El compromiso constitucional del iusfilósofo

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V.

Como hemos visto antes, un elemento clave del listado raziano de propiedades necesarias que integran el imperio de la ley es que las normas particulares —típicamente, las partes dispositivas de las sentencias judiciales— deben derivarse de reglas promulgadas, estables, claras y generales. El caso central, arquetípico de esta derivación se da cuando la norma particular o, lo que es lo mismo, la norma individual y concreta –la parte dispositiva de la sentencia- se deriva deductivamente de una norma predispuesta general y abstracta, junto con la descripción de los hechos del caso. Esta derivación deductiva es posible sólo bajo dos condiciones: primera, que haya una norma predispuesta general y abstracta que tenga una estructura de regla, esto es, por decirlo al modo ya clásico de Alchourrón y Bulygin (Alchourrón y Bulygin, 1974), de un enunciado que correlacione un caso genérico, un conjunto de propiedades, con la calificación normativa, como obligatoria, prohibida o permitida, de una determinada acción; la segunda condición es que el caso individual sobre el que va a recaer la sentencia esté comprendido dentro de la referencia del caso genérico contemplado en la regla, esto es, sea una instancia de dicho caso genérico. Pues bien, hay una serie de supuestos en los que tal derivación deductiva no es posible por falta de regla predispuesta aplicable (supuestos de laguna normativa, en la terminología de Alchourrón y Bulygin) o por exceso de reglas prima facie aplicables (supuestos de antinomia no resoluble mediante la aplicación de metarreglas para la selección de la regla definitivamente aplicable); en algunos otros supuestos la derivación deductiva produciría anomalías valorativas graves (es el caso de las lagunas axiológicas, en la terminología asimismo de Alchourrón y Bulygin, en los que la regla predispuesta aplicable no tiene en cuenta alguna propiedad que, de acuerdo con los valores que el derecho trata de realizar, debiera tener en cuenta para optar por una solución normativa distinta). Y si miramos el asunto desde la óptica del caso individual a resolver, nos encontramos con los supuestos de las lagunas de reconocimiento en los que resulta dudoso que el caso individual a resolver constituya una instancia del caso genérico contemplado en la regla. Aquí, la opción por subsumir o no subsumir el caso individual al que nos enfrentamos en el caso genérico contemplado en la regla resulta, en ausencia de ulteriores elementos de juicio, puramente arbitraria.

Hace ya treinta años, Antonin Scalia publicó un artículo con el sugerente título de “The Rule of Law as a Law of Rules” (Scalia, 1989). Pues bien: en todos los supuestos que acabamos de examinar la visión del sistema jurídico como un puro law of rules resulta impotente para satisfacer las exigencias del Rule of Law. Sólo una teoría de la ponderación entre principios puede preservar, también para estos supuestos, el núcleo central del imperio de la ley y, con él, la seguridad jurídica. Pero no sin pérdidas, pues la ponderación entre principios, y la generación como resultado de ella de una regla en la que subsumir el caso individual resulta ser una operación indudablemente más compleja y cuyo resultado correcto resulta más controvertible y difícil de anticipar que la mera subsunción del caso individual en una regla predispuesta. Y ello implica, obviamente, una pérdida en términos de predictibilidad de las decisiones jurídicas. Y una pérdida, por tanto, en términos de la capacidad de los sujetos para desarrollar su plan de vida pudiendo anticipar cuáles son las circunstancias en las que puede producirse la interferencia estatal.

VI.

A modo de conclusión: la mayor o menor realización en un determinado sistema jurídico del imperio de la ley es uno de los criterios desde los que podemos valorar ese sistema. Pero el imperio de la ley está en tensión con otros criterios que también empleamos para valorar cualquier sistema jurídico, como es el caso, singularmente, de su adaptabilidad a los cambios sociales que acontecen a lo largo del tiempo y de la adecuación de sus normas a las peculiaridades de los casos que se deben resolver y a las exigencias de justicia material que derivan de ellas. Si lo primero está en tensión con la exigencia de estabilidad del sistema, lo segundo lo está con la exigencia de que las decisiones que se adopten en su seno tengan el mayor grado posible de predicibilidad, porque deriven de un conjunto de reglas predispuestas formuladas en términos descriptivos y claros.

