Morbus Dei: Bajo el signo des Aries

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XV

La jaula humana sufría más sacudidas que en los últimos días. «O el camino ha empeorado mucho o hemos tomado otra ruta», pensó Elisabeth. Y puesto que, por lo que podía ver a través de un pequeño desgarro en el toldo, la vegetación por la que avanzaban cada vez más lentamente era mucho más tupida, tenía que ser lo segundo.

Eso significaba que a Johann le costaría aún más encontrarla.

Elisabeth no había pronunciado una sola palabra en todo el día. Estaba demasiado tensa, se esforzaba por poner en orden sus pensamientos y atar cabos sueltos. Pero, a medida que pasaban las horas, cada vez quedaban menos.

Y ahora, al ver tantos árboles y arbustos tupidos, supo lo que tenía que hacer.

Miró a Alain, que dormitaba a su lado.

–¿Alain? – susurró.

No recibió respuesta.

Elisabeth le dio un codazo sin contemplaciones.

– Alain, ¿estás despierto?

– Ahora sí. —El mercenario francés abrió los ojos, somnoliento, y su semblante se ensombreció al darse cuenta de donde estaba—. ¿Ya hemos llegado a Versalles?

–¿Cómo dices? – Elisabeth no lo entendió.

–¿Qué quieres?

–¿Qué llevas en la bolsa de cuero? – le preguntó en voz muy baja, al tiempo que le señalaba el cinturón, que apenas se distinguía en la oscuridad.

Alain no dijo nada.

– En la bolsa de cuero – repitió Elisabeth—. ¿Qué llevas ahí dentro?

Alain se miró el cinturón y palpó la bolsa que colgaba de él.

– Pedernal y yesca. ¿Por qué?

Elisabeth sonrió, pero no respondió a su pregunta.

– En el carro de las provisiones, ¿hay barriles de pólvora?

Alain no sabía adónde quería ir a parar Elisabeth, pero tenía muy claro que no cejaría hasta el final.

– Pues claro que hay barriles de pólvora – susurró—. Son los pequeños, los que van tapados con cuero. Siempre son los primeros que descargan y los últimos que cargan. – Alain cerró los ojos con la esperanza de que Elisabeth lo dejara tranquilo.

–¿Y las lámparas de aceite que cuelgan de noche para vigilarnos?

– También las llevan en el carromato – suspiró Alain.

– Muy bien. Ya podemos intentarlo.

Alain mostró su acuerdo con un gruñido.

Al cabo de un instante, abrió los ojos.

–¿Qué es lo que podemos intentar?

– Esta noche te lo cuento – susurró Elisabeth en tono de misterio.

El valle era cada vez más estrecho, las pendientes más inclinadas y las rocas más escarpadas. El sol se esforzaba por abrirse paso entre las nubes, cada vez más densas.

El teniente general Gamelin abrió la cortinilla de la ventanilla derecha del carruaje y contempló el paisaje.

«Ha cambiado mucho en muy poco tiempo», pensó. No quedaba nada de las suaves colinas que rodeaban Viena. Una espesa niebla cubría las montañas, sobre la cual sólo destacaba un pico solitario con una imponente fortaleza. Parecía un castillo que amenazaba a los mortales desde el cielo.

Gamelin cerró la cortinilla y deslizó el dedo índice por un magnífico mapa que apoyaba en su regazo, sobre una carpeta de cuero en la que había más mapas. Llevaba días estudiando con sumo detalle el material cartográfico y memorizando los nombres de las ciudades y los cruces de caminos más importantes.

La fortaleza que acababa de ver entre la niebla era el castillo de Klamm, situado a las afueras de la villa de Schottwien. Eso significaba que estaban cerca del puerto de montaña de Semmering.

Gamelin dejó a un lado la carpeta de cuero y cerró los ojos, satisfecho. El balanceo y las sacudidas del carruaje no le molestaban; al contrario, cuantos más baches dejaban atrás, más cerca estaban de su meta.

Cuánto tiempo había esperado… Evocó con complacencia su carrera en el ejército francés y los recuerdos se sucedieron en su mente…

1665, un año importante: por fin lo ascendieron a teniente en un regimiento de caballería destinado en el sur de Francia. Luego, la siguiente gran oportunidad: la guerra entre Francia y los Países Bajos. Sirvió en Flandes, donde se presentó voluntario para participar en diversas incursiones y demostró que la disciplina y la osadía no tenían por qué ser incompatibles. Tres años después, reconocieron su arrojo ascendiéndolo a maestre de campo.

