El compromiso constitucional del iusfilósofo

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4.2. La libertad ideológica y de conciencia

Un relevante argumento basado en derechos contra la exigibilidad jurídica de todos los juramentos políticos, incluidos los de los funcionarios, es la libertad ideológica y de conciencia. Este tipo de objeción puede afectar sea a la forma del juramento o a su contenido. En el primer caso, las razones tienden a ser de conciencia, como las religiosas de los cuáqueros o las de reserva hacia la religión de algunos laicos que se niegan a jurar por Dios o alguna invocación similar. La relevancia de este tipo de razones ha sido reconocida por el TEDH en el citado caso Buscarini, que, como vimos, consideró incompatible con el Convenio europeo no admitir la posibilidad de prometer junto a la fórmula religiosa.

En el segundo caso, es el contenido del juramento lo que afecta a la libertad de conciencia, que puede ser religiosa o no. La versión no religiosa, ideológica o política, la tenemos a la vista en la resistencia a prestar el juramento a la Constitución española por diversos parlamentarios en las últimas legislaturas. En su versión religiosa, el contraste entre la obligatoriedad del juramento y las reservas de conciencia tiene una larga historia. Aparece ya en la condena de todo juramento por Jesús en los Evangelios y en la negativa de los cristianos al juramento romano (cf. Mateo 5, 33-37; y Prodi 1992, pp. 39ss), tendría luego sucesión en algunas sectas cristianas y cobraría un denso protagonismo en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII en las luchas entre anglicanos y católicos (cf. Pollen 1911; Prodi 1992, pp. 4408ss; y Oath 2020). Esas luchas han tenido un centelleo contemporáneo en el caso McGuinness v. UK, un parlamentario irlandés que presentó una demanda al TEDH alegando su profesión católica contra la decisión del Parlamento del Reino Unido de no darle posesión de su escaño mientras no prestara un juramento de lealtad a la Reina de Inglaterra, que es además la cabeza de la Iglesia anglicana.

Entrando ya en el fondo del asunto, merece la pena recordar la llamativa reserva liberal, de carácter no religioso, que Kant expresó hacia la forma del juramento, en particular hacia el aprovechamiento coactivo del miedo religioso (en realidad, supersticioso, reconoce) inherente a la institución, llegando a afirmar la “injusticia en sí” de la obligación de jurar “porque incluso en el estado civil forzar a prestar juramento se opone a la libertad humana, que no se puede perder”. En cambio, Kant aceptó el juramento en la función pública, añadiendo la discutible propuesta de sustituir los juramentos promisorios, al asumir el cargo, por juramentos asertivos que los funcionarios deberían prestar periódicamente sobre “la fidelidad de su gestión” en el pasado (cf. Kant, 1797, III.40, pp. 133-134). Creo que tal propuesta es rechazable por afectar a la presunción de inocencia y al derecho a no declarar contra uno mismo, conforme a las objeciones ya expuestas al principio del § 4.1 contra los juramentos de prueba retrospectivos. Pero al margen de ello, la verdad es que si las legislaciones hubieran secundado tal propuesta kantiana quién sabe cuánta gente se habría librado de prestar juramentos contradictorios a regímenes opuestos, como ocurrió en Alemania, donde los funcionarios debieron jurar fidelidad a la monarquía en 1918, a la República de Weimar en 1919, a Hitler en 1934 y de nuevo a una constitución democrática en 194916.

Otro caso histórico que me parece útil recordar antes de continuar con la argumentación sustantiva es el del juramento impuesto por el régimen fascista a los profesores italianos, un juramento de fidelidad “al Rey, a sus reales sucesores y al Régimen Fascista”, que añadía el deber de cumplir sus funciones académicas para formar “ciudadanos industriosos, probos y devotos de la Patria y del Régimen Fascista”. Solo doce de más de 12.000 profesores rehusaron prestar el juramento y perdieron la cátedra (cf. Ravveduto, 2016; y Prodi, 1992, p. 504). Creo que fue pensando en este hecho, traumático para maestros muy cercanos, por lo que Norberto Bobbio, en correspondencia privada con Paolo Prodi, trazó este tan limpio como rígido criterio sobre el juramento:

Puede imaginar cuánto ha contado en la propia vida enseñar, como me ha ocurrido a mí y a tantos otros, durante el fascismo no siendo fascista. El juramento transforma una obligación externa en una obligación de conciencia. Es una institución odiosa, execrable. Es siempre la imposición, incluso la coerción de quien está arriba sobre quien está abajo. No se trata de discutir esta o aquella fórmula: hay que abolirlo (…) (carta de 10 de septiembre de 1989; en Prodi 1992, p. 519, nota).

