El testamento de don Juan

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Al salir del aseo, y antes de abrir la puerta de mi alcoba, vi algo sospechoso, la habitación de don Giuliano estaba abierta. Me acerqué un poco, pero no se escuchaba ningún ruido. No parecía haber nadie. Seguramente el párroco y don Fabrizio no tardarían en llegar tras su reunión con el obispo de Nápoles que venía a visitar la iglesia como todos los domingos. He decir que don Giuliano no solía dejar su puerta abierta si él no se encontraba en ella. De hecho, si no se encontraba dentro solía echar la llave. Decidí asomarme con cautela sin perder de vista el vestíbulo por si me veía alguien. En efecto, estaba vacía.

Observé que todo estaba en orden, solo un libro y unas hojuelas sobre su mesita parecía alborotar el orden escrupuloso de su alcoba. Lo cogí entre mis manos para colocarlo, pero algo se cayó al suelo, un montón de hojas fragmentadas. La tinta de los sobres, por su parte, estaba desgastada, como si alguien hubiera derramado agua encima de ellas. No pude identificar su procedencia. Solo pude salvar un fragmento de la que podía leerse algo:

Mayo, 1824

Querida mía:

(…) buenas noticias. Mi hermana está curada por completo. He decidido dejar la milicia y volver a una vida tranquila. Quiero deciros (…) por entero a vos. En vuestra última carta me rogasteis que volviera a Italia (…) Me (…) seguir mis estudios y prácticas como escultor. Mi amigo, el sevillano (…) la ciudad y se instalará en mi casa hasta conseguir una propia para él. Espero vuestra respuesta con ansia. (…) con mi pensamiento

quizás, todo esto quedó en el ayer (…)

pronto, mi amor (…) tú y yo (…)

G. B.

V

No pude creer lo que leí aquel día. Sin duda era la firma de don Giuliano. Pero antes de que un mar de preguntas se abalanzara sobre mí escuché algo, un ruido lejano y un grito que me sobresaltó.

—¡Socorro!… ¡Rápido, ayuda!

Salí de la alcoba de don Giuliano tras volver a dejar la carta encima de la mesilla. La voz desgarradora era del hermano Claudio y los gritos parecían provenir de las escaleras del vestíbulo. Debía pasar algo grave y fui lo más raudo posible pese a la dificultad de correr con nuestro hábito.

Doblé la esquina que conducía a la escalinata y observé la escena paralizado, sin poder moverme y sin decir nada. Don Giuliano yacía en el suelo, a los pies de la escalera, al parecer inconsciente.

—¡Paolo!… ¡No os quedéis ahí, ayudadme! —El bachiller intentaba torpemente levantar al párroco del suelo, pero por sí solo poco podía hacer.

—¡Dios mío, Claudio! ¿Qué ha ocurrido? —dije volviendo en mí mientras me acercaba todo lo rápido que pude donde se encontraba don Giuliano.

—Estaba en… y de repente… oí al párroco subir las escaleras… y ha debido caerse, ¡oh Dios mío! —El joven bachiller hablaba tropezándose con sus propias palabras. Con ojos húmedos, miró a los míos mientras levantaba al párroco para llevarle a su habitación.

—¿Esta muerto, Paolo? ¡Dime, por favor, que no está muerto!

—Aún respira. Claudio, por favor, llevad a la alcoba de don Giuliano una toalla húmeda y una jarra de agua… y avisad a don Fabrizio, ¡vamos!

Dejé despacio el cuerpo de don Giuliano en el catre de su alcoba. Con una pequeña toalla mojada en la frente intenté reanimarle hasta que viniera el doctor Umberto, el médico de confianza de la parroquia y aquel que solía visitarle de vez en cuando. Don Umberto era un hombre de ciencia, de mentalidad fría y renacentista, por lo que muchas veces mantenía con el viejo párroco discusiones bizantinas entre ciencia y fe. Pero siempre existía una gran cordialidad entre ellos.

