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5. Quijote, de Miguel de Cervantes (1615)1

Comentario: Miguel Martínez

Capítulo LIIII Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra alguna

Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra alguna

[…] Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a acompañar a Sancho que entre alegre y triste venía caminando sobre el rucio a buscar a su amo, cuya compañía le agradaba más que ser gobernador de todas las ínsulas del mundo.

Sucedió, pues, que no habiéndose alongado mucho de la ínsula del su gobierno (que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o lugar la que gobernaba) vio que por el camino por donde él iba venían seis peregrinos con sus bordones, de estos estranjeros que piden la limosna cantando, los cuales en llegando a él se pusieron en ala y, levantando las voces, todos juntos comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba «limosna», por donde entendió que era limosna la que en su canto pedían; y como él, según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana y dijeron:

—¡Guelte! ¡Guelte!

—No entiendo —respondió Sancho— qué es lo que me pedís, buena gente.

Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho, por donde entendió que le pedían dineros, y él, poniéndose el dedo pulgar en la garganta y estendiendo la mano arriba, les dio a entender que no tenía ostugo de moneda y, picando al rucio, rompió por ellos; y al pasar, habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención, arremetió a él y, echándole los brazos por la cintura, en voz alta y muy castellana dijo:

—¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque yo ni duermo ni estoy ahora borracho.

Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre y de verse abrazar del estranjero peregrino, y después de haberle estado mirando, sin hablar palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle; pero, viendo su suspensión el peregrino, le dijo:

—¿Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar?

Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó a rafigurarle, y finalmente le vino a conocer de todo punto y, sin apearse del jumento, le echó los brazos al cuello y le dijo:

—¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime quién te ha hecho franchote y cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen tendrás harta mala ventura.

—Si tú no me descubres, Sancho —respondió el peregrino—, seguro estoy que en este traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.

Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los demás peregrinos, se apartaron a la alameda que se parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos ellos eran mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya era hombre entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien proveídas, a lo menos de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos leguas. Tendiéronse en el suelo y, haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama cavial, y es hecho de huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas, aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno sacó la suya de su alforja: hasta el buen Ricote, que se había transformado de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en grandeza podía competir con las cinco.

Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy de espacio, saboreándose con cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de cada cosa, y luego al punto todos a una levantaron los brazos y las botas en el aire: puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y desta manera, meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto que recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus estómagos las entrañas de las vasijas.

Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía, antes, por cumplir con el refrán que él muy bien sabía de «cuando a Roma fueres, haz como vieres», pidió a Ricote la bota y tomó su puntería como los demás y no con menos gusto que ellos.

Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas, pero la quinta no fue posible, porque ya estaban más enjutas y secas que un esparto, cosa que puso mustia la alegría que hasta allí habían mostrado. De cuando en cuando juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho y decía:

—Español y tudesqui, tuto uno: bon compaño.

Y Sancho respondía:

—¡Bon compaño, jura Di!

Y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de nada de lo que le había sucedido en su gobierno, porque sobre el rato y tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdición suelen tener los cuidados. […]

—Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros: a lo menos, en mí le puso de suerte que me parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y en la de mis hijos. Ordené, pues, a mi parecer como prudente, bien así como el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se provee de otra donde mudarse; ordené, digo, de salir yo solo, sin mi familia, de mi pueblo y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la priesa con que los demás salieron, porque bien vi, y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran solo amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos, pero eran tan pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en Berbería y en todas las partes de África donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua, como yo, se vuelven a ella y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse, que es dulce el amor de la patria. Salí, como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia. Dejé tomada casa en un pueblo junto a Augusta; juntéme con estos peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos dellos cada año a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por certísima granjería y conocida ganancia: ándanla casi toda, y no hay pueblo ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen con más de cien escudos de sobra, que, trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones o entre los remiendos de las esclavinas o con la industria que ellos pueden, los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención, Sancho, sacar el tesoro que dejé enterrado, que por estar fuera del pueblo lo podré hacer sin peligro, y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y a mi mujer, que sé que están en Argel, y dar traza como traerlas a algún puerto de Francia y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que Dios quisiere hacer de nosotros. Que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que la Ricota mi hija y Francisca Ricota mi mujer son católicas cristianas, y aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por qué se fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde podía vivir como cristiana. […]

