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Del gozo a la teoría

De lágrimas y olvido: las texturas emocionales de la fantasía en Olvidado rey Gudú de Ana María Matute 1

Isabel Clúa

Universidad de Sevilla

En este trabajo, me enfoco en la intersección entre los conceptos de género literario y afecto, centrándome en el ámbito de la fantasía y en particular en la novela Olvidado rey Gudú (1996) de Ana María Matute. Pretendo mostrar cómo la dimensión afectiva inherente a la fantasía es mucho más que la condición de textualidad escapista y consolatoria a la que se le confina, hecho que no sólo no hace justicia a la heterogeneidad del género, sino que ha impedido reconocer su potencial político. Olvidado rey Gudú, precisamente, es un ejemplo que permite visibilizar estos dos aspectos. Modelada en un mundo secundario lleno de prodigios y seres sobrenaturales que se enmarca dentro de la fantasía, la novela desmonta las estructuras emocionales atribuídas al género a partir de las consideraciones teóricas de Tolkien, rehuyendo la promesa de felicidad y la satisfacción emocional del lector a través de un esquema narrativo que restaura el orden moral. La obra de Matute plantea una arquitectura que difiere del modelo narrativo clásico, lo que permite explorar una serie de texturas emocionales mucho más compleja en la que el odio, el desamor, el hastío o la melancolía se hilvanan en el trazado de sus héroes, desmitificando la noción de heroicidad y poder, mediante procedimientos y efectos textuales utilizados por otros escritores de clásicos de la fantasía como Mervyn Peake o Ursula Le Guin.

Géneros, efectos y afectos

Como es bien sabido, el género es una de las categorías axiales en los estudios literarios; su definición es tan necesaria como escurridiza y quizás por esa razón se ha tendido a pensarlo como un conjunto de rasgos formales y temáticos que rigen la producción, circulación y consumo de los textos. Frente a la tangibilidad de estos rasgos formales y temáticos, el efecto emocional sobre el receptor resulta evanescente e incluso inaprensible y tal vez por ello ha tendido a ocupar un lugar secundario como criterio para abordar los géneros literarios. Sin embargo, es un elemento que ha estado presente desde prácticamente los inicios de la teoría literaria. Pensemos por ejemplo en la precaria clasificación genérica de Platón, en la que la poesía imitativa, es decir el género dramático, es condenada porque el público se identifica emocionalmente con la acción y los personajes y hay una afectación corporal palpable (sonrisas, lágrimas). Es la misma idea que reaparece, desde una perspectiva opuesta en la teoría aristotélica, donde precisamente la capacidad de la tragedia para suscitar horror y piedad y purgar las pasiones del público se convierte en uno de sus rasgos más importantes y, sin duda, aquel en el que radica su función social.2 Situándonos en la contemporaneidad, como anticipaba, las categorías genéricas raramente incluyen la dimensión afectiva como elemento clave, a no ser que nos emplacemos en el ámbito de los géneros populares donde calificativos como “sentimental” o “de terror” delimitan formas literarias que se definen netamente sobre la afectación emocional del lector.3

En el caso de la fantasía, género en el que me voy a centrar, quizás no es tan obvio pero las teorizaciones en torno a él han insistido una y otra vez en el efecto emocional sobre el lector como pieza clave al menos en dos grandes aspectos. En primer lugar, la capacidad de generar en el lector/a un sentido de la maravilla vinculado a la reversión de las normas de la realidad (Attebery, 1992; Rabkin, 1979; Mendlesohn 2004) es invocada constantemente a la hora de definir el género, si bien aparece también en las discusiones sobre la ciencia ficción y en general sobre la ficción especulativa. Precisamente en los deslindes entre distintos géneros que se sitúan claramente en una posición no-mimética y especulativa, Gary Wolfe reivindica el intenso elemento afectivo que caracteriza a la fantasía señalando que “la creencia en el mundo fantástico” (2011: 79)4 depende de la interacción entre lo afectivo y lo cognitivo.

