Congreso Internacional de Derecho Procesal

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5. La nulidad de pleno derecho de la prueba obtenida con violación de las garantías del debido proceso. Supone despreciar que, frente al estado de inocencia que en procesos de conocimiento civil asiste al demandado, se puede formar convicción por el juzgador con base en su propia prueba de oficio. La prohibición del juez de probar (supliendo la negligencia probatoria de la parte) es la única posibilidad legítima y coherente en un Estado social y democrático de derecho, para que las garantías no puedan ser objeto de matices (a la mejor manera de Dworkin, cuando nos habla de “derechos en serio”).

Luego de enunciar este catálogo (mínimo) de garantías procesales que un sistema procesal precisamente de “garantías” debe a los justiciables, es legítimo concluir, además, que si el derecho a gozar de un proceso justo y de jueces auténticamente imparciales (y no tan poderosos, en especial en torno a su mal entendida incumbencia a la hora de probar) no fuera el último baluarte a resguardar para los justiciables, y si hoy —todavía— no se considerase que esta garantía es bastante endeble, no tendría mayor explicación la cantidad de normas expresas contenidas en los tratados supranacionales que se ocupan por declamar garantías explícitas en favor de los justiciables. En ese sentido reza la declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948: “Toda persona tiene el derecho de ser oída en plena igualdad, públicamente y con justicia por un tribunal independiente para la determinación de sus derechos y obligaciones”.

En la misma dirección prescribe el Pacto de San José de Costa Rica (artículo 8, inciso 1) “Garantías Judiciales: Toda persona tiene derecho a ser oída con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la substanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter”.

La contundencia del mensaje contenido en los pactos supranacionales dirigidos a los propios poderes del Estado (para recortar sus límites) marca la preocupación que el tema encierra para el derecho supranacional, previniendo que las legislaciones procesales locales no socaven la jerarquía de la pirámide normativa.

3. CONCLUSIONES SOBRE LAS INCUMBENCIAS PROBATORIAS EN EL PROCESO CIVIL DESDE LA POSTURA GARANTISTA

Los poderes probatorios de los jueces (su incumbencia) surgen en toda su expresividad al abordar el tema de las medidas para mejor proveer. En efecto, el análisis de estas medidas es realmente dirimente de una gruesa antinomia: en tanto que constitucionalmente a lo largo y ancho de Latinoamérica se robustece cada vez más la figura del juez auténticamente imparcial, (potenciada por las prescripciones contenidas en las normas fundamentales de los distintos Estados y por los pactos supranacionales que ponen énfasis en este aspecto), por otra parte, en abierta contradicción, los códigos procesales civiles admiten complacientemente, y sin ningún condicionamiento1, la entronización normativa de las pruebas de oficio y de las llamadas medidas para mejor proveer o para “mejor sentenciar”, como otros las denominan. También cuando aceptan la alteración de las reglas de la carga de la prueba.

Adicionalmente, cuando se propugna la supresión del “contradictorio” (medidas autosatisfactivas), la expresión de la negación del método y la supremacía de la meta llega a su máxima intensidad.

Toda esta batería emblemática del derecho procesal publicista ha provocado el enorme disvalor que normas procesales de inferior jerarquía jurídica, al conceder este rosario de facultades (o incumbencias a los jueces) generen un alzamiento contra las prescripciones constitucionales del juez imparcial y la debida igualdad de las partes en el proceso.

En este contexto, el tema que nos convoca a nuestras últimas reflexiones en el marco de esta ponencia consiste en precisar una posición central a los fines de definir la incumbencia del juez a la hora de probar: el estado de inocencia del demandado en los procesos civiles. Volvemos sobre ese concepto que, de aceptarse, aspiramos que mute para siempre el ideario de las pruebas de oficio.

Insistimos en la premisa de que, en los procesos civiles declarativos o de conocimiento, el demandado —al igual que el imputado en los procesos penales— goza de una franquicia constitucional cuyo respeto es esencial para preservar la convivencia pacífica de los ciudadanos: el estado de inocencia en tanto no se construya su responsabilidad por el pretendiente.

