El compromiso constitucional del iusfilósofo

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a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos [...], una lesión que sin duda repercute también en el derecho que la Constitución también garantiza a sus electores, de participar en los asuntos públicos a través de representantes (STC 119/1990, FJ 7).

El camino para llegar a tal conclusión, sin embargo, tuvo que girar casi 180 grados de los precedentes establecidos en las SSTC 101/1983 y 122/1983, sorteándolos mediante dos escorzos argumentativos bien familiares en nuestra jurisprudencia constitucional: la afirmación de que los precedentes apoyan una nueva tesis que en realidad es palmariamente opuesta a ellos y el reconocimiento de un criterio general que al fin y al cabo resulta escatimado en el caso concreto. Por el primer artificio retórico, como en tantas ocasiones, la tesis de que el juramento es una obligación derivada de la CE que se formaliza legalmente, se transforma aquí —tras la debida reverencia de citar los precedentes como “punto de partida obligado”— en la tesis bien diferente de su “licitud constitucional”, expresamente entendida en el sentido de que

no viene impuesta, pues, por la Constitución, pero como acabamos de señalar, tampoco es contraria a ella [... pues] tan legítima es desde un punto de vista constitucional, la postura de quienes la propugnan como la de quienes la critican como inadecuada o anacrónica (STC 119/1990, FJ 4, cursiva mía).

Mediante la segunda maniobra argumentativa, al entrar en la sustancia de la salvedad “Por imperativo legal”, lo que la sentencia reconoce como criterio general lo viene a negar luego en una serie de frases de las que solo se puede sacar en limpio la voluntad de no aplicar el criterio general. Así, por un lado, el TC mantiene la intachable doctrina general de que la superación de “un entendimiento exageradamente ritualista” del juramento no implica

prescindir en absoluto de cuanto de ritual ha de haber siempre en toda afirmación solemne [...], para tener por cumplido el requisito del juramento no bastaría sólo con emplear la fórmula ritual, sino emplearla, además, sin acompañarla de cláusulas o expresiones que de una u otra forma, varíen, limiten o condicionen su sentido propio, sea cual fuese la justificación invocada para ello (FJ 4).

Por otro lado, sin embargo, a la hora de calibrar el caso concreto, el Tribunal inaplica abiertamente esa doctrina para aceptar el argumento de los recurrentes de HB de que la fórmula por imperativo legal no tenía sentido limitativo o condicional, sino sólo explicativo: textualmente, “tiene sólo un sentido modal o causal que no implica ‘condición, reserva, ni limitación alguna’” (FJ 7; las comillas internas corresponden a las alegaciones de HB). Según esta interpretación, los parlamentarios de HB habrían prestado el juramento genuinamente, sin pretender condición ni reserva alguna, como así lo afirmaban en el recurso (cf. Antecedente 3.G), a pesar de que, como lo anunciaron en su campaña, le antepusieron la fórmula “por imperativo legal” para dejar clara la salvedad de que lo prestaban obligados a ello y solo para poder conseguir los derechos y prerrogativas de la condición plena de diputados (cf. FJ 7). No estará de más recordar que en una rueda de prensa inmediatamente posterior a la promesa, los propios diputados de HB explicaron que mediante su fórmula pretendían obedecer “un mandato muy específico de las bases de HB para adquirir la condición de Diputados”, mencionando también “el rechazo a la Constitución, porque niega el derecho inalienable e imprescriptible a la autodeterminación de los pueblos” (cf. Antecedente 10.G). Con semejantes antecedentes, uno se pregunta cómo el TC pudo mantener que se había realizado un acto de acatamiento auténtico.

