Antropología y archivos en la era digital: usos emergentes de lo audiovisual. vol.1

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Los nacientes archivos etnográficos se surtieron primero de los materiales reunidos en el marco de las expediciones científicas de las que participaron investigadores de distintos campos de las ciencias, y que se llevaron a cabo en las regiones «inexploradas» de las colonias, así como en las aún jóvenes naciones americanas (De Brigard, 2003; Ethnologisches Museum Berlin, 2002; Pineda, 1999). Hasta el siglo XIX era usual recoger el material de valor etnográfico a la par de especies botánicas, animales y minerales. Ya a partir de esa centuria, este tipo de viajes exploratorios fueron emulados por iniciativa de los Estados de los países de Latinoamérica como parte de sus proyectos civilizatorios y de expansión territorial en búsqueda de recursos naturales. Algunos ejemplos incluyen las expediciones que se realizaron hacia la Amazonía a partir de la segunda mitad del siglo XIX (La Serna & Chaumeil, 2016). En este contexto se fundaron también museos nacionales como el Museo Nacional de Rio de Janeiro; el Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú; el Museo Nacional de Colombia, que se nutrieron de colecciones arqueológicas y etnográficas.

Otra fuente importante de estas colecciones, ya sea que integraran los museos locales o los museos europeos o de los Estados Unidos de América, fueron, además de los viajeros extranjeros, miembros de la elite local, que en el caso de países como México y el Perú se dedicaban de manera autodidacta y como una forma de distinción social a coleccionar curiosidades y a extraer piezas de sitios arqueológicos (Achim & Podgorny, 2014; Delpar, 1992; Lerner & Ortiz, Torres 2017; Gänger, 2014). Paralelamente, la recolección de objetos etnográficos respondía a una modalidad bastante extendida que servía a investigadores y a amateurs para financiar investigaciones de campo. Los museos otorgaban fondos a cambio de la entrega de objetos y, en algunos casos, de registros fotográficos y sonoros de las poblaciones indígenas (Kraus, Halbmayer & Kummels, 2018, p. 15). Las colecciones de los museos etnográficos incluyen materiales recogidos por actores distintos con agendas particulares, así como en circunstancias muy diversas. Esto se expresa en el hecho de que una cantidad importante de estos objetos no necesariamente tenían una relación orgánica con una agenda de investigación científica específica, careciendo de información de contexto relevante para su puesta en valor como objetos de archivo (véase el caso del periodista Arthur Grix en Kummels, 2015).

Las adquisiciones en el campo se realizaban muchas veces en situaciones de gran desigualdad, por lo que las «ventas» de parte de los autóctonos no eran siempre voluntarias (Kraus, 2018; Oyuela-Caycedo & Fischer, 2006). Sin embargo, esto no iba en detrimento de la capacidad de grupos o sujetos nativos para negociar el intercambio de bienes atendiendo a sus propios requerimientos o agendas (Frey, 2018). La conformación de archivos etnográficos supone un conjunto de negociaciones y acuerdos, la realización de intercambios monetarios y no monetarios, y la creación de vínculos de confianza entre el etnógrafo y los sujetos de estudio. En tal sentido, los objetos etnográficos del archivo no son objetos inertes, sino más bien unos que median una relación social no exenta de relaciones de poder (Kummels, 2018b).

