Aproximaciones a la filosofía política de la ciencia

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La propuesta es tan radical como repetida desde entonces. Si uno lee, pongamos por caso uno que nos es cercano, los ensayos colgados en la página de la oei dedicada a cts (http://www.campus-oei.org/salactsi/), observará múltiples versiones de esta forma de plantear la solución al problema de Epimeteo: la participación a través de foros, mecanismos de evaluación, etcétera que impliquen la voz de los afectados en las decisiones de los programas de investigación: disolver la barrera entre expertos y legos, hacer de los expertos en la justicia, todos en el discurso de Protágoras, también expertos en la dirección de la investigación. Recientemente Latour y Fuller han propuesto una solución similar.

La fuerza de esta línea está en haber elevado el volumen de las muchas voces que concurren en el patio de vecinos de las relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad. Su debilidad es la fuerte dependencia que tiene de una concepción pragmatista del conocimiento, de que el valor, sea cual sea la matriz de valores aplicables, sobreviene a consecuencias beneficiosas, o percibidas como tales, por el grupo de referencia. Pero, como ya he desarrollado en otros trabajos, 33 si fuera el caso, en primer lugar, de que hubiese alguna conexión no casual entre verdad y eficiencia, o entre verdad y utilidad, y si fuese el caso añadido de que hubiese una interdependencia interna entre los contenidos del conocimiento, nos podríamos encontrar con que una distribución de las reivindicaciones por grupos de referencia social no es un buen mapa de los problemas abiertos en la investigación científica, y tendríamos algo muy parecido a lo que podríamos denominar un juego del prisionero epistémico. El problema es el siguiente: si el conocimiento científico y técnico forma una trama de dependencias entre unas regiones y otras y si estas dependencias tienen que ver no solamente con alguna forma interna de coherencia sino con el sentido fuerte de que las teorías sean verdaderas para que sus predicciones puedan ser útiles y los diseños eficientes, no se pueden desarrollar localmente los conocimientos siguiendo los deseos e intereses parciales de los grupos particulares. El dilema del prisionero nos enfrenta a una situación en la que la colaboración de todos a una causa común sería la salida que salvaría a todos del desastre, pero cada uno cree que la salida particular es la más racional para cada uno. Y eso es precisamente a lo que está abocada una propuesta basada en el desarrollo de la ciencia y la tecnología de acuerdo a los intereses locales.

El laberinto del contrato social

Las tres posiciones que hemos relatado son soluciones coherentes y representan concepciones muy extendidas en el mundo contemporáneo. Cuando se leen los textos en los que fueron propuestas, como los de los autores que hemos elegido, o cuando se escuchan los argumentos de sus defensores actuales, aparecen a primera vista como soluciones razonables. Sorprende que hayan causado tantas controversias, porque parecería que debieran encontrarse fórmulas que las hicieran complementarias. La historia nos muestra que estas controversias han sido largas y enconadas. La tensión entre la planificación social de la ciencia y la resistencia de muchos miembros, a veces muy importantes, de las comunidades científicas, que ofrecen argumentos muy similares a los que encontramos en Polanyi, ha sido una fuente de conflictos permanente desde la creación de las políticas públicas de la ciencia. La controversia entre las dos líneas universalistas y la tercera línea crítica, constituye uno de los elementos centrales de lo que han sido llamadas Guerras de la Ciencia.