Pero con premisas contrarias como las que manejó el TC se puede obtener cualquier conclusión, y la que la sentencia extrajo fue que la salvedad “Por imperativo legal” no impedía la validez del juramento como auténtico. Y que las premisas de esa conclusión son incoherentes queda claro cuando se lee la larga frase que pretende justificar que la repetida salvedad tenía un significado explicativo y no condicional, una frase tan arduamente inteligible como sustantivamente inconcluyente que vale la pena reproducir, porque así se escriben sentencias que tienen trascendencia:

Tan evidente es que, en el lenguaje común, la expresión añadida no tiene valor condicionante ni limitativo de la promesa (una evidencia que, por lo demás, ratifica la argumentación de los recurrentes ante nosotros, como acabamos de ver), como que su sentido desborda con mucho del carácter meramente explicativo de lo obvio que los recurrentes, en ocasiones, pretenden atribuirle, y adquiere un significado político que, por lo demás, los mismos recurrentes admiten sin paliativos, pues como repetidamente afirman, el sentido de su adición, cuyo uso anunciaron ya en el curso de su campaña electoral, es el de precisar que su acatamiento no es resultado de una decisión espontánea, sino simple voluntad de cumplir un requisito que la Ley les impone, para obtener un resultado (el de alcanzar la condición plena de Diputados), que es el directamente querido tanto por ellos como por sus electores (FJ 7).

Esta elaboración, además de deslizar de pasada una falaz contraposición entre obligatoriedad y espontaneidad (dejando en el limbo a la voluntariedad, que es el concepto relevante para la validez de un juramento), deja clara la ya indicada incoherencia al aceptar, de un lado, que los diputados de HB adoptaron el punto de vista interno propio del juramento y al reconocer, del otro lado, que pretendían señalar políticamente que juraban por estar legalmente obligados y como medio para obtener la condición plena de diputados, es decir, que lo hicieron solo instrumentalmente, sin adoptar el punto de vista interno.

Debe recordarse aquí que la fórmula ritual fue establecida en una Resolución del Presidente del Congreso recogiendo una costumbre de la Cámara, según la cual a la pregunta sobre si el diputado jura o promete acatar la Constitución, se debía contestar “Sí, juro” o “Sí, prometo”. Ante este tipo de formulación, la introducción de una coletilla como la utilizada por los diputados de HB no era de confirmación (como ocurriría en “Sí, juro por mi honor” o “Sí, prometo porque soy monárquico”), sino de rectificación, equivalente a un “juro (o prometo), pero…”. Detrás del “pero” hay una evidente reserva: lo hago solo porque me obligan y no de corazón o en serio, etc. Más todavía, el significado específico de la salvedad “Por imperativo legal” es que un acto como el de jurar o prometer, que implica consentimiento libre, en realidad se hace forzado y porque se quiere obtener el resultado, pero sin pretender realizar el acto de verdad. Si esto se lo dijera uno mismo para sus adentros, se trataría de una reserva mental o en el foro interno perfectamente irrelevante para el efecto jurídico6, pero como al introducir la salvedad en la misma fórmula del juramento se da conocimiento público y general a la intención de no cumplir, se trata de un caso de lo que J. L. Austin llamó insinceridad, del tipo “’Prometo pero no tengo la intención de hacer lo prometido’ [que] es paralelo a ‘esto es así pero yo no lo creo’” (1962, p. 50; trad., p. 93). El caso es similar a jurar con las palabras rituales, pero cruzando los dedos ostentosamente, y darlo por bueno es convalidar un acto de mala fe, en este caso de juego sucio democrático (de acuerdo, Revenga, 2005, p. 21).

Dentro de la incoherente argumentación de la sentencia, las referencias al ritualismo se añaden como un señuelo desorientador. El criterio central de la decisión no tiene nada que ver con la cuestión del mayor o menor ritualismo de las fórmulas de juramento, pues lo que termina negando es el significado genuino mismo del acto performativo de jurar o prometer, con independencia de su mayor o menor grado de ritualización. Lo que el TC viene a decir es que vale como juramento no sólo el acto cuyo sentido es manifestar que se está diciendo algo en lo que se cree, sino también el acto que dado el contexto hace patente que se quieren sus efectos, pero sin asumir el punto de vista interno. Esto no tiene nada que ver con la sensata exclusión de una interpretación rígidamente ritualista del juramento, cuya observancia nos retrotraería a una concepción mágica como la del Derecho romano arcaico que en este caso nunca se había defendido.