En segundo lugar, el final feliz o, tal y como lo plantea Attebery (1992: 15), la estructura cómica de la fantasía se ha reconocido como una de las características esenciales tanto por su codificación en el plano teórico como por su puesta en práctica por quien es considerado el centro del género: J.R.R. Tolkien. En efecto, en sus consideraciones sobre la fantasía, Tolkien acuña el concepto eucatástrofe, con el que explora la idea de final feliz en tanto que elemento estructural —una determinada concatenación de elementos en la trama— y efecto sobre el lector. Esta vinculación entre construcción textual y efecto de lectura es evidente en la definición misma de eucatástrofe (“el súbito giro feliz en una historia que lo atraviesa a uno con tal alegría que le hace saltar las lágrimas” [Tolkien, 1993: 120])5 y en las explicaciones subsiguientes, donde se enfatiza el carácter intenso y corporal de la experiencia de lectura, pues ese giro de la trama “puede hacerle contener la respiración al lector, niño o adulto, puede acelerarle y encogerle el corazón y colocarlo casi, o sin casi, al borde de las lágrimas” (Tolkien, 2009: 326).6

Como ya he detallado en otro lugar (Clúa, 2017), resulta sorprendente el carácter netamente afectivo de la definición de Tolkien, entendiendo este término como un conjunto de “intensidades que transitan de cuerpo en cuerpo” (Seigworth y Gregg, 2010: 1).7 Digo que es sorprendente porque durante mucho tiempo el paradigma de la experiencia literaria y estética, en general, se ha definido sobre la no-corporeidad y la no-afectación, esto es, sobre la propuesta kantiana de la contemplación desinteresada de la Idea, que evoca un juicio estético impersonal y universal. Nos encontramos aquí con todo lo contrario, es decir, con una experiencia apasionada, con un lector afectado en su cuerpo por la obra literaria, desbordado por una cascada de emociones. Que Tolkien proponga como ideal este tipo de experiencia es cuanto menos curioso porque esta idea de lector/lectura ha sido deslegitimada, en buena medida porque la idea de pasión, como señala Ahmed, está vinculada —incluso etimológicamente— con lo pasivo, de suerte que la emoción se ve como un elemento inferior a la razón y, en consecuencia, el afloramiento de la emoción —en este caso en el proceso de lectura— implica poseer un juicio maltrecho (2004: 3) y definirse como reactivo y dependiente.

Si combinamos esta consideración general sobre la dimensión negativa que se tiende a otorgar a lo emocional con los dos elementos que se suelen asociar como constantes a la fantasía —sentido de la maravilla y final feliz de alto impacto afectivo— podemos apreciar mejor cómo la fantasía ha tendido a comprenderse como un género ideológicamente conservador —funcionaría como una suerte de promesa de felicidad para un lector que busca la satisfacción emocional a través de un esquema narrativo que restaura el orden moral y de un entorno idealizado que permite el escapismo— y con una capacidad especulativa y política muy limitada frente a, por ejemplo, la ciencia ficción, cuyo potencial en este ámbito ha sido asociado tradicionalmente con la cognición (Suvin, 1978),8 mientras que cualquier efecto de extrañamiento en la fantasía se daría “en una forma irracional y teoréticamente ilegítima” (Freedman, 2000: 17).9

La idea de la fantasía como un dispositivo textual perfectamente organizado para aplacar las ansiedades de sus lectores, ofreciéndoles un mundo idealizado atravesado por relaciones binarias y jerárquicas en todos los ejes de la normatividad (género, raza, clase…) y recompensándoles con un final consolatorio puramente emocional, es cuestionable tanto desde un punto de vista puramente teórico como desde una aproximación más bien pragmática: como género extremadamente heterogéneo, la fantasía plantea numerosos desmontajes de este modelo, incluso si lo entendemos, de manera restrictiva, como sugiere Attebery, desde el paradigma de la fantasía épica de Tolkien. Lo que quiero explorar aquí es uno de esos ejercicios de desmontaje, en concreto, el que plantea una obra tan emblemática como Olvidado rey Gudú, para mostrar cómo efectivamente la fantasía no se ciñe obligatoriamente al modelo de final feliz, y cómo en esas otras posibilidades se articula, a menudo, una profunda reflexión ética y política.