Los museos, por otra parte, valoraban objetos por su antigüedad y/o su valor estético considerados vistosos con miras a ser expuestos para un público ilustrado y en su mayoría radicado en el Norte. No siempre eran conscientes del valor religioso y político de los objetos y del poder que tenían desde una perspectiva cultural (ver Kraus, Halbmayer & Kummels, 2018). Al respecto, es importante anotar que los objetos etnográficos fueron extraídos de su contexto social y recontextualizados dentro del espacio y régimen archivístico, donde fueron preservados, clasificados, catalogados y exhibidos (Guzmán & Villegas, 2018; Reyes, 2017). La forma de recolectar objetos por encargo en cantidades significativas condujo además a que importantes colecciones y archivos se encuentren en las capitales americanas o los países del Norte y no en —o cerca— de las comunidades de origen. Tal proceso estableció una distancia geográfica, social y epistemológica entre el objeto de archivo y la sociedad de la que este proviene, y le corresponden derechos de autor. Distancia geográfica, porque los objetos fueron desplazados físicamente, ya sea del campo a la ciudad o de los países del Sur a los países del Norte, dificultando su acceso. Distancia social porque, como documentos de archivo, estos adquirieron una vida social nueva, siendo sometidos a los usos y autoridad de nuevos actores. Pasaron a un régimen de propiedad distinto y adquirieron una nueva significación en función de su valor museístico y como patrimonio cultural que servía al proyecto colonial, evidenciando dominación sobre objetos del saber y liderzgo respecto a valores universales. Y, finalmente, distancia epistemológica porque los objetos fueron transformados por la intervención de expertos del régimen científico del Norte en documentos de valor científico y patrimonial. En su conjunto, se trata de una serie de distancias que han generado brechas en la gestión e interpretación de objetos etnográficos, y que han creado hegemonías, así como jerarquías en las estructuras de producción de conocimiento a nivel global (Göbel & Chicote, 2017; Kummels, 2018a, p. 42 respecto a la brecha mediática). Estas brechas, que refieren a relaciones de poder, han sido objeto de estudios importantes que han dado cuenta de cómo estas se han conformado a lo largo de las distintas instancias que comprometen la creación de estos archivos. Sin embargo, hay estudios que también han referido a las múltiples maneras en que estos han sido objeto de interpretaciones contrahegemónicas, y apropiaciones y usos alternativos (Scholz, 2017), que revelan instancias de negociación y resistencia, así como de contradicciones y paradojas, más que de procesos o formas de dominación homogéneos y unidireccionales.

El origen, destino, trayectoria, uso y valoración compleja de los objetos de archivo etnológicos se expresó también en circunstancias del incendio del Museo Nacional de Rio de Janeiro, cuando antropólogos indígenas brasileños fueron los primeros en señalar que la tragedia incluía la pérdida de la colección del autodidacta Kurt Unckel Nimuendajú, considerada una de las colecciones más importantes de las culturas indígenas del país. Si bien este reunió importantes colecciones durante las expediciones que realizó a lo largo de unas cuatro décadas hasta su muerte en 1945, por encargo de los museos etnológicos de Göteborg (Suecia), Dresden y Hamburgo (Alemania), el Carnegie Institution de Washington y la University of California, Berkeley (EE. UU.),10 la desaparición en el incendio de aquella parte de su legado que albergaba el Museo Nacional de Rio de Janeiro, junto con otras 40 000 más de las sociedades indígenas del país, «se sintió», como declaró el investigador José Urutau de la etnia Tenetehára-Guajajara, «como un nuevo genocidio» (Andreono & Londoño, 2018).

Entender las declaraciones y el sentimiento de aflicción de Urutau requiere ir más allá de la crítica colonialista acerca de la formación de archivos etnográficos, y atender a las propuestas que emergen en el marco de lo que se define como el «giro archivístico» (Basu & De Jong, 2016). Este viene desarrollándose en los últimos años, brindando un enfoque renovado que invita a hacer nuevas preguntas al archivo, así como a imaginar formas alternativas a la práctica antropológica en relación con él. Desde una perspectiva teórico-metodológica, el giro archivístico implica un esfuerzo por abordar el archivo más allá de su condición de dispositivo de representación. Se trata más bien de problematizarlo como lugar de práctica, prestando atención a la emergencia de nuevos usos e interpretaciones, así como al surgimiento de nuevas constelaciones que apuntan a redefinir la propia institución del archivo o a reconocer en otras prácticas no hegemónicas un quehacer archivístico.