El doctor Umberto y don Fabrizio tardaron más de una hora en llegar. Mis hermanos y yo, congregados en el pasillo, no pudimos ocultar nuestra preocupación. Algunos bachilleres propusieron que entráramos uno a uno cuando el doctor acabara para rezar a Dios por su salvación. Algunos ya lo hacían de rodillas, otros con miradas impacientes, perdidas y húmedas iban y venían por el oscuro pasillo.

El doctor y don Fabrizio salieron despacio de la alcoba del párroco cerrando la puerta tras de sí con sumo cuidado. De repente un tumulto provocado por mis compañeros rompió el silencio.

—Por favor, el párroco necesita descansar, ha sufrido una caída brusca, por lo que he tenido que vendar y sujetar su pierna derecha y quizás también su cadera haya sufrido algún daño —añadió el doctor pidiendo calma y silencio.

La algarabía se calmó. Yo no dije nada, solo observaba el rostro del médico. Don Umberto empezó a gesticular intentando explicar a los bachilleres cómo había sucedido el accidente.

—¡Es obra del maligno, doctor! ¡Esta iglesia esta maldita! —dijo el hermano Claudio llevándose las manos al rostro.

—Volveré mañana. He dejado junto a su cama unas píldoras de corteza de sauce para el dolor. —Don Umberto cogió su maletín—. Venid a mi casa si empeora.

El doctor Umberto estaba nervioso y su mirada era muy esquiva, algo poco habitual en él, pues siempre fue un hombre impasible, calculador y de sangre fría; buenas cualidades para su trabajo.

—Don Giuliano me ha pedido que entréis a hablar con él —dijo don Fabrizio con voz susurrante. Me quedé unos segundos dubitativo. Cuando alcé la vista don Umberto ya se había marchado.

Fui consciente de estar allí mirando hacia el frente observando la puerta de don Giuliano cerrada y el susurro desesperado de mis compañeros, que de fondo dibujaban una atmósfera casi de sueño surrealista atrapado por hilos invisibles que conducían a un incierto destino. Avancé despacio por el pasillo y agarré el pomo de la puerta de la alcoba de don Giuliano. Al abrir y antes de entrar me di la vuelta para observar a mis hermanos, los cuales permanecían ahora en silencio con los ojos expectantes. Allí estaban aterrados y confusos, quizás tanto o más que yo. El sacerdote Fabrizio no se encontraba en la parroquia.

Abrí la puerta. La alcoba estaba oscura. Solo dos velas iluminaban la estancia, una en el escritorio principal y otra junto a la mesilla. Como era de prever, don Giuliano reposaba en su catre, arropado hasta el cuello. Su respiración era muy suave, imperceptible, apenas sus mantas se movían. Su pierna derecha estaba algo más elevada, miembro que había sufrido más en la estrepitosa caída en las escaleras horas antes. La corteza de sauce que había preparado don Umberto descansaba en la mesilla junto al catre, lugar donde don Giuliano depositaba sus pequeñas gafas y su inseparable libro de cabecera.

El párroco debió notar mi presencia porque entreabrió los ojos y dirigió su arrugada mirada hacia mí, que, absorto y pálido, le observaba de pie sin hacer ningún movimiento.

—Hijo mío… —La voz de don Giuliano era lánguida, como anémica era la luz de la alcoba y también la de sus ojos.

—Sí, padre… Aquí estoy, junto a vos —me arrimé despacio al catre. Don Giuliano seguía respirando con extenuación. Su estado era grave. Sus ojos se entreabrían y cerraban despacio.

—Siéntate… —Tras la frase don Giuliano señaló con su dedo índice el lugar donde su vieja silla se encontraba. Aquella que había sido testigo de sus cartas, sus lecturas, sus estudios.

Arrastré el asiento hasta situarlo cerca de donde reposaba el párroco. En mi mente aún existía la huella de aquellas cartas que encontré en la mesa, aquellas cartas sin respuesta.

