El compromiso constitucional del iusfilósofo

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De ser así, entonces, la introducción de un control judicial sobre las leyes para garantizar los derechos fundamentales no equivale necesariamente a una disminución en la tasa del carácter democrático del sistema: por el contrario, ella puede funcionar como un elemento para hacer más democrático el sistema. En efecto, una vez aceptado que los sistemas democráticos son solo más o menos democráticos, la judicial review puede ser considerada, bajo determinadas condiciones, como un mecanismo para asegurar el ingreso de nuevas formas de participación democrática en la formación de las decisiones colectivas. Mediante los mecanismos de la judicial review, normalmente activados por iniciativas de personas cuyos derechos o intereses se consideran afectados por las decisiones por mayoría, se asegura que el individuo tenga la oportunidad de intervenir en el proceso de formación o de consolidación de tales decisiones, cuestionándolas en un foro imparcial (ya que no refleja el juego de las mayorías políticas) sobre la base de sus derechos individuales.

Por otra parte, a menudo la legislación puede favorecer a una mayoría, y perjudicar a algunas minorías, simplemente por inercia: porque un cierto conjunto de intereses se cristalizó en el tiempo (tal vez en un momento en el que ese particular desequilibrio entre los intereses mayoritarios y otros intereses ni siquiera era percibido, debido a la escasa visibilidad de las minorías, por una distinta sensibilidad social, etc.), y luego los órganos legislativos no pudieron encontrar un consenso suficientemente amplio, la voluntad política, o tal vez ni siquiera el tiempo para ponerlo a discusión. En tales casos, la judicial review puede representar una oportunidad adicional de participación democrática, ya que puede servir para poner en marcha un debate público, incluido un debate parlamentario, que simplemente faltaba26. Y nótese que, en algunos países, entre ellos Italia, el debate público (y parlamentario) sobre cuestiones de derechos fundamentales, como el matrimonio entre personas del mismo sexo o las decisiones sobre el final de la vida, ha sido incentivado y enriquecido, y no monopolizado ni congelado, precisamente por la presencia de intervenciones judiciales. Después de todo, la democracia no solo se ejerce el día de las elecciones, ni es solo decisión por mayoría (Bovero, 2016).

El hecho de que la “palabra” del legislador sea puesta en discusión en un foro imparcial (las cortes, relativamente inmunes con respecto a las presiones y a las pasiones de la política mayoritaria) significa que los ciudadanos que denuncian una lesión de sus derechos por parte de la mayoría pueden dar sus propias razones a) en un ámbito donde las razones de la mayoría no tienen necesariamente un valor preponderante, como en cambio sucede en el ámbito de la democracia representativa y mayoritaria; y b) ante un sujeto que luego tomará sus propias decisiones, idealmente, no sobre la base de menudos compromisos políticos, sino sobre la base de razones públicamente consumibles y, en cierta medida, “objetivadas” en las formas del razonamiento jurídico.

En síntesis, si el panorama descrito es plausible, se desprende que la judicial review no es por su naturaleza antidemocrática; más bien, en ella entran en juego dos dimensiones distintas de la democracia, o dos formas de ejercer la democracia. La primera es la conocida dimensión de la democracia representativa, basada en el principio de la mayoría, que concierne a las instituciones de gobierno (Parlamento y ejecutivo)27; la segunda, es una democracia “contestataria”28, referida a la posibilidad de que los ciudadanos cuestionen las decisiones adoptadas por sus representantes. La primera funciona como lugar para la formación de decisiones colectivas, adoptadas por órganos representativos y por mayoría; la segunda funciona como una oportunidad para impugnar tales decisiones por iniciativa de los propios ciudadanos (o incluso por iniciativa de sujeto que no han tenido ninguna representación en el proceso de toma de decisiones) y, en su caso, para corregirlas o enmendarlas a la luz de los derechos individuales involucrados. En esta segunda fase, además, la tarea del “tercero” no será sustituir, con su propia evaluación del fondo, la realizada por del legislador sino, más bien, verificar que todos los intereses involucrados en la decisión legislativa se han tenido debidamente en cuenta en el proceso de toma de decisiones (por ejemplo, recurriendo al test de proporcionalidad). Y todo esto aún merece el nombre de “democracia” porque, incluso si en la judicial review está implicada una institución aparentemente “aristocrática”29, ella no se mueve por sí misma, sino por iniciativa de los ciudadanos que asumen una afectación de alguno de sus derechos por parte de sus representantes.