Al respecto, se debe señalar, por ejemplo, que el material fotográfico pasó relativamente tarde a ser consideraddo material documental relevante para ser archivado y puesto en valor en los archivos y museos etnográficos (Kraus, 2015). Debido a las características materiales de la fotografía, pero también a su reproductibilidad —primero analógica y ahora digital— plantea un reto en el sentido de que pone en cuestión el asunto de la originalidad y autenticidad del objeto de archivo, así como sus formas de accesibilidad, afectando las maneras de gestionar un archivo y, por lo tanto, redefiniéndolo como tal. Por otro lado, las tecnologías digitales y los medios sociales facilitan la práctica de documentación de la vida cotidiana, al mismo tiempo que la convierten a ella misma en una actividad cotidiana. Esto lleva a la necesidad de reconocer que la autoridad y la experticia del archivero se encuentran hoy descentralizadas y pueden ser ejercidas por todo aquel que cuente con una computadora o un teléfono celular. Pero, además, está la invitación a reconocer como materiales de archivos aquellos registros que trascienden el documento escrito o la imagen impresa, y que por lo tanto son difíciles de reunir y resguardar en un edificio. Por ejemplo, la tradición oral de un grupo, o los saberes relativos al trabajo/arte textil. Estos existen más bien como repertorios —inscritos en los cuerpos— y solo pueden ser invocados como repertorios a través de su puesta en escena. Al respecto, Taylor (2003) distingue entre archivo y repertorio. Aquí más bien proponemos esquivar una aproximación dicotómica y reconocer tales repertorios como archivos efímeros, cuyos (in)materiales y contextos de interpretación toman la forma de eventos performativos. En esta lógica, la grabación de un relato, aquella inscripción del evento oral en un documento sonoro, implicaría fijar un acto performativo en la materialidad de un documento impreso y reproducible —propio de las tecnologías letradas del capitalismo—, susceptible de ser fijado, sino apropiado, dentro del archivo como edificio y de un orden clasificatorio como régimen epistemológico. Queda claro que los esfuerzos por identificar prácticas de archivo marginales o alternativas al archivo como institución moderna sirven a la tarea de ampliar el horizonte de lo que «puede ser dicho», atendiendo al compromiso de la antropología por atender la diversidad de la condición humana.

 

El giro archivístico se da a la par de otros debates y procesos relevantes que retan a la antropología a repensar el archivo y su relación con él. Estos son las políticas de identidad y de memoria, y el reclamo por derechos culturales y de género, que ocurren en el marco del capitalismo cultural y de politicas de patrimonialización, que revindican la diversidad cultural y promueven la participación y modelado de los sujetos como consumidores y, a la vez, productores de contenidos. A esto se suma el desarrollo de la tecnología digital y las redes sociales, que facilitan e impulsan las prácticas de documentar, reunir, organizar y hacer circular, dando lugar a prácticas archivísticas emergentes. Los procesos sociales y políticos, así como los desarrollos tecnológicos que traen consigo promesas de inclusión y democratización, también han impactado en la propia gestión de los archivos institucionales y en el vínculo de estos con los usuarios.

Para los antropólogos, esto ha significado volver a mirar los archivos, sean estos institucionales o personales, y explorar nuevas formas de interactuar con los objetos y con las poblaciones de donde estos provienen, a través de la mediación de nuevas metodologías y prácticas curatoriales. También ha implicado varios tránsitos que comprenden abandonar principios clasificatorios y enfoques comparativos a favor de la creación de relatos acerca de los encuentros interculturales, priorizar la trayectoria y usos de los objetos de archivo por sobre la pretensión de totalidad de las colecciones, y relativizar la tarea de rescatar para la historia universal los vestigios de sociedades en extinción, a favor de la tarea de mediar relaciones y mundos sociales. Si bien la práctica antropológica ha sido modelada por la institución del archivo, los antropólogos, como se desprende de las contribuciones a este volumen, también han influido en su naturaleza a través de su quehacer etnográfico y su reflexión de este como objeto de indagación y espacio de intervención antropológicos. Así, las formas de hacer archivos (las prácticas de adquisición, documentación, catalogación y diseminación), al igual que sus usos (para fines científicos, pedagógicos, sociales y políticos) han variado en el tiempo, ajustándose a los desarrollos teóricos y metodológicos de la disciplina, a los cambios tecnológicos, al surgimiento de nuevas políticas referidas a la accesibilidad y al vínculo del archivo con distintos grupos.

La relación entre la antropología y el archivo no se reduce pues a la creación de archivos o a su uso como fuentes. Los antropólogos también han reflexionado sobre este como una institución del conocimiento, históricamente específica, que ha jugado un rol en la conformación del Estado-Nación y el proyecto colonial, y han sido críticos respecto de la participación que la antropología ha tenido en ellos. A partir de esta crítica, y en el contexto primero, de la crisis de representación de la antropología, y, luego, del giro archivístico, la disciplina ha redescubierto el archivo como lugar antropológico, explorando métodos colaborativos para establecer diálogos entre saberes diversos y configurar el archivo etnográfico como un campo argumentativo acerca de asuntos como la verdad, la memoria, la identidad, la diversidad y el patrimonio. En el marco del giro archivístico surgen o se reelaboran nociones como el dinamismo del archivo (Edwards, 2011), desoccidentalizar y activar los archivos (Mignolo, 2014), apropiarse de las lógicas del archivo (Weld, 2014), imaginar futuros descoloniales a tráves de archivos utópicos (Basu & De Jong, 2016) y de contra-archivos (Veliz 2017), que comprometen prácticas colaborativas, participativas y de activación y apropiación del archivo.