—Padre…

—Sí, Paolo, lo sé…

El párroco no me dejó acabar la frase, sin embargo, instintivamente ya sabía por dónde discurriría la conversación.

—Hay cosas que no he contado a nadie, cosas de mi pasado que, a pesar de todo este transcurso de tiempo, aún siguen muy vivas dentro de mí…

—Le escucho, don Giuliano —dije respetuosamente al anciano.

—Al cumplir diecisiete años ingresé en una milicia militar, allá por 1812. Nuestra península la manejaban señores poderosos sin proyecto político más que para controlar nuestras tierras, nuestros cultivos, y nuestra cultura… ¡Esos malditos austriacos!…

Don Giuliano empezó a toser, pero prosiguió.

—Muchos, que nacimos más al sur, nos alistamos para defender nuestras costumbres, nuestra lengua y unir a los italianos bajo una misma bandera. Mi padre murió a manos de los austriacos. Quería vengar su muerte; pero eran fuertes y muchos afirmaban que Italia solo era una Ödland ausdruck1 sin una bandera común.

—Tranquilo, padre…

El viejo párroco hizo una marcada pausa para recuperar el aliento, respiraba de forma incómoda.

—Marché al norte con una milicia de voluntarios, pero fuimos aplastados. Algunos murieron a mi lado, otros huyeron… Yo me salvé milagrosamente de aquel horror. Fue el primer momento en que Dios me mostró su misericordia. Una familia de Piamonte me encontró tirado y herido en una zanja en los campos de Módena. Vivían en una gran casa cerca de la ciudad, que en aquel tiempo estaba ocupada por un rey austriaco. Eran pequeños feudales con varias granjas. Me curaron mis heridas y me alimentaron. Viví con ellos un tiempo. Amaban Italia tanto como yo y… odiaban a los austriacos y a todos los extranjeros que inundaban la península.

Don Giuliano hizo una pausa prolongada para recuperar el aliento. Le acerqué un poco de agua para que bebiese. La historia de don Giuliano me dejó atónito y asombrado.

—A medida que me fui recuperando de mis heridas conocí a una de las hijas de la familia. Ella era la que me cambiaba los vendajes y dejaba un plato de comida junto a mi catre. —Don Giuliano suspiró y de nuevo marcó una pausa—. Cada día, mientras sus padres marchaban a sus quehaceres, siempre que podía, permanecía a mi lado hablando de muchas cosas. Era de cabellos rubios como su madre y de ojos castaños y rasgados como los de su padre. Era tan hermosa. Nos enamoramos perdidamente… ¡Oh, Dios mío! ¡Perdona, Señor, a este vuestro viejo siervo!

 

El párroco se santiguaba con su mano derecha, empezando a llorar angustiosamente, removiéndose en el catre por aquellos suspiros de un viejo amor, amor que, al parecer, le inundó de profundos sentimientos. Don Giuliano se tocaba el rostro limpiando su boca reseca con el paño húmedo, como tratando de limpiar los deseos pecaminosos que chocaban con su fe y su entrega a Dios. Al cabo de un rato y tras secarle las lágrimas continuó su relato.

—Sé que habéis leído las cartas, Paolo, lo he visto en vuestra cara, al entrar… —El anciano dirigió su mirada moribunda hacia mí

—Padre, no era mi intención… Os pido disculpas… Padre, yo…

—No importa… Ya no importa… —El anciano no me dejó continuar—. Dejadme acabar —dijo agarrándome la mano—. Al cabo de unas semanas, cuando me recuperé por completo de mis heridas, tuve que marcharme, pues recibí un comunicado de que mi hermana, que residía por aquel entonces en Francia, sufría una extraña fiebre. Me despedí de ella. No pudo acompañarme pese a mis insistencias; debía quedarse ayudando a la familia.

