Autorretrato de un idioma

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1DESPUIG, Cristòfol (2012 [1557]): Los col·loquis de la insigne ciutat de Tortosa. Editado y traducido por Juan Antonio González. eHumanista/IVITRA, 1, 363-364. https://www.ehumanista.ucsb.edu/sites/secure.lsit.ucsb.edu.span.d7_eh/files/sitefiles/ivitra/volume1/14%20ehumanista.ivitra.Despuig.JAGonzalez.Col.loquis.pdf.

2Cfr. Woolard 2007: 131-136.

3Cfr. Lledó-Guillem 2019: 141-172.

4Cfr. Querol & Solervicens 2011: 5-26.

5Cfr. Lledó-Guillem 2008: 141-152.

4. Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias y Orozco (1611)1

Comentario: Soledad Chávez Fajardo

“Al lector”

Entre otras muchas cosas con que el hombre, animal racional, se diferencia de los demás que carecen de razón, es ser sociable, calidad propia suya: y cuando Dios creó a nuestro primero padre, aunque le puso en el Paraíso, tan rico y enjoyado con dotes de naturaleza y gracia, dijo: None est bonu hominem ese solum, faciamus ei adiutorium simile sibi y enviado en Adán un sueño, sacóle una costilla del costado, y formó de ella a Eva. Desde aquel punto que el Señor se la puso delante, empezó a regalarse con su mujer, diciéndole aquel misteriosísimo requebró: Hoc nunc os ex ossibus meis, et caro de carne mea: de modo que la comunicación de entre los dos de allí adelante, fue mediante el lenguaje, no adquirido ni inventado por ellos, sino infundido del Señor, y con tanta propiedad que los nombres que Adán puso a los animales terrestres y a las aves, fueron los propios que les competían, porque conociendo sus cualidades y propiedades, les dio a cada uno el que esencialmente le convenía; que si hasta agora durara la noticia destas etimologías, no teníamos para qué cansarnos en buscar otras; pero después del diluvio con la confusión de lenguas se olvidó aquella, quedando en sola una familia que Dios reservó de las demás, para usar de misericordia, con el linaje humano, haciéndose hombre, descendiente de Abraham, Isaac y Jacob, los cuales se llamaron hebreos, y su lengua hebrea, en esta habló Dios a Moisés y le escribió las Tablas de la Ley: y en esta escribió el mismo Moisés los libros del Pentateucon, y en ella vaticinaron los profetas, pero cuando el hijo de Dios encarnó, ya estaba mezclada con la siriaca y caldea. Lo mesmo con el tiempo pudo acontecer en las demás y así hay poca claridad cual fuese la lengua primera y pura que se habló en España. La que agora tenemos está mezclada de muchas, y el dar origen a todos sus vocablos, sería imposible. Yo haré lo que pudiere, siguiendo la orden que se ha tenido en las demás lenguas, y por conformarme con los que han hecho diccionarios copiosos y llamándolos Tesoros, me atrevo a usar desde término, por título de mi obra, pero los que andan a buscar tesoros encantados, suelen decir fabulosamente que hallada la entrada de la cueva do sospechan estar, les salen al encuentro, para hacerlos volver atrás, amenazándolos un fiero jayán, con una desaforada maza, un dragón que echa llamas de fuego por ojos y boca, un león rabioso, que con sus uñas y dientes hace ademán de despedazarlos, pero venciendo con su buen ánimo y con sus conjuros, todas estas fantasmas llegan a la puerta del aposento, donde hallan la mora encantada en su trono sentada en una real fila y cercada de grandes joyas y mucha riqueza, la cual si tiene por bien de les dejar sacar su tesoro, van con recelo y miedo de que en saliendo afuera, se les ha de convertir en carbones. Yo he buscado con toda diligencia este Tesoro de la lengua castellana, y lidiado con diferentes fieras, que para mí y para los que saben poco, tales se pueden llamar las lenguas vulgares, la francesa y la toscana, sin la que llaman castellana antigua, compuesta por una mezcla de las que introdujeron las naciones, que al principio vinieron a poblar a España. La primera, la de Túbal y después desta otras muchas, de algunas de las cuales hace mención Plinio, li. 3 c.1. conviene a saber los hebreos, los persas, los fenices, los celtas, los penos, los cartaginenses y queriendo publicar este tesoro, y sacarle a luz, temo que las lenguas de los maldicientes y mal contentadizos me le han de volver en carbones, pero estos mismos en manos de los sabios y bien intencionados con el soplo de sus ingenios y rectos juicios, han de encender en ellos un amoroso fuego y convertirlos en radiantes carbuncos y hermosos rubíes, según lo que a otro propósito dijo el poeta Angeriano: Quid tun? carbones quoque nigri /Sed flamma tacti, unde rosa verna, rubent.