Me interesa especialmente afrontar el argumento de Bobbio, que muestra la severa moralidad que puede alentar tras la ideología liberal. Ante todo, creo que la aversión de Bobbio tiene un trasfondo diferente de la oposición kantiana hacia la manipulación del miedo religioso, meramente formal, para basarse en cambio en el respeto hacia la conciencia moral, no necesariamente religiosa, de quien se resiste a declarar una lealtad política que no siente o incluso le repugna. Y así como las razones de Kant pueden quedar superadas una vez que se admite la posibilidad de prometer en vez de jurar, en contraste, las razones de Bobbio son menos fácilmente eludibles si se toma en serio la libertad de conciencia. Sin embargo, no comparto la conclusión de Bobbio de que se deba abolir todo juramento, sin implicar con ello que yo crea obligado mantener la institución. Dejando al margen los juramentos judiciales, que es dudoso que entren en el sentido y en la letra de la afectación a la conciencia invocada por Bobbio, tiendo a creer que tal afectación se produce en los juramentos de lealtad, pero no, en principio, en los de acatamiento. La lealtad, en efecto, es una disposición gratuita identificable con una adhesión interna que no se puede (fácticamente) obtener desde fuera y que tampoco se debe (normativamente) exigir por el Estado, que debe ser incompetente para ordenar nada legítimamente en esa esfera puramente interna. En cambio, el compromiso de acatamiento a una constitución no comporta la vinculación personal y “existencial” que compromete un reconocimiento interno de la formula política constitucional defendida por Carl Schmitt (cf., 1928, p. 51).

Exigir una vinculación existencial o interna entra claramente en la clase de juramento repudiada por Bobbio, que puede ejemplificarse bien con la lealtad a la Reina de Inglaterra objetada en el caso McGuinness, que el TEDH desestimó de manera bien discutible. Dejando para más adelante la cuestión de la representación política, la argumentación de la sentencia sobre la libertad de conciencia resulta no solo sucinta sino endeble, pues se limitó a asegurar, contra la evidencia literal de la fórmula legal17, que tal fórmula no obliga

a jurar o afirmar fidelidad a una religión particular bajo pena de perder el escaño parlamentario o como condición para acceder a él; ni [el demandante] fue obligado a abandonar sus convicciones republicanas ni se le prohibió perseguirlas en la Cámara de los Comunes (McGuinness v. UK, § 2).

Alguien podría querer añadir que el rechazo a jurar de Martin McGuinness no era propiamente una objeción de conciencia, como en cambio lo fueron las negativas de los profesores italianos a prestar el juramento fascista, y que por tanto no podría verse amparado por la libertad de conciencia. Y es cierto que, técnicamente, en el caso de McGuinness, como en los rechazos típicos al juramento parlamentario, no suelen primar tanto razones de salvaguardia de la conciencia individual a costa de sufrir cualquier sanción como razones de denuncia política en nombre de una ideología política a la que se representa. Sin embargo, que la objeción sea principalmente ideológica no excluye, conforme al argumento de Bobbio, que la exigencia de lealtad a un régimen político sea rechazable por pretender imponer una adhesión interna a un sistema y que deba por tanto resultar amparada por la libertad de conciencia.

