Canon sin fronteras

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Las teorías de la cultura popular a través del cine de ciencia ficción contemporáneo:

una reivindicación estética de las emociones

Fernando Ángel Moreno

Universidad Complutense de Madrid

Los críticos han elegido una palabra inapropiada cuando utilizan el término Evasión en la forma en que lo hacen; y lo que es peor, están confundiendo, y no siempre con buena voluntad, la Evasión del prisionero con la huida del desertor. (Tolkien, 1994: 75)

El mito es el sueño público. (Campbell, 2015: 66)

La forma estética es contenido sedimentado. (Adorno, 2004: 14)

Durante décadas hemos defendido numerosas producciones de la cultura popular a partir de su asignación al canon de la “alta cultura”. Es decir, hemos justificado películas como 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) o Blade Runner (1982) porque “a pesar de que” sus temas, motivos y formas vienen de la cultura popular, poseen características de la “alta cultura”.1 Esta mirada implica dos grandes problemas. Ante todo, no da cuenta del valor de la cultura popular y, relacionado con esto, no explica las cualidades de obras que no responden al esquema del “canon”. En segundo lugar, elude cualquier investigación metodológica respecto al funcionamiento de éstas, a menos que sea para evidenciar sus defectos y contrastarlos con las bondades estéticas de la alta cultura.

Cabe detenernos un momento para explicar qué entiendo por “estética”: aquel uso de elementos de la realidad material que leemos priorizando su connotación.2 Es decir, una pistola en un escenario teatral es estética en cuanto a que no sólo nos fijamos en la denotación de “arma de fuego” que conlleva, sino que damos más importancia —sin desdeñar su denotación— a sus implicaciones connotativas socioculturales dentro de ese contexto.3 Pongo otro ejemplo más directo: si un periódico digital en tiempo real nos informa que están desalojando el edificio en el que trabajamos por un aviso de bomba, nos asustaremos. Si leemos esta misma noticia en una novela, entenderemos la denotación, pero no nos asustaremos; vamos a desarrollar, más o menos inconscientemente, las implicaciones connotativas socioculturales de ese hecho.

Los defensores de la “alta cultura” no desdeñan esta forma de entender la estética, pero consideran que existen trabas para que ese mismo proceso se dé en ciertas obras. Por ejemplo, los sistemas de producción hollywoodenses, los arquetipos, los personajes sin grandes conflictos psicológicos, los diálogos estereotípicos o las referencias a la cultura popular no pueden considerarse parte de este rubro, puesto que impiden que el proceso estético se complete. Se atribuye a la alta cultura la profundidad psicológica, la indagación en cuestiones filosóficas, los ambientes sórdidos, la denuncia sociopolítica explícita, el humor que conlleva implicaciones críticas evidentes, las estructuras narrativas complejas, la referencia a otras obras de la “alta cultura” y, desde luego, una huida de las emociones “fáciles”, que impresionan rápidamente al receptor sin exigirle un análisis intelectual. Considero que, contrario a lo que se suele pensar, la defensa de la “alta cultura” se ha basado en una explicitud de técnicas complejas y cuestiones sociopolíticas críticas.

Si nos plantamos en ese punto de vista, resulta casi imposible trabajar las cualidades de películas como la saga de Star Wars (1977-hasta la fecha). No vemos esta saga con la mano en la barbilla y actitud pensativa. No la vemos en busca de pensamiento crítico o una ruptura con nuestra comodidad burguesa. No nos impresionan sus juegos narrativos estructurales ni entendemos que conlleven alguna crítica a la sociedad capitalista o a los ataques del Estado contra periodistas. Hay ewoks. En fin, nos gustan las aventuras de la familia Skywalker porque estamos cogidos a los brazos de la butaca y no podemos dejar de mirar la pantalla. Nos encantan por los efectos que crean en nosotros. ¿Estamos, entonces, equivocados? ¿O están equivocadas las teorías estéticas tradicionales?

