El compromiso constitucional del iusfilósofo

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La tesis que aquí se sostiene es diametralmente opuesta. El paradigma teórico del constitucionalismo democrático es un paradigma formal, que se caracteriza por la estructura multinivel del ordenamiento jurídico y por los límites y vínculos jurídicos impuestos por normas constitucionales de nivel superior a todos los tipos de poder, con objeto de contener las naturales vocaciones absolutistas y someterlas al derecho. Su estructura es una sintaxis lógica, que puede ser colmada con cualquier contenido: “en el molde de la legalidad”, escribió Calamandrei, “se puede vaciar oro o plomo” (p. 65). Tal es el sentido del carácter formal del principio de legalidad, tanto ordinaria como constitucional: que no designa ningún contenido, sino solo la lógica del derecho, esto es, la normatividad no solo jurídica sino lógica de las normas supraordenadas, cualesquiera que fueren los principios contenidos en ellas, con respecto a las normas subordinadas, sea cual fuere el tipo de poder por el que hubieran sido producidas. En efecto, las relaciones de grado entre normas supraordenadas y normas subordinadas, son relaciones lógicas, además de normativas —la no contradicción entre normas constitucionales y normas de ley y, por otra parte, las implicaciones entre expectativas negativas o positivas en que consisten los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos y las prohibiciones y las obligaciones correspondientes— en virtud de las cuales la observancia de las primeras, cualquiera que fuese su contenido, es una condición de la legitimidad de las segundas. Por eso, el paradigma del garantismo constitucional, como sistema de límites y vínculos, es aplicable a cualquier ordenamiento. Si acaso, en el plano teórico, el fundamento axiológico de un constitucionalismo global, positivizado por las declaraciones y las convenciones sobre los derechos humanos producidas durante la segunda posguerra, es aún más pertinente, necesario y urgente que el propio constitucionalismo estatal, a causa de que las amenazas para la democracia y la paz, procedentes de los actuales poderes globales salvajes, son hoy bastante más graves que lo hayan sido nunca.

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* Traducción de Perfecto Andrés Ibáñez.

** Profesor emérito de Filosofía del Derecho de la Università Roma Tre.

1 “Populus autem non omnis hominum coetus quoquo modo congregatus, sed coetus multitudinis iuris consensu et utilitatis communione sociatus”. Y después, ibid., XXXII, p. 80: “¿Quare cum lex sit civilis societatis vinculum, ius autem legis aequale, quo iure societas civium teneri potest, cum par non sit condicio civium? Si enim pecunias aequari non placet, si ingenia omnium paria esse non possunt, iura certe paria debent esse eorum inter se qui sunt cives in eadem re publica. ¿Quid est enim civitas nisi iuris societas civium?” (Cicerón, lib. I, XXV, p. 68).

2 Y más adelante: “La concepción democrática (no la liberal) del estado debe insistir sobre el axioma democrático, tantas veces aludido, de que el estado es una unidad indivisible, y que la parte vencida en la votación no ha sido obligada y violentada realmente, sino conducida a este resultado por su propia y efectiva voluntad” (Schmitt 2009, cap. III, § 2, p. 261).

3 Entendida en este sentido, advierte Kelsen, “la unidad del pueblo (…) es un postulado ético-político establecido por la ideología nacional o estatal sirviéndose de una ficción que, por ser de uso común, se asume ya de manera acrítica” (Kelsen, 2006, cap. II, p. 63). También Norberto Bobbio ha criticado esta concepción organicista del pueblo, recordando su perversión en la Volksgemeinschaft de triste memoria y sosteniendo su ajenidad al concepto de democracia (Bobbio, p. 409).

4 Como ha escrito Claus Offe, “dos alemanes, uno de ellos amenazado por el desempleo, probablemente, tienen menos en común, en el plano de los intereses socioeconómicos, que dos europeos, uno de ellos alemán, amenazados por el desempleo. Lo mismo vale para los perceptores de rentas financieras” (Offe, 2014, pp. 76-77).