Es cierto que estas dos dimensiones de la democracia podrían entrar en tensión entre sí, pero esto no es un efecto imprevisto o patológico: la democracia representativa es solo uno de los valores incorporados por el constitucionalismo contemporáneo, y bien se puede decir que el constitucionalismo contemporáneo apuesta precisamente por el hecho de que esta tensión entre diferentes elementos contribuya, en última instancia, a una mejor protección y promoción de los derechos fundamentales que ella proclama.

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* Traducción a cargo de Félix Morales Luna, profesor de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

** Profesor de Filosofía del Derecho, Università Roma Tre, Agradezco a Riccardo Guastini y a Matija Žgur por haber leído una versión previa de este trabajo.

1 De hecho, el reconocimiento de la naturaleza jurídica de la constitución no cierra aún la discusión. Una vez reconocida la naturaleza jurídica de la constitución todavía son posibles varios modos alternativos de conceptualizar el rol de la constitución como fuente del derecho: por ejemplo, como “límite” a la legislación, o bien como “fundamento” de todo el ordenamiento jurídico. La opción característica del constitucionalismo contemporáneo está a favor de esta segunda modalidad (véase Prieto, 2003b, p. 121 ss.). Para más reflexiones sobre la alternativa entre constitución como “límite” y como “fundamento”, y sus implicaciones para la interpretación constitucional, reenvío a Pino, 2017a; 2019.

 

2 Una tesis similar es sostenida también en Ruiz Miguel, 2003, en particular, pp. 82-83.

3 ¿Qué tipo de discurso tengo la intención de hacer? ¿Qué tipo de desacuerdo pretendo sacar a la luz? Claramente, no se trata de un desacuerdo empírico, sobre hechos. No intento, ciertamente, discutirle a Prieto la credibilidad empírica o histórica de alguna de sus afirmaciones. No quiero decir que Prieto se haya equivocado en alguna descripción de la realidad. Serán, más bien, desacuerdos conceptuales. Con esto quiero decir que no estoy de acuerdo con la reconstrucción conceptual que Prieto propone de la noción de superioridad de la constitución, e intentaré proponer una reconstrucción conceptual diferente y, en mi opinión, mejor. Por supuesto, que una reconstrucción conceptual sea mejor que otra no es algo fácil de probar (excepto, por ejemplo, en el caso de que una determinada reconstrucción sea autocontradictoria). Los criterios que ayudan a este fin son bastante elásticos: coherencia interna, simplicidad, elegancia, proximidad a intuiciones comunes (por ejemplo, en nuestro caso, las opiniones comunes de los juristas), una cierta relación con “la realidad”, aunque no pueda directamente calificarse en términos de “descripción”. Por lo tanto, se trata de oponer una conceptualización a otra, y ver cuál “funciona mejor”.

4 Prieto, 2003a, pp. 148, 149, 151; 2008, pp. 156, 158, 159, 160. Sobre el nexo conceptual entre jerarquías normativas y validez, véase Prieto, 2008, pp. 155, 157 nota. 4, 160.

5 Prieto, 2008, p. 164. Anteriormente, Prieto había sostenido que una constitución es rígida incluso si es modificable de la misma forma que la ley, pero a condición de que dicha modificación sea expresa; en otras palabras, si la constitución no es pasible de derogación tácita, entonces cuenta como “rígida”, incluso si los cambios pueden darse mediante un procedimiento legislativo ordinario (Prieto, 2003a). Más adelante discutiré esta tesis (§ 2.3).

6 Véase Bayón, 1998, p. 58 («la supremacía requiere la rigidez»); Bayón, 2004 (véase, en particular, el “Apéndice” al final del ensayo). (Para la réplica de Prieto, véase Prieto 2008.) En este sentido, véase también Ferrajoli, 2013, p. 57 (la rigidez constitucional es «una connotación estructural de las constituciones vinculada a su ubicación en el vértice de la jerarquía de las normas»; «se identifica, en suma, con la posición supraordenada de las normas constitucionales con respecto a todas las otras fuentes del ordenamiento»).