Para ahondar en las razones de este problema, derivado de la teoría más ortodoxa de la literatura, y para buscar diferentes vías de acercamiento, conviene trabajar otras maneras de contemplar la cultura popular. Estos análisis alternativos, en principio, no son exclusivos de la modernidad. Existe una larga tradición de discusiones sobre esta polémica, desde la Epístola a los Pisones de Horacio; las críticas a Dante por escribir en italiano (se consideraba vulgar no hacerlo en latín); el éxito de diversas síntesis de la “baja cultura” como el Libro de buen amor (1330), el Lazarillo (1554) o el Quijote (1605) —todas ellas fueron aglutinaciones de ideas, relatos y formas de la cultura popular que se plantearon, a su vez, como nuevas expresiones de la misma—; la querella de antiguos y modernos del siglo xvii —que rechazaban la obsesión con las formas, temas y géneros canonizados a partir de las obras clásicas— y, en fin, una larga historia de disonancia entre escritores y pensadores alterados por el estudio. No obstante, a finales del siglo xix y principios del xx, la discusión se recrudece con la profunda transformación social, política, económica y, en suma, cultural de las clases populares.4 Éste es uno de los impulsos que provocarán una manera de entender y valorar los objetos estéticos que llega hasta nuestros días, basada en los medios de producción y en los efectos sobre el receptor.

Será ya en los años cuarenta cuando la Escuela de Frankfurt asuma el reto de profundizar filosófica y estéticamente en los mecanismos de la cultura popular. Desde diferentes puntos de vista, realizan una serie de duras críticas contra ésta.5 Si bien algunos trabajos como el célebre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit, 1936), de Walter Benjamin, introdujeron propuestas interesantes para la valoración de estos objetos estéticos, en su conjunto, las mentes detrás de este grupo entendieron bastante mal lo que ofrecían todas esas obras que no supieron valorar.6

Considero que el más influyente o, al menos, quien mejor representa la manera de analizar que sufrimos hoy es Theodor W. Adorno, especialmente en sus trabajos recogidos en Dialéctica de la ilustración (Dialektik der Aufklärung,1947), con Horkheimer, y en la póstuma Teoría estética (Ästhetische Theorie,1970). Adorno realiza en sus acercamientos un ejercicio muy necesario tras el Romanticismo: la revalorización del objeto sobre la tiranía del sujeto.7 Es decir, se centra en la naturaleza y conflictos internos de la obra estética, y en las tensiones que se producen entre la autonomía artística y la dimensión social del arte. La brillantez de sus reflexiones y las excelentes aportaciones para estudiar determinados tipos de arte continúan siendo empleadas con eficacia en aquellos ejemplos para los que estos principios pueden servir.

Como bien sabemos, el centro de su teoría reside en la negatividad, por la cual el objeto estético introduce un desasosiego intelectual (Adorno, 2004: 25-27). Esta incomodidad intelectual impide la inmersión ciega en la experiencia estética e incluso representa en sí el portal de acceso a dicha experiencia. En este sentido, Adorno repudia efectos como el humor8 o el mero entretenimiento,9 que implicarían una deficiencia de reflexión intelectual y una recepción pasiva e improductiva (2013: 134-139 y 146-150).10 Conviene contextualizar históricamente esta mirada, ya que el propio Adorno alude una y otra vez a la historia reciente para justificar su teoría estética. En este sentido, insiste en cómo el nazismo empleó el arte para manipular a las masas a base de un discurso muy vacío y muy inconsistente desde un punto de vista intelectual, pero que convencía desde el efecto inmediato, más allá del valor del instrumento lingüístico. Con ello, se perdían tanto las posibilidades del objeto estético (un mero activador de efectos emocionales) como la presencia del sujeto (un mero receptor de impulsos deterministas). El nazismo se movía por lo que él y Horkheimer denominan la “razón instrumental”, es decir, esos procedimientos lógicos que pierden de vista el fin en nombre del mero proceso, de dar mayor importancia a los instrumentos que a las metas éticas. La razón instrumental es aquello que, buscando supuestamente el bien de la humanidad, justifica la muerte de millones de personas.