Una segunda y más detenida mirada a cada una de las tres soluciones, sin embargo, nos permite ver que las tres son defectuosas, que no atienden a las razones del vecino. La primera solución contiene un elemento de autoritarismo innegable: la planificación social de la ciencia y la tecnología puede estar sometida demasiado a los avatares de las ilusiones políticas, a los sesgos cognitivos que se producen en nuestras sociedades de consumo o de riesgo, o lo que es más habitual, que se insista y financien líneas de investigación por efectos de moda o por mecanismos de representación simbólica. El famoso caso de la financiación de la fusión fría es ilustrativo a este respecto. Muchos gobiernos tuvieron la ilusión de que se estaba encontrando la piedra filosofal que habría de resolver el problema de la energía y abrieron la chequera para que los investigadores fijasen la cifra de financiación. No es un caso aislado: si se leen las líneas prioritarias de muchos planes de investigación estatales o regionales, particularmente los ya pasados, que pueden ser leídos con cierta perspectiva, encontraremos fácilmente la intromisión de los sesgos simbólicos, de moda, de las aversiones al riesgo o del deseo inmoderado en la expresión de las políticas públicas de investigación. Pero además se introduce una posibilidad de dominio absurdo de una burocracia superestructural sobre las comunidades científicas que emplea ella misma más recursos que las propias comunidades que trata de planificar o evaluar.

La solución elitista que significa la segunda alternativa no es menos odiosa que la primera. Si en una primera observación las demandas de autonomía parecen razonables, en un segundo momento nos encontramos ante una situación mucho menos idílica que la presentada por Polanyi cuando habla de la república de la ciencia. Pues si es una república, que no lo es, al contrario, es una metáfora ella misma sumamente peligrosa, es una república con todas sus glorias y miserias. Aún sentimos frío al pensar en el proyecto Mannhattan: los físicos se embarcaron en fabricar una bomba porque así creían que favorecían los intereses de la república, pero sobre todo porque así pensaban que su ciencia sería favorecida cuando los poderes vieran su utilidad. Cuando quisieron hacer protestas de pacifismo era tarde y su situación lamentable. Fausto había vendido su alma y los demonios le habían concedido sus deseos. Me parece ilustrativa la historia que narra C. P. Snow en una joyita no tan conocida como sus famosas conferencias sobre las dos culturas y que apenas es leída ya. Se trata de Science and Government,34 un libro en el que narra el comportamiento de dos asesores científicos del gobierno inglés: sir Henry Tizard, presidente del comité de investigación aeronáutica desde 1933 a 1943 y de otros comités de defensa aérea durante la Guerra Mundial, y F. A. Lindemann, lord Cherwell, asistente personal y amigo de Churchill para la investigación y las políticas de defensa. Ambos tomaron parte como científicos en la decisión de los bombardeos estratégicos de las ciudades de Alemania. El argumento de Lindemann, que prevaleció, era que debía de quebrarse la potencia alemana bombardeando no las fábricas, que estarían bien defendidas o podrían ocultarse, sino la población, y no los barrios de clases media y alta, que al tener muchos jardines harían inefectivas buena parte de las bombas, sino los apiñados barrios obreros, en los que las bombas serían sumamente efectivas y destruirían la "capacidad productiva" alemana. Tizard se opuso alegando que las estadísticas estaban sesgadas, y que el efecto prometido sería mucho menor. Sus argumentos no hicieron efecto en Churchill, que ya había decidido los bombardeos, pero tampoco lo hacen en nosotros, que observamos horrorizados esa capacidad para banalizar el mal bajo pretexto de cálculo científico. No son casos aislados: los expertos pueden ser tan ciegos y peligrosos como los tiranos incultos. Y las comunidades científicas han mostrado suficiente ceguera moral y política como para haberse ganado la desconfianza de muchas personas y grupos.

La tercera opción solamente es radical en apariencia. Como la solución sofística que es, conduce a una sustitución de los programas de investigación por la demagogia de nuevas burocracias sindicales de los grupos de referencia cuyos intereses dicen defender. Pero además no resuelven el problema principal de cómo sostener una investigación que es interdependiente y costosa, independientemente de que sea aplicable o no a los intereses particulares.