Ese manto constitucional protector, que viene desde la cima de la pirámide jurídica, debe preservarse —normativa y operativamente— en toda la escala descendente del ordenamiento legal. Es una obviedad enunciar que hasta tanto no se dicte sentencia condenatoria en contra del demandado o el reo, como culminación de un debido proceso judicial, el individuo no tiene que soportar sospecha alguna de su culpabilidad sino, por el contrario, se debe reivindicar su estado de inocencia. Y también parece una obviedad remarcar que el estado de inocencia de las personas es el que impone la actitud que debe asumir el juez al momento de sentenciar.

Sentada esta premisa, los invito a que debatamos las alternativas que caben al juzgador en los procesos no penales, si es que se asume —lo digo una vez más— que debe respetar el estado de inocencia del demandado.

Primera premisa. De no arribar el juez al momento de fallar a una “certeza positiva de condena”, debería sin más rechazar la demanda contra el accionado.

Esta es la posición normativa que adopta el artículo 217 de la Ley de Enjuiciamiento Civil Española del año 2000, aplicación del principio de estado de inocencia (textual de la norma):

Carga de la prueba: cuando al tiempo de dictar sentencia o resolución semejante el Tribunal considerarse dudosos unos hechos relevantes para la decisión, desestimará las pretensiones del actor o del reconviniente o las del demandado o reconvenido según correspondía a unos u otros la carga de probar los hechos que permanezcan inciertos y fundamenten sus pretensiones.

Segunda premisa. Si llegara a un estado de certeza positiva que provocara el dictado de una sentencia de condena, ese estado de certeza solo debería formarse a partir de la actividad —exclusiva y excluyente de las partes— sobre quienes pesa la carga de cumplir acabadamente con la afirmación, confirmación y valoración de los hechos y de las pruebas sostenidas e incorporadas al proceso. Si la actora, por caso, afirmó deficitariamente o no confirmó los hechos constitutivos de su pretensión, por imperio del mandato constitucional ya comentado, el camino procesal a seguir por el juzgador es legitimar procesalmente el estado de inocencia que —constitucionalmente— beneficia al demandado, dictando una sentencia absolutoria.

Tercera premisa. Si el juzgador llegara a un estado de certeza negativa, deberá sin más rechazar la demanda, consagrando el estado de inocencia que asiste al demandado en los procesos civiles de conocimiento.

Ahora bien, cuando un juez despacha una medida para mejor proveer (supliendo la negligencia probatoria de la parte), todo se trastoca. Si la negligencia de la parte —originada en el incumplimiento de las cargas procesales de afirmar y probar— impidió al juzgador llegar al estado de certeza positiva y, en su lugar, se instaló la duda jurídica, la pretensión (por respeto al estado de inocencia de las personas), insisto, no debe ser acogida. Solo subrogando indebidamente los roles procesales y rompiendo el fiel de la balanza puede torcerse el destino jurídico que el juzgador debía respetar. Por tanto, debe quedarnos en claro que el precio a pagar (en términos de supresión de garantías constitucionales, por esta insólita impostación de roles) es muy alto, tan alto que no tiene que asumirse.

Tenemos entonces que, con el despacho oficioso de una “medida para mejor proveer”, es posible que el juzgador forme esa certeza positiva (que antes de su propia actividad probatoria no tenía, ya que estaba o en estado de duda o en estado de certeza negativa). Es más: también es factible que esa certeza (autoprovocada oficiosamente por el juez) confirme la efectiva ocurrencia de los hechos articulados en la demanda (que, de otra forma, no hubieran quedado demostrados). En otras palabras, puede darse el caso que con la actividad probatoria desplegada por el juez se llegue a la verdad procesal de lo acontecido (entendido el término verdad en el sentido de que exista correlación entre lo afirmado y confirmado en la causa, aunque, insisto, esa confirmación llegue por vía indebida).