Recordemos que Adorno, en el momento de escribir su teoría, ha escapado del nazismo y que buena parte de sus amigos y familia han muerto en los campos de concentración. ¿Cuál es su sorpresa cuando descubre que el bando vencedor desarrolla unos medios de comunicación de masas que pretenden ser estéticos, pero que se basan en la misma intención de efecto y anulación del sujeto receptor del nazismo? En su opinión, los discursos de la nueva industria cultural carecen de cualquier negatividad e incluso distraen con sus estrategias consoladoras (2013: 150). Esto se debe, según él, a que la industria cultural bajo el capitalismo es mera razón instrumental (2013: 144), de hecho, es la razón instrumental en estado bruto. Según él, el cine de Hollywood, la radio, la música moderna, la nueva televisión, como meros aparatos propagandísticos, insisten en los efectos inmediatos, no críticos, no negativos… Éste es el motivo de la permanente equiparación entre el aparato propagandístico nazi y el de la industria cultural.11

¿Qué le ocurre al ciudadano del capitalismo? Que en vez de trabajar para sí mismo, disfrutando de lo que hace, sufre ocho o diez horas diarias en un trabajo que debe aguantar como puede. Por eso, cuando llega a casa, no quiere pensar, sino llenarse de efectos (visuales, emocionales, corporales…) que le permitan enfrentar las ocho o diez horas del día siguiente (Adorno y Horkheimer, 2013: 150). Debo reconocer que no discrepo en nada con esto. Como iré desarrollando, discrepo respecto al reduccionismo de pasividad que esta realidad implica; respecto a la manera fácil con que Adorno pierde al sujeto y frivoliza la complejidad de todo objeto estético, haya sido producido como haya sido producido; respecto a la escasa importancia otorgada al efecto, sin considerar su potencialidad ratificadora e incluso cierta negatividad no reconocida por el filósofo alemán.

 

Adorno, además, relaciona todo ello con el pensamiento mítico clásico. Según él, este pensamiento conducía el conocimiento a partir de esquemas rígidos muy efectistas que reducían la realidad a unos pocos tópicos, como en el caso del aprendizaje mediante la Ilíada: para estudiar las emociones, recitamos la pelea entre Aquiles y Agamenón; para aprender sobre la construcción de barcos, recitamos el pasaje en que éstos son hechos por los aqueos.12 El instrumento del mito se convierte en la verdad. También la relación del mito con la realidad funcionaría, de algún modo, en la línea de la razón instrumental. A partir de todas estas premisas, no quedaría más que reconocer que un “arte” centrado en la industria cultural no sólo es ya, de por sí, una distopía, sino que conduce a una distopía aún mayor de la que ya vivimos mediante un alejamiento cada vez más peligroso de la verdad.

Imaginemos una película de ciencia ficción que siguiera estos planteamientos, una película muy muy efectista que contuviera todos los tópicos más simples del género: muchos disparos, peleas de humanos contra robots, naves de combate, telequinesis para mover objetos con la mente, personajes que vuelan, artes marciales… es decir, un absoluto sinsentido desde el punto de vista de la negatividad. Supongamos que para conciliar dicha vacuidad, se le ofreciera al receptor un trasfondo muy básico que pareciera filosófico. Esta película existe. Se titula The Matrix (1999). Precisamente, muchas de las críticas a esta cinta se basan en la teoría de los efectos de Adorno, utilizada, en realidad, para atacar cualquier película de ciencia ficción que contenga muchos efectos especiales y escasa explicitud y complejidad críticas. En un sentido más amplio, ésta es la misma reprobación que se realiza contra la cultura popular: la pérdida de varios elementos que definen por sí mismos a la alta cultura, tales como la belleza, la complejidad del objeto en sí mismo más allá de los efectos que provoque, la negatividad respecto a los problemas sociales, el valor del arte en beneficio del valor del dinero, la alerta contra las amenazas del fascismo, la verdad respecto al mundo y, por supuesto, las relaciones productivas entre sujeto y objeto.

Insisto en que la cultura de masas, bajo este paraguas teórico, es una distopía y, por consiguiente, no sólo superficial, sino sumamente peligrosa. El capitalismo fundamentaría esta industria cultural en cuanto a que su búsqueda de beneficios devoraría cualquier posibilidad de arte válido. Si la industria cultural está implicada, la necesidad de efectos por parte del público primará, por lo que provocará una censura interna sobre todos los productos que cree. Según esta mirada, nada, absolutamente nada bueno surge de la industria cultural.13 Como ya dije, el propio cine de ciencia ficción ha sido una y otra vez juzgado desde estas teorías del efecto que instituyó la Escuela de Frankfurt, con resultados bastante irreales y corregidos una y otra vez con el paso del tiempo.14