Si se toma en serio la anterior razón, como creo que hay que tomarla, las varias fórmulas de juramento de nuestro sistema jurídico, en las que se jura lealtad al rey o a la Constitución, en la medida en que parecen implicar una adhesión moral o “existencial” al modo de Schmitt, me parece que deberían ser sustituidas por afirmaciones de respeto que, en el caso de los miembros del poder ejecutivo y el judicial y de los funcionarios, pueden seguir incluyendo también el compromiso de no solo guardar sino también “hacer guardar la Constitución y la leyes”, es decir, lo que se puede considerar un acatamiento activo, pero acatamiento y no lealtad, que no debe ser jurídicamente exigible18.

Por su parte, el compromiso que en España se exige a los parlamentarios no formula ni siquiera esa forma de acatamiento activo, sino únicamente un mero acatamiento, si se quiere pasivo, por el que no se promete “hacer guardar”, sino solo guardar, es decir, respetar u obedecer a la Constitución. Y con la importante cualificación, además, de que, conforme a la bien razonable interpretación del TC ya señalada, el respeto o acatamiento a la Constitución abarca solo a los valores democráticos básicos sin recortar la libertad ideológica a propósito de la monarquía, la unidad de la nación e, incluso, de esos mismos valores democráticos básicos. Objetivamente, así pues, tal compromiso no supone una adhesión en conciencia a lo que se acata.

Sin embargo, se puede reconocer que, subjetivamente, ese compromiso de mero acatamiento puede repeler a la conciencia de quien no concuerda ideológicamente con la democracia liberal, la unidad de la nación o la monarquía y está dispuesto a combatirlas y cambiarlas por procedimientos distintos a los constitucionalmente establecidos. ¿Pero está obligado un Estado democrático a incorporar a su parlamento a quien, aun conservando siempre las libertades políticas, no está dispuesto a comprometerse a respetar los valores básicos democráticos y constitucionales? La razón última para responder a esta pregunta remite al complejo y torturado debate, que aquí solo puedo dejar mencionado, sobre si un sistema tolerante puede o no excluir a los intolerantes sin dejar de estar justificado. Mi respuesta es que un sistema democrático razonablemente legítimo no viola la libertad de conciencia cuando exige ese respeto como condición para el ejercicio de funciones representativas. Adelantando el argumento central sobre el derecho de participación política que desarrollo en el siguiente epígrafe, de modo análogo al compromiso de cumplir lo firmado en un contrato privado, que no comporta “vinculación existencial” o adhesión interna alguna, el juramento parlamentario puede ser visto más bien como una condición sobre el juego limpio propio del pacto entre el sistema democrático y el representante que va a participar en la función legislativa.

 

Pero alguien podría objetar que la respuesta anterior resulta aceptable solo cuando estamos ante el hoy rarísimo caso de constituciones plenamente flexibles, pero que es dudoso en el de los sistemas con constituciones rígidas sin cláusulas de intangibilidad y, en fin, inaceptable en los sistemas que tienen un núcleo constitucionalmente irreformable. Veamos los tres casos por separado.

En el caso de los sistemas que no exigen para su reforma más que la mayoría legislativa ordinaria, parece bien razonable establecer la condición del juramento de acatamiento como forma de autoprotección del núcleo democrático básico, bajo el criterio de que no resulta legítimo utilizar el procedimiento democrático para acabar con el propio sistema. Tómese nota aquí de que, en este primer caso, la alegación de un eventual representante antidemocrático que alegar razones de conciencia contra dicho juramento resultaría claramente desechable, como no lo sería la de quien defendiera la evasión de impuestos alegando su desacuerdo en conciencia con la existencia del Estado.

En los sistemas con constituciones rígidas, pero jurídicamente reformables en todo o en parte —como la nuestra, según la interpretación que he aceptado— habría que debatir si una fuerte rigidez está justificada democráticamente, pero voy a darla por supuesto por la necesidad de sobreproteger los derechos básicos y por la conveniencia de contar con consensos amplios para cambios trascendentes. Eso supuesto, creo que el Estado puede legítimamente seguir exigiendo un compromiso de acatamiento también a esas reglas agravadas de reforma y que los disidentes se encuentran en una situación similar a la minoría inhábil de hecho, pero no derecho para convertirse en mayoría. En este segundo caso, el pacto antes aludido entre el sistema democrático y el representante parece defendible: si el sistema respeta los derechos políticos de los disidentes, son ellos quienes tienen, por así decirlo, la carga de persuadir a sus conciudadanos respetando recíprocamente las mayorías reforzadas establecidas. Y si es razonable exigir ese respeto, también lo será exigir que los representantes se comprometan a mantenerlo.