5 Estos pasajes de Aristóteles han sido citados por Valentina Pazé (pp. 111-125)

6 “La idea de la democracia”, escribió Kelsen, “implica la ausencia de dirigentes. Su espíritu se compendia en las palabras que Platón pone en boca de Sócrates en su República (III, 9) ante la pregunta acerca de cómo debe ser tratado en el estado un hombre de cualidades excepcionales, un genio. ‘Le honraríamos como a un ser venerable, extraordinario y digno de ser amado; pero después de haberle hecho notar que en nuestro estado no había ni podría haber un hombre así, coronando y ungiendo su cabeza, le acompañaríamos a la frontera’” (Kelsen, 2006, cap. III, pp. 186-187).

7 La crítica al proyecto cosmopolita diseñado por Immanuel Kant, Hans Kelsen y Norberto Bobbio sobre la base de la analogía entre la sociedad desregulada del estado de naturaleza y la anarquía de las relaciones internacionales entre estados soberanos, antes planteada por Thomas Hobbes y John Locke, ha sido retomada por Danilo Zolo: “como lúcidamente sostuvo Hedley Bull, la referencia a la analogía del sistema jurídico del estado impide una adecuada comprensión de los aspectos específicos que la doble alternativa derecho/anomia orden /anarquía presente en el marco de las relaciones internacionales” (cap. IV, § 3, p. 149).

La identidad múltiple de

las constituciones*

Riccardo Guastini**

I. A LA CAZA DE LA IDENTIDAD

Según Carl Schmitt, “los límites de la facultad de reformar la Constitución resultan del (…) concepto de reforma constitucional” (Schmitt, 1928, 119). Nótese: según Schmitt, tales límites derivan, no de la correspondiente regulación jurídica, sino del concepto mismo de reforma.

 

Según este modo de ver las cosas, la norma jurídica: “La reforma de X materia está prohibida”, no se deriva de un texto normativo, sino de un concepto; técnicamente, de una definición. Huelga decir que una definición o cualquier otro enunciado puede implicar una norma si, y sólo si, es en sí mismo normativo; es decir, si incluye, explícita o implícitamente, expresiones normativas o evaluativas (en el definiens, si se tratare de una definición).

Luego, la definición de reforma constitucional, indirectamente formulada por Schmitt, es la siguiente: constituye genuina reforma constitucional todo cambio en el texto constitucional siempre que «queden garantizadas la identidad y la continuidad de la Constitución considerada como un todo». Una sedicente reforma constitucional que no presente esta propiedad sería, por definición, ya no una mera o genuina reforma, sino fuente de «una nueva constitución», quedando la anterior anulada o “destruida” (Schmitt 1928, 119).

Esta perspectiva —una concepción sustancialista de la reforma constitucional que presupone, a su vez, una concepción igualmente sustancialista de la constitución— parece ser la fuente de inspiración de todos aquellos juristas y jueces constitucionales que incansablemente se preguntan sobre la identidad de la constitución.

Se supone, entonces, que el poder de reforma constitucional está “implícitamente limitado por naturaleza” (Roznai, 2017, 156): limitado desde un punto de vista sustantivo, por supuesto1. Se asume que la reforma constitucional no puede llegar tan lejos como para alterar la identidad de la constitución, lo que equivaldría a sustituir la constitución vigente por una nueva constitución.

Pues bien, me parece que el concepto de identidad constitucional es utilizado para construir dos normas constitucionales (o, tal vez, meta-constitucionales) no expresadas, que se entienden implícitas en la constitución. La primera norma prohibiría toda reforma que, incluso si fuera producida cumpliendo con todos los procedimientos, pretendiese alterar la identidad de la constitución. La segunda norma, en cambio, autorizaría a los jueces constitucionales a declarar la inconstitucionalidad de tales reformas. Subrayo, se trata de dos normas distintas: la una circunscribe o limita el poder de reforma constitucional; la otra atribuye una competencia a los jueces constitucionales. Esta segunda norma, por cierto, no está implicada por la primera: la prohibición de efectuar determinadas reformas podría perfectamente no estar respaldada por ninguna garantía jurisdiccional.