Esa es la principal bandera levantada por quienes sostienen que con el despacho oficioso de una medida probatoria (que a la postre otorgue al juez la certeza que antes no tenía) se cristaliza el compromiso con la verdad y la justicia a la que el juzgador no puede ni debe renunciar (por tratarse de un auténtico deber funcional) y que tiene que ejercitarse siempre. En esa inteligencia, sostienen que las medidas para mejor proveer no suponen contaminar de parcialidad del órgano jurisdiccional, por cuanto —al ordenarla— no sabe si esa medida va a beneficiar o perjudicar a algunas de las partes.

Estamos ante un argumento engañoso. Es lógico que el juez no pueda conocer cuál será el resultado de la medida oficiosa de prueba que despacha. Si, por caso, en un litigio en el que se pretende el resarcimiento de lesiones corporales de la presunta víctima no se produce la prueba pericial médica y el juez, advertido de ello, la despacha de oficio, hasta tanto se materialice el dictamen no puede conocerse si esa víctima padece o no las lesiones descritas en la demanda, o cuál es su grado incapacitante. Esto está claro. Pero sí se puede detectar, con relativa facilidad, la finalidad procesal que persigue el juez al generar una prueba que no fue ofrecida o producida por la parte (que tenía la carga de acreditar el extremo fáctico, base de su pretensión). En efecto —e iterando lo antes expresado—, si ante la insuficiencia de prueba de la parte actora el juzgador tenía dudas en acoger la demanda (en el ejemplo utilizado, la ausencia de la pericia médica), y con el despacho de la medida las disipa, llegará así a una sentencia de condena en contra del demandado producto de su propia actividad probatoria (cuando sin el concurso de esa actividad oficiosa se hubiera impuesto el rechazo de la pretensión). El juez, en este caso, no se ha limitado a fallar el conflicto, sino que al probar (cuando la parte no lo hizo) se ha involucrado en tal forma que torció el curso de su decisión inicial. Así se pasó de un rechazo de la pretensión (que conforme a lo afirmado y probado se imponía) ¡al dictado de una sentencia favorable para el accionante!

 

A su vez, si el juzgador hubiera adquirido la certeza positiva de condena, va de suyo que el despacho de la medida probatoria sería innecesario: simplemente debe dictar el pronunciamiento en contra del accionado. Y si el juzgador tenía la certeza necesaria para admitir la demanda, pero se le ocurre librar una medida para mejor proveer que, a la postre, destruye esa certeza, la duda (que autoprovocó) terminará con el rechazo de la pretensión deducida por el actor. Luego, considerado el caos reinante en la función judicial, ¡no se sabe contra quién litiga la parte, si contra el demandado o contra el tribunal!

En tren de justificar lo injustificable, se dice que de la mano de las pruebas de oficio se llegaría (supuestamente) a la justicia, en el caso concreto, que el juez no puede renunciar a la búsqueda de la verdad jurídica objetiva. Pero ya vimos que a esa presunta verdad jurídica objetiva se accede con el abrupto sacrificio de garantías constitucionales, precio que, lo repito, no puede ni debe pagarse en un Estado de derecho2. En efecto, ese juez que se promete a sí mismo una cruzada en pos de la verdad y la justicia (en rigor, su verdad y su justicia), se equivoca en los medios y en los fines. Si calibramos la actividad cumplida desde la mira de la igualdad de los litigantes y la imparcialidad del tribunal (que el juzgador debería ser el primero en respetar), lo que se deja al desnudo es el intolerable costo que supone la formación de una certeza judicial que nace completamente amañada por los mecanismos espurios utilizados para generarla. Desde el punto de vista constitucional, no puede sostener que para resolver un litigio que le toca resolver (en su sentir, justo y ceñido a la verdad), el juzgador descienda insólitamente del vértice del triángulo equilátero que gráficamente dibujara Chiovenda, para terminar ubicándose en uno de los lados de la base de este. El paralelismo y simetría de la figura que garantiza al justiciable mantener la equidistancia del juez, presupuesto de un debido proceso, se destruye por completo.

