Aproximaciones a la filosofía política de la ciencia

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La ciencia es acción, no sólo resultados

Thomas Kuhn ha insistido en los aspectos sociales de la ciencia, así como en el hecho de que ésta es acción, no sólo resultados, es actividad tanto y más que lenguaje. 11 La ciencia no está sólo en las publicaciones, en los textos o revistas, sino también en la actividad de los laboratorios, de las aulas, de los despachos (despachos de científicos, de políticos, de militares...), en la investigación de campo y en todos los lugares donde se dejen sentir los efectos de la aplicación tecnológica. En este sentido son muy reveladores los relatos de sociólogos de la ciencia postkuhnianos como Bruno Latour. 12 Pues bien, si la ciencia es acción, parece razonable que la filosofía de la ciencia acabe convirtiéndose en buena medida en filosofía práctica de la ciencia. Y parte de la filosofía práctica es, obviamente, la filosofía política.

La constancia de que la ciencia es acción será de ayuda para tomar conciencia de que no estamos intentando conectar dos ámbitos distintos de la realidad o dos entidades pertenecientes a distintos reinos ontológicos. Podemos entender que la relación entre ciencia y política es la relación entre conocimiento y acción. Sí, pero hemos aceptado previamente que la propia ciencia es acción, es más, que aun el conocimiento es acción. Así pues, estamos hablando en cualquier caso de la conexión entre acción científica y acción política. No será difícil entonces entender que la conexión tiene que estar sometida a criterios de razón práctica. Tampoco será difícil aceptar que la relación no es unidireccional, sino que es una relación de ida y vuelta entre distintas modalidades de la acción humana. Y, por supuesto, se pueden esperar ciclos de retroalimentación.

Las decisiones tecnocientíficas no se basan en un cálculo infalible

Desde los escritos de Karl Popper 13 sabemos que la ciencia y la tecnología conviven necesariamente con la incertidumbre. La certeza absoluta no está al alcance de la ciencia. La gama de las actitudes ante una idea científica o tecnológica es amplísima, como ha mostrado Larry Laudan. 14 Algunas ideas están sometidas a intensa controversia, otras son meras conjeturas, otras son extrapolaciones, otras son hipótesis bien establecidas y sometidas a pruebas empíricas, aunque nunca lleguen a gozar de absoluta certeza, etc. En tecnología hay pruebas y tentativas; mientras que de ciertos procedimientos o aparatos se sabe que son fiables o eficaces y de algunos se conocen sus posibles efectos sociales y ambientales, de otros no tanto, y siempre existe un margen de incertidumbre y riesgo.

Si la ciencia hubiera alcanzado el ideal de certeza, especialmente en cuanto a las predicciones, ella sería nuestra guía, nuestro ojo para el futuro. Las decisiones políticas deberían tomarse simplemente siguiendo las indicaciones de los expertos. Pero si reconocemos que las predicciones científicas son condicionales, inciertas y falibles, entonces la predicción tendrá que ser complementada con otros criterios que guíen la acción política en condiciones de incertidumbre. Así pues, las decisiones políticas no podrán venir legitimadas directamente por predicciones científicas. Por otra parte, la aportación que la ciencia puede hacer a la deliberación y toma de decisiones políticas es de enorme valía. Sería insensato también prescindir de la opinión de expertos científicos y técnicos, o igualar la ciencia con las pseudo-ciencias o las diversas supercherías. Hoy queremos que los problemas no sean dejados sin más a la decisión del experto, ni a la imposición irracional del poder o del arbitrio, ni al albur de la magia, la superstición o la ideología, sino afrontados mediante un diálogo razonable, en pie de igualdad, entre científicos, técnicos, juristas, políticos, empresarios, personas particulares, representantes de la sociedad civil... ¡e incluso filósofos! Estamos reconociendo, al menos implícitamente, la posibilidad de ser razonables allá donde no esperamos absoluta certeza.