Arquitectura narrativa y textura emocional

La monumental novela Olvidado rey Gudú, de Ana María Matute, constituye una de las aproximaciones más sólidas y originales a la fantasía hechas en lengua española y, lejos de ser un ejemplo aislado en la producción de la autora, es la pieza central de una trilogía completada por La torre vigía (1971) y Aranmanoth (2000), que se puede leer bajo esta misma adscripción genérica. De manera sorprendente, no obstante, estas obras han sido abordadas por la crítica rehuyendo con ahínco la categoría genérica de fantasía: Janet Pérez, una de las autoras que mayor atención les ha prestado, las adscribe al territorio del “cuento de hadas” y el “quest romance, es decir, la novela de caballerías” (Pérez, 2008: 62);10 la tesis de Deen (2014), dedicada a la trilogía, las define como una variante específica de la novela histórica,11 lo “neo-caballeresco”, y Pérez Abellán (2012) utiliza también esta etiqueta para aproximarse a Olvidado rey Gudú. Si McCullar lamenta que “nadie ha mostrado aún cómo la novela pertenece al modo de fantasía o cómo encaja como un segundo libro en la trilogía fantástica de Matute” (McCullar 2011: 82),12 la apreciación sigue vigente al día de hoy, con la excepción de la propia McCullar —si bien su interesante lectura tampoco profundiza en qué elementos de la fantasía son reconocibles en la trilogía— y de Suárez Díez (2010), quien la adscribe tangencialmente a esta etiqueta y la vincula al legado de Tolkien y Ende.13

 

Tal renuencia de la crítica académica a pensar estas obras desde el marco genérico de la fantasía contrasta, por otra parte, con el reconocimiento por parte de los aficionados a este género: la trilogía aparece en portales especializados (La Tercera Fundación, Fantastikas,…), es reseñada como objeto de estudio en las relaciones de bibliografía académica sobre ficción especulativa (Martínez, 2016) e incluso recibió el premio Gigamesh en 1997.14 Se produce, por tanto, una situación paradójica, en la que crítica y público divergen a la hora de situar esta(s) obras(s) bajo un paraguas genérico, si bien tanto el cuento de hadas como el romance caballeresco que la crítica invoca constituyen dos de las raíces primarias que alimentan a la fantasía (Clute, 1997a). Pese a ello, no se la reconoce como tal, sea por ignorancia o por mantener una visión sesgada y parcial del género.

En este sentido, y a modo de descargo, ciertamente hay que admitir que mal encajan las obras de fantasía de Ana María Matute y en especial Olvidado rey Gudú, en la que me voy a centrar, con el modelo tolkieniano de la resolución feliz y el giro inesperado que arrasa los ojos de lágrimas, que a menudo es la única referencia a la que se asocia el término fantasía. Las únicas lágrimas que aparecen al cierre de la novela son las que vierte Gudú inundando el reino y hundiéndolo literalmente en el olvido, recluyendo en una última y poderosa imagen el transcurso temático de la novela: la genealogía de un final, el hundimiento de un linaje que va en busca de la gloria pero encuentra el vacío.

Este planteamiento puede parecer completamente ajeno a los parámetros de la fantasía, no obstante está incrustado en uno de los núcleos temáticos claramente reconocibles, en concreto el que se denomina como “thinning” y que se refiere al debilitamiento de algún aspecto del mundo secundario, lo que permite que la historia se estructure como un proceso de restauración (Clute, 1997b). La idea fundamental es que en el momento de arranque de la narración, el mundo ya está sometido a una especie de decadencia cuya reversión constituirá la fuerza narrativa del argumento. La propuesta tolkieniana sería una vez más el modelo de referencia: la Tierra Media está inmersa en un proceso de decadencia, en el que los días de gloria forman parte del pasado, lo que propicia el crecimiento del poder maligno de Sauron. La trama narrativa, esto es, el viaje de Frodo para destruir el anillo de poder, respondería a esta necesidad de detener el proceso de declive. Sin embargo, son muy tempranos los ejemplos literarios que renuncian a esta reversión de la decadencia y al final feliz para concentrarse en la decadencia misma, cancelando las estructuras narrativas más recurrentes y explorando unas texturas emocionales que quedan lejos de la felicidad y la gloria. El ejemplo por antonomasia es, en mi opinión, la trilogía Gormenghast de Mervyn Peake (1946-1959), un texto mucho menos popular que la obra de Tolkien pero que constituye para muchos de los estudiosos de la fantasía una contribución de equivalente calidad e impacto. La trilogía, que arranca con el nacimiento del esperado heredero, Titus Groan, deja en suspenso —como ocurre con Gudú— el esperable esquema de las hazañas del héroe que culmina el linaje para focalizarse radicalmente en el proceso de decaimiento de la dinastía, cuyos miembros permanecen atrapados en el laberíntico espacio de Gormenghast y en los intrincados rituales que parecen detener el tiempo, o cuanto menos, sacarlo de su flujo habitual. Me detengo brevemente en el ejemplo de Gormenghast porque, como en el caso de Gudú, permite contemplar la estrecha relación entre los nudos temáticos (la decadencia, la muerte, el olvido), las texturas emocionales y la arquitectura narrativa del relato.