Estas tensiones no pueden, a su vez, encontrar una solución de una vez por todas. Las tensiones entre necesidad de estabilidad y necesidad de cambio, entre exigencias de predicibilidad y exigencias de justicia material son ineliminables de toda la vida del derecho que puede contener –y contiene- mecanismos para gestionarlas, pero no contiene, ni puede contener, mecanismos para superarlas.

BIBLIOGRAFÍA

Alchourrón, C. y Bulygin, E. (1974). Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales. Buenos Aires: Astrea.

Atienza, M. y Ruiz Manero, J. (2001). Ilícitos atípicos. Sobre el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder. Madrid: Trotta.

Bayón, J.C. (2004). Democracia y derechos. Problemas de fundamentación del constitucionalismo. En AA.VV. Constitución y derechos fundamentales, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Dworkin, R. (1986). A Matter of Principle, Oxford: Clarendon Press.

Endicott, T. (1999). The Imposibility of the Rule of Law, en Oxford Journal of Legal Studies, vol. 19.

Laporta, F. (2007). El imperio de la ley. Una visión actual, Madrid: Trotta.

Moreso, J.J. (2009). Principio de igualdad y causas de justificación. Sobre el alcance de la taxatividad, en Moreso, J.J. La Constitución. Modelo para armar, Madrid, Barcelona, Buenos Aires: Marcial Pons.

Raz, J. (1979). The Rule of Law and its Virtue, en Raz, J.: The Authority of Law, Oxford: Clarendon Press.

Scalia, A. (1989). The Rule of Law as a Law of Rules, The University of Chicago Law Review, vol. 56, nº 4.

* Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante.

El juramento político

Alfonso Ruiz Miguel*

I. LA DIFÍCIL, NO IDEAL Y ALGO TORTUOSA ELECCIÓN DEL TEMA

Cuando el verano pasado recibí y acepté la invitación a participar en este homenaje a Luis Prieto, pensé en que lo adecuado sería escribir sobre alguno de los varios temas en los que hemos coincidido y, aun sin discrepancias de fondo, alguna vez debatido. Entre ellos, tres temas principalmente me vinieron a la cabeza: el derecho general de libertad y la norma de clausura, los derechos sociales y el principio de laicidad. Según iban acortándose los sucesivos plazos de entrega, terminé por resolver mi indecisión eligiendo un tema nuevo.

Siendo consciente de que el modelo ideal de este tipo de escritos es el debatir algún tema central de la obra del homenajeado, puedo ofrecer dos excusas para mi elección, una más personal y otra más ciudadana. La personal es que, puro zorro antes que erizo, me da una enorme pereza volver sobre temas que ya he tratado, especialmente si con ellos ya he vencido más de una vez esa resistencia, como me ocurría con el tema que menos me ahuyentaba de los tres que he mencionado, la laicidad. La excusa de carácter más ciudadano es que la hoy ya arrastrada crisis de nuestra democracia había puesto mis preocupaciones en un tema casi del todo nuevo para mí al que me sentía empujado a escribir algo, la democracia militante, dentro del cual pretendía hacer algunas referencias al tema del juramento político. Si no estoy equivocado, Luis tampoco se ha ocupado de ninguno de los dos temas, salvo de manera harto incidental, aunque bastante clara, en la rotunda defensa de la tolerancia hacia los intolerantes de uno de sus escritos sobre la tolerancia1.

A medida que iba leyendo la abundante literatura sobre la democracia militante, caí en la cuenta de que su tema central, la prohibición de partidos políticos antidemocráticos, no necesitaba una particular revisión desde la filosofía del Derecho, al menos desde la filosofía del Derecho que tanto a Luis como a mí nos gusta y solemos practicar, que es la que procura no alejarse en exceso de los criterios del Derecho y de las preocupaciones de los buenos juristas. En particular, aunque no me consta que los filósofos del Derecho españoles nos hayamos ocupado del tema, sí existe un cúmulo de valiosos estudios de constitucionalistas que, aun con las esperables discrepancias de fondo, prácticamente han agotado los argumentos jurídicos pertinentes, bien respaldados por sus concomitancias éticas y políticas.