Se trata, pues, de aquella (mala) jurisprudencia de conceptos que pretende inferir normas (no expresadas), no ya de los textos normativos, sino precisamente de los conceptos elaborados en sede dogmática2. En suma, es uno de esos casos en donde la doctrina no se contenta con hacer ciencia jurídica: prefiere hacer política del derecho, sin mostrarla como tal. Ello, en contraste con la recomendación de Kelsen, según la cual “la ciencia jurídica no puede ni debe —ni directa ni indirectamente— crear derecho; debe limitarse a conocer el derecho creado por los legisladores [en sentido material], por los órganos de la administración y por los jueces. Esta renuncia, innegablemente dolorosa para el jurista (...), es un postulado esencial del positivismo jurídico que, oponiéndose conscientemente a toda doctrina del derecho natural, sea explícita o no confesada, rechaza decididamente el dogma de que la doctrina sea una fuente del derecho” (Kelsen, 1928, vii)3.

No obstante, el problema de la identidad de la constitución4 puede ser tratado como un problema estrictamente teórico, es decir, puramente conceptual. En este sentido, el primer paso es reconocer que la identidad de la constitución puede ser reconstruida en no menos de cuatro modos diversos5.

II. IDENTIDAD TEXTUAL

En primer lugar, podría decirse que toda constitución tiene una identidad “formal”, en un sentido textual.

Desde este punto de vista, una constitución no es más que un texto normativo. Un texto normativo, a su vez, es un conjunto de disposiciones, formuladas en un lenguaje natural. Y un conjunto, cualquier conjunto, puede ser modificado en tres modos diversos (Bulygin, 1984, 332 ss.):

(a) agregando un elemento (en este caso, una disposición);

(b) suprimiendo un elemento; y

(c) sustituyendo un elemento.

Se entiende que la sustitución es una combinación de adición y sustracción. De otro lado, la adición, la sustracción, o la sustitución de una o más palabras en una disposición, cuenta como sustitución de la propia disposición.

Ahora bien, los conjuntos se definen extensionalmente, esto es, por enumeración de los elementos que lo componen6. De modo que toda modificación de un conjunto da lugar a un conjunto diverso: ello es así porque el conjunto originario ha perdido diacrónicamente su identidad (Bulygin, 1981, 79).

Identificar una constitución según su identidad textual (sincrónica) es una operación axiológicamente neutra: no requiere juicios de valor de ningún tipo. Y no permite inferir nada sobre los límites de la reforma constitucional. Aunque pueda parecer paradójico, cualquier reforma constitucional, incluso mínima, incluso marginal, da lugar a una “nueva” constitución (desde una perspectiva diacrónica)7.

Visto de este modo, si alguna vez se quisieran establecer límites a la reforma constitucional —asumiendo que la reforma constitucional no pudiera alterar la identidad de la constitución— entonces se debería prohibir la reforma en cuanto tal, sin más. Pero, por otra parte, sería extraño considerar como instauración de una nueva constitución a cualquier reforma, aunque fuere mínima o marginal.

III. IDENTIDAD POLÍTICA

En segundo lugar, toda constitución tiene una identidad “política”, en el siguiente sentido.

Toda constitución, por definición, debe contener un conjunto de normas sobre la así llamada “forma del Estado” (Staatsform, frame of government)8, entendida como la organización —horizontal y vertical— de los poderes públicos, y, en particular, sobre la producción normativa. Si ello no formare parte de su contenido, no diríamos que se trata de una “constitución”9.

Se trata de las normas que establecen órganos, especialmente los órganos supremos del Estado (el órgano legislativo, el órgano ejecutivo, eventualmente el órgano de justicia constitucional, etc.); las normas que establecen (al menos en parte) los modos de formación de estos órganos; las normas que les atribuyen competencias; y las normas que disciplinan las relaciones recíprocas entre aquellos.