Sin duda, es perfectamente defendible una concepción más flexible que la romana, como la que se ha aplicado en algunos casos en España. Conforme a esa concepción, los concejales de Aranda de Duero que prometieron cumplir bien sus cargos “ante el pueblo”, el del ministro que dijo “Sí, juro o prometo” o, en fin, las últimas tomas de posesión de miembros del Gobierno que han prometido su cargo mencionando al “Consejo de ministros y ministras”, son todos ellos ejemplos claros de actos genuinos y válidos bajo una aceptable concepción desritualizada del juramento, porque no desmienten en absoluto la intención de prestarlo, es decir, el punto de vista interno. Pero frente a esto el TC no supo o no quiso ver que una cosa es la naturaleza no rígidamente ritualizada del juramento y otra muy distinta el sentido sea de las palabras utilizadas en él, sea de la forma de prestarlo como condición de su validez. De tal manera, lo que la sentencia aparenta presentar como una razonable desritualización que “antepone un formalismo rígido a toda otra consideración [...y] violenta la misma Constitución” (STC 119/1990, FJ 7), se revela en realidad como una desnaturalización de la institución del juramento.

Resumiendo, en su sentencia 119/1990 (pronto confirmada por la STC 74/1991) el TC convalidó una práctica abiertamente insincera y absurda según la cual es disponible cumplir con el acto de jurar mediante una fórmula inauténtica que en realidad permite no hacer el juramento. En vez de mantener un juramento, se ha terminado por admitir como tal un jura-miento o, dicho a la pata la llana, por aceptar pulpo como animal de compañía. Con ello se ha vaciado de contenido la institución para quien lo desea, consagrando la doble ficción de un poco decoroso juego de espejos entre quienes hacen que juran sin jurar y quienes lo asumen no sé si frívola o deportivamente: vale que ellos finjan que juran en tanto nosotros fingimos que les creemos, aunque sabemos que en realidad no juran y que ellos saben que lo sabemos. Y tal es la historia de cómo la convalidación constitucional de un burdo intento de sortear la emisión de un juramento genuino ha dado lugar años después a una patulea de fórmulas extravagantes que han convertido el acto de juramento o promesa parlamentaria en una práctica viciada y bufa, al servicio solo de la grave polarización política que sufrimos desde hace unos años7.

 

3.3. Constitucionalidad del juramento, democracia militante y núcleo intangible

En el plano jurídico-constitucional, el derecho que la STC 119/1990 considera violado es el reconocido en el artículo 23.2 CE de “acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes”. La sentencia no entra en el alcance de tal derecho y se limita prácticamente a citarlo —junto al pluralismo político, la libertad ideológica y el derecho de sufragio de los electores— con el fin de avalar una supuesta interpretación “integradora” de la Constitución frente a la “excluyente” del Presidente del Congreso. Pero si, como aquí se ha intentado probar, tales derechos son irrelevantes frente una aceptación incorrecta e incoherente del juramento por imperativo legal como válido, tampoco del conjunto de la jurisprudencia constitucional sobre el juramento se puede extraer en absoluto la conclusión de que los anteriores derechos se opongan a la constitucionalidad del juramento de acatamiento a los representantes políticos. Nada diferente, por lo demás, a la línea seguida por el TEDH, que en las varias ocasiones en que ha visto recursos con el juramento político en el trasfondo ha aceptado o dado por supuesta la legitimidad de su exigibilidad8, mientras en el único caso en el que se pronunció directamente sobre ella, McGuinness v. UK (1999), rechazó que violara el Convenio una fórmula mucho más comprometedora y discutible que la española (más adelante se irá comentando esta sentencia con más detenimiento).