Una sonrisa se dibujó en su semblante, mientras se acariciaba la cuidada perilla.

En 1679 lo nombraron brigadier. Unos años después se inició la gran campaña del Ejército del Rin, encabezada por él. Recordó los nombres de algunas poblaciones alemanas: Heilbronn, Knittlingen, Mannheim.

Luego, Esslingen, y la hermosa hija del párroco. Gamelin sonrió. Nunca se había interesado mucho por las mujeres, le parecían un estorbo, pero la hija del párroco era especial.

¿Cómo se llamaba…? Daba lo mismo.

Heidelberg en llamas. Oppenheim arrasada. La destrucción total de la fortaleza de Landskrone. El Estado Mayor bautizó esa estrategia con el nombre de «desfortalecimiento de las ciudades», y él contribuyó a aplicarla con entusiasmo: la devastación de gran parte del territorio del Palatinado y de las ciudades de los ducados de Wurtemberg y Baden, con la subsiguiente destrucción de los medios de subsistencia de la población de los territorios enemigos.

Y Gamelin se lució en todos esos hechos.

Y si ahora conseguía conquistar la fortaleza de Turín y salvar con ello la vida de miles de soldados, zapadores y minadores franceses, en París lo nombrarían con toda seguridad maréchal général des camps et armées du roi, el mismo rango que tenía Henri de La Tour d’Auvergne, vizconde de Turenne, el hombre al que siempre había considerado un modelo a seguir. Aunque él no dispensaría a sus soldados un trato tan humano y, en su opinión, despreciable, puesto que ablandaba a los hombres y minaba su espíritu de lucha.

Una brusca parada lo arrancó de sus pensamientos.

Se alisó la guerrera, bajó del carruaje y echó un vistazo. Se habían detenido delante de una plaza. Detrás de la caravana se alzaba la puerta de peaje de Schottwien, cuya muralla defensiva cerraba por completo la salida del valle. Al otro lado de la plaza, el paso también estaba cortado por una muralla, detrás de la cual empezaba el peligroso camino rocoso que conducía al puerto de Semmering. Era imposible cruzar las montañas sin pasar por el peaje.

«No se les escapa un solo florín», pensó Gamelin, sonriendo. Le gustaba la eficiencia, sin importarle con qué método se consiguiera.

Se fijó en que en el mercado había muchísimos herreros, carreteros y guarnicioneros, así como posadas y tabernas en las que seguramente se podían encontrar cualquier diversión imaginable. Todos se ganaban la vida gracias a los carros, puesto que cualquiera que quisiera recorrer en vehículo el escarpado camino que empezaba a los pies del Semmering tenía que hacerse con más caballos o le resultaría imposible avanzar. Gamelin se había informado previamente.

Su edecán se acercó corriendo y lo saludó militarmente. Era un hombre delgado y pelirrojo, al que Gamelin le sacaba una cabeza. El hecho de que llevara más tiempo que todos sus predecesores sirviendo al mariscal de campo se debía al profundo temor que le inspiraba su superior, un miedo que se traducía en unas formas extremadamente correctas.

– Que enganchen tantos caballos como haga falta, no importa cuánto cuesten – le ordenó Gamelin—. No me gustaría quedarme tirado a medio camino porque no tenemos suficientes animales de tiro.

El edecán asintió con la cabeza y volvió a hacer un saludo militar.

– Os hago responsable, Frédéric, no me decepcionéis. ¡Podéis retiraros!

Gamelin respondió al saludo, el oficial dio media vuelta y corrió al lugar donde enganchaban a los caballos.

XVI

El teniente Wolff cabalgaba al mando de su tropa.

No se quitaba de la cabeza el extraño juramento que había prestado ante Antonio Sovino. No se sentía en absoluto obligado a cumplirlo, y no sólo porque despreciara al clero. Él era en principio un hombre creyente, pero no entendía por qué debía someter el ejercicio de la fe a un aparato de poder. Además, cualquier ladronzuelo podía poner la mano sobre un libro y decir «lo juro», puesto que en realidad no tenía ninguna consecuencia, ni para el que no cumplía el juramento ni para el libro.

Wolff aspiró el aire fresco del campo, que tan a menudo añoraba en la ciudad. Le encantaba cabalgar, porque eso siempre le ayudaba a pensar con claridad.