Y es que del mismo modo en que estas obras renuncian a la “restauración” de un mundo que se viene abajo, rehúyen el modelo de la quest —es decir, la progresión lineal unidireccional en la que se van superando pruebas que conducen a la victoria final— para adoptar lo que, a falta de mejor palabra, podríamos llamar un modelo de inmovilidad tanto en el plano temporal como espacial. Así, frente al desplazamiento espacial y la sucesión de hazañas que delinea el modelo más canónico de la fantasía, Gudú utiliza una arquitectura narrativa en la que los personajes nunca consiguen desplazarse realmente y en el que el tiempo no progresa y parece condenado a repetirse.

En efecto, además del recurrente paso de las estaciones, que parece ser el único marcador temporal perceptible en Olar, el reino en el que se desarrolla la narrativa, y que determina un deslizamiento cíclico del tiempo, la narración se organiza a través de constantes duplicaciones, que refuerzan la sensación de parálisis, la imposibilidad de avance: por ejemplo, la coronación mediante treta de Volodioso se repite en la coronación de su hijo, Gudú; la traición del escudero Almíbar por su amor hacia la reina Ardid, esposa de Volodioso, tiene eco en la traición de Predilecto por su amor hacia la princesa Tontina, esposa de Gudú; etc. (Pérez Abellán, 2012: 620-625). Por otro lado, aunque la novela parece organizarse sobre la sucesión de hazañas —en efecto, son varias las campañas de Gudú y sus antecesores a las que asistimos— que han de expandir el reino y llenar los vacíos del mapa, es una pura ilusión:

Todo trayecto o periplo efectuado en Olvidado Rey Gudú posee la engañosa sensación de desplazamiento exógeno porque radica en Olar, cuando más allá de las marcas del mapa ninguna trayectoria prospera, limitándose el movimiento a la doble dirección originada en la capital pero jamás rebasada. La aventura y la oportunidad nacen y mueren en el Reino de Olar. (Pérez Abellán, 2012: 609)

Y el territorio ignoto, cuyo dominio obsesiona a los reyes de Olar, sigue siendo desconocido pese a las repetidas expediciones que van sucediéndose en la trama. Pérez Abellán interpreta esta imposibilidad de conquista como una deconstrucción de la utopía universal ejemplificada por “Camelot, Leonís, Gaula o Hircania, convirtiéndose en reverso negativo de esta y por tanto, en distopía contemporánea” (Pérez Abellán, 2012: 619); en mi opinión, la desarticulación de la quest, su conversión de patrón lineal y progresivo a cíclico, tienen que ver menos con una reversión hacia la distopía que con un desenmascaramiento del ideal de progreso y dominación del territorio que se asocia a lo heroico.

De la gloria al olvido: asedios a la heroicidad

Tal desenmascaramiento está presente desde la apertura de la novela, cuyo arranque resulta un perfecto ejemplo del juego con las convenciones que caracteriza toda la obra. Así, el texto se inicia con la presentación de un protagonista de origen noble —Sikrosio, hijo del Conde de Olar— adornado con una plétora de cualidades marciales y entregado a actividades que le permiten ejercitarlas de lleno:

Su valor y arrojo, tanto como su naturaleza, no conocían el desánimo, la enfermedad, la cobardía, la duda, el respeto ni la compasión. Pronunciaba estrictamente las palabras precisas para hacerse entender, y no solía escuchar —a no ser que se refiriesen a su persona o su caballo— lo que decían los otros. No detenía su pensamiento en cosa ajena a lances de guerra, escaramuzas o luchas vecinales y, en general, a toda cháchara no relacionada con sus intereses. Cuando no peleaba, distribuía su jornada entre el cuidado de sus armas y montura, la caza, ciertos entrenamientos guerreros y placeres personales —no muy complicados éstos, ni, en verdad, exigentes—. (Matute, 1996: 17-18)