En resumen, si los ideales modernos de certeza científica se hubiesen cumplido íntegramente, entonces nuestra razón, bajo la forma de método científico, sería nuestra brújula, guiaría con seguridad la acción humana en todos los terrenos y especialmente en el de la política. Pero no fue así. La conciencia de incertidumbre que hoy nos acompaña exige unas relaciones más horizontales entre la ciencia y la política, pide comunicación entre ambas en un plano de igualdad. Todo ello favorece una consideración filosófica conjunta de la investigación científica y de la acción política.

El debate sobre la racionalidad científica

Consideraré un último factor de aproximación entre pensamiento científico y político. Creo que en este aspecto resulta muy importante el debate sobre la racionalidad de la ciencia que se viene manteniendo desde mediados del siglo xx, especialmente con la aparición en 1962 del clásico de Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas. Este libro supone una ruptura con el modelo de racionalidad logicista y algorítmica que hasta entonces se asociaba con la ciencia. Si aceptamos esta visión de la racionalidad científica, entonces la práctica, incluida la práctica política, pasa a ser o mera ciencia aplicada o mera irracionalidad. La ruptura del modelo de racionalidad logicista iniciada por Thomas Kuhn constituyó una oportunidad para la reconsideración de las relaciones entre la ciencia y otras esferas de la vida humana. Pero, evidentemente, también se corría un riesgo, a saber, que una vez abolida una cierta idea de racionalidad, se considerase abolida la racionalidad como tal. Se corría el riesgo de una deriva irracionalista. Kuhn mismo, como es bien sabido, ha sido considerado por algunos como un irracionalista. También Popper ha recibido acusaciones en el mismo sentido. No es éste el lugar para entrar a fondo en la procelosa polémica de la racionalidad. Tan sólo quiero poner de manifiesto que, según mi percepción, en los últimos años los filósofos de la ciencia han ido elaborando, desde posiciones de partida bien dispares, un modelo de racionalidad que aproxima mucho la ciencia y la política, un modelo menos logicista, no-algorítmico, pero alejado también del polo irracionalista, un modelo de racionalidad que recuerda mucho lo que tradicionalmente se ha tenido por sensatez política. Las tres grandes ramas de la filosofía de la ciencia del siglo xx, la neopositivista, la kuhniana y la popperiana, a pesar de sus innegables diferencias, se han ido orientando en los últimos años hacia la búsqueda de un tipo de racionalidad –permítaseme aquí la jerga política– moderada o centrista. Al mismo tiempo, según ha señalado Ambrosio Velasco, las tradiciones naturalistas, 15 dentro de las que podemos situar las tres ramas recién nombradas, y las tradiciones hermenéuticas, siempre más orientadas hacia las ciencias sociohistóricas, también han vivido un proceso de convergencia en la búsqueda de un modelo de racionalidad aceptable. Todo ello facilita la confluencia del pensamiento científico y el político.

Explorando el territorio

A continuación, me centraré en la exposición de lo que podríamos considerar contenidos propios para una filosofía política de la ciencia. Parece haber dos grandes zonas dentro del territorio. En una de ellas encontraríamos problemas sociopolíticos internos, propios de las comunidades científicas. En este punto quizá sea adecuado recuperar la vieja expresión de la "república de los sabios". Como cualquier república debería estructurarse social y políticamente de modo que resultasen favorecidos sus objetivos propios, las finalidades propias de la actividad científica, es decir, la producción de conocimiento riguroso y objetivo, así como la difusión y aplicación del mismo como contribución al bien común. Se nos planteará, sin duda, al hilo de estas consideraciones, la cuestión de los valores. Podríamos preguntarnos si los valores epistémicos y los de carácter prácticos están más o menos conectados, o incluso si pueden los unos ser reducidos a los otros. En mi opinión están íntimamente conectados, dependen los unos de los otros, pero no es adecuada la simple reducción de –por ejemplo– la verdad o la objetividad a consenso justo. Aunque un consenso justo deba ser tomado como síntoma o indicio de verdad u objetividad, no puede ser aceptado como criterio, y mucho menos como definición de verdad o de objetividad. Si valores prácticos de orden social y político, como pueden ser la igualdad de oportunidades, la justicia en la distribución de recursos y reconocimientos, la libertad de expresión y de crítica, una cierta racionalidad comunicativa que permita un intercambio de pareceres equitativo, etcétera, si estos se protegen y potencian dentro de la comunidad científica, es probable que los valores epistémicos de coherencia, simplicidad, precisión, objetividad e incluso verdad, salgan favorecidos. En correspondencia, si no es sobre una base epistémica sólida, difícilmente se podrá juzgar con justicia en aspectos prácticos. Esto supone a un tiempo mantener una cierta separación conceptual entre los dos tipos de valores, aunque en la práctica se exijan mutuamente.