Se me ocurre que ninguna de las tres posiciones es demasiado consciente de las dificultades que tiene el contrato social en las sociedades complejas, globalizadas, multiculturales e interdependientes contemporáneas. Cometen el pecado de tener una visión demasiado estereotipada del complejo sistema de investigación y desarrollo, pero su mayor pecado es la ingenuidad de su filosofía política. Como si la democracia y la ciencia ya estuviesen garantizadas y fuese sencillo integrarlas. Pero no es así. No hay solución perfecta al problema de Platón. La ciencia y la tecnología tienen mal acomodo en una sociedad justa. De lo que no habría que sorprenderse, habida cuenta de que se trata de una institución que a la vez introduce un elemento de inestabilidad en las sociedades, pues las somete a una difícil transformación en lo más profundo de su identidad, en la imaginación de lo posible, y, en el otro extremo, es una condición necesaria en la formación de capacidades sociales para la satisfacción de las necesidades, y, por consiguiente, si atendemos a una idea de justicia basada en la libertad de agencia, constituye una columna básica del propio orden justo social. En esta doble existencia de institución que crea inestabilidad por su naturaleza dinámica y que al tiempo es una condición de la estabilidad social, la ciencia y la tecnología no están solas: las instituciones culturales y educativas tienen la misma característica esquizoide y por ello también son territorio continuo de enfrentamiento político entre las diversas concepciones sociales.

 

El contrato social por la inserción de la ciencia y la tecnología en las sociedades democráticas

No tenemos solución, pero sí tenemos instrumentos para encontrarla. El más efectivo es transformar nuestras democracias en repúblicas deliberativas, en las que se construya una esfera pública transparente, un ágora en el que Sócrates no sea condenado y en el que se escuchen y debatan sus argumentos. Un ágora suficientemente ilustrada para que Sócrates no desconfíe de la asamblea y se refugie en soluciones elitistas, de sectas y escuelas de seguidores. Un ágora en el que los expertos hablen con la voz y la cabeza alta, pero también lo hagan los ciudadanos legos, en el que todos hablen como ciudadanos. Es una posibilidad que abre las perspectivas de filósofos que tienen una mirada sensata acerca de las bases de legitimación de nuestras sociedades. Entre ellos destaca, me parece, John Rawls. Leamos este texto suyo a la luz del problema de cómo construir una política pública para el sistema de ciencia y tecnología.

En la perspectiva kantiana que presentaré aquí las condiciones para justificar una concepción de la justicia, funcionan solamente cuando se ha establecido una base para el razonamiento político y la comprensión dentro de una cultura pública. El papel social de una concepción de la justicia es capacitar a todos los miembros de la sociedad para hacer mutuamente aceptables unos a otros sus instituciones compartidas y sus ordenamientos básicos acudiendo a lo que se ha reconocido públicamente como razones suficientes, tal como se identifican en esta concepción. Para lograr el éxito en esta tarea, una concepción debe especificar las instituciones sociales admisibles y sus posibles ordenamientos en un sistema de forma que pueda ser justificado ante todos los ciudadanos sean cuales sean su posición o sus intereses más particulares. 35

Rawls nos propone la idea de que el concepto de justicia sea un apelativo que impregne las razones esgrimidas en la esfera pública. Sustituyamos ahora el término justicia por cualquiera de los conceptos normativos que hemos ido examinando como fundamentos del sistema tecnológico: capacidades, agencia, etc. Observaremos que el texto nos muestra una forma lúcida y viable de entender la técnica en la democracia. Esto implica directamente que el concepto no puede ser impuesto, no puede venir dado independientemente de nuestras prácticas, en este caso cognitivas y técnicas, pero tampoco independientemente de las prácticas que establecen las formas de distribución del conocimiento y de las posibilidades tecnológicas en la sociedad. Esta aceptación social, tal como la concibe Rawls, debe mucho a la idea de contrato social, pero no debe entenderse este término como expresando un acto primigenio que, en virtud de alguna propiedad oculta (la de ser un equilibrio paretiano o algo así), determine las trayectorias futuras de la sociedad que acepta la conformación de un sistema de ciencia y tecnología en su seno. Por el contrario, tendría que ver más, siguiendo la intuición del equilibrio reflexivo, con el establecimiento de un tipo de prácticas de monitorización de las instituciones, de sus grados de fidelidad a su compromiso primigenio que legitima su existencia (el sistema jurídico a la distribución de justicia, el educativo a la educación, el sanitario a la salud, el científico a la búsqueda del conocimiento, el tecnológico a la expansión de capacidades técnicas, etcétera). Este tipo de prácticas debería tener la función de hacer que el sistema cambie continuamente para preservar lo esencial, aquello que reconcilia y funda las sociedades, y la misma regla debería aplicarse a cada una de las instituciones sometidas al escrutinio público.