Cuando Tepser le dijo que se trataba de la misteriosa enfermedad, lo comprendió todo al momento. Unos días antes le habían comunicado la orden de extender un manto de silencio sobre las circunstancias que rodeaban la enfermedad y su solución final. Lo primero que pensó fue que no se levantaría ningún monumento en recuerdo de aquellas pobres almas, a diferencia de lo que se hizo con las víctimas de la última peste. Si regresaba victorioso de aquella misión y Tepser seguía siendo alcalde, podía contar con un buen salario adicional. Sí, por el contrario, lo habían destituido, seguramente tendría que buscarse otro empleo, puesto que no podría justificar su ausencia. Quizá incluso tendría que trasladarse a otra ciudad. Lo mismo les ocurriría a sus hombres, y lo sabían.

Después de dejar atrás las puertas de Viena, casi siempre que cruzaban un pueblo pasaba lo mismo: las puertas y las ventanas se cerraban a cal y canto, y las madres obligaban a entrar en casa a sus hijos. Y por todas partes se oía pronunciar en voz baja la misma advertencia: «¡Protegeos, llegan los hombres de azufre!»

Ese era el nombre popular que el pueblo daba a los alguaciles de Viena porque llevaban casacas con vuelta, cuello y solapa de color amarillo. Sin embargo, Wolff no entendía por qué inspiraban tanto miedo. Él y sus hombres se limitaban a hacer su trabajo, ni más, ni menos. Nunca habían hecho sufrir a un inocente y él siempre se permitía cierta libertad de decisión a la hora de cumplir las órdenes. Si creía que las cosas iban demasiado lejos… Bueno, siempre había opciones.

 

«No obstante, mejor ser temido sin motivo que ser motivo de burla justificado», pensó. La tropa cruzó la cima de una colina; al otro lado se veían granjas desperdigadas por la ladera.

Wolff espoleó al caballo.

– Por aquí no ha pasado ninguna caravana, señor – dijo el viejo aldeano, al tiempo que extendía una mano curtida hacia Wolff.

El teniente lo escrutó con la mirada y exhaló un profundo suspiro. Era agotador que siempre le complicaran la vida con mentiras.

Empuñó rápidamente el sable y se lo puso al aldeano en el cuello. El viejo se echó a temblar y balbuceó:

– Hace tres días, cuatro como mucho… Pasaron la noche en aquella granja… Se fueron al amanecer… En esa dirección. – El labrador señaló temblando hacia el sur.

El teniente Wolff esbozó una sonrisa indulgente, deslizó suavemente la hoja del sable por la mejilla surcada de arrugas del aldeano y envainó el arma.

El viejo retrocedió, bajó la cabeza y se santiguó tres veces.

Wolff obligó al caballo a dar media vuelta y salió al galope en dirección sur. Sus hombres lo siguieron.

XVII

Después de la cena, que había consistido en leche de cabra y pan, los encerraron en un pajar. Era de los mismos campesinos que les habían dado de comer. Mejor dicho, que se habían visto obligados a darles de comer.

– Nos alimentamos de la tierra – dijo cínicamente uno de los mercenarios sin quitarle la vista de encima a la hija del campesino, que aún no había cumplido catorce primaveras.

Al oírlo, Elisabeth notó un escalofrío en la espalda, pero ¿qué podía hacer ella? ¿Qué podían hacer ellos? Ni siquiera se podía hablar de «ellos» como un todo, puesto que los prisioneros mantenían las distancias, bien por apatía o bien porque sabían que no merecía la pena entablar nuevas amistades.

Una verdad impronunciable se cernía como una nube tóxica sobre ellos: iban camino a su ruina.

Elisabeth, no. Ella tenía un plan, y Alain la ayudaría, aunque eso implicara la muerte de otras personas. Al pensarlo, se asustaba de sí misma. No estaba segura de si se reconocería en un espejo el día que pudiera mirarse en uno. ¿En qué se había convertido? ¿Cómo había llegado a tal extremo?

–¡A dormir! – gritó el mercenario de la voz ronca, colgó dos lámparas de aceite en las vigas y, como siempre, se mostró satisfecho de que los enfermos cumplieran la orden sin ofrecer resistencia.

Por primera vez desde que empezó su cautiverio, tenían la posibilidad de dormir en una superficie blanda. El heno del otoño anterior olía de maravilla y ofrecía calor. Elisabeth se sintió como si estuviera entre nubes.