Sin embargo esta presentación, que se extiende unas pocas líneas más deriva hacia la imagen de Sikrosio “[p]aralizado, tendido e indefenso” (Matute, 1996: 20) junto al río Oser, aterrorizado ante la visión de un dragón que emerge de las aguas, en una escena en que se exploran de manera onírica el miedo y la parálisis de Sikrosio. Pérez Abellán, que toma como referencia el romance de caballerías, muestra la disonancia con este modelo: en lugar de abordar los orígenes y nacimientos del héroe, “la imagen ofrecida por el abuelo del Rey agazapado a orillas del río Oser plantea un principio diferente” (2012: 521), hecho que es analizado a través de una rica red de referencias intertextuales (el Leteo, el Hades, el dragón…) cuya densidad opaca, tal vez, lo que en mi opinión es el elemento principal de la imagen que es el borrado radical de las cualidades heroicas con las que se define a Sikrosio.

Si bien la heroicidad es un elemento que se ha declinado de formas muy distintas a lo largo de la historia, el carácter extraordinario del héroe siempre suele ser una constante, así como su vinculación a la acción y, en el caso de las narrativas de tono épico como sería el caso de la fantasía, la incorporación de “independencia” (Korte y Lethbridge, 2017: 6),15 atributos de valentía y control que culturalmente se han leído como correlatos de la masculinidad. Desde este prisma, es obvio que Sikrosio —pese a la descripción inicial— queda marcado por la inacción, la falta de control de sí mismo ante la aparición del dragón y, como remarcará el cierre del capítulo, por la vulgaridad, pues “a pesar de su valor, de su fuerza y de su arrogancia, incluso de ese terror, Sikrosio no fue un hombre extraordinario […] fue un hombre más bien vulgar” (Matute, 1996: 22).

Esta sacudida de las expectativas en torno al héroe es tanto más relevante si consideramos que la escena se reduplica —siguiendo el desmontaje de la linealidad narrativa— en el cierre de la novela, cuando el nieto de Sikrosio, Gudú, se ve a sí mismo reflejado en las aguas despojado de cualquier atisbo de poder, marcado por dos atributos —la vejez y el llanto— que lejos quedan de la habitual exaltación del héroe, joven y emocionalmente contenido:

Corrió al Lago, se miró en él, y en lugar de ver reflejado al Rey de Olar, contempló a un viejo andrajoso y torpe. Los pobres aficionados que fueron Ardid, el Trasgo y el Hechicero no habían previsto que el Rey no podía amar a nadie, excepto a sí mismo. En aquel momento un antiguo y conocido Dragón emergía del agua: un Dragón que llegaba a él desde la oscura memoria de su sangre, desde el terror de Sikrosio. Con un débil grito, lloró por primera vez. Por él, por toda su vida, por su perdida juventud y, sobre todo, por la gran ignorancia de cuanto le rodeaba. (1996: 864)

La circularidad de esta doble escena deja patente la desarticulación del avance lineal de la quest como mecanismo preeminente del relato y, al mismo tiempo, pone en suspenso el ideal heroico que cabría esperar tras unos paratextos que parecen inscribir la novela en la línea de la fantasía más canónica al hablar del nacimiento y la expansión de un reino —en la contraportada—, proporcionarnos un mapa del mundo imaginado en el que se desarrolla esta acción y detallarnos, en un árbol genealógico, el linaje de los margraves de Olar.