En esta forma de equilibrio reflexivo, el conocimiento de las dinámicas internas de la ciencia y la tecnología es un momento necesario que solamente tiene sentido en la medida en que forme parte de un sistema de prácticas reflexivas, de inserción del sistema en la esfera pública, en donde se delibera permanentemente sobre el grado de legitimación que tienen las prácticas cognitivas e innovadoras de primer orden, renovando continuamente la justificación social o, en su caso, elaborando nuevas direcciones de cambio y transformación allí donde unos y otros consideren que se debe restaurar el compromiso institucional, dada la concepción de conocimiento que la sociedad se ha dado a sí misma. Del mismo modo que una concepción de la justicia compartida genera tensiones en una sociedad liberal, asimismo lo hacen las concepciones del conocimiento y de la eficiencia tecnológica. Rawls fue insistiendo con los años en la necesidad de plantear abiertamente estas tensiones, sus palabras tan pesimistas respecto a la poca edad de la democracia y a las frágiles perspectivas de su preservación, pueden ser extendidas a la existencia de un sistema público de investigación, pues en el corazón del proyecto de inserción legitimadora del sistema en el ámbito de nuestras sociedades nos encontraremos con una secuencia de tensiones que en parte afectan al corazón de la democracia y en parte al corazón de la ciencia y la tecnología. Por ejemplo, el de cómo tomar decisiones que sean a la vez democráticas y basadas en consensos, eficientes y racionales en lo que respecta al problema en cuestión y, por último, que puedan ser tomadas en el momento necesario. Pensemos en problemas como los de la reducción de emisión de gases creadores de efecto invernadero, sólo para citar algo que nos afecta de forma cercana, y observaremos rápidamente la complejidad de las tensiones que crea una decisión técnica, que comienza por la no aceptación del propio problema por parte de algunas partes poderosas y acaba modificando el sistema industrial de todas las sociedades.

Esta trama de tensiones nos indica que nuestra idea de cómo insertar el conocimiento experto en nuestras sociedades probablemente se encuentre ante un equilibrio inestable del tipo que a veces se denomina de "mano temblorosa", en el que cualquier pequeña modificación puede resolverse en un cambio radical. En un nivel más profundo, me parece, estas tensiones superficiales se relacionan con una fractura más profunda que recorre nuestra cultura desde sus inicios y que habría sido puesta de manifiesto en el juicio de Sócrates por la asamblea ateniense. Es la tensión entre justicia y conocimiento experto, tensión que solamente puede entenderse por el hecho de que ambos extremos no son, no pueden ser, pensados independientemente. Como recordamos, el escándalo y la controversia nacen de la condena de Sócrates como corruptor de la juventud. Sócrates acepta las reglas de la democracia, promueve positivamente su aceptación, pero sostiene que el juicio de los acusadores está equivocado. Por su parte, los acusadores sostienen que en el fondo de su prédica hay un elitismo oculto y un apoyo a la tiranía. La controversia alcanza los pilares de la democracia ateniense y, como mucho más tarde hará el juicio de Galileo por parte de la Iglesia, alcanza a los propios pilares sobre los que construimos nuestros conceptos básicos sociales.