Los demás parecían sentirse igual, puesto que nadie protestó cuando el mercenario encendió las lámparas después de haberlas sujetado bien al techo. Si caían en la paja, aquélla sería la última noche para todos.

Elisabeth se tumbó tan bien como pudo, se acurrucó de lado y cerró los ojos.

–¡Elisabeth!

La joven dormía profundamente y se despertó sobresaltada. ¿Cuánto tiempo había dormido?

Miró hacia la puerta: fuera estaba muy oscuro, era una noche sin luna.

– Elisabeth – volvió a sisear Alain—. Me debes una explicación.

Mientras se quitaba algunas briznas de paja del pelo, reflexionó. ¿Había sido un acierto hablarle a Alain de su plan?

Sí. Y ya es tarde para cambiar las cosas.

– Tengo un plan para escapar – susurró.

Alain torció el gesto como si acabaran de contarle un chiste malo.

– Tenemos que esperar hasta que paremos en un claro del bosque – prosiguió Elisabeth impertérrita—. Fingiré que me duele mucho la barriga y tú me ofrecerás tu apoyo para caminar. Nos moveremos tan cerca como sea posible de los carros hasta llegar al último, en el que se guardan las provisiones.

–¿Y si no nos dejan?

– Diles que tendrán que responder ante el teniente general Gamelin. Todos me vieron bajar de su carruaje, aunque nadie sabe por qué estaba allí.

– Sí, yo también me lo pregunté…

– Eso ahora no importa – lo interrumpió Elisabeth con firmeza—. Cuando lleguemos a la parte trasera del carro de las provisiones, me haré con una lámpara de aceite y tú prenderás la mecha con la yesca, que llevarás encendida. Y luego arrojaremos la lámpara contra los barriles de pólvora. – Elisabeth miró con aire triunfal a Alain, que parecía desconcertado.

–¿Y nos vamos sin más?

– Claro que no, pero se desatará un caos tremendo. Los mercenarios tendrán que apagar el fuego para no perder todo el material. Y en medio del caos, nosotros correremos hacia el bosque y…

– No funcionará —replicó Alain—. Imposible.

–¿Quieres hacerme creer que un soldado francés no sabe cómo huir? – lo pinchó Elisabeth.

Johann le había contado muchos chistes sobre el espíritu combativo de los franceses, casi siempre condimentados con un comentario mordaz por parte del prusiano.

– Hay muchas cosas que podrían salir mal – insistió Alain.

– Sí, y la primera es que lleguemos a nuestro destino sin haber intentado nada. Entonces moriremos todos.

Alain se quedó callado un momento. Desde que sus compañeros lo habían encerrado con los prisioneros, él también había imaginado innumerables escenarios, pero no había llegado a ninguna conclusión. Al menos, a ninguna que le devolviera su vida anterior.

– De acuerdo, supongamos que conseguimos provocar el caos – dijo finalmente—. ¿Y luego qué?

– Buscaremos ayuda. Primero, para nosotros y, luego, para los demás prisioneros. No le han hecho daño a nadie y no podemos abandonarlos a su suerte.

– Estás loca – dijo Alain, y realmente lo creía.

– Mejor loca que muerta – replicó Elisabeth en tono respondón.

Si Alain la conociera desde hacía tiempo, habría notado que, por un instante, había vuelto a ser la mujer alegre y extrovertida que era antes.

– No sé… Tengo que consultarlo con la almohada.

–¡Silencio ahí dentro! – retumbó una voz desde la puerta del pajar—. ¡O dormiréis en la jaula!

Elisabeth miró a Alain muy seria.

– En tal caso, que duermas bien.

Y cerró los ojos.

Te quiero, Johann.

XVIII

– Mañana alcanzaremos la caravana – dijo el prusiano con mucha convicción.

– Eso espero – respondió Johann.

Llevaban horas cabalgando juntos sin intercambiar palabra, absortos en sus pensamientos. El terreno era cada vez más montañoso, las cumbres que se veían al sur y al este eran cada vez más altas, y parecían formar una muralla infranqueable. Carruajes, carros, mensajeros a caballo y aldeanos tirando de un carretón… A todos los dejaban atrás, exigiéndoles a sus caballos toda la fuerza de la que eran capaces.

Sólo descansaban para dar de beber a los caballos.