El sistema de procesamiento dispositivo es el único que constituye un auténtico freno a los posibles desbordes del Poder Judicial. Además, es el sistema que impide que se instaure el paternalismo y el decisionismo que hoy es pan nuestro de cada día en el ámbito jurisdiccional. Todavía más: el sistema de procesamiento dispositivo conjuga su ideario con las prescripciones constitucionales. No puede, por tanto, ser dejado de lado sin una gruesa fractura de las garantías de igualdad e imparcialidad procesal que —operativamente— pone en movimiento. En mi idea, solo un sistema netamente dispositivo terminará con los híbridos ideológicos y las normas de corte inquisitivo que todavía imperan en la región.

Denostamos de las propuestas procesales sustentadas en un doble discurso (garantista en los postulados constitucionales de toda América Latina e inquisitorial en los códigos procesales civiles y los pocos códigos penales de la región abrazados a esa bandera), desencadena una cascada de prescripciones normativas tan contradictorias que confunden —por igual— a los operadores del sistema y a los usuarios del servicio de justicia.

En ese modelo de juez, tiene extraños poderes, pues parecería que antes de fallar, como ilustra Ciuro Caldani “tuvo una conversación mística con Dios y fue iluminado por él para encontrar la ‘única e irrebatible’ verdad y justicia del caso concreto” (citado por Benaventos, 2009, p. 68).

No debe resultar extraño que, a partir de propuestas incompatibles, inconciliables y antagónicas, se generen en los órganos judiciales comportamientos teñidos de fuertes componentes autoritarios o, en el mejor de los casos, impregnados de una oscura hibridad ideológica.

Inmerso en ese desconcierto (que el antinómico sistema procesal publicista engendra), el juez en los procesos no penales se lanza a investigar o probar de oficio (porque así lo autorizan las normas procesales inspiradas en sistemas inquisitivos), pero, a su vez, un elemental compromiso con la imparcialidad y la igualdad debida a las partes (impuesta constitucionalmente como una garantía procesal) lo condiciona a respetar ese deber funcional y no mellar ese claro derecho que las asiste.

La figura del juez, aprisionado en este forzado dualismo, se asemeja a un jinete montado sobre dos caballos que galopan abriendo su rumbo, circunstancia que provocará, en forma inevitable, su caída. El resultado de ese anormal desdoblamiento implica que el juez no realiza bien ni la función de investigar (que de suyo es ajena a él y propia de las partes), ni la de fallar (porque ya, con la investigación previa o el despacho de medidas probatorias de oficio, contaminó irremediablemente su imparcialidad).

Así, el sistema de procesamiento, como se dijo más arriba, se vuelve esquizofrénico y altamente inestable. La clientela cautiva del monopolio de la justicia estatal presencia absorta cómo se desploma sobre ella una catarata de confusos criterios legales y jurisprudenciales que contribuyen a generar modelos de enjuiciamiento altamente imprevisibles.

Es de desear que este estado de cosas sufra un cambio radical ideológico y normativo. En esa dirección viene luchando la corriente garantista/adversarial/ dispositiva, convencida que sus recetas eliminan muchas de las irreductibles antinomias del sistema publicista.

A esa dirección apuntan los nuevos formatos procesales, como los que contiene la Ley de Enjuiciamiento Civil Española y Proyecto de Código Modelo para los Procesos no Penales en Latinoamérica, que hemos mencionado y evocado una y otra vez.

Saludo en consecuencia esta nueva posibilidad que nos otorgan los organizadores del Congreso: la de debatir sobre modelos de procesamiento y juzgamiento para los procesos no penales en la región y debatir sobre incumbencias probatorias de los sujetos procesales.

El debate, en sí, es altamente es saludable, ya que supone ser congruentes con el papel que debe ocupar la ciencia procesal: someter todos los postulados (los garantistas y los publicistas) a la noria a la que se exponen los conocimientos científicos, un rodar permanente e incesante de ideas y paradigmas, con las aprobaciones y refutaciones que merezcan, para evitar que la ciencia se cristalice y sus postulados se transformen en dogmas de fe, exentos de los debates racionales a los que debemos abocarnos si no queremos ser etiquetados como fugitivos de la realidad.

REFERENCIAS

Alvarado Velloso, A. (1989). Introducción al estudio del derecho procesal, tomos I y II. Santa Fe, Argentina: Rubinzal Culzoni.