En línea con este nuevo paisaje, el propósito de los dos volúmenes que presentamos responde a tres agendas de indagación. Una primera tiene que ver con la tarea ya iniciada de desentramar las maneras en que los archivos han servido al proyecto colonial (Stoler, 2010b) y de formación de las repúblicas nacionales (Joyce, 1999), o han funcionado en un sentido gubernamental (Foucault, 2002), aunque interesa también identificar a los actores y prácticas que retan su autoridad constituyéndolo en un espacio político y de conflicto (Basu & De Jong, 2016).

En tal sentido, en varios de los artículos se encontrará una discusión de las prácticas, contextos históricos y mandatos sociales en el marco de los cuales se han conformado históricamente los archivos. En estos se presta atención al afán coleccionista y las distintas agendas para coleccionar; la compra-venta de objetos archivables, sus circuitos y los distintos regímenes de valor por los que transitan; la selección y catalogación de los mismos a la par de la accesibilidad y los diversos públicos usuarios, así como a los modos en los que las tecnologías digitales impactan en tales prácticas. Particularmente en el segundo volumen, se indagará por la manera en que las tecnologías digitales se entrelazan con los modos de hacer etnografía, de crear o relacionarse con los archivos, y de establecer distintos vínculos con usuarios específicos; o de cómo se vinculan las tecnologías digitales con asuntos como el estatus del objeto archivable, los saberes que lo legitiman, la accesibilidad a los objetos, su organización y gestión, y sus usos emergentes, que en definitiva refieren a epistemologías particulares.

Una segunda línea de exploración, en sintonía con el argumento de Stoler (2010a) de investigar «a la par del archivo en vez de contra el archivo», plantea el reto de identificar las estrategias metodológicas capaces de ampliar, desde el archivo mismo, las restricciones que este plantea a la propia investigación científica, respondiendo a un afán por ampliar la comprensión del mundo en su diversidad. Pero también guía el interés de los artículos reunidos en ambos volúmenes el asunto del acceso de los materiales de archivo a un público más amplio y más diverso. Este objetivo se encuentra en sintonía con la responsabilidad ética y política para con los sujetos y comunidades de donde provienen los materiales de archivo. Esto plantea una doble tarea. Por un lado, acortar las distancias epistemológicas, sociales y geograficas; y, por el otro, diversificar las oportunidades y ámbitos de interpretación del material de archivo.

En línea con esta preocupación, la accesibilidad es problematizada en lo que concierne a la democratización del acceso entendido como derecho universal. En el primer volumen, los artículos darán prioridad a la primera problemática señalada, discutiendo formas posibles de intervención del archivo, en algunos casos en diálogo con el arte y la curaduría, ya sea buscando introducir nuevas miradas y dar lugar a su comprensión y apropiación por parte de nuevos actores, o recuperando el sentido político que pudo estar presente en su creación. En el segundo volumen, el peso estará puesto en la tecnología digital y su promesa de democratización del archivo, así como en la oportunidad que ofrece para crear nuevas formas de colaboración entre instituciones y usuarios locales. Se analizará la interrelación entre la tecnología, la organización del archivo, su acceso y regímenes/ideologías políticas.

La tercera línea de discusión, desarrollada principalmente en el segundo volumen, consiste en la identificación de prácticas de archivo emergentes vinculadas a los usos de la tecnología digital y medios sociales que se vienen constituyendo en una oportunidad para actores «marginales», ya sea por su condición de género o étnica, o de precariedad social y laboral, y que son sujetos de violencia y discriminación, cuando no de invisibilización y despojo, para hacerse de recursos y medios que facilitan la producción de archivos que puedan poner al servicio de agendas de autorrepresentación, reconocimiento e inclusión que pasen por la tarea de hacer memoria y la capacidad de reflexión y autoconocimiento necesarios para aspirar a un futuro posible (Appadurai, 2003).