Desde este punto de vista, sin embargo, la identidad de la constitución es bastante elusiva: la forma del Estado, entendida en el modo que ha quedado dicho, es algo indefinido, pues los confines entre los diversos tipos de organización política son débiles.

Es fácil mostrarlo con algunos ejemplos sencillos. Introducir, o respectivamente suprimir, el control de constitucionalidad de las leyes ¿altera o no la identidad política de la constitución? Introducir, o respectivamente suprimir, la relación de confianza entre el gobierno y el parlamento ¿altera o no la identidad política de la constitución? Introducir, o respectivamente suprimir, el sufragio universal en la designación del jefe de Estado ¿altera o no la identidad política de la constitución? Introducir, o respectivamente suprimir, la temporalidad del mandato del jefe de Estado ¿altera o no la identidad política de la constitución?

Es bastante evidente que cualquier respuesta a preguntas de este tipo supone una valoración política. De ello se sigue que la defensa de la identidad de la constitución —eventualmente confiada al juez constitucional— constituye en sí misma una empresa no axiológicamente neutra sino, por el contrario, eminentemente política.

Sin embargo, todavía cabe preguntarse si resulta (políticamente) sensato limitar el poder de reforma constitucional hasta el punto de inhibirlo para la modificación de la organización política, lo que equivaldría, más o menos, a reducirlo a cero.

IV. IDENTIDAD JURÍDICA

De acuerdo con una conocida doctrina, algunas constituciones tienen asimismo una identidad que llamaré “jurídica” (Ross, 1958, 78 ss.; Ross 1969, 205 ss.).

Me refiero a la tesis según la cual la norma que regula la reforma constitucional no puede ser modificada de modo legal (de conformidad con aquello que ella misma dispone), sino solo de modo extra ordinem, con la consecuente alteración de la identidad de la constitución (o de su “norma básica”, en un sentido no-kelseniano de esta expresión). Subrayo que aquí se está hablando de algunas constituciones, no de todas, ya que no todas las constituciones incluyen necesariamente una norma acerca de la reforma constitucional10.

Esta tesis se apoya sobre frágiles bases. Dejando de lado la (dudosa) tesis lógica según la cual una norma no puede referirse sensatamente a sí misma (lo que llevaría a decir que la norma sobre la reforma constitucional no puede prever su propia reforma)11, el punto es el siguiente: la nueva norma sobre la reforma constitucional, sustitutiva de la norma original sobre esa misma materia, contradice la norma (la original, en efecto) de la cual deriva su propio fundamento dinámico de validez, lo que no sería admisible.

Sin embargo, la contradicción entre las dos normas, visto con mayor detenimiento, no existe salvo en un sentido diacrónico. Tomemos el caso de una constitución flexible. La constitución contiene, por hipótesis, una norma, NC, sobre el procedimiento legislativo, que dispone “El procedimiento de aprobación de la ley es X”. Pero, dado que la constitución es flexible, la norma NC puede ser legítimamente sustituida por una norma legislativa NL —siempre que, por supuesto, haya sido aprobada siguiendo el procedimiento X— que disponga: “El procedimiento de aprobación de la ley es (de ahora en adelante) Y”. Y esto, a pesar del hecho de que NL obtenga validez precisamente de NC. Significa, en suma, que la contradicción entre aquellas dos normas es inadmisible sólo cuando una de las dos sea “rígida” —es decir, materialmente supraordenada— respecto a la otra12. Pero la constitución, incluida la norma sobre la reforma constitucional, no está materialmente supraordenada a las leyes de reforma constitucional (sólo lo está desde el punto de vista formal): si no fuera de este modo, las leyes de reforma constitucional no podrían modificar la constitución. En ausencia de relaciones de jerarquía material, una norma que contradiga a otra deroga a esta última, o esta última es derogada según el principio lex posterior, que regula la sucesión en el tiempo de las normas que materialmente tienen la misma jerarquía en el sistema de fuentes. En consecuencia, las normas NC y NL no están vigentes en el mismo momento. NC está vigente antes de la reforma. NL está vigente una vez llevada a cabo la reforma. En el mismo momento en que NL entra en vigor, NC pierde vigor, siendo tácitamente derogada (por NL)13.