La otra gran zona de investigación tiene que ver con las relaciones entre la comunidad científica y la sociedad en general. Por más que la imagen de la república de los sabios resulte atractiva, también tiene sus defectos y limitaciones. Para empezar, suena un tanto inmodesta, y contraria al espíritu científico, la calificación de sabios. Pero, sobre todo, es que la comunidad científica no es una auténtica república soberana, ni debe serlo, sino una parte de un complejo entramado de relaciones sociales, un subsistema dentro de la sociedad en general. La teorización de las relaciones entre la ciencia y otros subsistemas sociales parece un tema apropiado para la filosofía política de la ciencia. Hablamos de las relaciones de la tecnociencia con sistemas educativos, sanitarios, económicos, con los medios de comunicación, con el propio sistema político, etc. En cada uno de estos puntos se presentan interesantes cuestiones que reclaman la atención del filósofo. 16 Aquí emerge de nuevo la cuestión de los valores, pero ahora bajo el prisma de la convivencia social entre los valores de las distintas esferas, del respeto que la ciencia debe tener a los valores de otros subsistemas y que debe reclamar para los propios.

 

En este contexto se plantea el problema de la inserción de la tecnociencia en una sociedad democrática, el delicado problema de equilibrio entre autonomía y control. Sabemos que en las relaciones entre la ciencia y el poder político se han dado, y se dan, extremos que deberían ser evitados. Desde la manipulación partidista de la ciencia hasta el intento de poner directamente la ciencia al timón de las decisiones políticas. Existe ya una buena cantidad de literatura filosófica que denuncia la transformación indebida de la ciencia o de la técnica en ideologías. Esta ideologización ha dado lugar respectivamente al cientificismo y al tecnologismo. De ahí a la llamada colonización del mundo de la vida por parte de la tecnociencia, hay tan sólo un paso. En parte la filosofía política de la ciencia se ha desarrollado como una crítica al cientificismo, al tecnologismo y a la colonización que a partir de estas ideologías se produce. Pero, al hilo de estas críticas también han aparecido posiciones extremas de sentido contrario, que recelan de la tecnociencia y piden la simple equiparación a efectos políticos de todas las tradiciones respetables –por respetuosas– que coexisten en una sociedad libre. Esto tendría efectos inmediatos sobre el sistema educativo, sanitario, económico y otros muchos. El reto es muy sólido y provocativamente planteado en los textos de Paul Feyerabend. 17 Este autor emplea como unidades de análisis las tradiciones. La ciencia sería una de ellas. Es cierto que un racionalismo demasiado estrecho ha despreciado la tradición como fuente de conocimiento y las tradiciones como unidades de análisis útiles en filosofía de la ciencia. Pero puede resultar también un exceso el tomar las tradiciones como entidades perfectamente delimitadas y encapsuladas. Desde mi punto de vista es difícil dar respuesta al reto de Feyerabend si uno acepta como principal unidad de análisis social la tradición, relegando a segundo plano a las personas individuales y a la familia humana en su conjunto. Si pensamos, por el contrario, en la ciencia no como una tradición cerrada en sí misma, sino como una actividad enraizada en el sentido común, y si reconocemos el derecho de cada persona a disponer de lo más valioso del patrimonio de la humanidad, con independencia de la tradición y de la etnia, entonces, la respuesta al reto de Feyerabend se hace posible. El debate, así planteado, linda ya con una de las más importantes polémicas de la filosofía política actual, la que sostienen comunitaristas e individualistas.