Los artículos incluidos en ambos volúmenes exploran así una diversidad de archivos, que incluye desde los institucionales, ya sea estatales o privados (universidades, medios de comunicación, etcétera), haciendo un esfuerzo explícito por incluir aquellos que emergen como resultado de agendas de investigación, social y política específicas y locales; o que se perfilan como tales a partir de nuevos entornos tecnológicos. Además, se ocupan de identificar y analizar prácticas archivísticas diversas y divergentes, desarrolladas por una amplia gama de actores que comprenden aquellos que cuentan con la autoridad que otorga el estatus social o moral, o el dominio de saberes expertos (coleccionistas, archiveros, investigadores, gestores culturales) hasta aquellos que realizan su práctica archivística «desde abajo» o desde los márgenes. A esto se suma el interés por describir distintos contextos interpretativos y las condiciones adversas o favorables que estos plantean a diversos actores para apropiarse del archivo, intervenirlo, «hacerlo hablar» y encontrar en él nuevas voces, más alla de lo que él mismo pueda haber establecido como aquello «que puede ser dicho».

El archivo como lugar antropológico: la investigación etnográfica en y desde el archivo

En las contribuciones de este volumen los autores discuten el archivo como dispositivo de poder a través del cual se modelan, normalizan y disputan acervos patrimoniales, memorias e identidades, así como relaciones y jerarquías sociales de carácter étnico, de clase y de género. Este interés está acompañado de un esfuerzo por descifrar el archivo como institución y lugar de práctica vinculada al desarrollo de la propia disciplina antropológica. Se trata de una vocación por explorar la función representacional y gubernamental del archivo no solamente en la configuración de proyectos políticos y en las políticas de identidad, sino también en la de proyectos científicos. En ese sentido, un eje importante que articula los textos reunidos en este primer volumen es de orden teórico-metodológico y propone un abordaje antropológico al archivo en un doble sentido.

Por un lado, está el asunto del tratamiento crítico del archivo cuando se incursiona en él como institución y recinto físico, y se interactúa con sus materiales, ya sea para abordarlo como objeto de estudio o como fuente de información (ver Reyes, La Serna y Cevallos, en este volumen). En ambos casos, y siguiendo a Mbembe en su consideración del archivo como «el producto de un juicio, el resultado del ejercicio de autoridad y de un poder específico» (2002, p. 20), los autores toman en cuenta las condiciones de su origen y conformación, así como las trayectorias y usos de sus objetos. En otras palabras, indagan acerca de la vida social del archivo para entender la agencia que este pueda ejercer en el marco de una investigación. Investigar en el archivo e investigar el archivo implican pues, desde una perspectiva etnográfica, abordarlo como una voz más en el entramado de agencias que configuran el «campo de estudio». Recogiendo la propuesta de Reyes (en este volumen), tal agencia puede ser dilucidada con respecto a dos instancias: a las condiciones de conformación de archivos específicos, y a las condiciones de accesibilidad a sus materiales.

Por otro lado, está la activación del archivo como estrategia metodológica con el objetivo de hacerlo hablar y subvertir los límites y rutas que todo archivo introduce o impone: su deuda fundacional con el pasado (Mbembe, 2002). Las contribuciones arrojan luz, en específico, sobre la deuda con el proyecto científico como un ámbito de interpretación y reflexión crítica (Ybazeta, Figueroa, y Colunge y Zevallos, en este volumen). Por lo tanto, los autores buscaron reconectar los objetos del archivo con las poblaciones y lugares de origen, o produjeron archivos nuevos, a través de formatos colaborativos o prácticas curatoriales (Cevallos, Málaga y Ulfe; Colunge y Zevallos y Zela, en este volumen). Estas exploraciones renuevan la relación de la disciplina antropológica con el archivo como institución de producción de conocimiento. En esa línea plantean debates políticos y éticos sobre las metodologías etnográficas dirigidas a activar los archivos, en relación con asuntos como los derechos de propiedad intelectual, la democratización del conocimiento y la interacción con nuevos públicos.

