico mayor que los 150 estados más pobres. Ese texto resultó clave para darse cuenta del enorme poder político «privado»14 acumulado por las compañías y la imposibilidad de muchos estados de ejercer un poder soberano sobre ellas. Los acuerdos entre empresas y estados parecían más bien fruto de negociaciones diplomáticas que imposiciones unilaterales por parte del detentador del «monopolio de la violencia». Parte de este poder político privado se transmutaría en público como veremos al analizar las nuevas formas de regulación. Si el poder de las empresas individuales se agigantó, la capacidad de las empresas transnacionales de imponer su voluntad cuando actúan de consuno se volvió irresistible. La expresión más documentada de este poder conjunto fue la presión de las empresas multinacionales estadounidenses y europeas que condujo a la aprobación de los acuerdos ADPIC (Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio) en defensa de la propiedad intelectual en 199415. Por esta razón, Juan Ramón Capella incluye el poder estratégico conjunto de las transnacionales como uno de los nodos del «soberano supraestatal difuso»16.

Hay autores que hablan de la existencia de una auténtica «clase capitalista internacional»17 a la que en otros textos se denomina «mercadocracia»18, que comprendería no solo a los ejecutivos y grandes accionistas de las empresas multinacionales, sino también a sus «intelectuales orgánicos» ubicados en la academia, en los think tanks o en compañías que les proporcionan servicios jurídicos, así como a políticos y altos funcionarios de las instituciones estatales, europeas e internacionales. Eso significaría, en primer lugar, que las empresas transnacionales persiguen intereses distintos y divergentes de los de sus estados matriz. El estado español apoya a las eléctricas nacionales en su expansión por Latinoamérica, pero los objetivos que estas persiguen no tienen que ver con los intereses de España. Las transnacionales tienen, por tanto, intereses divergentes de los de los estados y los pueden imponer globalmente cuando actúan conjuntamente. La clase capitalista transnacional no sería únicamente una clase «en sí», sino una clase «para sí». Un estudio acerca de las relaciones que existen entre las empresas multinacionales partiendo de la composición de sus consejos de administración y de las participaciones cruzadas de unas compañías en otras demuestra que unas seiscientas personas controlan el 40 % de la economía mundial19. Esta y otras formas de concentración e interconexión son las que permiten a la clase capitalista transnacional actuar conjuntamente en defensa de sus intereses.