Nada de mi crítica anterior pretende impugnar la idea de que la exigencia del juramento parlamentario no sea directamente derivable de la Constitución, como con exceso parece afirmar la primera sentencia sobre el tema (la STC 101/1983), ni eludir el debate sobre si tal institución está justificada desde un punto de vista ético-político, que es un tema que dejo pendiente para el siguiente apartado. Tampoco deseo atenuar la fuerza del derecho de sufragio, tanto pasivo como activo, que me parece el argumento más sólido de la sentencia a pesar de su laconismo argumentativo. Solo me pregunto por qué, en vez de aceptar una salvedad que desmiente la autenticidad del juramento, la sentencia no giró sus razonamientos para concluir declarando la inconstitucionalidad de la institución para los cargos representativos. Ciertamente, no era fácil dar este paso, y no sólo porque nuestro TC se resiste a revocar expresamente decisiones anteriores, sino también porque las razones para excluir como contraria a la Constitución la exigencia de un juramento de acatamiento no son ni mucho menos obvias: una vez configurado el acatamiento por el propio Tribunal como aceptación del sistema democrático y de las vías constitucionales para su transformación, no parece fácil excluir que entre los requisitos que la ley puede exigir para acceder a cualquier cargo, incluso representativo, se establezca la prestación de un juramento o promesa de tal acatamiento.

En este punto, el debate jurídico-constitucional en España ha girado eminentemente en torno a la afirmación de que nuestro sistema no es de democracia militante porque no existe ningún precepto en la Constitución que sea irreformable. Como enseguida diré, algunos años después de sus sentencias sobre el juramento político, el TC ha hecho expresa esa afirmación en varias ocasiones, pero la idea resuena ya de manera implícita en la más displicente con la idea de la democracia militante, la misma STC 119/1990, cuando conecta el “mayor valor” de los derechos de participación política con el respeto al mandato representativo,

“producto de la voluntad de quienes los eligieron —dice la sentencia— determinada por la exposición de un programa político jurídicamente lícito (y por tal ha de ser tenido mientras no haya una decisión judicial en contrario)” (FJ 7).

El concepto de democracia militante es profundamente ambiguo, porque tanto puede entenderse de manera restringida como un pequeño paraguas que, al modo de la Constitución alemana, se refiere estrictamente a la posibilidad de prohibir partidos (o el ejercicio de funciones públicas) por el hecho de propugnar fines antidemocráticos o inconstitucionales, cuanto de manera mucho más amplia como un vasto toldo que abarca todo tipo de instrumento defensivo de la democracia, desde la educación cívica o los cordones sanitarios a los partidos antisistema hasta la penalización de las conductas violentas, según el cual toda democracia sería militante en un grado mayor o menor9. En España, creo que fue Ignacio de Otto el primero en acogerse al concepto más restringido para negar que nuestro sistema constitucional pudiera considerarse una democracia militante. Su argumento fundamental era que nuestra Constitución ni prevé límites absolutos a su propia reforma ni incluye un precepto similar al artículo 21.2 de la Ley Fundamental de Bonn, que declara inconstitucionales a los partidos que “por sus fines o por la conducta de sus afiliados traten de socavar o abolir el orden libre y democrático básico o poner en peligro la existencia de la República Federal de Alemania”. Y así, la Constitución española no puede establecer una democracia militante, aducía De Otto, porque sería incoherente prohibir que los ciudadanos y sus representantes persigan aquello que podrían hacer como titulares del poder de reforma de la constitución, cayendo en el absurdo de “declarar ilícita la persecución de un fin cuya consecución sería, sin embargo, lícita” (De Otto 1985, p. 27).