Con todo lo antes dicho, se advierte un problema ulterior cuya solución no es visible. Supongamos que, como sucede con la constitución italiana vigente, la norma que regula la reforma constitucional (art. 138) esté acompañada por una norma que expresamente prohíba un cierto tipo de reforma (la forma republicana del Estado: art. 139). ¿Cuál de las dos normas define la identidad jurídica de la constitución? ¿La norma que regula la reforma (si se considera que ésta es aplicable a la constitución en su totalidad, incluyendo por tanto a la norma que limita la reforma)? ¿O la norma que circunscribe el poder de reforma constitucional (si se considera que esta se encuentra sustraída, a su vez, de cualquier posible reforma)?14.

V. IDENTIDAD AXIOLÓGICA

Casi todas las constituciones hoy vigentes —especialmente las constituciones europeas de la última posguerra— tienen una identidad “axiológica”, muy apreciada por los teóricos del “moral reading” (Dworkin, 1996; Celano, 2002) y de la “interpretación por valores” (Baldassarre, 1991, 2001; Modugno, 2008). Esta identidad, que alguno denomina “dimensión ético-sustancial de la constitución” (Luque 2014), es la que, por lo visto, tiene actualmente obsesionada a la doctrina constitucionalista y a la jurisprudencia constitucional15 (Roznai, 2017).

Ahora bien, se afirma que la identidad axiológica de una constitución está conformada por el conjunto de principios y/o valores de justicia que ella proclama (Zagrebelsky, 1992, 2008) o, más precisamente, por sus principios fundamentales, esenciales, constitutivos, caracterizadores, supremos. La constitución, se dice, no es un mero texto normativo ni un conjunto de disposiciones normativas (Häberle, 2000, 77); es una cohesionada unidad de principios y valores16.

 

Se supone, por tanto (y siguiendo los pasos de Schmitt), que el poder de reforma no puede llegar hasta el extremo de alterar los principios —o, al menos, los principios “supremos”— consagrados en la constitución, sin violar los límites intrínsecos (conceptuales) de la reforma constitucional. “El poder de reforma constitucional no puede ser usado para destruir la constitución» ni sus «principios fundamentales” (Roznai, 2017, 141 s.).

De hecho, la tesis de la identidad axiológica se acompaña constantemente (si bien contingentemente) de la idea según la cual los principios constitucionales no son pares ordenados, sino que están axiológicamente jerarquizados (Roznai, 2017, 144 ss.), y que algunos de ellos desempeñan el papel de principios supremos (Barbera, 2015).

No se puede dejar de citar al respecto una conocidísima sentencia de la Corte Constitucional italiana (Corte cost. 1146/1988), que expresa: “los principios supremos del ordenamiento constitucional” tienen “un valor superior respecto a otras normas o leyes de rango constitucional”; “no se puede, por tanto, negar que esta Corte sea competente para juzgar sobre la conformidad de las leyes de reforma constitucional y de otras leyes constitucionales que de igual modo estén confrontadas con los principios supremos del ordenamiento constitucional (…) Si no fuese así, por lo demás, se incurriría en el absurdo de considerar el sistema de garantías jurisdiccionales de la Constitución como defectuoso o no efectivo precisamente en relación con sus normas de valor más elevado”17.

Con todo, cabe subrayar, como dije anteriormente, que “casi todas” las constituciones hoy vigentes, sí, tienen una identidad axiológica en el sentido antes anotado; pero no “todas” las constituciones: la identidad axiológica de una constitución es algo contingente, algunas constituciones la tienen, otras no. No es inconcebible que existan constituciones que se limiten a diseñar la organización del Estado, sin incluir declaraciones de derechos ni disposiciones de principio18. Así que este concepto de identidad constitucional no tiene un carácter teórico-general: no es aplicable a cualquier constitución presente, pasada, o futura, sino sólo a las constituciones, por así decirlo, “éticamente densas”, impregnadas de normas de principios.