Alvarado Velloso, A. (2003). El debido proceso de la garantía constitucional. Rosario, Argentina: Zeus.

Benaventos, O. A. (2001). Teoría general unitaria del derecho procesal. Rosario: Juris.

Benaventos, O. (2009). Las incumbencias probatorias del juez y las partes en los sistemas de procesamiento latinoamericanos. En: Álvarez Gardiol, A., y Peyrano, J. (coords.). Activismo y garantismo procesal. Córdoba, Argentina: Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales.

Boto Oakley, H. (2001). Inconstitucionalidad de las medidas para mejor proveer. Santiago de Chile: Fallos del Mes.

Cipriani, F. (2000). En el centenario del reglamento de Klein (el proceso civil entre libertad y autoridad). Bari, Italia 1995. Separata publicada por la Academia de Derecho y de Altos Estudios Judiciales, Biblioteca Virtual.

Ferrajoli, L. (1995). Derecho y razón. Teoría del garantismo penal. Madrid: Trotta.

Montero Aroca, J. (2000). La nueva ley de enjuiciamiento civil española y la oralidad. Ponencia presentada ante el XVII Congreso Iberoamericano de Derecho Procesal, realizado en Costa Rica en octubre del 2000. Libro de relatorías y ponencias, tomo II (pp. 319 y ss.). San José de Costa Rica: Departamento de Publicaciones e Impresos del Poder Judicial.

Nino, C. S. (1996). Fundamentos de derecho constitucional. Buenos Aires: Astrea.

Proyecto de Código Procesal Modelo para la Justicia no Penal de Latinoamérica (2016). Panamá: Instituto Panamericano de Derecho Procesal.

Reformas procesales y medios de impugnación en el proceso civil*

Jorge D. Pascuarelli**

INTRODUCCIÓN

El tema que nos convoca refiere a las reformas procesales y los medios de impugnación en el proceso civil. En ese marco, la propuesta de este trabajo es presentar la coherencia sistémica de una teoría general de las impugnaciones con el proyecto de Código Procesal General Modelo para la Justicia Latinoamericana en los procesos no penales del Instituto Panamericano de Derecho Procesal.

Enseña Alvarado Velloso que, ante la falibilidad humana, es necesario el control recursivo el cual importa una necesaria dilación en el trámite del litigio y, con ello, un inevitable uso —no pérdida— de tiempo, tan “[…] simple circunstancia, sumada a la secular ineficiencia de los operadores del sistema para dar pronta y cumplida respuesta a todos los problemas que se les presentan a diario, ha hecho entrar al valor seguridad en clara tensión con el valor celeridad […]” (Alvarado, Pascuarelli y Repetto, 2018, p. 836). Agrega que el legislador busca la construcción de una armoniosa convivencia entre ambos mediante la posibilidad de un control de doble grado de conocimiento, pero restringiéndolo en muchas oportunidades.

Como manera de privilegiar el valor celeridad por sobre el de seguridad, el legislador declara que ciertas resoluciones judiciales son irrecurribles o inapelables, generalmente con referencia expresa o implícita al recurso de apelación y a todos los recursos extraordinarios.

[…] Por ahora acordemos que esta política puede ser razonablemente buena, pues con ella se logra una mayor celeridad en gran cantidad de causas judiciales y, por ende, más economía procesal. Y cuando se admite que el tiempo es oro, pero también justicia, los argumentos que justifican la restricción impugnativa se comparten con facilidad.

Pero —extraña paradoja al fin— dicha política también es mala, pues so pretexto de ganar tiempo se pierde —y más— en seguridad jurídica y, por lo tanto, en justicia final.

Se sabe desde antaño que la celeridad y la seguridad son valores que no van ni pueden ir de la mano: resulta obvio que todo trámite rápido no es seguro y que todo trámite que otorgue seguridad no puede ser rápido.