El anciano volvió a detenerse, como, de alguna manera, haciendo un viaje en el tiempo, un viaje de sentimientos que nunca imaginé que escucharía en los años que permanecí junto a don Giuliano. De no existir aquellas cartas hubiera achacado aquellas frases a puros delirios de un anciano postrado en un catre.

Al cabo de un rato, y tras beber un trago de agua, el párroco prosiguió.

—La escribía tan a menudo como podía, Paolo, estuve dos meses… Solo dos meses, Paolo, junto a mi hermana, y ella… Cuando volví a ella…

—¿Qué pasó, don Giuliano? —cuestioné con suma ansiedad.

—Ya no me importaba la milicia, no me importaba mi país, ni las guerras, ni aquellos austriacos… Mis pensamientos y mis anhelos solo se dirigían a ella… Pero me la arrebató, ¡me arrebató todo! ¡Te maldigo, maldita rata del infierno! ¡Todo fue por tu culpa! —Don Giuliano se encaramó a uno de los barrotes de su catre con violencia mientras lanzaba aquellos insultos con una ira que jamás había visto en él.

—¡Padre! ¡Por favor, deteneos!

Don Giuliano, tras volverse a tumbar en su catre, su mirada se humedeció, volvió a palidecer y a sumirse en el silencio mientras, poco a poco, sus retinas se volvían opacas.

—Padre…, ¿qué sucedió? ¡Contestadme! ¿Quién os ha hecho esto? ¡Don Giuliano!

Pero, por desgracia, no hubo respuesta. El párroco inspiró profundamente por última vez para absorber el último soplo de aire, mientras yo le observaba absorto. Fue la primera vez que vi tan de cerca cómo el Señor arrebataba del mundo de los vivos a un buen hombre. Me incorporé con ojos empapados de lágrimas para cerrar los párpados de mi mentor… y recé en soledad junto a él.

VI

Las flores de la primavera napolitana, lirios, rosas y crisantemos cayeron en la tumba de don Giuliano tan lentamente como lo hacían las lágrimas de los allí asistentes. Era temprano, y el cementerio de Nápoles, aún frío, se despertaba aquella mañana triste acogiendo a vivos despidiéndose de sus muertos.

El féretro era de madera oscura, barnizada y brillante, cubierta con un paño de lino blanco perfumado con sándalo, el perfume favorito del anciano, el aroma de su iglesia.

El funeral fue sencillo y silencioso, pero también triste y sombrío. El responso se celebraría allí entre los pocos familiares que don Giuliano aún tenía y sus colaboradores eclesiásticos de la casa parroquial de Santa Clara.

Don Fabrizio dio una solemne homilía.

—Estamos aquí reunidos por un hecho bien doloroso y triste: la muerte de nuestro párroco don Giuliano. El que fue nuestro mentor todos estos años y rector de esta nuestra iglesia de Santa Clara, que nos vio crecer.

Poco a poco, mientras don Fabrizio recitaba, la tierra iba cubriendo con su húmedo olor las flores que parecían dar vida a un cuerpo ya sin ella. Ir de la tierra al cielo, ese era el ciclo que Dios nos mandó cumplir.

—Dios quiere salvar. Pidamos que acoja a este nuestro viejo padre. Oremos.

Todos, al unísono, rezamos, aunque, en aquellos momentos, las oraciones no aliviaban aquel sentimiento penumbroso de pérdida de aquel que fue mi maestro y guía y al que debía tantas cosas.

—La muerte, hermanos, es una ruptura hacia fuera de nosotros mismos, porque toda vida es un tejido de relaciones humanas, de vínculos de sangre y de amistad, de raíces que se aferran a cada persona y a cada cosa que amamos y que forman parte de nuestra vida… Pero la muerte es también una ruptura hacia dentro de nosotros mismos, porque también existe todo un mundo interior, tanto o más rico que el exterior, lleno de proyectos, de sentimientos, de esperanzas, de intimidad, de crecimiento interior.