El tema del juramento, en cambio, estaba mucho menos explorado en general2 y a ello se une que en España ha sido mal tratado (y maltratado, con perdón por el fácil pero inevitable juego de palabras) en nuestra jurisprudencia constitucional, especialmente por la STC 119/1990, sobre el juramento de Herri Batasuna (en adelante HB).Ya desde entonces fue un tema que me llamó la atención, hasta el punto de introducirlo primero en mis seminarios de la facultad y de llevarlo como conferencia al Máster de Argumentación Jurídica de Alicante en el año 2006. Para esta fecha, sin embargo, el juramento carecía ya casi de todo atractivo y actualidad, de modo que no me animé a convertir mis notas en un artículo, que sin duda habría sido visto como extemporáneo e incluso extravagante. La posterior crisis del llamado bipartidismo, con la irrupción de un conglomerado de partidos de inclinación antisistema y el aluvión del separatismo, ha vuelto a poner de actualidad al tema, que podía merecer una nueva reflexión. Todo ello, en fin, me decidió a invertir mi primera intención para escribir sobre el juramento político, ahora solo con algunas referencias a la democracia militante.

 

El estudio del juramento admite tres enfoques diferenciados, todos de interés. El primero, de carácter eminentemente descriptivo o interpretativo, pretende abordar aspectos como su significado, orígenes, evolución y formas. Se trata de una tarea rica y compleja en la que son de utilidad aportaciones históricas y filosóficas de las que se intenta una aproximación general en el § 2 con el objetivo de fijar los principales puntos relevantes para el estudio de los juramentos políticos. El segundo enfoque, al que se dedica el § 3, es el jurídico-constitucional, contingente por naturaleza, que aquí se trata sobre todo en referencia al sistema jurídico español, marcado por la jurisprudencia constitucional a propósito del juramento parlamentario. En el § 4 se adopta el enfoque filosófico normativo, de carácter político-jurídico, para analizar la cuestión de la justificación o no de la exigencia del juramento político en relación con los posibles derechos en conflicto, en particular la libertad de conciencia y el derecho de participación política. El § 5, en fin, concluye con unas reflexiones sobre la discutida utilidad del juramento político en la actualidad y sobre la conveniencia o no de mantenerlo.

Advierto desde ahora que por comodidad expositiva en el término “juramento” incluyo también la idea de promesa, que en varios sistemas jurídicos se admite como opción equivalente al juramento en sentido estricto.

II. EL SIGNIFICADO DEL JURAMENTO

De la compleja y dinámica historia del juramento sería inexcusable no recordar aquí el carácter sagrado que la institución ha tenido desde sus orígenes en la antigüedad, un carácter duraderamente mantenido en la cultura occidental al menos hasta la época de la Ilustración, gracias a los vínculos entre la cultura jurídica y política y la religiosa y teológica (Prodi, 1992, caps. I-VIII). El origen del juramento parlamentario, procedente de los juramentos feudales, es naturalmente posterior y se ha precisado en la cuna del parlamentarismo, Inglaterra (cf. Pardo, 1914, pp. 386-387). Como institución de “larga duración” el juramento en general sufrió su gran metamorfosis con la Ilustración y las revoluciones liberales, cuando su uso recibió algunos recortes obligados, como la eliminación del juramento judicial del acusado, mientras el ulterior proceso de secularización ha ido arrinconando su substrato sacro-religioso y profundizando su “tendencia al declive o a la desaparición” en la esfera política (Prodi, 1992, p. 12 y 16-19, a quien corresponden los entrecomillados; cf. también Botero, 2019, pp. 80-83).