 

Al comienzo del capítulo 54 de la segunda parte del Quijote, Sancho acaba de dimitir como gobernador de la ínsula, a causa del hambre y los sustos. Poco después de abandonar Barataria, el escudero se encuentra con unos peregrinos alemanes que piden limosna. A pesar de que su gobierno, plebeyo y virtuoso, lo ha dejado sin moneda alguna, Sancho el bueno (como se le llama ya en I.18) comparte su almuerzo de queso y pan con los romeros. En 1607, Cristóbal Pérez de Herrera, arbitrista de los pobres, había cifrado en medio millón el número de «mendigantes fingidos» en toda España, pero Sancho no desconfía de ellos ni por pobres ni por extranjeros.2 Cuando le reclaman la limosna en efectivo —¡guelte, guelte!— la gestualidad y la pragmática median con naturalidad la comunicación entre los peregrinos y el local.

Una «voz alta y muy castellana» atraviesa, transparente, la opacidad lingüística del alemán. Quien habla es el morisco Ricote, vecino de Sancho en el lugar de La Mancha, tendero de profesión. Como narra el episodio, vuelve disfrazado a su patria porque el decreto real de 1609 ha expulsado a los moriscos españoles de todos los reinos peninsulares. Tanto Ricote como Sancho se juegan la vida en este encuentro. Pero la familiaridad de los amigos, la intimidad vecinal y de clase, y la solidaridad del paisanaje sostienen las lealtades por encima de los rigurosos bandos de Su Majestad. «La maciza dignidad del personaje»,3 en palabras de Márquez Villanueva, hace del de Ricote uno de los más memorables episodios de la novela cervantina.

El encuentro da paso a un banquete de pan, nueces, queso, huesos de jamón, cavial (que entra en Europa a través del turco otomano havyar) y mucho vino, lenguaje universal. «Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía [en referencia al famoso romance «Mira Nero de Tarpeya»], antes, por cumplir con el refrán que él muy bien sabía de “cuando a Roma fueres, haz como vieres”, pidió a Ricote la bota y tomó su puntería como los demás». El refranero y el romancero, como depósitos de formas de habla sedimentadas, de saberes comunitarios, emergen también con naturalidad en la prosa del narrador. La genial paradoja de Cervantes consiste en la desnaturalización de las relaciones entre nativo y extranjero, entre huésped y anfitrión: Sancho, que no ha salido de su país y que nunca ha estado en Roma, es quien se adapta con total mansedumbre a las costumbres —verbales o no— de los tudescos.

El relato cervantino está siempre saturado de diferentes tonalidades lingüísticas: el habla doméstica de las mujeres del pueblo, los variados idiomas literarios de don Quijote, la riqueza de los registros populares de Sancho, la diversidad sociolingüística y dialectal de los vernáculos ibéricos. Un gran número de diálogos se construyen como encarnizadas disputas por el modelo de lengua legítima, pero lo que resulta es una normatividad múltiple, un estándar descentrado y heteroglósico, es decir, cargado de la multiplicidad de voces asociadas a las diferentes prácticas y grupos sociales. Don Quijote casi nunca logra imponer sus impertinentes correcciones sobre el habla de cabreros y labradores, que encuentran fuentes de legitimidad en la rotundidad de los proverbios y el hablar llano.4 El relato árabe de Cide Hamete Benengeli y el muchacho morisco aljamiado que lo traduce en el Alcaná de Toledo (I.9), por otra parte, dan cuenta de la complejidad de la ecología lingüística de la España moderna, que incluso estructura la propia enunciación ficcional de la novela.