Un modo de aproximarse a la discrepancia podría establecerse en estos términos: desde una parte se establece la preeminencia de los juicios expertos respecto a qué les conviene a los jóvenes; desde la otra parte, la preeminencia del juicio popular. De esta forma, tendríamos una tensión entre un juicio colectivo en tanto que dueño soberano de las decisiones y un juicio que tiene a su favor cierta capacidad técnica para el conocimiento o la acción. Se trata, pues, en un sentido radical, del enfrentamiento entre una virtud pública esencial, y una tecnoepistémica no menos fundamental. La tensión es insoportable e irresoluble si pensamos que la justicia y los valores que representan los expertos (verdad, eficiencia, etcétera) están desconectados y son independientes: que cabrían sociedades justas sin conocimiento ni capacidades técnicas básicas o que cabrían sociedades superracionales en las que la justicia no fuese precisamente la virtud pública esencial (las distopías contemporáneas como Un mundo feliz narran esta posibilidad, como también las utopías de sociedades felices artesanales narran la contraria). Pero cabe sospechar que las esferas de la justicia y de las capacidades epistémicas y técnicas no están desconectadas y que estas posibilidades esquizoides no son más que imaginarios ideológicos basados en una intuición separada de lo humano y lo técnico.

El argumento en favor de una dependencia de las esferas discurriría de esta forma: en primer lugar, partimos del supuesto de que la distribución de bienes y garantía de derechos afecta a las trayectorias vitales de los miembros de la sociedad. No solamente en un arbitrario momento inicial, tal como se postuló en las teorías clásicas del contrato social, sino en lo que es más importante, en la forma actual y real de distribución de bienes y garantía de derechos. En la línea sostenida por Amartya Sen, 36 en cierta forma derivada de la de Rawls, aunque con sutiles e interesantísimas discrepancias, más que un concepto de justicia orientado a la distribución de bienes y garantía de derechos necesitamos un sistema de protección de las capacidades personales y sociales. Es en el funcionamiento de estas capacidades en el que encontramos un fundamento sustantivo para la libertad de las personas, que en el desarrollo de sus capacidades alcanzan grados de agencia en su mejor expresión humana (o de florecimiento humano, como expresaría cierta corriente neoaristotélica). Si aceptamos la argumentación de autores como Amartya Sen o Martha Nussbaum, llegaríamos a una conclusión, nada sorprendente por lo demás, de que las esferas de la justicia y las de la libertad no están desconectadas sino que, por el contrario, son interdependientes.

Pero observemos que la conexión de la justicia con la libertad supone la conexión de la racionalidad práctica y la racionalidad teórica. Aquí el argumento es sencillo. Si fuera el caso de que una sociedad justa es la que procura el desarrollo de las capacidades y funcionamientos de las personas, cabe pensar con fundamento que una sociedad justa sería imposible sin un sistema fiable de control de posibilidades. En resumen: la responsabilidad moral supone la responsabilidad epistémica. Las tensiones que detectan las dos tesis de la conexión y desconexión nos llevan a una suerte de dilema: si la sociedad hace compatible la división social del trabajo y la unidad del juicio, ¿es posible trasladar este resultado a la organización social de la investigación? Expresado en otros términos, tal vez un tanto épicos; ¿son posibles la ciencia y la tecnología en la democracia? ¿Es posible la democracia en la ciencia y la tecnología? Las preguntas, como se habrá notado, son filosóficas, pues lo que demandamos son las condiciones de posibilidad.