 

A. Lógicas de la memoria y el olvido

Sea porque se investiga en el archivo o sobre el archivo, la discusión sobre las complejas circunstancias de producción, preservación, acceso y difusión, con el fin de dilucidar los sesgos que lo constituyen, se torna una tarea indispensable. Esta, siguiendo a Aura Reyes (en este volumen), consiste en rastrear las lógicas e historias de «la memoria y el olvido de los archivos» en el «mar documental en el que un investigador contemporáneo debe navegar».

En esta sección los autores abordan los archivos en relación con los sesgos ideológicos y epistemológicos que los constituyen desde su origen y trayectorias, con la figura de personalidades, colecciones, áreas geográfico-culturales o instituciones específicas. Entre los archivos que investigaron se encuentran los archivos públicos como el Museo Etnológico y el Instituto Iberoamericano de Berlín, el Archivo General de la Nación y el Museo Nacional de Colombia (Reyes); el Museo Nacional del Banco Central del Ecuador (Cevallos); archivos públicos de entidades gubernamentales locales en la Amazonía, y las colecciones privadas de estudiosos de la fotografía y archivos privados como el de la Biblioteca Amazónica del Centro de Estudios Teológicos de la Amazonía (CETA) (La Serna); y, finalmente, colecciones privadas cuyos materiales han sido reunidos con el fin de crear una memoria institucional o personal, o en el marco de proyectos de investigación o sociales como la colección del Taller de Fotografía Social (TAFOS) en custodia de la Pontificia Universidad Católica del Perú (Colunge & Zevallos).

En su afán por reconstruir los nexos y detallar los aportes del investigador alemán Konrad Theodor Preuss a la academia colombiana, Reyes encuentra una serie de vacíos en los diversos y cuantiosos materiales que conforman la parte de su legado que proviene de sus exploraciones en Colombia entre los años 1913 y 1915. El Museo Etnológico de Berlín alberga una cantidad importante de informes de campo, recibos y correspondencia que Preuss mantenía con personal del museo en su calidad de funcionario e investigador de la expedición a Colombia que fue promovida desde esta institución. Esta documentación, además de los objetos etnográficos y arqueológicos coleccionados en el marco de la expedición, constituyen fuentes importantes que dan el contexto de sus investigaciones. Sin embargo, esta documentación resulta parcial al no incluir testimonios de los vínculos que Preuss tuvo con otras instituciones, ni de sus contactos con personalidades colombianas, que menciona en sus publicaciones y que fueron cruciales para adquirir colecciones, gestionar los viajes e intercambiar conocimientos. Los criterios de la institución alemana para la selección de los materiales que quedaron en el museo invisibiliza los complejos flujos de personas, objetos e ideas entre ambos continentes, que dieron lugar al desarrollo de la antropología moderna. Se introdujo así un sesgo colonialista en el legado de Preuss que alberga el museo, el cual define el marco de una narrativa que jerarquiza entre centros y periferias del conocimiento. Para acceder a los materiales originales del legado de Preuss resguardado en Europa, los investigadores colombianos tienen que superar la distancia geográfica que los separa de él, lo que requiere de financiamiento adicional. Asimismo, una serie de procedimientos burocráticos de los archivos en ambos continentes dificulta o demora el acceso a los materiales. Una vez superados, es necesario enfrentar el sistema clasificatorio específico aplicado por cada institución y contar con el tiempo y la capacidad para entenderlo y abrirse camino en la recopilación de material y el descubrimiento de fuentes nuevas. Por lo tanto, la (in)accesibilidad constituye un factor central de «las lógicas de la memoria y del olvido». Este aspecto se tratará con más detalle en la sección B.