La diversidad de los orígenes me ha forzado a no poder dejar igual la lectura desta obra, en forma que todos gozasen enteramente della, por haber de acudir a sus fuentes, y usar de sus propios caracteres, en la lengua griega y la hebrea, pero yo los declaro lo mejor que puedo y me ciño a no poner más que el tema, cada uno tomará lo que pudiere, según su capacidad. Al romancista le queda mucho de que pueda gozar, creyendo lo demás, in side parentu, y el que supiere latín descubrirá más campo; y los que tuvieren alguna noticia de la lengua griega o hebrea, juzgará desta obra con más fundamento: en la lengua arábiga casi todos somos iguales, fuera de algunos pocos que la saben; y así hemos de dar crédito a los peritos en ella. Yo he consultado a Diego de Urrea, intérprete del Rey nuestro señor, y visto algunos escritos del padre Guadix, de ambos me he aprovechado, y de algunos otros que cito en diversos lugares. Heme válido de la lengua hebrea, para confirmar lo que los susodichos me interpretan de la arábiga. Y presupuesto que los más vocablos castellanos son corrompidos de la lengua latina, hace de advertir que muy de ordinario se mudan las letras, trocándose unas por otras. Y las más ordinarias son las nueve consonantes, que llaman mutas, divididas en tres clases, tenues, medias y aspiradas. También se mudan las demás y unas vocales en otras y todo esto está advertido por algunos autores modernos que han reducido nuestra lengua a método, haciendo arte de Gramática Española. No se debe nadie escandalizar de que las dicciones de este mi libro se escriban como suenan, sin guardar la propia ortografía, pues esto se enmienda luego inmediatamente en el mismo discurso. Pongo por ejemplo, Philipo, no se ha de buscar en la letra ph sino en la f. Gerónimo en la G. y no en la H. Tema en la T. y no en la th, et sic de caeteris. Por satisfacer a todos, siendo deudores a los sabios y a los que no lo son, en el discurso de algunas etimologías, no solo se traen las legítimas y verdaderas, pero a veces las vulgares introducidas por los idiotas. Los vocablos que no se hallaren en la letra z, búsquense en la ç y muchas de la f. en la H. Y, al contrario, como fidalgo, hidalgo. La letra V. se divide en la vocal y en la consonante, lo demás se advierte en cada dicción. Yo pido con toda humildad y reconocimiento de mi propio saber, que todo aquello en que yo errare, se me enmiende con caridad y se me advierta para otra impresión.

En 1611 aparece en Madrid el Tesoro de la lengua castellana o española, trabajo de Sebastián de Covarrubias y Orozco, quien se presenta como «Capellán de su Majestad, Mastrescuela y Canónigo de la Santa Iglesia de Cuenca y Consultor del Santo Oficio de la Inquisición». La obra va dirigida a Felipe III, se tasó en 1730 maravedíes y se imprimieron mil ejemplares. Covarrubias está hacia el final de su vida, puesto que dos años después de aparecer su Tesoro fallece, septuagenario, en Cuenca. Su diccionario corona el final de una vida dedicada al estudio. Es un escritor tardío, podría decirse, de quien se conservan solo dos obras: su Tesoro y Emblemas morales, publicado un año antes, en 1610. Él mismo afirma, en su carta a Navarro de Arroita, presente en los paratextos de su Tesoro, que no tiene «ni edad ni salud para andar caminos». Es interesante, por lo demás, el tiempo en el que vivió Covarrubias: nació en los últimos veinte años de reinado de Carlos I; fue testigo, a su vez, de todo el esplendor de Felipe II y fue espectador de los primeros años de reinado de Felipe III. Tenemos, por lo tanto, a un intelectual que creció con los vientos renacentistas a su favor, maduró con la tensión manierista y su ocaso, el que coincide con su producción escritural, se correspondió con el barroquismo imperante. Todo ello, creemos, se puede, a su vez, ver reflejado en su Tesoro.