El caso más difícil se presenta en las constituciones con diversas cláusulas de intangibilidad, sean explícitas o implícitas y, por tanto, para quien defienda que una constitución como la española tiene un núcleo no susceptible de reforma que va más allá de los principios democráticos esenciales, extendiéndose a la fórmula política concreta en la que tales principios se organizan constitucionalmente. Aquí se pierde el pie de la reciprocidad que acabo de defender entre el respeto por el Estado a los derechos políticos de los disidentes y el respeto de los disidentes hacia el sistema de reforma de la constitución. ¿En el supuesto de una constitución monárquica y unitaria como irreformable, debe tener primacía la obligación de acatarla sobre la conciencia del disidente republicano o separatista? Confieso que no tengo una respuesta indubitable para esta pregunta, porque, por un lado, quizá se le pide tanto al disidente que la exigencia no resulte proporcionada, si bien por otro lado también encuentro atractivo el argumento de que si el sistema es legítimo puede haber razones para intentar defenderlo, especialmente en caso de peligro. La fuerza de esta segunda posición depende de que se acepten un par de tesis, tendenciales y no infalibles, de carácter histórico: de un lado, que los sistemas políticos, en cuanto mecanismos complejos engranados en distintas piezas, tienden a mantenerse o a caer enteros, de modo que el derribo de alguna de sus piezas importantes suele provocar el hundimiento del edificio entero; y, de otro lado, que del hundimiento de una constitución democrática es muy raro históricamente que surja un sistema democrático. Si estas tesis fueran plausibles, también cuando existe un núcleo constitucional irreformable más allá del núcleo democrático básico podría ser aplicable la idea del pacto entre el sistema constitucional y el representante por el que este debe comprometerse a respetar las reglas para poder jugar en él. Pero el argumento es mucho menos persuasivo que en los dos casos anteriores.

4.3. El juramento de los representantes y el derecho de participación política

La idea del pacto entre el representante y el sistema democrático que he esbozado en la última parte del epígrafe anterior podría ser puesta en duda. Un parlamentario, y cualquier representante popular, podría alegar que el derecho de participación política es incompatible con la exigencia del juramento, y tanto de manera directa, como derecho al cargo para el que ha sido elegido (derecho de representación), como de manera refleja, para garantizar el sufragio de sus electores.

El derecho de participación fue considerado “el derecho de los derechos” por William Cobbett, un político y periodista inglés de la época posterior a la independencia americana, una idea asumida por Jeremy Waldron para destacar su especial valor como procedimiento último de resolución de las discrepancias colectivas (Waldron, 1999: cap. XI). Esto no puede querer decir, sin embargo, que tal derecho no pueda estar sometido a limitaciones justificadas, como las inhabilitaciones penales por ciertos delitos o las derivadas del sistema electoral. Y puede haber discusión, naturalmente, no solo sobre el alcance de limitaciones como las anteriores, sino también sobre la justificación de otras, y sin ir más lejos sobre el condicionamiento del ejercicio de la función parlamentaria a la prestación de un juramento.

La mayor o menor resistencia del derecho de participación a las limitaciones depende ante todo de si el valor que se atribuye a tal derecho es solo instrumental para la protección de otros derechos o si también se le da un valor intrínseco, como ocurre en las concepciones que lo deducen, y en mi criterio por buenas razones, de la autonomía individual. Pero incluso admitido que tiene valor intrínseco, algunas limitaciones pueden ser justificables en el conflicto con otros derechos, también con valor intrínseco, incluido en ellos el de participación política de otros ciudadanos o del conjunto de la ciudadanía.