De otro lado, si atribuir a una norma el valor de principio es algo a menudo discutible —de hecho, el propio concepto de principio es altamente controvertido19— entonces la atribución del valor de principio “fundamental”, “supremo”, o “caracterizador” (de la identidad constitucional), es algo totalmente arbitrario20. Una vez identificadas ciertas disposiciones constitucionales como disposiciones de principio, ¿por qué algunas de ellas deberían tener un valor superior a otras? Esta pregunta no puede responderse con argumentos de derecho positivo: sólo se pueden aducir vagas intuiciones ético-políticas, por lo demás no fundadas.

Ocurre, sin embargo, que atribuir a una norma el carácter de principio no siempre constituye una forma de valorizarla, sino que puede convertirse, por el contrario, en un modo de diferir su eficacia jurídica (a la espera de la interpositio legislatoris)21 y/o en un modo de volverla derogable, derrotable, sujeta a la ponderación con otros principios que pueden prevalecer dentro de un eventual conflicto. Esto hace dudar de la intangibilidad de los principios, o al menos de algunos de ellos, por muy fundamentales que se consideren.

En fin, no se alcanzan a ver razones persuasivas para anteponer la identidad axiológica de una constitución a su identidad política, por muy frágil que ésta fuere (Guastini, 2017, 308 s.). En la teoría constitucional clásica, una constitución es un conjunto de reglas (reglas, no principios) sobre la organización del Estado y sobre la “producción jurídica” (en particular sobre la legislación). Los teóricos de la identidad axiológica cometen el error de refigurar la constitución más como una especie de filosofía moral, una ética normativa, una tabla de valores, y no como la arquitectura del ordenamiento político.

VI. EPÍLOGO

Con estas observaciones se quiere simplemente sugerir que, desde el punto de vista del derecho constitucional escrito —que es diferente al derecho doctrinal y/o jurisprudencial—, la reforma constitucional no tiene más límites que aquellos de procedimiento (a menos, claro está, que existan límites materiales expresos, como el que dispone el art. 139 de la constitución italiana)22.

Escribe Kelsen: “Es preciso distinguir fundamentalmente dos casos. En el primer caso, la constitución se modifica de acuerdo con las condiciones que ella misma ha dispuesto (...); por ejemplo, una monarquía absoluta se transforma, con una ley del monarca, en una monarquía constitucional. La continuidad del derecho está garantizada (...). El segundo caso, en principio diferente al primero, es el de una transformación revolucionaria de la constitución, esto es, el que ocurre a través de un quebrantamiento de la constitución existente. Este es el criterio decisivo, independientemente del hecho de si el cambio constitucional es más o menos profundo” (Kelsen, 1920, 347)23.

Y agrega: “El Estado es el mismo, aun cuando varíe su constitución jurídica, es decir, si varía en la forma prevista por la misma. La reforma constitucional puede ser tan radical como se quiera, pero si se verifica por los medios legales, no hay ningún fundamento para afirmar que con la constitución reformada ha nacido un nuevo Estado. Únicamente podría hablarse de nuevo Estado si la reforma constituyese una verdadera violación de la constitución” (Kelsen, 1925: 415).

En conclusión, es poder de reforma constitucional el que se ejerce de conformidad con las normas constitucionales que lo prevén y lo regulan. Es poder constituyente el que se ejerce extra ordinem, es decir, en forma ilegítima (Pace 1997, 97 ss.). De modo que, cualquier cambio ilegítimo de la constitución —por marginal que sea— constituye ejercicio del poder constituyente. Y, simétricamente, cualquier cambio legítimo de la constitución —por mucho que incida con profundidad sobre la constitución existente (sobre la forma del Estado, sobre los principios, incluso sobre la propia reforma)— constituye de todos modos ejercicio del poder de reforma constitucional24. La identidad de la constitución —salvo, quizás, la identidad política— no tiene nada que ver aquí.

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