El problema del legislador, entonces, radica en tratar de buscar un punto de equilibrio intermedio que permita lograr celeridad y justicia final de la mejor forma posible. Ya se verá cómo se ha intentado lograr ello en algunos pocos sistemas procedimentales y se advertirá también cómo se ha puesto en riesgo el normal ejercicio el derecho de defensa […]. (Alvarado, 2009, p. 399)

1. PRINCIPIOS PROCESALES. CELERIDAD

Enseña Chiovenda que, para la interpretación de la ley procesal, es necesario recurrir a los principios generales, los cuales son los conceptos informadores y animadores de la ley, que proveen los criterios para la resolución de los casos dudosos. Agrega que algunos de estos principios son propios de cada sistema procesal, pero existen otros, que denomina generales, en el sentido que son comunes a toda ley moderna, y son, a saber, el principio de igualdad de las partes y el principio de la economía de los juicios.

 

Al respecto dice:

[...] A) Principio de la igualdad de las partes. Las partes en cuanto piden justicia deben ser colocadas en el proceso en absoluta paridad de condiciones. Esto se manifiesta, sobre todo en el principio de contradicción (auditur et altera pars), en la repartición de la carga de la prueba, en el principio de que la prueba contraria es de derecho, en las normas que garantizan la defensa y la comunicación recíproca de los documentos, en el principio de la adquisición procesal y otros semejantes.

B) El principio de la economía de los juicios. No es sino la aplicación del principio del mínimo esfuerzo en la actividad jurisdiccional, y no solamente en un solo proceso, sino también respecto de varios procesos en su relación entre sí: conviene obtener el máximo resultado en la actuación de la ley con el mínimo empleo posible de la actividad procesal [...]. (Chiovenda, 2005, p. 123)

Posteriormente, Couture enumera una serie de principios que regulan el debate procesal, sobre la base de la circunstancia de que debe ser ordenado y con igualdad de oportunidades para ambos contendientes. Agrega que los textos constitucionales imponen algunos de esos principios (como el de que nadie puede ser condenado sin debido proceso; nadie puede ser detenido sin sumisión inmediata a un juez competente, etcétera), y, a partir de esas directrices, se establecen los principios particulares del proceso civil. Así, afirma:

[...] Algunos autores han reducido estos principios a dos: el principio de igualdad y el de economía. Otros, los elevan a cinco: igualdad, economía, disposición, unidad y formalismo. Otros, a ocho: bilateralidad, presentación por las partes, impulso, orden consecutivo, prueba formal, oralidad, inmediación y publicidad [...]. (1958, p. 182)

Considera que esa enumeración no puede ser taxativa, porque muchas veces los principios surgen de manera impensada e imprevisible de las disposiciones de la ley. Y enuncia solamente los principios de igualdad, disposición, economía, probidad, publicidad y preclusión.

Palacio define los principios procesales como las directivas u orientaciones generales en que se inspira cada ordenamiento procesal. Sus funciones son: servir de base previa al legislador, facilitar el estudio comparativo de distintos ordenamientos y constituir instrumentos de interpretación. Aclara que no hay acuerdo acerca de su número e individualización, y desarrolla los de disposición, contradicción, escritura, publicidad, preclusión, economía procesal y adquisición, sin perjuicio de enumerar otros.

Así, al referirse al principio de economía procesal dice que:

[…] es comprensivo de todas aquellas previsiones que tienden a la abreviación y simplificación del proceso, evitando que su irrazonable prolongación torne inoperante la tutela de los derechos e intereses comprometidos en él. Constituyen variantes de este principio los de concentración, eventualidad, celeridad y saneamiento […]. (1998, p. 63)

Y en cuanto a la celeridad, considera que:

[…] se halla representado por las normas destinadas a impedir la prolongación de los plazos y a eliminar trámites procesales superfluos u onerosos (principio de celeridad).