«Español y tudesqui, tuto uno, bon compaño», dice uno de los peregrinos; a lo que Sancho responde, muerto de la risa, «¡Bon compaño, jura Di!» La alegre convivialidad entre alemanes (no sabemos si protestantes o católicos), un morisco manchego y su vecino cristiano viejo es una poderosa estampa de fraternidad popular. El hecho de que el intercambio tenga lugar en italiano macarrónico seguramente tiene que ver con usos lingüísticos que generalizaron los ejércitos europeos de los Austrias, siempre multinacionales y siempre inflexionados de italianismo. La experiencia formativa de los soldados españoles en Italia y la convivencia de ambos con alemanes y flamencos durante la Guerra de los Ochenta Años en los Países Bajos probablemente habían favorecido formas de socialización lingüística que privilegiaban alguna variedad del italiano como lingua franca. Esto también nos pone sobre aviso de cierta historiografía lingüística nacionalista y postimperial que se apresuraba a convertir el español renacentista en una lengua global gracias a un emperador, Carlos V, rápidamente hispanizado.5 En suelo aragonés, en el corazón de la España del Quijote de 1615, la lengua de intercambio entre las gentes del norte y del sur de Europa no es el español, sino el italiano.

Al retirarse del banquete, la conversación entre Sancho y Ricote condensa buena parte de la historia de los cristianos nuevos de moros españoles, de la legislación sobre su vida y costumbres, que nos ayudará a calibrar la relevancia de este episodio, y de la amputación de 1609, para la historia social y política de las lenguas de España.6 Ricote se confiesa con su vecino «sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana». La rápida precisión cervantina sobre los posibles trompicones lingüísticos de Ricote apunta en dos sentidos: por un lado, el tendero exiliado es perfectamente capaz de manejar un estándar castellano limpio de dialectalismos y arabismos, emancipando así su razonar de la estereotipificación a que había sido sometida el habla de los moriscos en la literatura panfletaria contra ellos. Pero, por otro lado, la posibilidad del tropiezo indica que Ricote en efecto hablaba árabe —a eso se referiría el narrador con su lengua morisca—.

A la altura de la expulsión, el uso del árabe, oral o escrito, era minoritario entre los moriscos españoles, y mucho más entre los manchegos. Su uso se había regulado en repetidas ocasiones en el siglo anterior, pero fue definitivamente proscrito en 1567, al mismo tiempo que se prohibieron el hábito morisco en hombres y mujeres, el uso de los baños y las zambras, leilas y cantares que amenizaban bodas, bautizos y otras celebraciones públicas. A la durísima legislación de Felipe II sobre cultura y lengua, que contravenía derechos y privilegios pactados con los Reyes Católicos por los musulmanes españoles vencidos, respondió concienzudamente Francisco Núñez Muley, morisco granadino de familia noble, en un famoso memorial enviado a la Audiencia de Granada:

Pues vamos a la lengua arábiga, que es el mayor inconviniente de todos. ¿Cómo se ha de quitar a las gentes su lengua natural, con que nacieron y se criaron? Los egipcios, surianos, malteses y otras gentes cristianas, en arábigo hablan, leen y escriben, y son cristianos como nosotros… Deprender la lengua castellana todos lo deseamos, mas no es en manos de gentes. ¿Cuántas personas habrá en las villas y lugares fuera desta ciudad y dentro della, que aun su lengua árabe no la aciertan a hablar sino muy diferente unos de otros, formando acentos tan contrarios, que es solo oír hablar un hombre alpujarreño se conoce de qué taa es? Nacieron y criáronse en lugares pequeños, donde jamás se ha hablado el aljamía ni hay quien la entienda, sino el cura o el beneficiado o el sacristán, y estos siempre hablan en arábigo.7

La argumentación nos parece hoy impecable por la forma en que desnaturaliza la relación entre lengua e identidad religiosa, nacional, etnorracial. La fuerte dialectalización del árabe granadino se utiliza estratégicamente para denegarle la legitimidad del árabe coránico y así, de alguna manera, secularizarlo —estrategia que ya habían usado apologistas moriscos y algunos defensores cristianos—.8 El apellido del morisco cervantino remite, sin duda, al murciano Valle de Ricote, epítome de acomodación resistente de los cristianos nuevos españoles —los del valle estuvieron entre los más reacios al destierro y retornaron tenazmente a su patria de manera ilegal—. La mayoría de los ricotíes habían abandonado la lengua árabe tras las duras campañas cristianizadoras de la década de 1560, pero el valle recibió un contingente significativo de moriscos granadinos que fueron forzosamente desplazados, como señala Márquez Villanueva, tras la represión de la rebelión de las Alpujarras (1568-1570). Los moriscos granadinos, junto con los valencianos, conservaron su lengua durante más tiempo que sus hermanos castellanos y aragoneses. Es muy posible que el vecino de Sancho sea uno de ellos.