En realidad, la cuestión de la obligatoriedad del juramento puede considerarse un caso particular del derecho general de participación política de los partidos políticos, con la relevante diferencia de que en este caso el derecho resulta afectado en menor medida que en la ilegalización de un partido. Esa menor medida tiene dos fuentes principales. La primera es que, si el juramento no se presta, se impide la actividad parlamentaria pero no se afecta a las libertades que configuran el derecho de participación (expresión, reunión y asociación) en el resto de las actividades propias de un partido legalizado. Este fue uno de los argumentos del citado caso McGuinness: aceptando un “amplio margen de apreciación en la sujeción de los derechos de sufragio activo y pasivo a las condiciones prescritas”, la sentencia del TEDH dice que la exigencia de juramento no recorta el contenido esencial de tales derechos, que cumple un fin legítimo y que los medios empleados no son desproporcionados, así como que los derechos de los electores no han sido afectados, pues son iguales a los de otras circunscripciones, ni se les priva de ellos

por el hecho de que el demandante, el candidato del Sinn Féin, tenga que jurar como condición para tomar posesión de su escaño si es elegido. Ellos votaron por él con pleno conocimiento de esta exigencia, que este Tribunal ha considerado antes ser una condición razonable para la función parlamentaria (McGuinness v. UK, § 2)19.

La segunda fuente de menor incidencia es que cuando se exige un juramento a alguien cuyo grupo político no comparte sea su exigibilidad o su contenido, el grupo y sus miembros tienen siempre la alternativa de cumplir o no cumplir con la exigencia, algo que no está disponible en la ilegalización de un partido político. En esa alternativa, la negativa a prestar juramento por parte de un determinado grupo político tiene como resultado una exclusión del acceso al parlamento en alguna medida similar a la exclusión electoral de algunas opciones políticas (como ocurre en India o Israel, que sin embargo no las consideran ilegales: cf. Issacharoff, 2007, pp. 1409-1410; y Tyulkina, 2015, cap. 6). Y, por lo demás, la prestación efectiva del juramento, incluso mostrando desacuerdo con él (salvo que se apliquen sanciones por ello), por definición no afecta al derecho a la participación política.

¿Está justificada la posible limitación que la exigencia de juramento impone al derecho a la participación política de los grupos políticos? Ante todo, como ya ha quedado suficientemente justificado, el juramento de los representantes políticos, y con las mayores razones el de los parlamentarios, no debería ser un juramento de lealtad al rey o la reina, como el que se exige a los diputados del Reino Unido, o a una fórmula política concreta, sino de mero acatamiento o respeto a los valores fundamentales del sistema democrático. Bajo ese presupuesto, si, como he intentado justificar en la crítica a la STC 119/1990, la exigencia de juramento se toma en serio por parte del Estado y se refiere a un juramento genuino, el problema se debe desdoblar en dos cuestiones: si está justificada la posible exclusión de quien se niega a jurar, pero también si lo está la de quien por declaraciones anteriores o posteriores al acto del juramento hace ver que su juramento no es genuino. Distingo las dos cuestiones porque la segunda complica tanto la solución que quizá obliga a revisar la respuesta inicial a la primera.

La respuesta a la primera cuestión resulta sencilla, porque no parece injustificado exigir juego limpio a quien quiere entrar en el parlamento (para una argumentación más amplia, cf. Singer, 1979, pp. 45ss, trad., pp. 55ss). Si alguien no está dispuesto a manifestar su respeto por los valores básicos del sistema democrático, no tiene derecho a protestar. Como argumentó Rawls sobre un problema análogo, “el derecho de una persona a quejarse se limita a los principios que él mismo reconoce” (Rawls, 1999, p. 190). Esta es la manera adecuada de replicar, creo, a la abusiva pretensión del antidemócrata que, como el ultramontano del siglo pasado Louis Veuillot, no tiene empacho en espetar a los liberales: “Reclamo de vosotros, y en nombre de vuestros principios, la libertad que os niego en nombre de los que me son propios”20.