A la luz del análisis filosófico, el juramento (o promesa) es un acto performativo (o realizativo) al que se atribuyen efectos sociales. Según el importante libro de J. L. Austin How to Do Things with Words, los juramentos y promesas constituyen un uso del lenguaje por el que al decir algo se hace a la vez algo más que el decir, de modo que a la preferencia de ciertas palabras se le atribuye efectos en las relaciones sociales: el “Sí” de los novios ante el juez o el altar o, precisamente, el juramento, configuran este tipo de actos lingüísticos (Austin, 1963, esp. I-IV).

La importancia de los performativos está fuera de duda porque mediante ellos se constituyen o se confirman instituciones sociales a las que se asocian efectos normativos de diferente tipo, como la pertenencia a una comunidad religiosa por el bautismo, la capacidad de realizar ciertos actos por tener el título de rey o de presidente del gobierno o, en fin, la toma de posesión de tal o cual cargo tras el juramento. Para el logro de esa institucionalización, la existencia y el significado de un acto performativo dependen de la convergencia de un conjunto de participantes que acepten y sigan la práctica desde el punto de vista interno, típicamente sin advertir que se trata de una convención social que depende de ciertas creencias sustantivas, quizá inverosímiles desde un punto de vista externo, que es el de los meros observadores ajenos a la práctica. Así lo ejemplifica el bautismo en cuanto creencia empírica de que con él se produce la limpieza del pecado original, pero también el nombramiento de alguien como rey o como presidente del gobierno, si a tal nombramiento se asocia un cambio esencial en la consideración jurídico-social hacia tal persona, o, en fin, el hecho de quedar comprometido por haber prestado un juramento.

El carácter institucional de los actos performativos está íntimamente relacionado con el formalismo que los caracteriza, como lo ejemplifica bien el mismo juramento. La forma del juramento puede ser tan importante que, en sus manifestaciones primitivas, asociadas a concepciones mágico-religiosas, el cumplimiento del rito debe ser estricto y cuenta como válido sea cual sea la intención: en el Derecho romano arcaico, una vez pronunciadas las palabras rituales, sin aditamento ni mengua algunos, se produce el efecto de manera ineluctable (uti lingua nuncupassit ita ius esto, decían las XII Tablas). Con posterioridad, y desde luego modernamente, la intencionalidad adquiere cierta relevancia y, además, el formalismo tiende a independizarse en mayor o menor medida de un ritualismo rígido3. Así, aun siempre bajo una mínima base ritual, en el límite reducida a la firma de un documento, no siempre se considera inválido el juramento que no se sujeta rigurosamente a la fórmula establecida, al menos con tal de que sea clara la pretensión de realizarlo verazmente.

Mediante un juramento se pueden hacer, en lo esencial, dos cosas bien diferentes: o una afirmación solemne sobre hechos pasados o una declaración de voluntad que compromete hacia el futuro. Esta distinción recoge la dicotomía tradicionalmente más relevante del juramento asertivo y el promisorio que, desarrollada a partir del siglo XIII y recogida en el Catecismo de Trento, permite caracterizar respectivamente a los juramentos judiciales (o procesales) y a los políticos (cf. Prodi, 1992, p. 15; y Botero, 2019, pp. 62-66). No obstante, la correspondencia entre las dos clasificaciones está lejos de ser perfecta porque, así como el juramento judicial, esencialmente asertivo, tiene algo de promisorio en la medida en que se suele formular como promesa de que se va a decir la verdad, también el juramento político contiene, además de su esencial componente promisorio, el asertivo de que la declaración se está formulando verazmente. Seguramente se puede decir que el componente que en uno es la finalidad principal es en el otro presupuesto, y a la inversa.

Este puede ser el momento de aclarar el alcance del significado de los juramentos políticos en este estudio, donde se entienden en sentido amplio, abarcando a todos los que se exigen para el ejercicio de alguna función o cargo público, es decir, tanto a los de naturaleza funcionarial (que en algunos sistemas, como el nuestro, pueden ir más allá del ámbito estricto del poder judicial y de la administración civil y militar para exigirse a todo el personal educativo, sanitario, técnico, etc. del sector público) como a los de naturaleza política en sentido estricto (ministros, parlamentarios, alcaldes, etc.).