Don Giuliano, un hombre profundamente cristiano y entregado en vida y alma a Dios, se dirigía como una flecha a él. Pero muchos años antes de todo ello ofreció esa misma profundidad de sentimientos a aquella mujer de la que me habló, y de la que ni siquiera sabía su nombre.

—… y esos proyectos han quedado ahora truncados, sí…, pero la voluntad de Dios, no en vano, dejará en manos de otro hombre sabio y honesto el devenir de nuestra parroquia…

Pero nadie de la parroquia y alrededores pudo averiguar qué sucedió ese día, y por qué don Giuliano parecía tan apresurado en sus movimientos y reacciones. ¿Tendría que ver con aquellas cartas que recibió y que destruyó al instante?

—… y es que, si estamos aquí, es precisamente para escuchar y celebrar esta palabra de Dios. Esta palabra que don Giuliano escuchaba y meditaba día tras día y que le daba fuerzas para vivir como cristiano convencido y comprometido.

Mientras todos permanecían con la mirada y el ceño clavados en el suelo escuchando las palabras de don Fabrizio, yo seguía inmerso en mis pensamientos, ideas que en aquellos momentos eran salpicadas con el amargo sabor de la duda, de la rabia y de la impotencia.

—… y la palabra de Dios en esta ocasión tiene un tono bien diferente que las palabras humanas. No muestra tristeza ni pena. Al contrario, expresa el deseo de los cristianos conscientes, que saben, y están convencidos, de que aquí, en este mundo, estamos de paso…

Las palabras de don Fabrizio seguían resonando como un mantra en mi cabeza. Los clérigos formamos un círculo alrededor de la tumba, observábamos el ir y venir de las palas de los sepultureros, el caer seguro y firme de la oscura tierra cubriendo el féretro, hundiendo más y más el cuerpo inerte del viejo da Bianchi para siempre.

Abstrayéndome de aquella ceremonia, y mientras todos permanecían cabizbajos, levanté la mirada por unos segundos guiado más bien por una reacción instintiva que por un estímulo definido. Capté a lo lejos, cerca de uno de los cipreses del cementerio, la silueta de un hombre observándonos. Permanecí unos instantes dirigiendo de forma sutil mi mirada hacia allí, pero la distancia no me permitió identificar de quién se trataba. Al cabo de unos minutos, la figura desapareció tras la arboleda.

—Descanse en paz. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La lápida de mármol blanco fue deslizada lentamente sobre la tumba de don Giuliano mientras don Fabrizio terminaba las oraciones. Inevitablemente el denso y áspero silencio cayó como el peso de aquella estructura marmórea sobre nosotros, ahogando las palabras de tristeza que se marchitaban en nuestras gargantas antes de brotar.

Los allegados de don Giuliano ofrecieron sus flores, otros se arrodillaron ante la losa despidiéndose por última vez del párroco. Todos, al fin, nos abrazamos con emoción mientras el olor de las flores, que por doquier había, volaba como una danza que nos acompañaba en nuestro dolor. En aquellos momentos observaba en los ojos de mis compañeros el vacío ensordecedor de haber perdido a un padre. Lentamente, aquel rincón del cementerio napolitano quedó en soledad.

A lo lejos, donde el cementerio encontraba sus afanosos límites en la parte alta, pude ver a mis compañeros subiendo a los carruajes que el obispo de Nápoles puso a nuestra disposición. La propuesta del obispo era la de hacer una misa conmemorativa en la capilla del seminario de Nápoles, lugar donde don Giuliano estudió e ingresó en la vida clerical. Fue el enclave donde tuvo lugar su concepción espiritual, su origen místico. Era una esfera de recogimiento, de renuncia y de entrega. El lugar que una vez albergó y educó a un buen hombre, y al que ahora regresaba en espíritu.

Durante el tiempo que duró el trayecto nadie apenas pronunció palabra alguna. El silencio era áspero, respetuoso, solo acaparado por el ruido trémolo y estrepitoso de las ruedas del carruaje y de las voces del cochero.