Quiero aclarar aquí que no estoy en contra de esta manera de analizar ciertos objetos estéticos. No sólo nuestra experiencia se enriquece en muchísimas ocasiones con dicha forma de mirar, sino que aporta una óptica dura, crítica, imprescindible para detectar obras que sacuden los presupuestos de la “moral”, la sociedad y la política. El problema no es lo muchísimo que aporta al análisis de creaciones que cumplen con los requisitos que acabo de comentar, sino la imposibilidad de aplicación a películas como 2001. Tanto su presupuesto como el gran estudio ante el que respondía Kubrick, como su falta de interés por los problemas sociopolíticos, deberían condenar esta obra al infierno de lo frívolo y lo kitsch. El único objetivo de Metro-Goldwyn-Mayer fue sacar dinero con la película y, seguramente, sus responsables habrían censurado cualquier sugerencia de comunismo o de inmoralidad. Es decir, no me cabe duda de que la película habría sufrido una dominación clara del discurso por parte de la industria si hubiera ido por ciertos derroteros. ¿Cómo defenderla bajo el paraguas de la Escuela de Frankfurt?

No pasa nada. Hay una solución que os encanta a todos. La propone Umberto Eco en su libro Apocalípticos e integrados (Apocalittici e integrati, 1964). Es cierto que propone nuevos y complejos puntos de vista, de los que destaco tres que sintetizan su enfoque:15

1. La consideración de excepcionalidades que manejan la negatividad a niveles más profundos. Es decir, abrimos un poquito el campo de Adorno y aceptamos que hay artistas que consiguen escapar a la censura cultural para hacer lo que él exigía, a pesar de moverse en el nivel de la cultura de masas (2006: 71-72).16 Los apocalípticos que no quieren ver estas grandes obras, sólo porque pertenecen a la industria cultural, se quedan en un nivel muy superficial de análisis al buscar la negatividad.17 Es decir, el libro de Eco mantiene intacta gran parte de la utopía estética marxista de la Escuela de Frankfurt, en cuanto que sólo acepta un canon más amplio bajo la misma mirada.

2. Nos interesamos por aquellas obras horribles de la cultura popular, como los cómics de Superman, para entender las inquietudes de los integrados, en cuanto a que el efecto adormece a los individuos18 e incluso sus ansias de revolución: Superman ayuda en amenazas físicas directas “en nombre del sistema”, como hace el ejército de los EE. UU., pero no ayuda a solucionar de verdad los problemas sociopolíticos (2006: 253-254).19 Es decir, interesarnos en serio por la industria cultural nos hace ver la verdad social (2006: 30), la distopía en la que se vive porque, según Eco, la cultura popular no suele aportar una salida de la cárcel del poder y de los discursos dominantes, al estar dominada por éstos.20

3. Desde el siglo xix, existe una fuerte democratización de la cultura. Los nuevos lectores y espectadores exigen su propia cultura y es normal que la tengan a su pobre nivel. Debemos considerar estos objetos estéticos como obras mediocres para gente ignorante y adormecida que no se interesa por los terribles problemas sociopolíticos que vivimos.

Puede pensarse que la propuesta de Eco se convierte en el adalid de la cultura popular. Al fin y al cabo, sale Superman en la portada. No obstante, en el fondo, nada de esto critica fuertemente la teoría de los efectos de Adorno y, de hecho, mantenemos hoy estos argumentos en nuestras defensas de la ciencia ficción y en los ataques a las “malas” películas y novelas de ciencia ficción. Es decir, con esto salvamos Blade Runner, una película en la que la gran empresa capitalista toma el papel de Dios creando seres humanos. Podemos salvar así también El show de Truman (The Truman Show, 1998), Gattaca (1997), aunque sería discutible, Niños del hombre (Children of Men, 2006), aunque habría que preguntarse si Adorno estaría de acuerdo. Incluso, si nos ponemos rigurosos con el ataque a la industria del placer, podemos defender Wall·E (2008) por la distopía que presenta.

Éste es el motivo por el que, en los últimos años, cuando nos queremos referir a “ciencia ficción buena”, decimos “novela distópica” o “película distópica”, porque son negativas, no consoladoras, denunciantes. Son términos que siguen al pie de la letra la teoría de Adorno. Es como decir “novela gráfica” para aclarar rápidamente que tú no lees cómics, sino “cómics buenos”. Es pura Escuela de Frankfurt. A pesar de esto, Umberto Eco no deja de hacer algunas propuestas innovadoras:

1. “La cultura de masas no es típica de un régimen capitalista. Nace en una sociedad en que la masa de ciudadanos participa con igualdad de derechos en la vida pública, en el consumo, en el disfrute de las comunicaciones” (2006: 60).