7 Como ejemplos de leyes reforzadas consideren, en el ordenamiento italiano, las leyes de amnistía e indulto, las leyes que reconocen a determinadas regiones «formas y condiciones particulares de autonomía» (art. 116 de la constitución), las leyes de presupuesto, las leyes de autorización para la ratificación de tratados internacionales. Como ejemplo de leyes con una fuerza pasiva particular (más intensa que la de las leyes ordinarias) están, en el ordenamiento italiano, algunas leyes ordinarias que se sustraen de la derogación mediante el referéndum (véase el segundo párrafo del artículo 75 de la constitución), por lo que tienen una fuerza pasiva superior a las otras leyes ordinarias (todas ellas, en cambio, sujetas a la derogación mediante el referéndum). Pero no por esto son normalmente consideradas como situadas en un peldaño superior de la jerarquía de las fuentes. Sobre las “leyes reforzadas” y las “fuentes atípicas” en el ordenamiento italiano véase Bin, Pitruzzella, 2005, pp. 327-332.

8 En el sentido de la jerarquía “estructural”; véase infra, 2.2.

9 Se trataba, en concreto, de las normas sobre las fuentes y sobre las actividades de producción y aplicación del derecho. Véase, por ejemplo, Paladin, 1996, p. 27 ss.; al respecto, Pino, 2011a.

10 Sobre el control de constitucionalidad como “síntoma” o “indicio” de la supremacía de la constitución, véase Prieto, 2008, pp. 167, 169; como “corolario” de la supremacía de la constitución, véase Prieto, 2003a, pp. 153, 155, 174.

11 Sigo aquí, fundamentalmente, el análisis de Guastini (1998, p. 121 ss.; 2010, pp. 241-254) que tomé en cuenta, y en parte modifiqué, en Pino, 2016, Capítulo VII.

12 Para ser más precisos, el control de legitimidad consiste no en anular en sí misma la norma N1 sino, más bien, el acto normativo que la expresa. (Cuando una Corte constitucional advierte un contraste entre una norma legal y una norma constitucional anula la ley, no las normas que ella expresa). Y la razón por la que anula dicho acto consiste, precisamente, en la invalidez de la norma que expresa.

13 Evidentemente, me refiero aquí a la distinción entre sistemas normativos de tipo “estático” y de tipo “dinámico” tal como es planteada por Kelsen, 1960, § 34.

14 Otro ejemplo bastante significativo (al menos en el plano teórico): las normas aprobadas en el ámbito de la revisión constitucional y las demás leyes constitucionales. Si la Corte constitucional no tiene el poder de anular las leyes de revisión y las demás leyes constitucionales, las normas contenidas en ellas no serán ni válidas ni inválidas sino, a lo más, tan solo inaplicables.

15 Sobre la noción de aplicabilidad reenvío a Pino, 2011b; 2016, cap. VI (donde se pueden encontrar amplias referencias bibliográficas).

16 Esta es, por ejemplo, la posición de Ferrajoli, 2007, pp. 545, 693, a propósito de las “lagunas secundarias”, es decir, la posible ausencia de un instrumento de “garantía secundaria”, como lo es, precisamente, el control jurisdiccional de constitucionalidad. Para la tesis de que la superioridad de la constitución es lógicamente separable del control de constitucionalidad, véase también Nino, 1996, cap. 7; Bayón, 2004, p. 137.

17 Prieto, 2003a, pp. 151, 153, 173; 2008, pp. 161-165.

18 Esto, sin embargo, también está claramente reconocido por Prieto, 2008, p. 157, nota. 4.

19 Este es el sentido “mínimo” de superioridad según Ruiz Miguel, 1988. Prieto se refiere a él como una superioridad meramente “simbólica” (Prieto, 2008, p. 165).

20 Téngase en cuenta, en todo caso, que si en un sistema de este tipo hay una Corte Suprema cuyas resoluciones tienen carácter de precedente vinculante, los efectos de la decisión de inconstitucionalidad que emita son indistinguibles, concretamente, de la anulación dictada por una Corte constitucional en un sistema concentrado.

21 Pino, 2018. Me parece, en cambio, que Prieto acepta con demasiada facilidad el sacrificio a la seguridad jurídica que implica su modelo; véase, por ejemplo. Prieto, 2003a, p. 173.

22 Este apartado retoma la tesis que ya he expuesto en Pino, 2014, pp. 621-628; y 2017b, cap. 7.

23 Es evidente, por ejemplo, que ciertos mecanismos electorales producen resultados que se acercan más a un modelo decididamente “aristocrático” que a uno “democrático”: piénsese, por ejemplo, en el voto mediante listas cerradas, en el que los candidatos ubicados en posiciones “seguras” fueron seleccionados por las secretarías de los partidos.