En pleno poderío de Carlos I, en el crítico momento previo al Concilio de Trento, Arnold Hauser describió el Toledo natal de Covarrubias como «la tercera capital de España de entonces y centro de la vida eclesiástica»,2 después de Madrid y Sevilla. Justamente: Covarrubias nació en 1539, en un ambiente empapado de contrarreforma y en un reino en donde la concentración de gastos se volcó siempre allende las fronteras peninsulares. En este contexto, empero, por los procedimientos administrativos específicos de esa monarquía compuesta de los Habsburgo,3 así como por las redes territoriales y los espacios sociales, se generó la mayor parte del discurso renacentista sobre la lengua. Este discurso fue posible gracias al apoyo fundamental de la industria de la imprenta y se materializó en la producción, en palabras de Martínez, de «textos vernáculos sobre la lengua española».4 Este panorama no se había visto antes e hizo aflorar una serie de estudios variopintos relacionados, sobre todo, con el léxico. Es un momento de marcada renovación de las tradiciones discursivas y del asentamiento del español como lengua imperial, aspecto que se acrecentará con los años y se concretará con la máxima expansión del Imperio, en tiempos de Felipe III. Esto lo constatamos en los paratextos del Tesoro, cuando el censor Pedro de Valencia, cronista del rey, afirmaba: «y por ser conveniente que de la propiedad, pureza, y elegancia de una lengua se escriba en el tiempo que ella más florece, me parece se debe dar licencia y privilegio que se pide para imprimirlo».

 

Sebastián de Covarrubias tenía 17 años cuando asumió Felipe II, en 1556. De esa fuerza centrífuga con la que Carlos I quiso reforzar un imperio y en donde abusó de las arcas españolas para malconseguirlo, Felipe II representa esa fuerza centrípeta en donde la monarquía universal se convierte en monarquía hispánica y católica. De esta forma, Madrid y El Escorial se instalan como las sedes permanentes del imperio y el castellano como la lengua de Felipe II.5 Para Hauser, Felipe II «era un príncipe progresista que quería introducir los logros del absolutismo, el sistema del Estado centralizado y un racional orden en la administración financiera».6 Sin embargo, empieza con su reinado la decadencia del Imperio, sobre todo por su inmensa extensión. En efecto, el Imperio dio lugar a la formación de cuerpos y prácticas de gobierno locales, autárquicos, algo esperable por la lejanía de la capital y con un rey encerrado en su palacio. La Contrarreforma, a su vez, hacía estragos, partiendo por el propio rey, católico furioso e intransigente. El modus operandi del rey con el que Covarrubias se hizo adulto es el de la censura al pensamiento: se confiscaron y quemaron libros contrarios o críticos al credo católico, se controlaban los libros que iban a imprimirse y se extremaron las medidas de control de los libros extranjeros que se importaban. Asimismo, se prohibió la lectura de la Biblia y se minimizó el estudio del árabe y hebreo, entre otras medidas. Aunque se declaró la bancarrota al menos tres veces durante el reinado de Felipe II, la riqueza procedente de América alcanzó valores históricos y al término de las guerras italianas en 1559, la Casa de Austria se transformó en la primera potencia mundial. A su vez, a diferencia de Carlos I, quien aprendió la lengua española de adulto, Felipe II se sentía profundamente español. En este contexto es que Covarrubias transitó a Salamanca, en donde estudió y se ordenó como sacerdote y terminó siendo capellán del rey.