Señalaré, por último, el interés que puede tener un estudio histórico conjunto del pensamiento político y científico. Es una cuestión debatida si la ciencia y la democracia se han apoyado mutuamente en distintos momentos históricos, si ambas son independientes, o si, incluso, la ciencia florece especialmente en sociedades no democráticas. Las interpretaciones históricas en este terreno son de lo más dispar. Citaré alguna tan sólo a título de ejemplo. Según Geoffrey Lloyd, la importancia que entre los atenienses tuvo la discusión política en el Ágora, favoreció y se vio favorecida por el desarrollo de la ciencia y la filosofía. También Karl Popper sostiene que se ha dado una suerte de paralelismo y reforzamiento mutuo entre el desarrollo de la ciencia y el de una sociedad abierta. Otros autores como los pertenecientes a la escuela de Francfort, han puesto el énfasis en los riesgos políticos a que conduce una extensión inmoderada de la racionalidad instrumental que ellos asocian con la tecnociencia. Vaclav Havel ha denunciado el apoyo que algunos regímenes totalitarios pudieron obtener de la mentalidad cientificista. Todo un abanico de posiciones no necesariamente incompatibles, pues se refieren a distintos momentos históricos y a distintas formas de hacer ciencia, pero que muestran el gran interés filosófico que puede tener este tipo de mirada histórica. Además, la perspectiva histórica nos permitirá también apreciar la evolución de conceptos como los de causa, ley, naturaleza, ley natural o naturaleza humana, que han viajado reiteradamente entre los territorios del pensamiento político y el pensamiento científico.

El principio de precaución

Está bien hacer metafilosofía, discutir sobre los enfoques filosóficos que deberíamos adoptar o las materias que deberíamos tratar. En nuestro caso concreto, podemos disputar sobre si una filosofía política de la ciencia es adecuada, posible o incluso necesaria. Lo que no es saludable es quedarse indefinidamente en estos prolegómenos. Conviene ponerse cuanto antes manos a la obra y desarrollar aquello que programáticamente hemos visto como deseable. Por eso, no quiero cerrar mi intervención sin hacer filosofía política de la ciencia. Trataré en este último apartado una cuestión que con toda justicia cae dentro de este campo de estudio. Me refiero al principio de precaución utilizado como engranaje de conexión entre ciencia y política. No es tema menor, ya que este principio resulta indispensable para regular las relaciones entre tecnociencia y política en algunas de las más importantes cuestiones que la humanidad tiene planteadas.

La deliberación prudencial constituía el engranaje tradicional entre el conocimiento y la acción. La deliberación prudencial, sin embargo, presenta algunos "problemas". Básicamente se trata de que es falible, no garantiza nada, y a veces nuestras acciones, por más que sean el resultado de la prudencia, pueden producir efectos distintos de los buscados. El segundo "problema" es que la responsabilidad de la acción es indelegable. Tanto la falibilidad como la responsabilidad, y más aún si van juntas, pueden resultar cargas poco llevaderas. Quizá por eso la promesa de la modernidad tuvo tanto éxito: los logros de la nueva ciencia permitirían generar métodos de decisión infalibles en los que delegar la responsabilidad de la acción. Una ciencia con garantías, que aportase conocimiento cierto, no requeriría ya ningún intermediario prudencial que la conectase con la acción. Los miedos premodernos, miedo a lo ignorado, a las consecuencias indeseadas de nuestras acciones, a lo imprevisible, serían definitivamente abolidos por la nueva ciencia. Sapere aude: el ser humano entraría de la mano del método científico en una nueva era de atrevimiento, de audacia de la razón. Pierre Aubenque 18 afirma que la virtud de la prudencia no ha estado de moda en los tiempos modernos. Sin embargo, en la postmodernidad los principios prudenciales, como el de precaución, están siendo rescatados y recuperados. ¿Por qué?