2. No existe conflicto entre alta cultura y cultura popular, puesto que mantienen recorridos diferentes (2006: 61).

3. La cultura popular puede ser la puerta a la otra cultura (2006: 62 y 80). Ejemplo de esto es cuando algunos opinan que está bien leer Harry Potter (1997-2007) para algún día acceder a literatura buena, como si la experiencia de leer Harry Potter fuera mala.

4. Introduce conocimientos en los “integrados” (2006: 62-63).

5. Ataca el fuerte clasismo de quienes desdeñan indiscriminadamente la cultura de masas (2006: 53-56).

6. Concretiza el concepto de kitsch: los recursos que la cultura popular roba a la alta cultura y aplica sólo para crear efectos, sin toda la carga intelectual que llevaban (2006: 84-93).21 Por ejemplo, las implicaciones intelectuales de los saltos temporales de Rayuela (1963) y de las obras de Faulkner se hacen kitsch en Pulp Fiction (1994).

7. Aporta una renovación estética que la alta cultura puede aprovechar, como vemos en el caso de 2001 respecto a la ciencia ficción (2006: 65).

8. Por último, propone algo muy interesante: la idea de que no todos los individuos que consumen cultura de masas son idiotizados por ésta (2006: 37). Esta característica es la única realmente “antiadorniana”, anti-Escuela de Frankfurt, de todo el libro.22

Lo que realmente hace aquí Umberto Eco es abrir el canon a partir de las ideas de Adorno, para lo cual debe hundir la idea de que la industria cultural, por su propia naturaleza, es incapaz de producir obras artísticas aceptables.23

No obstante, ni el libro de Eco ni la teoría estética de Adorno sirven para dar cuenta del placer que ciertos espectadores sentimos por obras kitsch como la teleserie Perdidos (Lost, 2004-2010) ni de los valores del mero efecto o de aquellas obras que no precisan ni buscan un distanciamiento intelectual para su disfrute.24 La división radical que las teorías de la Escuela de Frankfurt establecen sobre el arte no reparan en las emociones que hay detrás de los efectos producidos ni de los procesos mentales que se dan tras esas emociones (Jauss, 1992: 74-77).25 El planteamiento de que todos los “integrados” funcionan como máquinas alienadas que responden con impulsos corporales completamente desconectados de la mente no parece ya sostenible. Por otra parte, la negatividad exigida por Adorno resulta un tanto sospechosa en cuanto a que el propio filósofo no reconoce dicha negatividad en obras que no coinciden con sus principios ideológicos o estéticos. Es decir, no acepta la negatividad respecto a sus propias convicciones. Sea como sea, estemos de acuerdo con esta estética de la negatividad o no, el reduccionismo acerca del resto del arte no satisface a todo el mundo.

Un buen ejemplo sería la serie Perdidos, que precisamente fue criticada desde principios defendidos por la Escuela de Frankfurt: búsqueda del efecto fácil sin fondo, recreación en la técnica narrativa y visual, y subordinación a las exigencias del mercado.26 Bajo estos ataques, fue quizás la primera serie en España que no fue vista por un millón de espectadores, sino por un millón de críticos. Quienes la odiaban no se limitaron a decir “no me gusta”, “es lenta”, “no me interesa lo que me cuenta”, “no me gusta la ciencia ficción”; hablaron de cómo estaba hecha sólo para buscar efectos, que se improvisaban sobre la marcha para ganar dinero y sin tener ningún plan o profundidad. De repente, Theodor W. Adorno hablaba por boca de miles de espectadores. Sin embargo, la serie introdujo interesantes cuestiones acerca del papel del héroe, del mito, de la pulp fiction mediante complicadísimos juegos narrativos entre pasado, presente y futuro.

Volvamos a la pregunta inicial: ¿cómo salvamos Star Wars? Star Wars continúa siendo cine de efectos (emocionales, visuales). No es negativa, no es profunda, no es crítica. No vemos Star Wars con los dedos acariciándonos la barbilla. Buscaremos la respuesta en otros lugares.