Cuando nuestro lexicógrafo tenía 59 años asumió Felipe III, en 1598. Es este el periodo en que Covarrubias empezó a redactar su obra. En el que es conocido como el primer reinado de un Austria menor, tenemos la máxima expansión territorial y a un rey «más interesado en las artes, en especial la pintura y el teatro, y en la cacería».7 Asimismo, se impuso, a diferencia de los dos reinados anteriores, un periodo de paz conocido como la Pax hispánica. En este ambiente se desencadena una especial crisis secular que Covarrubias no verá en su cenit, al fallecer en 1613. En efecto, entre 1606 y 1650 se reducen las remesas que llegan desde América hasta en un 60%, a causa de la creciente autosuficiencia de la economía americana, la crisis de la marina española (que ya venía arrastrándose del reinado anterior), el costo de mantenimiento de las flotas, el contrabando y el desarrollo de la piratería, propiciados por Francia, Holanda e Inglaterra. Sin embargo, es este el periodo en donde por primera vez se concentran las obras relacionadas con la lengua española. Justamente, a pesar de la crisis política y económica, la vida literaria tomó un peso sin ribetes; desde las reflexiones centradas en la lengua propiamente tal, tenemos a Mateo Alemán quien publicó en México su Ortografía en 1608 y allende el Atlántico, Juan de Hidalgo (seudónimo de Cristóbal de Chaves) su Romance de germanía (1609) y Gonzalo Correas su Vocabulario de refranes (1627) y su Arte grande de la lengua española castellana (1626). No está solo Covarrubias en esto, entonces, pues formaba parte de un nutrido y destacado grupo de intelectuales que están pensando en la lengua española.

Sin embargo, los espacios para desarrollar el saber no eran los idóneos en tiempos de Felipe III. En efecto, el espacio intelectual poco podía dar de sí para estudiantes y pensadores, con una Contrarreforma que seguía viento en popa. Justamente, en una Europa en donde empieza la ciencia experimental, España pierde contacto con el exterior: en las universidades se imponía el aristotelismo, en conjunción con la concepción católica del mundo. Hay algo que se destaca, en efecto, al comenzar a leer las líneas que Covarrubias dedicó al lector de su Tesoro: «Entre otras muchas cosas con que el hombre, animal racional, se diferencia de los demás que carecen de razón, es ser sociable, calidad propia suya». Justamente, el discurso se enmarca con una reflexión aristotélica, reacción, creemos, esperable dentro de ese contexto de inestabilidad social, algo que bien lo describe Hauser, en donde el hombre manierista, «factor pequeño e insignificante en el nuevo mundo desencantado» adquiere un sentimiento de confianza en sí mismo y «La conciencia de comprender el Universo, grande, inmenso, implacablemente dominador, de poder calcular sus leyes y con ello haber vencido a la naturaleza, se convirtió en fuente de un ilimitado orgullo hasta entonces desconocido».8 Esta conciencia, empero, parte con el conocimiento de sí mismo, tal como afirma Maravall, en ello de que es necesario «Conocerse para hacerse dueño de sí, lo que lleva a dominar el mundo en torno».9 El humanismo, que llama a conocer y trabajar mejor a los clásicos, así como la necesidad de conocimiento de la realidad llevan, por ejemplo, a una interesante producción lexicográfica, sobre todo de tecnolectos y léxico especializado, tanto en el XVI como en el XVII.

En este contexto, Covarrubias contaba, ya, con una autoridad que hablaba por sí misma. Seco principia su emblemático ensayo, destinado al toledano, entregándonos una clave no menor: Covarrubias, según la escala de generaciones establecida por Julián Marías, forma parte de la ilustre generación de Cervantes, el Greco, San Juan de la Cruz, el Pinciano y Mateo Alemán, entre otros. Así como Cervantes, Covarrubias era un escritor otoñal, pues escribió su obra hacia el final de su vida; «ya después de su tiempo»,10 dice Seco. Pedro de Valencia, cronista de Felipe III, quien censa el Tesoro, concluía respecto a este y a la autoridad de Covarrubias: «Por lo cual, y por la autoridad y erudición de la persona del autor, tan conocida y estimada en todas partes». En efecto, la mayoría de los etimólogos desde el renacimiento, eran considerados hombres sabios, que dominaban lenguas indoeuropeas y semíticas, entre otras y podían dar cuenta de la realidad mejor que nadie.