Don Fabrizio se encontraba en mi coche, junto con los hermanos Francesco y Marco. Le notaba tenso, sus movimientos eran nerviosos y rápidos, se encontraba como a punto de explotar, con respiraciones cortas, buscando miradas, gestos, alguna expresión para entrar a conversar, con actitud de esperar algo de los demás con ansiedad. Conocía aquellos ademanes y gestos. Al final, al ver que nadie hablaba, no pudo evitar irrumpir.

—El obispo va a ser el encargado de regentar la parroquia. Hasta el nombramiento del nuevo párroco tenemos que tener paciencia. Han proclamado una semana de luto.

Nadie contestó al sacerdote. Yo seguía mirando por la ventanilla, ensimismado y bloqueado aún por el dolor.

—También el obispo nos ha dado esa semana libre… Ejem.

Fabrizio carraspeó, increíblemente molesto por la falta de audiencia. En aquellos momentos ni yo ni el resto de los compañeros prestó mucha atención a sus palabras, aunque las cosas que anunciaba iban, en los días próximos, a ser más importantes de lo que nunca hubiera imaginado.

Al cabo de un rato atravesamos un paso elevado cubierto bajo una suerte de pórticos de piedra y a ambos lados jardines y frutales denotaban ya la entrada al recinto del seminario. El camino, que se convirtió en acequia empedrada, hacía rebotar las ruedas de los carruajes. No tardaron los caballos en detenerse. Habíamos llegado.

El seminario se encontraba al este de Nápoles, edificado en las estribaciones del Vesubio, la montaña más hermosa de Italia y que, como decía el maestro Doménico, «era un regalo de Dios a esta ciudad, como un gran altar para subir directamente al Señor sin necesidad de la muerte». Me parecía algo grandioso aquella montaña, aunque aceptara los augurios y palabras del que fue mi maestro allá en el seminario porque sabía, por los libros de naturaleza que en ocasiones ojeaba, que aquella «montaña sagrada» era en realidad un enorme volcán de aquellos que escupían lava y llenan de fuego por doquier. Don Giuliano amaba Nápoles y su gran montaña, el Vesubio, por ello su cuerpo fue enterrado en la ciudad. Recuerdo bien como se emocionaba al describir aquella historia de cómo los aventureros y guerreros romanos zarpaban de la bahía en barcos y que, a medida que se iban alejando más y más, lo último que veían de su amada ciudad era el Vesubio, la montaña que llamaban Heracles en honor al héroe de la mitología clásica.

Desde la privilegiada posición del seminario pude ver las laderas repletas de árboles, numerosas fincas con viñedos en flor, a lo lejos la desolada y misteriosa ciudad de Pompeya y, junto a ella, todos aquellos recuerdos de los paseos a las termas de la ciudad. Todo estaba igual desde la última vez.

El obispo don Nicolai dio misa en la capilla del seminario. Hacía varios años que no regresábamos a aquel lugar donde, al igual que don Giuliano, pasamos nuestros años de estudios teológicos antes de pasar a la iglesia de Santa Clara para acabar nuestras tesis y alcanzar la ordenatio. Los regentes del seminario mostraron sus condolencias con nosotros ofreciéndonos vino y un lazo negro en señal de luto. Echaba de menos a don Giuliano, pero no encontraba mejor lugar para despedirnos finalmente de él.

Teníamos permiso para permanecer la semana de luto en las dependencias del seminario, especialmente hasta que nos hicieran saber cuál sería nuestro futuro más inmediato, algo que desconcertaba nuestra mente y afligía nuestro corazón.