24 Para la observación de que los críticos de la judicial review asumen una identificación demasiado directa y simplista entre los ciudadanos y sus representantes en el Parlamento, véase Fabre, 2000, pp. 275-276.

25 Para algunas observaciones más generales sobre la representación y la (ausencia de) identificación orgánica entre electores y elegidos, Ferrajoli, 2013, pp. 31 - 33.

26 Nótese, por otra parte, que la Corte constitucional italiana se ha dotado de técnicas decisorias como las “sentencias-exhortativas”, o las sentencias aditivas “de principio”, que parecen particularmente idóneas para esta función de motivar un debate parlamentario.

27 Utilizo aquí la frase “instituciones de gobierno” en el sentido estipulado por Luigi Ferrajoli, es decir, para denotar a todas las instituciones que ejercen “funciones de gobierno”; estas últimas, a su vez, «son expresiones de la esfera discrecional de lo decidible» e «incluyen tanto la función legislativa como la gubernamental de dirección política y administrativa» (Ferrajoli, 2007, p. 872); «la única fuente de legitimación de las funciones de gobierno es la representación política» (p. 876).

28 Tomo la distinción entre estas dos acepciones de democracia de Pettit, 1999; 2000. Sobre las cortes como instrumento de participación democrática, véase también Rodotà, 1999, pp. 169-186; Ferrajoli, 2013, p. 239.

29 Aparentemente: porque a menudo la composición de las Cortes constitucionales se organiza de tal manera que incluya una cierta sensibilidad política y democrática (atribución al Parlamento del poder de nombrar a una parte de los miembros de la Corte, procedimiento de confirmación de los jueces ante el Parlamento, etc.). Además, ya habíamos anticipado la sospecha de que incluso un órgano representativo puede, de hecho, incluir elementos “aristocráticos” (supra, nota 23).

La idea de poder

constituyente y la

supremacía y rigidez

constitucionales*

Isabel Turégano**

I. INTRODUCCIÓN

Cuando he releído algunos de los textos de Luis Prieto para preparar este escrito he vuelto a lugares muy familiares. Sus ideas y pensamientos y su planteamiento de la iusfilosofía han ido conformando lo que yo, como tantos otros de mi generación, he ido aprendiendo e interiorizando, hasta el punto de no ser consciente de cuánto de ello ha ido constituyendo el sustrato de lo que pienso y escribo. Quiero aprovechar mi contribución a este merecido libro-homenaje a volver sobre la noción de poder constituyente, por una parte, porque constituye una idea que va apareciendo en sus trabajos sobre constitucionalismo pero que nunca llega a ser el objeto de análisis específico en ningún escrito o epígrafe central de alguno de ellos. Pero, además, por otra parte, porque Luis Prieto tuvo la deferencia de leer con detenimiento y comentar un borrador mío sobre el tema, haciéndome lúcidos comentarios que irán apareciendo a lo largo de estas reflexiones.

Los problemas que plantea cualquier intento de abordar la idea de poder constituyente comienzan por la enorme ambigüedad del término y continúan por las relevantes consecuencias teóricas e ideológicas de la opción por una u otra concepción del mismo. Luis Prieto emplea el concepto con la finalidad de dar cuenta del fundamento del carácter garantista de la Constitución y de la concepción artificial e instrumental de cualquier poder constituido. Su distinción entre supremacía y rigidez permite mantener al mismo tiempo la idea de la Constitución como reforzamiento del sometimiento de todo poder a la legalidad y la de institucionalización de una vía democrática para la reforma constitucional. El carácter contramayoritario de la democracia constitucional no radica, según el profesor, en la idea misma de Constitución como límite al poder cuanto en la idea de rigidez que protege el statu quo impidiendo que el diálogo sostenido entre los poderes establecidos vaya adecuando su texto a las demandas sociales cambiantes. Su distinción entre supremacía y rigidez constitucionales sirve para subrayar que la Constitución, incluso una flexible, es la norma fundamental a la que se someten todas las autoridades, completando el contenido mínimo de la idea de Estado de Derecho conforme al que los poderes públicos deben actuar con arreglo a normas previas y conocidas. Esta es la idea fundamental del proyecto garantista del constitucionalismo. Que la Constitución sea una norma vinculante que se impone a todo el orden jurídico es conceptualmente independiente de que sea o no un marco inflexible que imponga las opciones político-morales de un momento histórico concreto.