Lo que de todo lo anterior conviene dejar fijado es que, para poder hablar de un juramento genuino, en contraste con el ficticio o simulado, como el representado en un teatro o en una broma entre amigos, el acto de jurar ha de ser tenido contextualmente por auténtico y no por fingido, mientras que lo que se dice se ha de suponer sincero o veraz. La diferencia entre lo que se hace y lo que se dice reside en que la falta de sinceridad en el decir califica al juramento como hecho en falso, pero juramento genuino, al fin y al cabo, con la salvedad de las ocasiones en que la falsedad del decir es tan obvia que comporta la inautenticidad e inexistencia del juramento mismo, como cuando alguien promete regalarle la estatua de Nefertiti a su cónyuge el próximo cumpleaños. Más adelante tendremos ocasión de ver con detalle algo similar en el juramento de HB de la STC 119/1990.

Es imposible dar cuenta aquí de la variedad y complejidad de las formas, justificaciones y usos del juramento, incluso limitadas al juramento político, como lo muestra el documentado estudio de Paolo Prodi sobre Il sacramento del potere. Sin embargo, es obligada una referencia a la diferenciación entre juramento y promesa, que solo recientemente algunos países han incorporado a la fórmula ritual para aceptar la sustitución del término “Juro” por “Prometo”. Todavía en 1999 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante TEDH) declaró que la República de San Marino incurría en violación de la libertad de conciencia por mantener una fórmula de juramento de los parlamentarios que decía “Sur les Saints Evangiles, Je (…) jure et promets…”4.

Este cambio, aparentemente trivial, es un evidente producto del proceso de desacralización del juramento que inclina a preguntar si la figura no ha alterado su naturaleza sustancial, ligada históricamente a la imprecación y el temor divinos. No hace tanto tiempo, en la mitad del siglo XIX, Arthur Schopenhauer enlazaba religión y juramento tan estrechamente que, avistando ya el proceso de secularización y temiendo por la desaparición de ambas instituciones, se preguntaba si no sería posible contar con un significado puramente moral y no religioso del juramento “que, como un santuario de oro puro, pudiera sobrevivir a aquel incendio universal de iglesias” (Schopenhauer, 1851, II.133, p. 281). Ese cambio de naturaleza sustantiva, sin embargo, ha dejado a salvo su naturaleza formal de acto performativo, lo que tal vez le permite seguir cumpliendo funciones equivalentes a las tradicionales. Un cambio, dicho sea de paso, que merecería formalizarse definitivamente para superar la alternativa entre jurar y prometer por una única forma que deje en el ámbito privado las opciones en materia religiosa de cada persona.

En fin, una última clasificación de los juramentos políticos de especial interés para este estudio es la que diferencia entre juramentos de lealtad y de acatamiento. Los juramentos políticos han sido históricamente de lealtad, una noción que tiene una doble dimensión, de profundidad y de extensión: la profundidad proviene de la adhesión moral y personal que se supone a quien promete fidelidad a alguien o algo, sea el rey, la corona, la república, el pueblo, la nación,…; la extensión alude al alcance del compromiso, que más allá del respeto o la obediencia propios del acatamiento puede llegar a incluir no solo la fidelidad en el “preservar, proteger y defender” (como dice el juramento del Presidente de los Estados Unidos) aquello que se jura, sino incluso la devoción a un objeto de lealtad que ya ha dejado de existir, como en los monárquicos o los republicanos de corazón tras el derrocamiento de su régimen.