De acuerdo con el régimen del CPN, en gran medida inspirado en preceptos contenidos en los Códigos provinciales modernos, constituyen manifestaciones de este último principio, entre otras, las supresión de la previa intimación para constituir domicilio procesal (art. 41); la limitación de las resoluciones que corresponde notificar personalmente o por cédula y la consiguiente acentuación del principio general de la notificación automática o por ministerio de la ley (art. 135); la posibilidad de la habilitación tácita (art. 154); la regla de la perentoriedad de los plazos legales y judiciales (art. 155); el sistema de las apelaciones diferidas (art. 247) y el de la irrecurribilidad de las resoluciones sobre producción, denegación y sustanciación de las pruebas, sin perjuicio de que, en caso de denegatoria, aquéllas se diligencien por orden de las cámaras de apelaciones en oportunidad de conocer de los recursos interpuestos contra las sentencias definitivas (art. 397); la simplificación de los trámites aplicables a las cuestiones de competencia, redargución de falsedad de documentos públicos y condena al pago de cantidades ilíquidas; etcétera […]. (Palacio, 1998, p. 101)

Por su parte, Alvarado Velloso advierte que con la palabra principios se alude indistintamente a sistemas, principios y reglas técnicas, y aclara que principio se refiere a un punto de partida, por lo tanto, cuando se trata de regular un medio pacífico de debate dialéctico, se refieren a las líneas directivas fundamentales que deben ser imprescindiblemente respetadas para lograr el mínimo de coherencia que supone todo sistema. Son siempre unitarios y enumera cinco: igualdad, imparcialidad, transitoriedad de la serie, eficacia de la serie y moralidad del debate (Alvarado Velloso, 1998, p. 259). En trabajos posteriores sostiene que se pueden reducir a solo dos: igualdad de las partes litigantes e imparcialidad del juzgador, e incluso este último es más importante porque condiciona al primero.

En cuanto a la regla de economía procesal, sostiene que es difícil determinar su ámbito de aplicación, porque:

[...] no implica solamente la reducción del coste del proceso sino también la solución del antiguo problema del alargamiento del trámite, la supresión de tareas inútiles y, en definitiva, la reducción de todo esfuerzo (cualquiera sea su índole) que no guarde adecuada correlación con la necesidad que pretende satisfacerse [...]. Para evitar esta confusión circunscribe esta regla a los gastos que insume el proceso y sostiene que los restantes son absorbidos por la celeridad procesal.

Esta regla —celeridad— [...] indica que el proceso debe tramitar y lograr su objeto en el menor tiempo posible, por una simple razón ya apuntada con exactitud por el maestro Couture: “En el proceso, el tiempo es algo más que oro: es justicia” [...] No obstante ello, resulta razonable aceptar la hipótesis de la regla contraria —los procesos no deben tramitar rápidamente— como otra forma de desanimar a los particulares que piensan litigar. Pero ello es impensable en el mundo actual; de allí que en todas partes se pregone y procure la vigencia plena de esta regla [...]. (Alvarado, 2009, p. 159)

2. IMPUGNACIÓN Y RECURSOS

En palabras de José Ramiro Podetti, los recursos: “[...] son vías establecidas por ley, para obtener, mediante la aclaración, integración, revocación, modificación o anulación y sustitución de resoluciones judiciales, la justicia del caso” (1958, p. 19).

Y su objeto, más allá de sus fines particulares, se encamina a lograr la justicia del caso (como afirma en la definición), que es el fin subjetivo de todos ellos1.

Ese también constituye el objeto del recurso para los litigantes, pero para la comunidad, algunos de ellos pueden tener un fin objetivo, que es el mantenimiento del orden jurídico porque se busca la inalterabilidad de la Constitución y de la ley. Por ello, la reglamentación de esta institución exige el equilibrio entre los fines de justicia y seguridad jurídica2.

A partir de ese equilibrio se debe establecer la política de los recursos, y dice:

[...] la tendencia moderna es reparar los errores de procedimiento en la misma instancia y, cuando ello no es posible, englobarlos en el recurso de apelación que busca la justicia del caso. La nulidad continúa teniendo la importancia decisiva (entre nosotros) en los recursos extraordinarios de inconstitucionalidad y de casación, porque en ellos el iuducium rescindens tiene finalidad superior de seguridad y justicia: el contralor de constitucionalidad o de legalidad y va seguido, inmediatamente, por el iudicium rescissorium, que procura la justicia del caso dentro de la interpretación uniforme de las normas constitucionales y legales. (Podetti, 1958, p. 25)

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