En este punto, debemos insistir en algo de lo que ya se ha venido hablando muchísimo desde los espacios metalexicográficos: el primer diccionario monolingüe en nuestra lengua no se redactó con el propósito de ser el primer diccionario monolingüe, sino que vino a ser el primer diccionario etimológico en lengua española. Es innegable, en toda esta producción y, centrándonos, ya, en el Tesoro de Covarrubias, las secuelas del Humanismo en este quehacer. En rigor, el gran referente que tiene Covarrubias fue San Isidoro de Sevilla, quien acopió en veinte libros sus Etymologiae. Si bien muchas de sus etimologías fueron desacreditadas, Covarrubias aplaudía la reedición que de estas hizo Felipe II, como bien declara en la dedicatoria que hace al rey, en uno de sus paratextos:

Filipo Segundo padre de v.m. hizo gran diligencia para que las obras del glorioso San Isidoro Doctor de las Españas se corrigiesen y enmendasen por diversos originales, y de nuevo se imprimiesen con mucha curiosidad, porque gozásemos de su singular y santa dotrina y particularmente de sus etimologías latinas.

Esta tradición en el quehacer etimológico, sin embargo, no se reduce al vínculo único San Isidoro y Covarrubias. Justamente, Carriazo y Mancho Duque comentan que en el contexto del XV en adelante, «una vertiente especulativa de carácter teórico-filológico, empeñada en la búsqueda de las raíces primigenias de las lenguas»,11 es la que dará vida a una serie de diccionarios de corte etimológico. Por ejemplo, en 1565, Alejo de Venegas agregó como apéndice a su Agonía del tránsito de la muerte, una Declaración de algunos vocablos. Le sigue unas Etimologías españolas, atribuidas al Brocense (c. 1570); la Recopilación de algunos nombres arábigos de Diego de Guadix (1593); el Vocabulario etimológico de Bartolomé Valverde (1600); el Origen y etimología de todos los vocablos originales de la lengua castellana de Francisco del Rosal (1601) y Del origen y principio de la lengua castellana de Bernardo de Alderete (1606), la obra de más renombre de su época. Como sea, no podemos dejar de lado otro de los eslabones que dan cuenta del interés etimológico con el vínculo isidoriano. En efecto, en el tercer cuarto del siglo XIII, Alfonso X y su Escuela de traductores satisficieron una demanda enciclopédica, la que «consistió en aprender a salpicar sus escritos de observaciones acerca del verdadero significado y origen de ciertas palabras y nombres clave».12 ¿Qué destacamos de aquí por sobre todo? Sin duda alguna, la empresa nacionalista de un imperio que quería mostrar que su grandeza venía de antaño, de esa Hispania visigótica y de la grandeza, aún en los yerros, de un sabio como San Isidoro y su monumental obra. Asimismo, ese conocimiento cabal de una realidad, con las herramientas que se tengan a mano, es una empresa regia, religiosa y cortesana. Por otro lado, Lara ve en el Tesoro, sobre todo, un diccionario enciclopédico, algo que nos pueden confirmar los estudios que se han hecho de su microestructura.13 De allí que nuestro toledano haya titulado su obra Tesoro, por la abundancia de temáticas y artículos: «y por conformarme con los que han hecho diccionarios copiosos y llamándolos Tesoros, me atrevo a usar desde término, por título de mi obra», como afirma en el prólogo al lector que precede nuestro comentario. En síntesis, la búsqueda del verdadero significado de las lenguas hegemónicas, por lo tanto, es lo que hace que se redacten diccionarios monolingües por, digámoslo de alguna manera, un accidente.