En el Derecho español, la referencia a la lealtad al Rey, junto al compromiso de “guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes”, es la regla común al juramento de funcionarios, jueces y miembros del gobierno, mientras que los militares juran “defender a España con lealtad al Rey y fidelidad a la Constitución” (cf. González Hernández, 2004, pp. 187, 194 y 236-239). Por su parte, el juramento de los parlamentarios es exclusivamente de acatamiento, entendido como compromiso de mera obediencia o respeto al sistema jurídico vigente, bajo la premisa de que es perfectamente lícita la pretensión de cambiar cualquier de sus normas por los procedimientos establecidos. Otra diferencia que suele atribuirse a estas dos formas de juramento es que mientras el quebrantamiento de la lealtad tiende a acompañarse de una sanción específica, tradicionalmente asociada al delito de traición, la inobservancia del de acatamiento tiende a no ser sancionable por sí misma en la medida en que la sanción va aparejada a los ilícitos concretamente cometidos, si bien una excepción relevante a esta distinción ocurre en Estados Unidos, donde existe un delito federal genérico de perjurio. También pensando sobre todo en Estados Unidos, y especialmente en el 11-S, algún autor ha observado la obsolescencia del delito de traición (cf. Roach, 2004, p. 188), lo que de ser cierto no haría más que confirmar la decadencia al menos de las formas más tradicionales del juramento político. En contraste con ello, no he visto que nadie ponga en duda la vigencia y utilidad del juramento judicial, pero no es un punto en el que haya profundizado.

III. EL ENFOQUE JURÍDICO-CONSTITUCIONAL

La jurisprudencia constitucional española sobre el juramento, desarrollada sobre todo a propósito del juramento parlamentario, tiene un doble interés: formalmente, es un claro ejemplo del modo de proceder típico de nuestro Tribunal Constitucional (en adelante TC) en lo que se refiere a la utilización de sus propios precedentes; y materialmente, suministra un buen cuerpo de argumentos jurídico-constitucionales que vale la pena debatir. El primer aspecto, que merecería por sí solo un estudio sistemático, aquí será mencionado únicamente al paso de la argumentación sustantiva. En este apartado, tras relatar los precedentes jurídico-constitucionales, el epígrafe central se dedica al análisis crítico de la STC 119/1990, para concluir examinando la constitucionalidad del juramento y su relación con dos debatidos rasgos de nuestra Constitución: su pretendida incompatibilidad con la democracia militante y su total reformabilidad.

 

3.1. Los precedentes del Tribunal Constitucional

La historia reciente del juramento político en España comenzó en 1983, cuando la STC 101/1983 resolvió el recurso de dos diputados electos de HB contra un acuerdo del Congreso de los Diputados que les había suspendido en sus derechos como diputados por no haber prestado el juramento o promesa de acatamiento a la Constitución establecido en el Reglamento de la Cámara. El TC rechazó el recurso argumentando que la exigencia de tal juramento deriva del deber de acatamiento del art. 9.1 CE y de la propia Constitución como un “deber general positivo de acatamiento entendido como respeto a la misma”. A diferencia del deber de obediencia de los ciudadanos, de carácter meramente negativo —añadía la sentencia—, el deber “de realizar sus funciones de acuerdo con la Constitución” corresponde a todos los cargos públicos “con independencia de que se exteriorice en un acto formal”. De acuerdo con ello, el argumento central de la STC 101/1983 es que la exigencia de juramento

no establece ‘ex novo’ el requisito para el acceso a la condición plena de Diputado, sino que se limita a formalizar el deber positivo de acatamiento que contiene la Constitución, de la que deriva directamente como un requisito, al ser inherente al cargo el deber de que se trata (FJ 3; cursiva mía).

La tesis más importante de esta sentencia es que, según el TC, el deber positivo del acatamiento como respeto a la Constitución

no supone necesariamente una adhesión ideológica ni una conformidad a su total contenido, dado que también se respeta la Constitución en el supuesto extremo de que se pretenda su modificación por el cauce establecido en los artículos 166 y siguientes (FJ 3).

Bajo ese presupuesto, el Tribunal descarta las alegaciones de violación de la libertad ideológica y del derecho de representación política, en la medida en que la exigencia legal del juramento —añade remachando su argumento central— no vulnera el derecho de participar en los asuntos públicos porque el ejercicio de todo derecho

ha de efectuarse dentro del marco constitucional y con el alcance previsto en la propia Constitución, que no comprende el de obtener un resultado prohibido por la misma, como es que los titulares de los poderes públicos accedan a los cargos sin el deber positivo de actuar con sujeción a la Constitución (FJ 3; sobre la libertad ideológica, cf. FJ 5; cursiva mía).