La valoración que hace Ricote (¿Cervantes?) de la solución final de Felipe III ha sido objeto de enconada discusión crítica.9 Ricote registra una gran diversidad de actitudes religiosas en la comunidad morisca antes del destierro, desde aquellos que son «cristianos firmes y verdaderos» a «los que no lo eran», pasando por los que, como el propio Ricote, «todavía [tienen] más de cristiano que de moro». Su hermoso discurso —en modo elegíaco como el de todos los desterrados— sobre el exilio y sus desplazamientos lingüísticos insiste en la pulsión del retorno en todos aquellos «que saben la lengua» española, que son obviamente la mayoría («Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural»). El tendero morisco es nieto intelectual legítimo de Núñez Muley y ambos son emblemas memorables de una España que pudo haber sido y no fue, una España a salvo del juego perverso de las identidades excluyentes. Su irrupción en el Quijote advierte contra la esencialización de las relaciones entre lengua, religión, nacionalidad y cultura; pone en guardia, por tanto, contra el racismo y la xenofobia.

En lo que sigue, Sancho le cuenta a Ricote la salida de su hija y su mujer del pueblo, para consternación de todos los vecinos, tan históricos como cabe esperar de la ficción en carne viva de Cervantes, protagonistas de una España popular más tolerante de lo que a veces nos imaginamos.10 Prácticamente el resto de la novela, que se encamina ya hacia su desenlace, transcurre en Cataluña; y, por supuesto, el texto de Cervantes se hace cargo de la multiplicidad de los acentos de una España siempre multilingüe, donde la vida transcurre con naturalidad en catalán y gascón. En los episodios catalanes los lectores conocerán a Ana Félix, la hija de Ricote, que ha conseguido escapar de Berbería, donde los moriscos españoles son completamente extranjeros, como advertía su padre. La novela de los Ricotes termina con una deliberada ambigüedad sobre la posibilidad de permanecer en España, ficción solo parcialmente contrafactual: Lapeyre y Martinez habían calculado que entre 10.000 y 15.000 moriscos (y sobre todo moriscas) escaparon los rigores del bando de Felipe III, por diversos medios.11 Cervantes, con su mirada empática y abarcadora, comprehensiva y humana, ratifica una España en la que caben muchas formas de ser. Una España que, para poder ser, ha de abrazar —como se abrazan fraternalmente Ricote y Sancho— sus muchas formas de hablar.

1CERVANTES, Miguel de (1999 [1615]): Don Quijote de la Mancha. Editado por Francisco Rico. Barcelona: Instituto Cervantes/Editorial Crítica.

2Cavillac 1975.

3Márquez Villanueva 2010: 226. El de Márquez Villanueva es el ensayo más completo y lúcido sobre el episodio del morisco.

4Sobre todas estas cuestiones ver Rosenblat (1971: 13-67); y, sobre todo, el excelente libro de Frago Gracia (2015).

5Los textos clásicos, de los que parten todos los demás para esta idea, son Menéndez Pidal (1933; 1941).

6La bibliografía sobre el tema es extensa, pero para este episodio en concreto pueden verse Harvey (2005), Moreno Díaz (2009) y Francisco J. Flores Arroyuelo (1989).

7Recogido en García Arenal 1975: 55.

8Sobre la historia del árabe en la España moderna ver fundamentalmente García-Arenal y Rodríguez Mediano (2010) y García-Arenal (2015).

9Remito al excelente balance de Carrasco Urgoiti (1999: 203-206).

10Cfr. Stuart B. Schwartz 2010.

11Cfr. Lapeyre 1986: 252; y Martinez 2002: 466-477.