En los años sesenta, Andy Warhol comienza a exponer una serie de cuadros que expresan dónde se encuentra la estética en la cotidianeidad de las personas. Propuestas como su cuadro de Coca-Cola (1962) representan todo lo contrario de lo defendido por las teorías que he descrito. Su arte afirma que todos somos unos entusiastas de la estética. Todo lo queremos diseñado desde principios estéticos, desde alguna idea de “belleza”: un estuche para lapiceros, unas gafas, una taza… queremos que alguien se haya tomado la molestia de pensar en ese objeto más allá de su mera utilidad cotidiana. Y eso es una muestra de avance cultural y superación de lo meramente material. ¿Qué vestimos? ¿Qué pendientes llevamos? ¿Qué nos hacemos en el pelo? ¿Qué gafas compramos? Por lo general, sólo las personas muy muy frías y prácticas prefieren llevar objetos personales anodinos. Necesitamos la estética porque de algún modo nos expresamos a través de ella y decimos quiénes somos. Nos creímos el mito de que la botella de Coca-Cola tenía la forma de una sensual actriz de cine, Mae West, porque eso le agregaba un excedente estético de significado, un añadido interesante al placer que pudiera aportarnos la bebida de su interior.27 ¿No es maravilloso usar una concepción/idea de la belleza humana en un objeto cotidiano? ¿No existen una infinidad de relaciones maravillosas cuando apreciamos el diseño de una botella de Coca-Cola? Los efectos explotan y los disfrutamos.

 

En estos mismos años, toda una corriente de pintores —como Jasper Johns, Robert Motherwell, Roy Lichtenstein o Keith Haring— se opusieron a las estéticas que venían de Hegel y, por supuesto, de la Escuela de Frankfurt, y defendieron un arte mucho más fresco, más inocente, más tranquilo, un arte de contemplación, de efectos, de disfrute. Y, lo que es más importante, muchos de ellos lo hicieron enfrentándose a una industria cultural que pedía cuadros de mares encrespados. Sintomáticamente, al mismo tiempo en Europa, Francis Bacon está pintando deconstrucciones del retrato que Velázquez hizo del Papa Inocencio X (1650). Toda la carga del Viejo Mundo, su tradición intelectual, su peso histórico están en estos cuadros de Bacon, que sirven como contraste del arte fresco de los EE. UU., un arte que busca el efecto, la emoción, la intuición más que el distanciamiento intelectual.

Esta tendencia artística nos aporta material para entender una ciencia ficción mucho más efectista, mucho más visual, que no se avergüenza de su inmediatez. De este modo, entendemos mejor nuestra fascinación por películas como Avatar (2009), cuya potencia visual, cuyos afectos a partir de los efectos, entroncan, chocan con lo anterior.28 Lo que aparece en los sesenta en EE. UU. es el Pop, una importante revolución que pretende sintetizar la globalidad cultural popular y entender su semiosfera, es decir, su universo de significados. En este sentido, resulta importantísima, como ejemplo, la portada del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967) de los Beatles. En ella, comprendemos muy bien qué es la cultura popular: es el kitsch, pero el kitsch como un todo, como un enorme orbe cultural en el que convivimos cada día con Karl Marx, con Albert Camus, con Marilyn Monroe y con Marlon Brando.29 Esto es el pop. Esto es la cultura popular. Ésta es la verdad social del arte y no tiene nada que ver con utopías ni con distopías. No se trata de una jerarquía ni una competición entre signos culturales, sino una complementación constante y ya definitivamente inseparable.30