La imagen de un Sikrosio paralizado por el terror con la que abre la novela, no obstante, es sólo el principio de un proceso que va más allá de la “desmitificación de las percepciones idealistas de los nobles y los caballeros” (Deen, 2014: 136) para desarrollar una ácida crítica que tiene una clara connotación política en tanto que reflexiona sobre el poder y sus efectos en quienes no lo poseen, los vínculos entre violencia, progreso y gloria, etc. Como recuerdan Slusser y Rabkin, la guerra y la violencia forman parte de la esencia misma de la fantasía, como puede apreciarse en una de sus vertientes más populares, la “espada y brujería”, cuyo nombre “está implacablemente ligado a la guerra” (1993: 2).16 No puede ser de otro modo teniendo en cuenta que la épica, una de las raíces de la fantasía, se articula como una “búsqueda heroica individual dentro de un contexto colectivo, una búsqueda marcada por hazañas prodigiosas tanto de armas como de astucia” (Slusser y Rabkin, 1993: 2).17 Más aún, como señala Le Guin en su rigurosa revisión del código genérico de la fantasía, estas acciones (“una búsqueda [quest], una conquista, una prueba que involucra conflicto”)18 están vinculadas al “establecimiento y validación de la hombría” (1993: 6).19 Que las acciones heroicas tienen su carga simbólica en el proceso de individuación es una idea clásica que formula con toda claridad Campbell en su célebre idea del monomito y en la que han insistido otros autores clásicos como Jung o Rank;20 pero lo que Le Guin señala es que esa individuación tiene una marca de género evidente: una marca masculina (1993:6). Por tanto, el viaje del héroe no opera como parábola de la formación del sujeto, sino del sujeto masculino y, por ende, la revisión de lo heroico implica una revisión de la masculinidad y de los atributos que culturalmente se asocian a ella.

 

Como se ha visto en la doble escena de apertura y cierre, Olvidado rey Gudú participa de lleno en el cuestionamiento de la figura heroica: si los paratextos que envuelven la novela remiten a una idea de conquista y linaje noble que queda socavada en el primer capítulo, ¿qué no va a ocurrir a lo largo de las casi novecientas páginas? Para no extenderme en el inmenso tapiz que es la novela, me voy a limitar a llamar la atención sobre Gudú, culminación de la dinastía de Olar. De manera muy clara, la legitimidad como monarca —dadas las peculiaridades de su nombramiento como heredero de la corona— está vinculada a su capacidad para ejercer la violencia y vehicularla en una campaña militar que el propio rey ha calculado milimétricamente (“Y la guerra, madre, me hará rey” [Matute, 1996: 295]). Así, su coronación, pospuesta durante años, se precipita tras mostrarse públicamente con una imagen en la que cristalizan todas las hebras de lo heroico: la exhibición de un cuerpo marcado por la impenetrabilidad y la agresividad (la coraza y la espada); la invocación del Reino, entendido como una comunidad entre varones, que se transfiere de padre a hijo (no en vano Gudú cambia de espada, mostrando la de su padre Volodioso); la ostentación del coraje elevado a una efectiva altura épica pues conduce a la clásica disyuntiva victoria o muerte:

Y aquella noche Gudú apareció ante sus nobles, y ante sus soldados, y ante gran parte de ciudadanos, que se apiñaban, aterrados, junto a las murallas del Castillo —cuyas puertas hizo abrir, y bajar los puentes levadizos, de forma que todos cuantos pudieran presenciar lo que se proponía, lo presenciaran—. Y así, vestido por vez primera con cota de malla y una muy crujiente coraza de cuero y piezas de metal, al resplandor de la gran hoguera central que había hecho prender, dijo, con gran solemnidad, desenvainando la espada —y de pronto todos comprobaron que no era su acostumbrada espada de hierro, sino la espada de su padre Volodioso:

—El Rey Usurpino y mis hermanos los Príncipes Soeces, acuciados por el ex Consejero, el traidor Conde Tuso, han declarado la guerra a nuestro pueblo. Así pues, juro defender este Reino y este pueblo, hasta la última gota de mi sangre.

Estas palabras hacían, en verdad, gran efecto,

[…]

Sé que la lucha será encarnizada y muy cruel. Pero, con la misma seguridad que tengo en esto, os juro que no regresaré a Olar si no es de dos maneras: enarbolando la victoria, la paz y las cabezas sangrantes de los traidores, o muerto. (Matute, 1996: 298-299)