De Otto aceptaba dos excepciones a la reformabilidad total de la Constitución, pero con un alcance meramente lógico y no jurídico-constitucional: de un lado, la destrucción de la democracia “por decisión mayoritaria”, que en realidad no sería una decisión democrática conforme a una definición de la democracia como sistema que garantiza “la posibilidad de todos los proyectos” (ib., p. 30); y de otro lado, la reforma de las normas sobre la reforma, que son “lógicamente irreformables, dado que no existen a su vez otras lógicamente superiores que permitan su reforma” (ib., p. 31). De una manera a mi modo de ver forzada y extraña, De Otto vinculaba la primera imposibilidad con la segunda10, seguramente para poder concluir que ambas imposibilidades tienen un carácter lógico sin “prácticamente ninguna consecuencia jurídica”: tanto si cambiara la Constitución irregularmente como si se reformaran las normas sobre la reforma, venía a decir De Otto, la constitución subsiguiente no derivaría su validez de la anterior, pero que no estemos ante la misma constitución en sentido lógico no significaría nada jurídicamente, es decir, que no estaría prohibido derribar la Constitución o llevar a cabo la reforma de las normas de reforma (ib., pp. 31-32). No importa mucho aquí desarrollar que la tesis sobre la autorreferencia normativa, que procede de Alfred Merkel y de Alf Ross, es abiertamente errónea, como demostró Herbert Hart11. La tesis decisiva está en la exclusión de la licitud de la democracia militante por el argumento de la total reformabilidad al menos material (es decir, excluidas las normas sobre su reforma) de la Constitución.

Esta última tesis fue durante años mayoritaria entre los constitucionalistas, pero tuvo su mayor éxito (implícito, pues nuestros tribunales rarísimamente citan doctrina académica) cuando en 2003 el TC pareció recogerla al afirmar con la misma rotundidad que De Otto que en nuestra Constitución

“no tiene cabida un modelo de ‘democracia militante’ [...], esto es, un modelo en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución” (STC 48/2003, FJ 7).

Es algo paradójico que este rechazo de la democracia militante se proclamara como principio precisamente en una sentencia12 que, según un consenso muy amplio, terminaba de facto por hacerle un cierto hueco a la categoría en el caso concreto, pero así se va escribiendo nuestra jurisprudencia constitucional.

Más allá de la jurisprudencia, las presuposiciones teóricas en esta materia tienden a ser de cara y cruz: así como la tesis de la reformabilidad total sería incompatible con la democracia militante en sentido estricto (cf. Buis 2009, p. 80), la tesis opuesta del núcleo esencialmente inalterable sería un componente básico de la democracia militante (cf. Tyulkina 2015, p. 14). En realidad, aparte de los argumentos de Derecho comparado que plausiblemente desmienten ambas afirmaciones (cf. Fox & Nolte 1995; y Revenga 2005, § II), nada en la lógica de un sistema de soberanía formalmente ilimitada impide que pueda dotarse de instrumentos fuertes de democracia militante ante situaciones de excepcional e inminente riesgo democrático, como tampoco la existencia de uno o varios contenidos constitucionalmente irreformable comporta lógicamente por sí sola la ilicitud de la crítica política de su núcleo inalterable o de la defensa ideológica de un régimen político distinto. Es verdad que cuando aquellas presuposiciones vienen acompañadas de argumentos sustantivos sobre el alcance de los posibles derechos en juego las consecuencias pueden ser bien diferentes. Pero conviene ser consciente de que el peso decisivo de la argumentación está en los derechos y no en la etiqueta de si nuestro sistema es o no de democracia militante en función de la existencia o no de cláusulas de intangibilidad. Se debe argumentar, pues, sobre las razones sustantivas por las que resulta (o debería resultar) o no constitucionalmente lícita la prohibición de partidos solo por sus fines programáticos o, como aquí nos interesa, por las que se puede exigir o no el juramento de acatamiento a los representantes políticos. Y lo que puede y debe dirimir esta última cuestión son los argumentos relativos al alcance de los derechos de participación política y de libertad ideológica, que son objeto de debate en el apartado siguiente (§§ 4.2 y 4.3).

Pero antes de pasar a ese apartado me parece conveniente hacer una breve reflexión para tomar posición sobre la cuestión de la reformabilidad total de nuestra Constitución, que tiene su importancia por algo que se verá más adelante, en el § 4.2. A mi parecer, la tesis de Otto de que hay solo un impedimento lógico pero no una prohibición jurídica de acabar antidemocráticamente con el conjunto de la Constitución es tan inverosímil como su tesis gemela de que no es lógicamente posible reformar las reglas sobre su reforma. Creo más bien que mientras una eventual “reforma” que acabara con la democracia sería un cambio de Constitución (y no en la Constitución) que sería absurdo pensar como constitucional, en cambio, la reforma de las reglas de reforma es perfectamente posible y lícita. El propio De Otto admite que la democracia no puede ser destruida lógicamente por decisión mayoritaria: qué problema hay entonces para presuponer que cualquier sistema democrático contiene una norma, si no explícita sí implícita, que excluye la autorización de ese imposible lógico, que sin embargo es siempre una posibilidad real.