 

Esta propuesta central para hacer compatible la exigencia de legalidad y el cambio democrático se configura en el marco de un concepto positivista de constitucionalismo que, en la línea de algunas ideas de Luigi Ferrajoli, han servido de contrapunto a la versión principialista y pospositivista. Esta base positivista de su propuesta, en la que radica gran parte de su especial contribución al debate sobre el neoconstitucionalismo, se refleja en una interpretación funcional y lógica del papel que desempeña la noción de poder constituyente, pero no la emplea para extraer algunas consecuencias sociopolíticas que podrían haber permitido un uso crítico del concepto.

II. EL PODER CONSTITUYENTE COMO FICCIÓN

En la abundante literatura existente se califica indistintamente como “constituyente” tanto al acto de formación originaria e imposición de un nuevo orden constitucional, a la función de producir ese nuevo orden como al sujeto al que corresponde legítimamente el desempeño de esa función.

En el primer sentido, como afirmó Juan Carlos Bayón, la lógica de un proceso constituyente originario es la de un puro acto, coronado por el éxito, de auto-atribución de competencia para decidir (Bayón, 2004, p. 89). En este uso, el término “atribución” no significa nada, en cuanto el ejercicio de competencias supone siempre la previa existencia de normas (Carrió, 1990, pp. 254-257). La Constitución sería, así, el producto contingente de una acción originaria. Como concepto perteneciente al plano de los hechos, la versión kelseniana del poder constituyente se limita a explicar causalmente la génesis de la constitución. Pero el fundamento de la validez de esta no radica en ese hecho de instauración eficaz de un orden jurídico ni depende de la persistencia del acto volitivo constituyente (Kelsen, 1960, pp. 205-208, 223-224). Aunque Luis Prieto asume la contingencia de los preceptos constitucionales, no emplea la noción de poder constituyente en este sentido de acto que crea de hecho la Constitución vigente.

El empleo del término en su sentido de función, como poder con un objetivo o finalidad predeterminada, implica límites lógicos que lo alejan de un poder absoluto. El poder constituyente no es potencialidad indefinidamente abierta. Sus posibilidades están restringidas en cuanto poder con la función específica de crear unidad política en torno a unos valores y principios. Es esta la paradoja del poder constituyente: se presenta como soberano, con capacidad absoluta de decisión política, pero su función es la de producir un orden vinculante para los poderes constituidos.

Esta última es la idea central en el empleo del concepto por Luis Prieto. Para él, el poder constituyente es una ficción que sirve para fundamentar la supremacía constitucional. La idea de poder constituyente es una traslación de la idea de soberanía concebida como omnipotencia normativa no continuada1. La superioridad del poder constituyente sobre los poderes constituidos se justifica en la doble idea del fundamento democrático del titular del poder y de su sometimiento a límites evocado por la ficción del contrato social. Es expresión del acto fundacional de la comunidad política al tiempo que impone el respeto a límites sustanciales que son inescindibles del procedimiento constituyente (Prieto, 2003, p. 147-148). El poder constituyente está orientado a delegar potestades limitadas a los poderes estatales. Por eso, la ficción solo tiene sentido para la democracia representativa. El concepto no apela a un poder innovador y revolucionario que proyecta una profunda transformación social, sino un poder con función garantista que es la base legitimadora de los poderes representativos. El poder constituyente se atribuye al pueblo cuando este deja de ser el protagonista directo de la decisión política, pues en una democracia directa la soberanía pertenece al pueblo y carece de sentido atribuirle también la función constituyente (Prieto, 1990, p. 113).

La idea de poder constituyente supone que los poderes regulados por la Constitución no tienen su fundamento en esta en cuanto tal sino en cuanto traduce la idea de la soberanía del pueblo. Con ello, como afirma Böckenförde, se consiguen tres cosas: a) se refuerza la validez normativa de la Constitución, puesto que todos los poderes constituidos se ven sometidos a la Constitución; b) se reconoce la necesidad y la existencia de un poder legitimador supremo; y c) se restringe la capacidad de esa instancia política suprema para intervenir en cualquier momento sobre la Constitución por él legitimada” (Böckenförde, 2000, p. 170).