Vivimos –dicen los sociólogos– en la sociedad de la información, en la sociedad del conocimiento, en una sociedad tecnocientífica, y, sin embargo, la orientación de lo práctico se vuelve a confiar a los principios prudenciales, cuando no directamente a las fuerzas de lo irracional. Y el miedo, lejos de haber desaparecido gracias a la tecnociencia, se ha convertido en miedo causado por ésta, por sus productos técnicos, por las posibles aplicaciones desmandadas de los mismos, por sus efectos muchas veces impredecibles. Parece perfectamente compatible hablar de sociedad del conocimiento y, al mismo tiempo, describir la nuestra como una sociedad de la incertidumbre o como una sociedad del riesgo. ¿Cómo hemos dado en esto? ¿No se suponía que la ciencia nos enseñaría cursos de acción seguros y nos salvaría de los miedos ancestrales?

Hoy sabemos que la ciencia no aporta certezas, nuestra visión actual de la ciencia es falibilista. En gran medida en eso consiste el tránsito de lo moderno a lo postmoderno: pasamos de la promesa de certeza a la conciencia de que hemos de convivir con la incertidumbre. Luego, se requiere algún engranaje entre el conocimiento, siempre incierto, y la acción, siempre arriesgada. Volvemos a cargar sobre nuestras espaldas el peso no siempre cómodo de la responsabilidad y el riesgo de cometer errores aunque nos apoyemos en el mejor conocimiento disponible.

Uno de los primeros dominios en los que se apreció este cambio de mentalidad fue en la cuestión ambiental. Accidentes como el de Chernobil y en general la conciencia –no siempre justificada, pero muy vigente– de crisis ambiental, han contribuido a ello. Además, las relaciones ecológicas son de lo más intrincadas e imprevisibles. Todo ello hace que la conciencia de riesgo e incertidumbre, la desconfianza en toda promesa de certeza y el desplazamiento del miedo hasta su versión postmoderna, hayan arraigado antes que en otros dominios, en el ambiental. También en el dominio ambiental, antes que en otros, se han propuesto principios de legitimación de la acción, distintos de la pura obediencia a los dictados de la ciencia.

El principio de precaución entra en escena en Alemania, durante los años 70 del siglo pasado, a raíz de la alarma ambiental producida por el deterioro de los bosques europeos.19 Algunos científicos alemanes propusieron la teoría de que dicho deterioro estaba siendo causado por la lluvia ácida, que a su vez se debía a las emisiones industriales de ácidos de nitrógeno y de azufre. La alarma hasta finales de los años 80 fue extrema, lo que llevó a poner en marcha costosos programas de investigación de los que resultaron datos en general desfavorables para la teoría en cuestión. La destrucción catastrófica de los bosques europeos no se produjo, tan sólo 0.5 por ciento de la superficie forestal europea resultó afectada, y la relación entre este deterioro y la lluvia ácida no encontró apoyo empírico. Más bien parece que dicho deterioro se debió al efecto directo de la contaminación local, que en gran medida ha sido controlada.20 Obviamente, a finales de los 70 y durante los 80, carecíamos de esta perspectiva y la situación se vivía en Alemania como un auténtico desastre nacional y como una amenaza inminente. Así pues, el gobierno alemán creyó que debía tomar medidas aunque la relación causa-efecto entre la lluvia ácida y la mortandad de árboles no estuviera perfectamente establecida por la ciencia. De hecho, se trataba sólo de una teoría que ni siquiera incitaba consenso entre los científicos. La legitimidad de las actuaciones no podía fundamentarse, pues, sobre ninguna certeza científica, sólo la divulgación descuidada en ciertos medios de comunicación podía pretenderlo. Pero sí podía apoyarse en el principio de precaución (Vorsorgeprinzip) que autoriza a actuar precisamente en condiciones de incertidumbre.