Covarrubias, más que dar con la noción cratilista del lenguaje (es decir, más que un origen arbitrario del significado de las palabras, un origen natural, tal como lo vemos expuesto en el diálogo platónico Crátilo; algo de lo que luego se acogió, de cristiana forma), tomaba la idea, como bien se lee en su paratexto, de que la lengua fue infundida por Dios al hombre, en este caso, a Adán. Después del diluvio, la única lengua que quedó habría sido el hebreo, tesis que había sobrevivido bastante tiempo, como reflexiona Sáenz-Badillos: «Nada extraño por tanto que ese punto de vista llegara también a los hombres del Renacimiento, y de una u otra forma, hasta el mismo siglo XVIII».14 Se le suma a Covarrubias, además, la tesis isidoriana —la que, a su vez, sigue a Flavio Josefo— del origen de las lenguas en la Península, después del Diluvio, con la llegada del mítico Tubal, nieto de Noé: «La primera, la de Túbal y después desta otras muchas», tesis que tenía, a la fecha, muchísimos adeptos. En este punto insistimos en la tensión entre aristotelismo (el hombre como animal racional) y espiritualidad (ese animal posee el don del lenguaje gracias a Dios), a lo que se suma la tesis del diluvio, que menciona nuestro lexicógrafo en el prólogo al lector que transcribimos, la que fomentó la opacidad de la lengua: «que si hasta agora durara la noticia destas etimologías, no teníamos para qué cansarnos en buscar otras; pero después del diluvio con la confusión de lenguas se olvidó aquella».

Hay, por lo demás, una especial función, diríamos, social en el Tesoro de Covarrubias. Claves son estas reflexiones que menciona nuestro lexicógrafo en el prólogo al lector que transcribimos: «Por satisfacer a todos, siendo deudores a los sabios y a los que no lo son, en el discurso de algunas etimologías, no solo se traen las legítimas y verdaderas, pero a veces las vulgares introducidas por los idiotas», algo de lo que también se refiere Navarro de Arroita en su carta a Covarrubias presente en los paratextos del Tesoro: «pero con todo eso es de tan grande utilidad del conocimiento de las etimologías, que aún hasta las falsas se han de estimar, porque ocasionan a la inquisición e investigación de las verdaderas». Este punto suele malinterpretarse, puesto que lo que más se le achaca y critica a Covarrubias desde la óptica metalexicográfica es, justamente, esta dinámica. Covarrubias, por el contrario, buscaba la recepción, la lectura y la complementación del lector en la información que iba entregando, sea esta correcta o mera invención. En algo insistía nuestro lexicógrafo: que fuera esta labor un trabajo colegiado, de estrecha colaboración, de lectura y enmienda. De esa manera, justamente, terminaba la carta al lector que presentamos como paratexto: «Yo pido con toda humildad y reconocimiento de mi propio saber, que todo aquello en que yo errare, se me emiende con caridad y se me advierta para otra impresión». Por otro lado, exigía el Tesoro un conocimiento suficiente de lenguas para su buen uso, aspecto que no es una obligación al momento de consultarlo, mas sería un apoyo útil para su comprensión. Esto lo explicitó el mismo Covarrubias en la carta al lector transcrita: «cada uno tomará lo que pudiere, según su capacidad», para que el usuario «pueda gozar»; tanto el romancista (es decir, el que solo se maneje con una lengua moderna como lo es el español) o quien «supiere latín y los que tuvieren alguna noticia de la lengua griega o hebrea, juzgará desta obra con más fundamento». La finalidad la expresa de manera directa: «en forma que todos gozasen enteramente della».

 

Otra motivación, fuera del conocimiento de los étimos, la formuló Navarro de Arroita en la carta que le escribió a Covarrubias, presente en los paratextos del Tesoro: «Con este trabajo de las etimologías, dará v.m. a entender cuán fácilmente se puede comprender el lenguaje español, sabidas las raíces de donde todos los vocablos salen». Justamente, conocer la lengua española es alimentar su hegemonía. En esto insiste Covarrubias en la dedicatoria a Felipe III, paratexto del Tesoro:

y de este no solo gozará la Española, pero también todas las demás, que con tanta codicia procuran deprender nuestra lengua, pudiéndola agora saber de raíz, desengañados de que no se debe contar entre las bárbaras, sino igualarla con la latina y la griega, y confesar ser muy parecida a la hebrea en sus frasis y modos de hablar.