Como ejemplo histórico de la razonabilidad de la exclusión de una opción antidemocrática, un estudioso de la democracia militante muy crítico en principio con la proscripción electoral absoluta (disenfranchisement) de partidos políticos antidemocráticos, Alexander Kirshner, ha justificado las medidas restrictivas adoptadas temporalmente tras la Guerra de Secesión americana, cuando se exigió como condición para concurrir a las elecciones al Congreso que los candidatos de los Estados de Sur aceptaran “los elementos fundamentales de la práctica democrática”, siendo “los autores de su propia exclusión” si pretendían subvertir las reglas del juego (cf. Kirshner, 2014, p. 153). La analogía que este autor brinda merece reproducirse: si Bonnie propone a Clyde jugar al ajedrez, pero Clyde acepta con la condición de que él pueda hacer dos movimientos por cada uno de ella, nadie podrá reprochar a Bonnie que está impidiendo jugar al ajedrez a Clyde por el hecho de negarse a jugar con él (cf. ib., p. 155).

La segunda cuestión se presenta porque si la finalidad de la exigencia del juramento es evitar en lo posible la mala fe en el ejercicio de la representación política, limitarse a regular el acto de juramento como una condición para adquirir la condición plena de representante sería claramente insuficiente si este se pudiera permitir legalmente hacer declaraciones anteriores o posteriores que desprecien el valor del acatamiento o desdigan su contenido. Pero dejo pendiente el análisis de la posibilidad de sancionar esas conductas y la respuesta a esta segunda cuestión para el siguiente apartado, donde trato los problemas de eficacia y utilidad del juramento.

 

Para echar las sumas de este epígrafe, he defendido que el derecho de representación política no es ilimitado y que la exigencia de juramento podría admitirse como una de sus posibles limitaciones en aras del juego limpio democrático. Naturalmente, que esa limitación esté justificada no significa que el legislador esté obligado a establecerla, ni jurídica, ni moral, ni políticamente.

V. DE LA SUPERFLUIDAD A LA INCONVENIENCIA DEL JURAMENTO

La denuncia por la inutilidad del juramento y el temor a los inconvenientes de su mal uso están ya bien presentes en Maquiavelo, admirador del juramento en Roma y en la Alemania de su tiempo (cf. Maquiavelo, 1517, I.55, p. 189), pero fustigador de su decadencia entre sus conciudadanos florentinos:

“Y como en todos ha desaparecido la religión y el temor de Dios, el juramento y la palabra empeñada (la fede data) tienen validez solo cuando de ellos puede sacarse alguna utilidad; y la gente se sirve de ellos no para cumplirlos sino como medio para poder engañar más fácilmente” (Maquiavelo, 1525, III.5, p. 146).

En la literatura jurídico-moral hispánica de los siglos siguientes no faltará la desconfianza hacia la institución: un Manual de confesores y penitentes de 1556 advierte que “nunca se ha de dar juramento a aquel de quien hay gran presunción que no lo guardará”, doctrina que da por consolidada una Disputationen de indiarum iure de 1629 (cit. en Botero, 2019, pp. 81 y 71, respectivamente).

Asimismo, la tesis de la inutilidad del juramento se ha argumentado con cierta eficacia apelando a la historia de Estados Unidos:

“La función del juramento como un test político suscita un problema fundamental. Empíricamente se puede argüir razonablemente que los juramentos de lealtad son una falacia. Si hay una nación que sabe bien esto son los Estados Unidos de América. Los Padres Fundadores americanos juraron lealtad al Rey Jorge y se rebelaron contra él. Benjamin Franklin anotó que ‘no podría confiarse en sus juramentos’ porque son ‘el último recurso de los mentirosos’; James Wilson escribió que ‘un buen gobierno no los necesita, y un mal gobierno no podría o no debería mantenerlos’. [...] La historia del juramento es, en gran medida, una historia de temor. Los juramentos eran un signo de debilidad y fueron usados por la parte que percibía su poder amenazado” (Orgad, 2014, pp. 109 y 110).