Durante los años 80 y hasta el día de hoy el principio se va incorporando a la normativa ambiental internacional y al derecho comunitario europeo. Por ejemplo, el tratado de Maastricht (1992) lo incorpora explícitamente como uno de los principios guía de la política ambiental europea. Su crecimiento en el espacio, hasta convertirse en un principio aplicable globalmente mediante tratados internacionales, se ha correspondido con el crecimiento de su alcance en el tiempo, ya que se aplica no sólo a los peligros actuales, sino a los daños que podamos causar sobre futuras generaciones. Cuestiones como la del cambio climático, tan plagadas de incertidumbres y riesgos, no podrían ser abordadas sin este principio. Pero el ámbito de aplicación del principio también ha ido creciendo: tras las cuestiones ambientales vinieron la seguridad alimentaria y la salud en general.

 

Sin embargo no existe consenso sobre los supuestos que justifican su activación, ni tampoco sobre las medidas que podemos legítimamente tomar una vez activado el principio, desde la simple autorregulación hasta la prohibición, pasando por diferentes formas de moratoria o caución. Los más radicales querrían una sociedad marcada por una versión extrema del principio de precaución, en la que la carga de la prueba recayese sistemáticamente sobre los que emprenden iniciativas innovadoras (nuevas tecnologías, nuevas líneas de investigación científica, nuevos procedimientos industriales o comerciales, de comunicación, transporte o producción de energía, etcétera); serían éstos quienes deberían demostrar con certeza la seguridad de las mismas antes de ponerlas en práctica. Por supuesto, esta versión radical del principio de precaución es, a su vez, muy poco cauta, ya que las consecuencias de su aplicación podrían ser desde empobrecedoras hasta catastróficas. En el otro extremo están los críticos del principio de precaución que quieren verlo abolido, ya que lo entienden como la mera utilización política del miedo, como un expediente contrario a la libertad de investigación y empresa, contrario al bienestar y al progreso, como una extravagancia de algunos "urbanistas saciados de Occidente". Para éstos es obvio que la carga de la prueba debe recaer sobre el que pretende haber descubierto una causa de inseguridad o de peligro en cualquier innovación. Entre ambas posiciones existe, claro está, una amplia gama de matices entre los que quieren que el principio tenga vigencia, pero en una interpretación moderada y proporcional.

Concretamente, una posición intermedia con cierta popularidad es la que contempla el principio de precaución como un recurso adecuado, pero provisional. Es decir, cuando existen indicios de que alguna de nuestras actuaciones puede desencadenar un peligro o daño considerable, pero no tenemos certeza científica de dicha conexión, entonces es de aplicación el principio de precaución, del que se puede esperar, en términos generales, una moratoria que permita realizar más estudios y así descartar la amenaza o evaluarla cuantificando el riesgo para tomar medidas de prevención frente al mismo. El principio de precaución sería, pues, una guía provisional para actuar mientras se mantenga la incertidumbre. Disipada la misma, podremos realizar un cálculo de riesgos-beneficios y aplicar un principio más clásico como es el de prevención. La gestión de riesgos y la prevención serán ya en adelante nuestras guías de acción. Las decisiones, al final, vendrán dictadas por la previsión científica y la gestión técnica de los riesgos.

También en los terrenos intermedios de la aplicación moderada del principio de precaución tendríamos una interpretación del mismo que se orienta más hacia lo político que hacia lo técnico. Según ésta, la precaución está dentro de una gama de principios, todos ellos prudenciales, que de un modo sensato y gradual podemos poner en funcionamiento. No se trata aquí de algo provisional, entre otras cosas porque la incertidumbre no se contempla como algo provisional. Esta conclusión se alcanza no sólo desde el relativismo de corte sociologista, sino también desde el pensamiento falibilista.