Este concepto de cultura se encuentra muy relacionado con la publicación de dos libros en 1977: Marxismo y literatura (Marxism and Literature), de Raymond Williams, y Experiencia estética y hermenéutica literaria (Ästhetische Erfahrung und literarische Hermeneutik), de Hans-Robert Jauss. Por cierto, coincidiendo prácticamente con el estreno de Star Wars. Del utilísimo libro de Williams, de la Escuela de Birmingham, para la ciencia ficción nos quedamos con dos ideas clave. En primer lugar, va a matizar una línea del viejo marxismo que entendía la creación de superestructuras desde la determinación. Williams reproduce una carta del propio Friedrich Engels a Ernst Bloch donde difumina esto (2009: 110-111). El propio Williams explica que “determinación” es sólo una tendencia hacia la que se empuja y no un fatum inevitable (2009: 115-124).31 Con ello, retoma la crítica de Eco contra los apocalípticos acerca de volver a considerar al espectador como un sujeto, no como un objeto, un número estúpido que no se entera de nada (2006: 37). Además, otras fuerzas determinantes pueden empujar en otras direcciones, como la familia, las experiencias traumáticas o la formación escolar, en cuanto que los actos de habla son enormemente dependientes de su contexto sociohistórico e individual (Williams, 2009: 55). En segundo lugar, toma de Antonio Gramcsi la idea de pensamiento hegemónico, más abierta que la de “pensamiento dominante” (Williams, 2009: 148-158). Este último es un pensamiento conscientemente impuesto y cuyos agentes desarrollan estrategias impositivas para terminar con cualquier otro. Por el contrario, el pensamiento hegemónico es el que, en un momento dado, en una situación dada, puede estar operando consciente o inconscientemente.32 En esa misma situación, pueden encontrarse otros pensamientos antihegemónicos, complementariamente hegemónicos o incluso alternativamente hegemónicos.

Veamos un ejemplo de ciencia ficción que puede analizarse desde este punto de vista. En la película Mad Max: Furia en el camino (Mad Max: Fury Road, 2015), nos encontramos con varios pensamientos hegemónicos simultáneos, al tiempo que con una estética de efectos como se han visto pocas veces. Encontramos simultáneamente un pensamiento hegemónico de hombre salvador que se pierde en la puesta de sol dejando el trabajo de construcción social a las mujeres. Encontramos un pensamiento contrahegemónico de mujer fuerte autosuficiente, que deja de necesitar al hombre para solucionar sus conflictos y que incluso se rebela ante él. Encontramos un pensamiento hegemónico alternativo sobre el ser humano y su vinculación con la ecología, en este caso, a través de la mujer.33 En este sentido, no podemos hablar aquí de negatividad, pop o democratización cultural como categorías autónomas, sino como complejas realidades del objeto artístico y, por ende, de cualquier narrativa de ciencia ficción.

¿A qué se debe todo esto? A que el arte lo devora todo, incluso el capitalismo. La individualidad subjetiva, unida a los diferentes pensamientos hegemónicos, impide un arte tan maniqueo como el que defendía la Escuela de Frankfurt y como el que se defiende aún hoy respecto a la industria cultural en general y respecto a la ciencia ficción en particular.

En esta línea, se mueve el segundo libro al que hacía referencia, de Hans-Robert Jauss, Experiencia estética y hermenéutica literaria. Forma parte del pensamiento de la Escuela de Constanza, por lo que también vale la pena tener en cuenta las propuestas de otro de sus componentes: Wolfgang Iser. Antes de su durísima crítica contra Adorno (1992: 47-57), Jauss expone el problema del horizonte de expectativas como la fusión de pensamientos hegemónicos a través de los cuales una sociedad o un individuo leen una obra estética. Estos horizontes de expectativas juegan con tabús, pero también con ratificaciones de pensamiento y con conflictos ineludibles en toda actividad humana y, por consiguiente, en toda obra artística. Así, Jauss niega la validez omnipotente de la negatividad adorniana como paradigma crítico absoluto y reivindica un fuerte relativismo tanto en la creación como en la recepción del arte.34

Uno de los más fuertes factores de relativismo se debe, según Iser, a que el artista deja de manera consciente puntos de indeterminación en la obra para que el espectador los rellene según sus propios horizontes de expectativas (2008: 118-119). Lo encontramos, por ejemplo, en una imagen promocional de la serie Battlestar Galáctica (2004), donde los personajes se sientan en una mesa que recuerda a la Última Cena, con la “robot protagonista” en el puesto de Cristo. Existen ciertas reminiscencias de aquella portada de los Beatles, en cuanto a la frivolización popera de unos mecanismos completamente tabú. Las relaciones que deben establecerse, por ejemplo, en cuanto a que un robot sea Cristo son puntos de indeterminación que el espectador deberá rellenar desde su propio horizonte de expectativas. Así, cada cual deberá preguntarse qué implicaciones conlleva el hecho de que Cristo sea un robot. No obstante, por lo general, incluso los propios horizontes de expectativas de espectadores y público —arrastrados por los prejuicios sobre la ciencia ficción y la industria cultural— caen en la trágica ironía de no emplear la metodología adorniana cuando precisamente sería enriquecedora.