Elevar la lengua española a la altura de las lenguas clásicas da cuenta del peso que tenía el español en el orbe. En efecto, el español comenzó a ser una lengua de interés y estudio y empezaron a publicarse en Europa diccionarios y gramáticas del español para enseñarlo a los extranjeros, «el español se volvió una lengua que cualquier europeo culto debía saber hablar»,15 afirma Lara al momento de hacer referencia al siglo XVII. Estas gramatizaciones tendrán una función absolutamente utilitaria, tal como afirma Navarro de Arroita en su carta, paratexto del Tesoro: «desta obra se ha de seguir gran utilidad y honor a la nación española», «y así vengo a la obra de v.m. la cual creo que emprendió v.m. con celo grande de la utilidad y honra de España». Por esta razón es que algunas de las grandes obras lexicográficas bilingües o etimológicas del XVII hayan tenido a Covarrubias como fuente: autores como Gilles Ménage, Cesar Oudin, John Misheu y Lorenzo Franciosini fueron absolutamente tributarios de la obra del toledano.16

Insistimos que en Covarrubias se une el espíritu religioso y católico del contrarreformista censor de la Inquisición, por un lado, y el racional halo aristotélico que busca un conocimiento profundo de la realidad toda y de la lengua en particular, por otro lado. Sin embargo, y en esto parafraseamos a Maravall, no encontramos un racionalismo propiamente tal en su obra, sino que encontramos procesos parcialmente racionalizados. De allí las críticas que llevaron a cabo los contemporáneos al Tesoro, como el mismo Quevedo, para quien el Tesoro es en «donde el papel es más que la razón; obra grande y de erudición desaliñada».17 Justamente, los datos de la recepción de la obra hablan por sí mismos: el Tesoro no se volvió a publicar sino sesenta y tres años después de su primera edición, con las discutidas y criticadas adiciones del religioso flamenco Benito Noydens y no tuvo su merecido homenaje hasta el siglo XVIII, en la pluma de los primeros académicos. Sin embargo, los elogios no van por la línea del trabajo etimológico, sino por la aportación lexicográfica que Covarrubias hizo. En efecto, la riqueza de esta obra radica en la cantidad de voces allí definidas y explicadas. Según los cálculos que suman la lematización, así como la información vertida en la microestructura y en el Suplemento, el total asciende a las veinte mil entradas, número único en cualquier obra lexicográfica a la fecha. Por ello es que Manuel Seco trató a Covarrubias de un outsider, al igual que su contemporáneo Cervantes. Sin embargo, lo tenemos como la figura emblemática al momento de pensar en las gramatizaciones del XVII y como un personaje lingüístico interesantísimo: un religioso empapado de humanismo, con las tensiones características de un manierista, quien en el otoño de su vida nos regaló una obra absolutamente barroca.

1Texto transcrito de la edición en línea del Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (NTLLE) de la Real Academia Española (https://www.rae.es/recursos/diccionarios/diccionarios-anteriores-1726-1992/nuevo-tesoro-lexicografico). Esta, a su vez, es una reproducción del ejemplar de la Biblioteca de la Real Academia Española, O-73. Asimismo, todas las referencias a los paratextos que se citan en el comentario son transcritos de esta edición. No están numerados.

2En Hauser 2002 [1962]: 460.

3Cfr. Elliott 1992.

4Martínez 2016: 58.

5Cfr. Sánchez Herrero 2008: 187.

6Hauser 2002 [1962]: 536.

7Lara 2013: 335.

8Hauser 2002 [1962]: 506.

9Maravall 1986 [1975]: 137.

10Seco 2003 [1987]: 185.

11Carriazo y Mancho Duque 2003: 216.

12Malkiel 1996 [1993]: 16.

13Carriazo y Mancho Duque 2003: 223.

14Sáenz-Badillos 2004: 348.

15Lara 2013: 334.

16Carriazo y Mancho Duque 2003: 230-231.

17Quevedo 2007 [1626]: 319.