El problema más peliagudo viene cuando se pregunta, dada la apertura literal de nuestras reglas de reforma a cualquier cambio, incluso total, si ese núcleo intangible va más allá del principio de la soberanía popular y el núcleo de los derechos e instituciones básicas que configuran el sistema democrático liberal. Más allá de ese primer círculo, al que aquí denominaré al núcleo democrático básico, se encuentra lo que Carl Schmitt denominó “las decisiones políticas fundamentales” de una constitución (Schmitt 1928, p. 51). Ese núcleo conllevaría la existencia de varias cláusulas de intangibilidad, incluso implícitas, en especial las relativas a la concreta forma de Estado y de gobierno: en el caso español, la monarquía parlamentaria y el sistema de distribución territorial del poder, así como también al alcance territorial de la soberanía. Denominaré a este segundo círculo más amplio la tesis del núcleo constitucional irreformable cuando se defienda como jurídicamente vedado por nuestra Constitución (vid. De Vega 1985, pp. 285-290; y Tajadura 2018, §§ I.7 y II.4).

 

A mi modo de ver, sin embargo, las reformas procedimentalmente conformes sobre el núcleo más extenso —al igual que las modificaciones en los derechos o en la organización judicial o administrativa que no impugnen la esencia del sistema democrático— deben considerarse jurídicamente autorizadas por la Constitución, aunque algunas de ellas podrían tener tal trascendencia sustantiva que ex post facto seguramente sería razonable debatir si habrían dado lugar a un mero cambio constitucional o a una constitución distinta13. No sería lo mismo, desde luego, una transformación de la división territorial en sentido más genuinamente federal que una fuerte recentralización, ni un cambio de soberanía por la eventual recuperación de Gibraltar o la pérdida de Ceuta y Melilla que por la independencia de Cataluña o el País Vasco. Pero dada la expresa regulación abierta de nuestras reglas de reforma y la persistente interpretación en el mismo sentido de nuestro TC, ex ante al menos, me parece razonable negar la idea de ese más amplio núcleo constitucional irreformable jurídicamente.

IV. EL ENFOQUE FILOSÓFICO

Los argumentos más relevantes con trascendencia filosófico-jurídica en materia de juramento son los relacionados con el tema de la naturaleza de la obligatoriedad del juramento, con la libertad ideológica y de conciencia y con los derechos de representación y participación políticas. A ellos se dedicará este apartado por ese mismo orden.

4.1. La obligatoriedad condicional del juramento

El pivote central sobre el que se apoya la crítica a los juramentos en general, y no solo a los políticos, descansa en su carácter jurídicamente obligatorio. Desde luego, la obligatoriedad resulta particularmente odiosa cuando el juramento implica una posible autoacusación, como ocurría con los juramentos de prueba (test oaths) que con motivo de la Guerra de Secesión americana obligaban a los funcionarios y empleados a “jurar o afirmar que nunca habían realizado anteriormente conducta ilegal o desleal alguna”, bajo la sanción de no recibir el sueldo si no juraban y de perjurio y exclusión definitiva para cualquier empleo federal en caso de juramento falso (cf. United States Senate 2020). A pesar de que los juramentos de prueba han sido considerados constitucionales en los Estados Unidos bajo ciertas condiciones y con exclusión de los retrospectivos (como el que en 1838 se exigía a los abogados de Alabama de no haber cometido el delito de duelo), parecen acertadas, entre otras, las críticas de que invierten la presunción de inocencia y equivalen a una confesión obligatoria (cf. Greenberg 1958, pp. 488ss; sobre el tema, cf. Tushnet, 2009, pp. 366-370), dos principios bien asentados por la Ilustración penal14. No obstante, conviene desbrozar el objeto y las razones de la repulsa de juramentos como los anteriores —la presunción de inocencia y el derecho a no declarar contra uno mismo— de la obligatoriedad en sí misma, que en otros juramentos podría estar bien justificada.