Conviene dejar anotadas dos observaciones sobre esta sentencia. La primera es que ni la exigencia de juramento ni la mencionada distinción entre deberes negativos y positivos se pueden deducir (o derivar directamente) del artículo 9.1 o de la Constitución, cuya dicción literal equipara a ciudadanos y actores públicos en el deber de acatamiento, por más que sea razonable atribuir a todo funcionario o cargo público el deber de realizar sus funciones de acuerdo con ella. La segunda observación es que, a pesar de ello, la sentencia concibe claramente la exigencia de juramento como un requisito derivado directamente de la Constitución y, por tanto, como constitucionalmente obligatoria: en efecto, la contundencia del texto que acabo de transcribir empuja a pensar que la afirmación antes citada de la misma sentencia de que el deber positivo de acatamiento es una condición para el cargo “con independencia de que se exteriorice en un acto formal” sería más una hipótesis conceptual que una admisión de la posibilidad legal de supresión del juramento.

Dos sentencias del TC cercanas a la anterior introdujeron sendas precisiones en la doctrina precedente, una de adición y otra de sustracción por la vía de una distinción. La primera sentencia, de apenas un mes después, aceptó la constitucionalidad de una fórmula de juramento en un parlamento autonómico que exigía “acatar y guardar fidelidad a la Constitución y al Estatuto de Galicia”. El Tribunal, sin apartarse de la argumentación central de la anterior 101/1983, vino a identificar el acatamiento y la fidelidad mediante un claro retorcimiento definitorio que, además, prescindía de la literalidad de la fórmula, que no parece enunciar como redundantes el “acatar” y el “guardar fidelidad”. Frente a la para mí bien sensata argumentación de los recurrentes de que “la fidelidad supone la adhesión interior”, que me parece clara en este contexto, la sentencia afirmaba como interpretación más “adecuada”5 que la fidelidad “puede entenderse como el compromiso de aceptar las reglas del juego político y el orden jurídico existente en tanto existe y a no intentar su transformación por medios ilegales”, de modo que no excluye “perseguir ideales políticos diversos de los encarnados en la Constitución y en el Estatuto, siempre que se respeten aquellas reglas de juego” (STC 122/1983, FJ 5; cursiva mía).

La segunda sentencia, dictada poco más de un año después de la 101/1983, consideró la toma de posesión de dos concejales electos de Aranda de Duero que había sido judicialmente anulada porque habían jurado su cargo sin atenerse a la fórmula establecida en un Real Decreto de 1979: en vez de contestar sin más “sí, prometo (o sí, juro)” a la pregunta legal, que incluía la lealtad al Rey, prometieron cumplir con sus obligaciones de concejales, uno de ellos “ante el pueblo” y el otro “ante el pueblo soberano”. El TC reconoció en este caso la validez de tal toma de posesión mediante la introducción de una distinción que le permitió apartarse de hecho de la estrecha conexión que las dos sentencias anteriores habían establecido entre el art. 9.1 de la Constitución y la obligación de jurar acatamiento: que tal obligación, en cuanto condición para ejercer el derecho al cargo público del art. 23.2 de la Constitución, está sometida a reserva de ley y, por tanto, no puede ser establecida por una mera norma reglamentaria como lo es un Decreto (STC 8/1985, FJ 4). Por lo demás, el TC eludió pronunciarse sobre la validez de las fórmulas especiales de promesa empleadas por los concejales (cf. FJ 5).

3.2. La STC 119/1990: la salvedad “Por imperativo legal” y el ritualismo del juramento

La sentencia que sentaría la doctrina hoy vigente es la 119/1990, del Pleno del TC, y merece un más amplio comentario. Esta sentencia revisó una decisión del Presidente del Congreso de los Diputados que había denegado a tres diputados de HB la adquisición de la condición plena del cargo porque en la formulación de su juramento habían antepuesto al “Sí, prometo” la salvedad “Por imperativo legal”. En lo esencial, el TC aceptó esa salvedad y anuló el acuerdo del Presidente del Congreso por violación del derecho del art. 23.2 de la CE