Como ficción referida a ese prius lógico fundante, no tiene sentido traducir la cuestión constituyente en un problema acerca del modo de articular efectivamente la voluntad popular en el texto constitucional. No se trata de determinar cómo hacer que la Constitución incorpore efectivamente los derechos y exprese la voluntad de la ciudadanía. Se trata solo de ofrecer la premisa democrático-liberal que está detrás de la idea abstracta de valor normativo y supremacía constitucionales, sin considerar el grado en que el proceso histórico de creación y evolución de la Constitución se adecúa al modelo normativo.

En ocasiones Luis Prieto habla de “acto” y de “decisión” constituyente (cómo de hecho se implanta una constitución), dotando a la idea de un sentido voluntarista. Llega a hablar de la “emoción constituyente” que se muestra con más o menos intensidad (Prieto, 2003, p. 143)2. La Constitución no es, a diferencia de las tesis del legalismo europeo, el orden interno del Estado, cuanto una decisión de la soberanía popular sobre el Estado (Prieto, 2003, p. 91). La idea del poder constituyente como fuente creadora que se sitúa fuera del Estado, en un plano político y no jurídico, supone que es una “realidad de hecho” y no un órgano institucionalizado (Prieto, 1990, pp. 112-113). Pero esa imagen realista del poder constituyente se queda en una metáfora que opera como presupuesto lógico. La asunción del carácter fáctico del momento de creación de la Constitución originaria no se refleja en el reconocimiento de la relevancia de un análisis histórico y de legitimidad que pudiera servir para determinar si tal acto o decisión ha generado de hecho un orden justo. La idea constituyente se queda en un ideal regulativo necesario para afirmar la limitación del poder político y la supremacía de los derechos.

Aunque afirma que el modo en que el constitucionalismo pueda dar satisfacción al programa garantista dependerá de los concretos contenidos normativos que tengan entrada en la Constitución (Prieto, 2003, p. 105), no es objeto de preocupación en sus escritos cómo deba ser esa decisión, cómo deba hacerse o cómo hacer que el resultado se aproxime al modelo normativo. Y ello a pesar de que considera que los límites de la argumentación jurídica derivan, en parte, de las imperfecciones, técnica y moral, del Derecho, también de la Constitución. Los resultados de la racionalidad legislativa y judicial que requiere la presencia de los principios, afirma, quedan siempre limitados debido a que junto al ejercicio de esa racionalidad “queda siempre un hueco para la decisión, para el acto de poder” (Prieto, 2003, p. 135)3. Si la corrección de las decisiones legislativas y judiciales depende también de la corrección del contenido de la Constitución, ¿no limita un mal precepto constitucional también la racionalidad de las decisiones legislativas y judiciales?4 ¿No supone, pues, el acto constituyente una decisión y un acto de poder? La posición positivista de la Constitución de Luis Prieto debería haber permitido un planteamiento más explícito de estas cuestiones. Pero para llegar a plantear esta cuestión debo antes exponer algunas ideas que plantea en su discusión sobre la necesidad de distinguir entre supremacía y rigidez constitucionales.

III. LA SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL Y EL AGOTAMIENTO DEL PODER CONSTITUYENTE

Si la justicia se separa de todo Derecho, incluida la Constitución, ¿qué es lo que dota a esta de vinculación prioritaria, siendo una norma resultado de un acto instituido más?5. Desde la posición positivista que mantiene Luis Prieto, el sometimiento del legislador a la Constitución no se fundamenta en su validez moral sino en la ficción de ser la expresión de la voluntad de los ciudadanos de que sus derechos sean reconocidos y garantizados, actuando “como si fuese un orden moral que debe ser realizado” (Prieto, 1997, pp. 35, 65). La Constitución se debe obedecer como si fuera expresión de la voluntad de todos e instrumento esencial para articular la libertad individual. La idea del poder constituyente es necesaria para representar al legislador como sometido al Derecho. Cuando ha resultado anulada del discurso político-constitucional o ha sido absorbida por los poderes constituidos se ha caído en un legalismo en el que el Parlamento adquiere el rango de soberano. “[C]on la ruina de la soberanía popular se arruina la fuerza normativa de la Constitución” (Prieto, 2003, p. 78). La normatividad y supremacía de la Constitución encuentran su fundamento, así, en la necesidad de someter al poder legislativo a límites, condicionando el modo en que el legislador expresa el ejercicio de la soberanía popular (Prieto, 2003, p. 110). Sin ese marco supremo no pueden producirse ni denunciarse desajustes entre lo que hace el legislador y lo que debería hacer (Prieto, 2003, p. 106).