Ante todo, conviene dejar precisado que la obligatoriedad jurídica se refiere en general a la prestación del juramento, pero no necesariamente a la de su cumplimiento, lo que en la práctica depende de que este último se refuerce directamente mediante alguna sanción institucionalizada. Sin embargo, tal sanción puede no existir y tener solo, si acaso, carácter moral o religioso. Aun así, incluso si una vez realizado el juramento su cumplimiento está jurídicamente sancionado de manera directa, como cuando existe un delito genérico de perjurio, la obligatoriedad de la prestación de cualquier juramento es compatible con su posible carácter condicional, que es el régimen usual en los juramentos políticos, a diferencia de los juramentos judiciales, cuya obligatoriedad es incondicional en el sentido de que negarse a prestarlos es susceptible de sanción.

En efecto, frente al caso del juramento incondicionalmente obligatorio, como el testifical en juicios penales o el exigido a los soldados en un servicio militar obligatorio, el juramento que se exige a los ministros, los funcionarios o los militares profesionales resulta bien diferente porque estos últimos eligen libremente acceder a su cargo u oficio. Esa libertad de acceso, por cierto, impone una relevante diferencia entre exigir el juramento como condición para el acceso a la función y hacerlo a quienes ya han accedido a ella si el no prestar juramento comporta alguna sanción, como la pérdida del cargo15. En el caso del juramento condicional, el juramento puede considerarse, al menos en principio y formalmente, como una condición similar al deber de presentar una declaración de bienes y actividades que en España se exige a los parlamentarios (más adelante se verá, no obstante, si tal equiparación es o no adecuada desde un punto de vista más sustantivo que tenga en cuenta la libertad de conciencia).

Así pues, los juramentos políticos, como los compromisos de confidencialidad y similares en el ámbito empresarial, suelen ser de naturaleza condicional. El juramento es en ellos una condición para obtener un beneficio que no se obtiene si no se presta, pero no una sanción por el hecho de no prestarlo. Cuando O. W. Holmes era juez del Tribunal Supremo de Massassuchetts justificó una sentencia en un caso análogo al del juramento previo a la función —un policía local que fue expulsado del cuerpo porque había participado en dos campañas políticas contra una ordenanza municipal que lo prohibía— con este comentario: “El demandante puede tener un derecho constitucional a hablar de política, pero no tiene un derecho constitucional a ser policía” (McAuliffe v. Mayor of New Bedford, 155 Mass. 216, 220 [1892]). El criterio puede parecer rudo, y de hecho sería revisado en parte por el Tribunal Supremo en los años 50 (cf. Loyalty 1968, p. 499), pero no resulta del todo desatinado para los juramentos y la actuación pública de funcionarios que, como los militares o los jueces, deben estar al margen del partidismo político.

La obligatoriedad condicional de prestar ciertos juramentos, por tanto, no desautoriza automática ni necesariamente su justificación, siempre que exista proporción entre su obligatoriedad y el grado de exigencia de dos variables relevantes, en muchos casos relacionadas entre sí: por un lado, la forma y el contenido del juramento, que pueden ir, el primero, desde el juramento en sentido religioso hasta la laica promesa y, el segundo, desde la lealtad ciega a una persona o sistema con la ley o sin ella, siempre injustificada, hasta la fidelidad al ordenamiento jurídico en el cumplimiento de la función o, en fin, el comedido acatamiento a una constitución democrática; y, por otro lado, la naturaleza del cargo o función que se jura, pues no se debe equiparar la fidelidad a la ley que debe mantener el funcionario con el derecho de participación política que se ha de garantizar a los representantes políticos. El primer punto se relaciona sobre todo con la libertad ideológica y el segundo con el derecho de representación política, que se analizan en los dos epígrafes siguientes por ese mismo orden.