Desde el contexto ecuatoriano, la distinción entre centro y periferia es problematizada por Pamela Cevallos como «una tensión en la cartografía» del coleccionismo de piezas arqueológicas adquiridas en la década de los años 60 del siglo XX por el Banco Central del Ecuador (BCE) como parte de una política cultural de adquisición de objetos arqueológicos y artísticos «que conformarían la reserva de la red de museos nacionales más importantes del país». En lo que se refiere a la colección arqueológica, Cevallos indica que las piezas no provenían de excavaciones científicas, sino que fueron compradas a miembros de comunidades como La Pila, dedicados a la práctica de la huaquería (la extracción y comercialización de piezas arqueológicas). En tal sentido, para que la colección pudiera ser puesta en valor como patrimonio de la nación y para que el BCR fuera reconocido como su legítimo custodio, era necesario «enmascarar la materialidad de los intercambios», así como decontextualizar las piezas a manera de restarles el sentido de totalidad y originalidad que requieren para mantener su valor patrimonial. Esto se logró a través de varios pasos: introduciendo la estética como criterio de valoración de las piezas, y estableciendo tanto una distancia física como una distinción y jerarquía epistemológica: las piezas se trasladaron a los centros como Quito y Guayaquil y se transformaron recurriendo a la «voz autorizada de los coleccionistas, los expertos» en desmedro de «las voces anónimas y estigmatizadas de los huaqueros y comerciantes de arqueología». En este caso, también la distancia geográfica restringe la accesibilidad por parte de los que originalmente fueron responsables de la extracción de las piezas. Es más: su acceso es limitado, invisibilizando y deslegitimándolos debido al trabajo improvisado e informal que supone la huaquería, y negándoles reconocimiento como agentes claves del proceso de formación de las colecciones y de su interpretación.

Otros son los sesgos en el caso de las fotografías históricas de la Amazonía: Juan Carlos La Serna señala que estos se derivan de la precariedad institucional, así como de la inexistencia de una fototeca nacional peruana y de la falta de una política patrimonial que las ponga en valor. Las condiciones de precariedad respecto de la conservación y organización del material fotógrafico, en las que se encuentran los diversos archivos en el Perú, implica, entre otros problemas, que la accesibilidad siga «dependiendo de la “notabilidad” que pueda demostrar —carta de presentación en mano— cada investigador al momento de acercarse a la institución» (ver también sección B). Pero, como rastrea La Serna, este déficit paradójicamente va de la mano de las entusiastas iniciativas privadas y desarticuladas de investigadores de la fotografía, antropólogos y gobiernos regionales que han reunido material fotográfico de distintas fuentes, creando colecciones conformadas por fotografías de autor, álbumes familiares y documentación institucional y propagandística de las incursiones civilizatorias, misionales o empresariales. Tal entusiasmo se da en el marco de políticas culturales respecto al patrimonio audiovisual promovidas por organismos internacionales como la UNESCO con el fin de fomentar la diversidad cultural (ver también Quinteros, en este volumen), así como en el de la conmemoración del centenario del «Escándalo del Putumayo» en 2012 y de las luchas indígenas por la defensa de sus territorios. Estos eventos incitaron al gobierno regional de Loreto y los gobiernos municipales en la sierra central a llevar a cabo campañas de recolección de fotografías históricas en posesión de las familias locales, a rescatar la obra de fotógrafos regionales individuales y a diseminar estas fotografías históricas a través de las redes sociales y blogs. Además, en el marco de proyectos editoriales y curatoriales se ha «redescubierto» las fotografías alusivas a las expediciones científicas y a la colonización europea en la selva central y en Loreto, y en particular de las fotografías que el empresario cauchero Julio C. Arana mandara a producir para la Peruvian Amazon Co. con fines propagandísticos. Por lo tanto, los esfuerzos por ampliar el corpus fotográfico sobre la Amazonía están signados por la conformación de archivos que privilegian las familias o instituciones que fueron capaces de encargar, poseer y guardar fotografías. Estos archivos reproducen las narrativas visuales hegemónicas de una región dominada por la acción de agentes externos y, además, la de particulares ámbitos, como los valles de Chanchamayo-Perené, Oxapampa y Pozuzo, e Iquitos en la región de Loreto. Así, los actuales esfuerzos de archivamiento del patrimonio visual de la Amazonía están marcados por relaciones de poder implicadas en la producción, circulación y consumo de estas particulares colecciones de fotografías históricas. Aunque tales iniciativas contemporáneas buscan colocar a la Amazonía en el imaginario visual nacional, así como denunciar los abusos de los que las poblaciones indígenas amazónicas han sido objeto históricamente, La Serna argumenta que contribuyen a reproducir viejos estereotipos que simplifican la complejidad de su historia y su diversidad, una cuestión que también concierne a la actual colección y archivización de fotografías en Huancasancos, Ayacucho (ver Málaga y Ulfe, en este volumen). El uso que se da actualmente a los materiales fotográficos de la selva central y su incipiente archivación ha dado lugar a lo que La Serna denomina la «aranización del período del caucho».