Cuanto más cerca se creían de Elisabeth y de la caravana, más dudas albergaba Johann y más reales le parecían las dificultades que les aguardaban. En una cacería, una cosa era seguir el rastro de la presa y otra muy distinta abatirla. Ellos eran cinco. Sus contrincantes, probablemente una docena.

O más.

Y lo peor era que seguía sin tener un plan, porque no conocía los detalles. ¿Eran realmente dos carros y un coche de caballos? ¿En cuál iba Elisabeth? ¿Y en cuál Gamelin?

Gamelin.

Sabía que lo único que había conseguido era cambiar un mal por otro. Con la muerte de Von Pranckh se había librado de su archienemigo, pero el militar le había creado otro con su último suspiro. Y con ello había vencido no sólo a Johann, sino incluso a la muerte. Y le había arrebatado lo único que creía seguro: un futuro con Elisabeth.

Johann sacudió la cabeza para apartar de su mente esos pensamientos lúgubres. Primero tenían que encontrar la caravana, luego…

Nunca des las cosas por seguras. Sé espontáneo.

«Improvisaremos», pensó Johann, y sonrió. Como siempre, el abad Bernardin tenía razón.

A su derecha, el sol se acercaba a la línea del horizonte. El paisaje florido resplandecía de nuevo en todo su esplendor cromático. Sin embargo, por encima de las montañas se alzaba una tenebrosa fortaleza de nubes que no prometía nada bueno para los próximos días.

– Mi trasero ya se ha acostumbrado a cabalgar durante horas, pero mi caballo, no – dijo Karl, que avanzaba junto a Johann y el prusiano. Le dio unas palmadas al animal, que resollaba—. Y lo que no entiendo es cómo lo resiste el caballo de Markus.

Todos volvieron la cabeza y vieron la sonrisa de pillo del gigante, que los seguía al trote a lomos de un caballo que parecía avanzar sin esfuerzo.

– Tienes razón – respondió Johann, que buscó con la mirada un sitio para descansar—. A mí también me iría bien un buen trago de vino y algo de comer.

Hans se les acercó.

– Y no lo olvidéis: dos partidas más del Sesenta y seis y acabamos la ronda. ¿No es así, mi teniente? – dijo, desafiando con la mirada al prusiano.

– Hoy voy a dar tal paliza que creerás que tienes la peste bubónica, muchacho – gruñó el prusiano.

– No habléis de la peste, que empieza a picarme todo – dijo Karl, al tiempo que se rascaba el brazo.

– Yo probaría con agua – le aconsejó Hans muy serio—. Eso es mugre, amigo mío, no la peste.

Los hombres se rieron con ganas y olvidaron por un momento el motivo de su viaje.

Al poco rato divisaron a lo lejos un edificio bajo, con tejado de caña y un cartel destartalado en el que habían pintado una jarra de vino.

–¡Hora de comer! – exclamó contento Karl, y espoleó al caballo.

Poco después, un grupo de unos doce hombres, uniformados con casacas de vuelta, cuello y solapa amarilla, pasaba por delante de la posada.

XIX

Crónica del mercado de Melk

Anno Dómini de 1704

In nomine SS. Trinitatis

Desde que acabó el invierno, los trabajos que el arquitecto Jakob Prandtauer dirige en el monasterio avanzan a buen paso, según informa nuestro ilustre abad Berthold Dietmayr. Dentro de unos años se habrá hecho realidad el sueño de que, una vez concluida la obra, el convento se verá desde muy lejos, y saludará e impresionará a peregrinos, ciudadanos y caminantes.

Estos días hemos recibido visitas ilustres. Antonio Maria Sovino, el enviado del Santo Padre de Roma, y su Guardia Negra se han alojado en nuestra humilde morada, donde les hemos ofrecido cama y comida.

Durante los días que duró su estancia, no faltaron las súplicas de nuestros ciudadanos, puesto que todos estaban autorizados a presentar ruegos. Gracias a la apertura de nuestros tiempos, los representantes de Roma hicieron oídos sordos a la envidia y la malevolencia. De ese modo quedó demostrado que los métodos que se practican hoy en día difieren de los empleados durante la Inquisición.

Lamentablemente, el padre Sovino fue testigo de una terrible tragedia cuando la granja de una familia de protestantes, los Werner Schramb, fue pasto de las llamas junto con la casa de la servidumbre y los establos, y todos perecieron. El incendio se desató anteayer, después de la medianoche, y todavía ilumina el cielo.

El padre Sovino pudo al menos celebrar una misa por el descanso eterno de sus almas.

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