Pero esta imagen prototípica de la heroicidad es reforzada y a la vez demolida en la campaña militar que la sucede, en la que la épica de la batalla es, por un lado, exaltada —es un choque en el que se parte con desventaja y, por tanto, la hazaña de imponerse a los enemigos es mayor — y, por el otro, desacreditada en la medida que el relato va resaltando la insensibilidad del héroe, cuyo mérito militar radica en su capacidad para deshumanizar al enemigo (“mordió el extremo de la pluma de halcón y dijo que no debían acudir en masa al enemigo, como tenían por costumbre, sino que, muy arteramente, le engañarían y conducirían a trampas ‘exactamente como se hace con la caza del jabalí, el corzo y todo lo demás’” [Matute, 1996: 304]) y desplegar una crueldad que, por momentos, se revela desmesurada y arbitraria. Estas cualidades de Gudú quedan acentuadas por el contraste con Predilecto, quien también participa en la campaña bélica pero es capaz de captar el horror de la batalla (“la victoria de Gudú sobre Usurpino apareció ante sus ojos, entre ensangrentados restos y cuerpos mutilados, entre los muertos y la sangre” [Matute, 1996: 316]) y restituir la humanidad al enemigo abatido; así, por ejemplo, ante la contemplación de los cadáveres mutilados de Tuso y su hermano, Predilecto ve más allá del antagonismo para reconstruir las circunstancias íntimas de los caídos ante la impavidez de Gudú:

vio únicamente a dos ancianos, y súbitamente un gran dolor le anegó. Sólo veía, allí, la muerte de dos hermanos que en el último momento se habían asido el uno al otro: las manos del más joven estaban aferradas a las ropas sanguinolentas del más viejo, y la mano del más viejo —aquella mano que había deseado tanto tiempo gobernar caía lacia, casi dulcemente apoyada en la frente del más joven.

—Míralos, Señor —dijo con voz ronca y estremecida—. Eran hermanos, y se amaban.

Pero Gudú no le escuchó. (Matute, 1996: 316)

El contraste entre Gudú y Predilecto en esta campaña sirve también para poner el acento en el papel del heroísmo como pieza mitificadora de la guerra y la violencia y desvelar la asociación de estos valores con una masculinidad hegemónica, como se aprecia en esta reflexión de Predilecto:

Aunque íntimamente se había dicho en más de una ocasión que la muerte y la sangre le desagradaban, que la crueldad le repelía, había sido educado de forma que tales sentimientos debían mantenerse ocultos, como síntomas de debilidad. Íntimamente no se avergonzaba de ellos, pero jamás hubiera osado manifestarlos en público. Él había crecido creyendo —o desatendiendo examinar profundamente esta aceptación, más que creencia— que la guerra, tan asidua y pertinazmente cultivada por su padre, era noble en sí misma, y no exenta de heroísmo y gestos generosos. Por todo lo cual, la desapasionada reflexión de Gudú le sumió aún más en el cada vez mayor número de confusiones que, día a día, se iban adueñando de su persona. —¿Por qué entonces, si no la consideráis noble, parecéis gozar de ella, y hasta practicarla o provocarla? (Matute, 1996: 314)

La capacidad del texto para mostrar y corroer el horror de la guerra acaba por disolver también otro de los pivotes del mito heroico: la trascendencia en el tiempo a través de la consecución de la gloria, auténtico motor de Gudú, como puede apreciarse en las escenas en las que el texto explora sus motivaciones más íntimas:

Y no era extraño que, en la noche, apagadas casi la totalidad de las hogueras —excepto las que mantenía la Guardia—, Gudú abandonara la tienda y se acercara a la linde de las estepas. Contemplaba allí, al resplandor de la luna, cómo ante su mirada se extendía el extenso y desconocido mundo que tan ardientemente deseaba conquistar y desentrañar. “No me detendré jamás, mientras me quede vida —se decía, contemplando aquella vasta tierra despoblada y espantosamente solitaria—, hasta que ni un palmo de tierra quede oculta a mis ojos y hollada por mi pie. No puedo soportar la sensación de ignorancia. Destriparé el mundo y contemplaré sus despojos; y lo que de él me plazca, o sirva, lo guardaré; y lo que considere superfluo, o dañino, lo destruiré. Y mis hijos continuarán mi labor, y mi Reino no tendrá fin por los siglos de los siglos: pues el mundo, de generación en generación, sabrá del Rey Gudú, de su poder y su gloria, de su inteligencia y su valor, y mi nombre se prolongará de boca en boca y de memoria en memoria, y reinaré (más que mi padre) después de muerto.” Esta ambición le inspiraba una codicia infinitamente mayor a todos los tesoros de la tierra. (Matute, 1996: 418-419)