Las habitaciones, tal y como recordaba en mis años de bachiller, no eran espaciosas ni muy limpias, de hecho, muchas de ellas seguían oliendo a carcoma y a humedad. El seminario se construyó sobre una antigua cripta medieval, en aquel tiempo sepultada e inaccesible, que se unía bajo tierra con lo que se conocía como la Nápoles subterránea, una suerte de catacumbas y pasadizos de gran utilidad en épocas remotas para, entre otras cosas, guarecerse de los ataques de ira y fuego del Vesubio. Aquellas galerías fueron excavadas en la época del imperio romano, discurriendo bajo tierra hasta la Piazza di San Gennaro, santo lugar con el mismo nombre que, ante una Italia pagana, encontró junto a sus fieles protección no solo frente a los rugidos del monte Vesubio, sino también contra brujas y hechiceros. Seres que, dicen las creencias populares, persiguieron sin piedad a nuestros ancestros propiciándoles toda clase de infortunios. Además, esas mismas leyendas impregnaron aquel lugar de cientos de rumores en el presente, de horribles torturas y desapariciones, de seres mitad hombre mitad demonios y demás supersticiones que inundaban las mentes y las almas de los napolitanos.

 

Lo cierto es que, sean esas historias verdad o mentira, parecía el lugar idóneo para servir de escondrijo a aquellos que no deseaban ser vistos. La ciudad de Nápoles tenía el mayor número de iglesias del mundo cristiano: cientos de capillas, iglesias, basílicas y monasterios; como si aquella ciudad enterrada en las entrañas de la tierra fuera el infierno, y la ciudad que albergaba en su superficie fuera el cielo. Una verdadera representación de la infinita dualidad del bien y del mal.

Al día siguiente, el primer día de luto, me levanté antes del alba para rezar vísperas como era costumbre. Fui de los primeros en llegar a la capilla tras acicalarme. Vi a mis hermanos entrar, los veía ojerosos y tristes, como si levantarse temprano aquella madrugada fresca de mayo hubiera sido un calvario.

Tras la oración, fuimos a tomar nuestra ración de leche y pan, no hubo más que un vaso y un panecillo, pues era costumbre en la semana de luto permanecer prácticamente en ayunas. Tenía que pasar la penitencia por respeto a don Giuliano, aunque mi estómago rugiera como una manada de leones hambrientos.

A medida que pasaba el día, el seminario fue quedando vacío, salvo por los hermanos que residían en el monasterio. Unos fueron a visitar a sus familias, otros aprovecharon para viajar y vender algunas artesanías que se acumulaban en la parroquia. Yo aún no había decidido qué hacer. No me sentía con ánimos suficientes para distraerme con aspectos lúdicos, pero tampoco con el cobijo del estudio o el que pudiera ofrecer un buen libro. Todo estaba muy reciente. Pensé en Marco, el de las viñas. Quizás aún no había recibido noticias de lo ocurrido porque me extrañó que ante los últimos acontecimientos no hubiera regresado a Nápoles, al menos para honrar por última vez al párroco. Cavilé, mientras paseaba por el claustro, la posibilidad de hacer una visita a la Toscana para visitar a mi viejo amigo.

Miré hacia el jardín del claustro, que estaba salpicado de centenarios cipreses y arbustos y en cuyo centro asomaba una escueta fuente con agua. Abajo en el suelo reparé en una pequeña trampilla de madera y hierro, sucia y olvidada, quizás testigo de otros tiempos remotos. Entorné mi mirada y, con una sensación que no podía definir, sentí un escalofrío.

VII

La finca de Marco era más grande de lo que me había imaginado. No estaba lejos de la localidad de Pienza, en la región de la Toscana, a unos dos mil pies. El valle, llamado del Orcia por el río del mismo nombre que lo atravesaba, se dibujaba en mi memoria como un mar limpio de estampa verde y ocre, salpicado de árboles adornando las suaves lomas. Había interminables campos de trigo y girasoles, viñedos cultivados por doquier, tranquilos campos ocasionalmente rotos por barrancos y pintorescas ciudades y pueblos como Pienza, la localidad que vio nacer a Marco.