Que la anterior censura de los juramentos se centre en un país que ha hecho y sigue haciendo un uso tan extenso e intenso de ellos, y por añadidura bajo la amenaza de un delito de perjurio que castiga genéricamente todas sus violaciones, permite abrigar alguna duda sobre su presumida ineficacia, por más que tampoco haya evidencia de que sirvan en todo tiempo y lugar para fomentar la cohesión social (Orgad, 2014, p. 112). Sea como sea, en la literatura estadounidense contemporánea sobre el tema, que no es abundante, es raro encontrar opiniones alentadoras a propósito del juramento. Como mínimo, se considera una forma de adhesión social marginal y poco fructífera sobre la que la sabiduría convencional yerra si cree que fomenta las adhesiones a la comunidad y hace más probable el cumplimiento de lo prometido: “Tomar un juramento una vez —se ha dicho con un brillante comparación— no es más útil que tomar salvado de avena una vez para reducir el colesterol”21.

Bajo una perspectiva todavía más aprensiva, el juramento no se ha visto solo como inútil, sino que podría mostrarse hasta perjudicial. Refiriéndose a los “juramentos de adhesión” (attachment oaths), que son los que aquí he venido denominando políticos, Cass Sunstein empieza apuntando bien cuando observa que hoy en día los juramentos ponen de manifiesto irónicamente la heterogeneidad y el disenso que pretenden conjurar, pues “no se requiere juramento de lealtad alguno cuando la lealtad no está en cuestión”, pero no estoy tan seguro de que acierte cuando termina diciendo que al hacer patente la heterogeneidad, los juramentos tienden más a perturbar que a fomentar la unidad social (cf. Sustein, 1990, pp. 102-105 y 111).

En cierto contraste, el propio Sunstein remite a la tradición “liberal” (republicana, cabe precisar), para la que los juramentos son un intento de enlazar la obligación política con el consentimiento activo de los ciudadanos, y también reconoce que pueden tener la función positiva de afirmar la frágil continuidad dentro de una comunidad, entre pasado y futuro y en la propia vida (ib., p. 102). Su conclusión es, así, ambigua, y mucho más matizada que la simple tesis derogatoria:

“La convencional antipatía actual a los juramentos de adhesión —que invoca creencias liberales en la inmunidad individual respecto de los lazos comunitarios— tiende a ser demasiado desdeñosa hacia las distintas funciones que los juramentos cumplen. Los juramentos obligatorios de adhesión tienen mala fama entre muchos de nosotros, y por muy buenas razones; pero no sería fácil vivir en un mundo sin ellos, o al menos sin sucedáneos que hagan algo del trabajo social que aquellos hacen” (Sunstein, 1990¸ p. 111).

La última cautela de Sunstein merece subrayarse. Un constitucionalista también estadounidense y liberal, Sanford Levinson, recordaba en debate con Sunstein que incluso los intelectuales progresistas más desdeñosos siguen participando en ceremonias sociales formalizadas, como el matrimonio (cf. Levinson 1990, p. 113), y algo similar cabría añadir desde aquí de nuestros nacionalistas, que están dispuestos a despreciar el juramento a la Constitución y a la bandera española no por desprecio a los juramentos sino a su aplicación a España. Levinson también reproduce el antiguo juramento de los votantes de Connecticut, que comprometía a que el propio voto intentara contribuir “al mejor interés de Connecticut y de la nación, sin consideración o favor hacia ninguna persona (…)”22. Era la misma idea republicana, apuntada por Tocqueville y acertada en la diana por Mill, de que el elector no puede tener más interés personal en su voto que un jurado ante el veredicto (Mill 1861, X, p. 302; trad., p. 123; cf. Tocqueville 1835, I.II.vii, p. 246).

Aunque personalmente carezco de entusiasmo republicano por el juramento, también estoy lejos de sentirme cómodo con el escepticismo presuntamente progresista e indiferente hacia sus irrisiones. Me conformaría con un moderado “republicanismo negativo”23, entendido no como exhortación a la virtud cívica sino como mínima omisión del vicio. El embate a la virtud no viene solo de los relevantes cargos políticos que se resisten al acto de acatamiento —desde los dos últimos presidentes de la Generalitat catalana hasta un creciente número de parlamentarios—, sino también, y quizá en mayor medida, de la tolerancia oficial asentada tras una equivocada jurisprudencia constitucional.