La pregunta por las condiciones de posibilidad de la ciencia y la tecnología en la democracia y de la intromisión de la mirada pública en la ciencia y la tecnología se puede replantear como una pregunta por la posibilidad de una esfera pública que tenga como una de sus dimensiones centrales la discusión sobre y desde la ciencia y la tecnología. ¿Cómo sería posible en una esfera pública de estas características una discusión razonable sobre el conocimiento experto? En cualquier caso, el resultado de las controversias en la esfera pública debería ser, en caso de que alcanzaran sus objetivos, la formación de consensos estables sobre los que se formulen políticas públicas de organización y desarrollo del sistema de investigación. Hemos examinado tres políticas puras que a lo largo del siglo XX han ido conformando la mirada de ciudadanos y científicos. Ninguna de las tres es convincente en estado puro. Una nueva posibilidad es el desarrollo de una genuina esfera pública capacitada para una discusión de la ciencia y la tecnología. Aquí se producirían ambos consensos: legos y expertos compartirían valores epistémicos y extraepistémicos, al menos en la forma de un mínimo consenso entrecruzado que, como desea Rawls, fuera más allá de un mero modus vivendi, en el que tanto los grupos sociales como las comunidades científicas simplemente se aguanten unos a otros. En este caso nos encontraríamos con la necesidad de un uso explícito de conceptos deferenciales, conceptos cuya existencia está distribuida en red, conceptos que solamente se pueden poseer en la medida en que se concede al conocimiento de los otros una forma fuerte de autoridad y comprensión. Las varias contrapartes en la discusión deberían conceder legítimamente que la conversación debe hacer uso de tales conceptos, y que por consiguiente ha de llevarse a cabo bajo las constricciones de una comprensión limitada, sin que por ello quede afectado el núcleo principal de las intenciones comunicativas. Se trata de encontrar una forma de discusión que en su propio desarrollo entrecruce el conocimiento experto con la discusión abierta de los valores compartidos por todos, de un lado, en tanto que ciudadanos, de otro, en tanto que una comunidad epistémica que es capaz de asumir colectivamente sus proyectos y compromisos.

 

Las condiciones de posibilidad de una esfera pública en la que se someta a reflexión colectiva nuestros proyectos epistémicos y técnicos se traducen así en las condiciones de posibilidad de una esfera pública en la que se reflexione sobre una distribución justa de las capacidades cognitivas y técnicas. Así, al introducir la constricción de la justicia no estamos eliminando las heterogeneidades ni las desigualdades, del mismo modo que una teoría de la justicia no las elimina por sí misma, pero las somete a condiciones de legitimidad. La esfera pública es un ámbito intermedio entre las instituciones de poder y la sociedad civil. En las condiciones que proponemos en este trabajo, el examen de la ciencia y la tecnología supondría una esfera poblada de agentes heterogéneos en lo que respecta a su conocimiento y capacidades. De entre ellos es importante examinar el grado de legitimidad que tendrían quienes, precisamente por su grado de conocimiento, tienen una capacidad formadora de opinión pública y no son participantes "igualitarios" al menos en una primera instancia.

Entendemos por capacidades "capacidades para funcionar", es decir, la relación robusta (aunque no exenta de fragilidad) entre una decisión motivada y la transformación en la realidad que hace que se alcance el objetivo o cumpla el deseo. Las capacidades de una persona, de una comunidad, de una sociedad, hablan del grado de control que tiene sobre su propia existencia. La estructura de capacidades no es marginal a la axiología y a la moral. Por una parte está el principio de que "deber implica poder" de donde se deriva que las capacidades conforman una trama sobre la que adquiere sentido humano (y no meramente verbal) la discusión sobre valores o alternativas morales. Pero en la medida en que establecen el grado de control sobre la propia existencia, establecen también la calidad de la libertad de esa persona o grupo, y en esa misma medida se relacionan estrechamente con el grado de justicia que existe en ese particular contexto social. Ya nos hemos referido en lo que respecta a la conexión de la justicia y el conocimiento experto, al concepto de justicia como libertad, y ésta como capacitación. No es la única dimensión de la justicia, claro, pues sería una locura dejar de lado los derechos. Pero sí podemos aceptar, sin calar demasiado profundo en la discusión política, que no hay libertad ni justicia sin un ámbito de control sobre la realidad (el propio cuerpo, la propia existencia, etcétera). Los derechos presuponen ontológicamente las capacidades en algún grado importante.