Pienza era un precioso ejemplo de ciudad medieval reconstruida al estilo renacentista, un estilo que siempre admiré por su sencillez y belleza clásica. Para Marco, alentado siempre con un aire nostálgico que en ocasiones despertaba en la parroquia de don Giuliano, Pienza era la localidad más apreciada de la Toscana y que reflejaba muy bien la idiosincrasia de aquel lugar de Italia.

No tardé en bajar del carruaje, que me llevó a la dirección que Marco me indicó antes de su partida por si un día me decidía, como aquel, a hacerle una visita. Tras armarme con mi maleta y un puñado de liras que había ahorrado en mis años de bachiller gracias a la venta en los mercados de Nápoles de artesanía que elaborábamos, pagué al cochero. Mientras avanzaba por el camino hasta la casa, no pude evitar contagiarme de aquel silencio y, respirando profundamente, una paz me inundó de la cabeza a los pies. ¡Qué diferente era aquello de la ruidosa Nápoles!

El campo de viñedos que rodeaba la casa parecía estaba en buenas condiciones y olía a uva madura. Pude ver a Marco en el viñedo oeste. Dio una voz al percatarse de que alguien había llegado y con movimientos marcados de su brazo derecho parecía haberme reconocido. Su voz y aspaviento hicieron revolotear a una bandada de pájaros que nutría sus buches en el rico suelo. Una sonrisa se dibujó en mis labios y, con la misma voz y el gesto del brazo de mi antiguo hermano, saludé a Marco mientras se acercaba con euforia hasta donde me encontraba.

Su casa era de piedra con una hermosa tonalidad ocre, de forma rectangular y dotada de una generosa bodega bajo tierra a la que se podía acceder desde un lateral. El viñedo iba desde la loma de una colina hasta el lateral oeste y sur de la casa.

Justo antes de la entrada, descansaban dos grandes cipreses, como dos grandes guardianes, y una generosa hiedra abrazaba la mitad de la fachada principal y, pese a su frondosidad, dejaba entrever tres balcones adornados con geranios blancos y rojos.

Marco, con la ropa sucia por sus labores en el viñedo, se abalanzó y me dio un gran abrazo.

—Paolo, ¡qué sorpresa!, no me creo que estéis aquí. Gracias por venir, os echaba de menos.

—Yo también, amigo mío. Os veo muy bien —dije palpando los hombros del antiguo bachiller.

—Vamos, os enseñaré todo esto —añadió Marco mientras cogía mis pertenencias y las introducía dentro de la casa.

Era curioso entender de primera mano todas las fases de la fabricación del vino. Al entrar en la bodega, un olor dulzón y húmedo, como a papel viejo, me dio la bienvenida. Al encender las antorchas, pude apreciar que el suelo era de arena compactada. Las paredes estaban recubiertas de piedra para evitar desplomes y el techo, con forma abovedada, se sujetaba en varios puntos con anchos troncos de árbol. Más adentro, mientras avanzábamos, pude ver descansando varias hileras de barricas y barriles apilados en forma piramidal, así como diversas tinajas de barro.

Marco me explicó que aquellos vinos llevaban varios años reposando, absorbiendo el tostado y las esencias de las maderas de roble francés. Pude distinguir divisiones de colores en las barricas, un curioso criterio de ordenación de los tipos de caldos: crianzas, reservas y varios subtipos. Marco decía que olor y el sabor de algunos vinos eran únicos e irrepetibles, pues su carácter dependía del carácter de las barricas. Las maderas, aunque homogéneas en su fabricación, resultaban ser muy diferentes unas de otras y, según mi antiguo hermano, las habías buenas y malas. Apenas se sabían las razones de aquellas diferencias, aunque algunos lugareños apuntaban a los duendes y hadas que habitan en los viñedos y bodegas como los que, en función de su humor, otorgaban virtud o desgracia a las cosechas.

Marco, con un entusiasmo contagioso, me mostró la piscina de prensado de la uva y diversos alambiques donde se fermentaba y maceraba el vino. Allí en olor era aún más marcado que en la bodega, aunque no costaba acostumbrarse a él.

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