Sólo que este último, aunque es escéptico respecto de la certeza, tiene la ventaja de que no renuncia a la verdad. La propia realidad física no es determinista, las predicciones científicas son siempre condicionales, las mediciones que hacemos para fijar condiciones iniciales o para contrastar hipótesis no son nunca perfectamente precisas. Desde el punto de vista de la tecnología, tendremos que contar además con el factor económico. Los niveles de seguridad se obtienen a cierto coste, y los recursos empleados en un punto no se pueden emplear en otro. Siempre tendremos que contar con la incertidumbre y el riesgo en uno u otro grado, de modo que la decisión acerca de qué principio aplicar, en qué sentido y en qué grado, es de carácter político. Y todos los principios correctos de conexión entre conocimiento y acción resultan ser prudenciales por su naturaleza, sometidos reflexivamente al control de la prudencia. Es importante aclarar que la perspectiva prudencial no anula la perspectiva técnica, sino que la integra: la previsión y gestión de los riesgos son guías de acción muy valiosas, pero también están ellas mismas sometidas a la prudencia.

Kourilsky y Viney llegan a afirmar que "la convergencia entre precaución, prevención y prudencia podría justificar que se reemplazara el principio de precaución por un principio de prudencia que englobaría a la precaución y la previsión". 21 Ahora bien, se pregunta Ramos Torre, "¿de qué prudencia se trata?" Y responde en estos términos: "no de la phrónesis aristotélica, sino de un concepto más casero y conservador: aquel que se atiene a la diligencia del buen padre de familia o al ethos del científico que es cauto a la hora de interpretar los datos y poner hijos técnicos en el mundo." 22

Desde mi punto de vista la propuesta de Kourilsky y Viney es perfectamente aceptable, siempre que se interprete la prudencia precisamente en el sentido de la phrónesis aristotélica.

Y, efectivamente, el principio de precaución tiene mucho que ver con la prudencia aristotélica, podríamos decir que es una modalidad de la misma. Para empezar, tanto la previsión como la precaución llevan el prefijo "pre", que indica su voluntad de anticiparse a los acontecimientos, viéndolos o tomando cauciones respecto de los mismos. Son conceptos de la misma estirpe que prudencia. De hecho, prudencia es contracción de la palabra latina providentia, es decir, previsión. Además, prudencia y precaución están en la misma categoría ontológica, ambas son actitudes. La prudencia aristotélica no es un enunciado, no se deja atrapar en una formulación lingüística, sino que ella misma es de carácter práctico, es una actitud. Por lo tanto no tiene mucho interés el intentar una definición de la prudencia, como no lo tiene el buscar una definición del principio de precaución que permita después una aplicación mecánica.23 Sería tanto como traicionar el propio principio, y lo sería precisamente porque el principio es prudencial. Kourilsky y Viney lo exponen en estos términos: "El principio de precaución define la actitud que debe observar toda persona que toma una decisión relativa a una actividad de la que se puede razonablemente suponer que comporta un peligro grave para la salud o la seguridad de generaciones actuales o futuras, o para el medio ambiente". 24

El hecho de que ahora tengamos que apelar de nuevo a principios prudenciales como el de precaución, sorprende sólo porque previamente hemos creído que nos podríamos deshacer de ellos gracias a la ciencia. La apelación a tales principios genera nuevas relaciones entre ciencia y política, relaciones mediadas de nuevo por la prudencia, no rígidas ni jerárquicas como las que se podían derivar de una ciencia de la certeza. Es más, en este nuevo escenario, la racionalidad científica aparece como lo que siempre debió ser, como una modalidad más de la racionalidad humana, como un ejercicio de sensatez, de sentido común crítico, como una actividad regida ella misma por la prudencia y cuyas relaciones con otros ámbitos de la vida humana deben estar también regidas por principios prudenciales.

________NOTAS________

1 En razón de la brevedad hablaremos de "filosofía política de la ciencia", pero, en realidad, el campo al que me refiero incluye la filosofía política y social de la ciencia y de la tecnología. Uno puede hacer la prueba buscando en Google combinaciones relevantes de los términos que aparecen en esta última expresión para comprobar que tampoco aparecen muchas referencias para ninguna de ellas (datos referidos a febrero de 2005). [Regreso]

2 Bruno Latour, Politiques de la nature. Comment faire entrer les sciences en démocratie, París, La Découverte, 1999. [Regreso]

3 Joseph Rouse, Knowledge and Power. Toward a Political Philosophy of Science, Ithaca, Cornell University Press, 1987. [Regreso]