Las capacidades, además, constituyen una fuente de normatividad particular de las prácticas sociales. Pues tales prácticas tienen condiciones de satisfacción que solamente pueden encontrarse fuera de ellas, en el grado de éxito que esas prácticas tengan con respecto 37 a un objetivo de tales prácticas. Pues bien, el éxito de una práctica tiene el aspecto de conseguir lo que define a la práctica y, en segundo lugar, que esa consecución sea fruto de la propia práctica a causa de la capacidad del agente que la lleva a cabo. La discusión sobre las capacidades conforma así la trama básica previa o paralela a los valores en el dominio de la esfera pública.

La modificación de las capacidades sociales y personales es una condición de validez del sistema de investigación científico-tecnológico en un sentido constitutivo, es decir, en el sentido de que eso es lo que al final hace el sistema y por eso lo preservamos y consideramos valioso, porque proporciona una forma de conexión con nuestra idea de bien, de justicia y libertad en particular. Pero esta dimensión objetiva no es suficiente: nos interesa que estas cosas se hagan de una determinada forma. En particular deseamos que el ejercicio de estas capacidades sea un fruto reflexivo de un sujeto que adopta responsablemente las decisiones que considera básicas. En el terreno científico y tecnológico, el final de la investigación consiste siempre en un tipo particular de acto: en el caso de la ciencia el acto es la aserción o afirmación de un enunciado, convirtiéndose entonces en una creencia o proposición, en un juicio en terminología tradicional. En la tecnología, el final del proceso es un diseño, que es el enunciado de un plan, una aserción práctica que determina un curso de acción posible. El salto que existe entre la mera información y la actividad, de un lado, y el conocimiento y la técnica, del otro, se establece por estos pasos que llamamos afirmación o proyecto. Obsérvese que no se trata solamente de una consideración puramente filosófica sino de una práctica sancionada socialmente en la ciencia y la tecnología: no hay un acto comunicativo en ciencia y tecnología sin la firma a pie de página o proyecto de los autores respectivos.

Los sociólogos pueden creer que la firma es algo así como los signos que hacían los canteros en las catedrales medievales, una convención para recibir luego la recompensa en función del trabajo realizado. Pero sería una actitud menguada el pensar que esa es la única función. Por el contrario, el papel esencial de la firma es la asunción de la responsabilidad de la afirmación. Quien firma el trabajo se hace responsable de los contenidos: es el momento en el que una información pasa a ser una afirmación que tiene pretensiones de verdad (o de eficiencia en el caso de un diseño técnico). Por eso los artículos científicos y los proyectos tienen una sección final importantísima de deliberación o discusión en la que se hace un balance de las pretensiones de verdad del trabajo.

Ningún científico afirmará de modo irrestricto una hipótesis. Si se observa el estilo científico, siempre se parte de una literatura existente que delimita el estatus de un problema y se avanza hacia una conclusión sobre lo conseguido. Otros, los pares y jueces, examinan estas pretensiones y le dan paso como una afirmación plausible y dan un certificado de confianza al artículo. En la tecnología es más complicado, puesto que el diseño pasa a estadios nuevos de simulación y prototipo para comprobar las propiedades y, en último caso, a la fase pública de patente, que ejerce un control similar al de los pares.

Este conjunto de acciones tiene componentes de racionalidad práctica que no han sido notados en la literatura de los estudios sobre la ciencia y la tecnología. La afirmación tiene un carácter preformativo que crea lazos de responsabilidad, puesto que el autor declara mediante la firma su compromiso con la afirmación y se pone a sí mismo y a sus propias capacidades como garante de la afirmación. La ciencia y, en parte, la tecnología, son sobre todo una inmensa red de relaciones de confianza basadas en la credibilidad de los autores, en estos actos de compromiso con el contenido de lo que se afirma. No es casual pues que el escepticismo acompañe de forma tan cercana a la confianza y credibilidad, puesto que lo que está en juego son las propias capacidades de los autores.