El hipogeo escarlata

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Me armo de valor y decido ir hasta el lugar del tiroteo. Mientras empuño una barra de hierro, empujo la puerta con la punta del pie. Gracias a la luz de la chimenea, se intuye un cuerpo tumbado en el suelo del salón. Cojo aire y, tras pensármelo un par de segundos, enciendo la luz. Tirado en el suelo, sobre un gran charco de sangre, yace el brigada Rafael con dos disparos en el pecho y otro más en toda la cara. Hay restos de su cabeza por todo el techo de la sala. No puedo soportar la dantesca escena y, después de apagar la luz, echo a correr todo lo rápido que puedo.

Decido volver al hospital para llamar al cuartel y contarles lo que acaba de suceder. El camino de vuelta, por mucho que corro, se me hace eterno. Al llegar, llamo al cuartel, pero la línea está comunicando. Tras seguir intentándolo varias veces, decido volver a probar más tarde.

A los pocos minutos de llegar al hospital, dos agentes de la Guardia Civil vienen a buscarme a la habitación de Antonio y, sin dejarme mediar palabra, uno de ellos me coloca unas esposas mientras me dice que estoy detenido por ser sospechoso de asesinato. No me dejan ni siquiera explicar lo que acabo de presenciar desde mi ventana hace menos de media hora.

Me meten en un furgón y me llevan al cuartel. Esta vez no me tratan con la misma amabilidad con la que me solía tratar el brigada Rafael. Sin quitarme los grilletes, me analizan las manos para ver si tengo restos de pólvora. Como era de esperar, tras el resultado negativo, me toman las huellas dactilares y me meten en una sala donde empiezan a interrogarme.

—Nos consta que usted ha salido del hospital sobre las diez de la noche, ¿nos puede decir adónde se ha dirigido y qué ha estado haciendo? La recepcionista del hospital tenía orden de avisar al brigada Rafael si usted volvía a salir del hospital más tiempo del habitual. La enfermera de guardia, cuando ha visto que usted no estaba en la habitación con su amigo, se lo ha comunicado a su compañera de recepción.

—Yo no he sido. Les juro que ni siquiera sé disparar un arma.

—Nuestro compañero ha sido encontrado muerto en la casa de su amigo. Le han pegado dos tiros en el pecho y uno en la cara. Ha fallecido en el acto, y lo último que sabemos es que iba en su busca. Un vecino de la zona nos ha avisado poco después de escuchar los disparos. ¡Vamos, conteste dónde ha estado desde las diez hasta que ha vuelto al hospital! —me grita uno de los agentes, dando un puñetazo sobre la mesa.

Ahora entiendo por qué el brigada fue a casa de Antonio. Iba a buscarme y se ha llevado tres disparos por mi culpa. Esta vez sí que me he metido en un buen lío. No sé cómo narices saldré de esta. Me limitaré a contar lo que he visto y espero que los agentes que me están interrogando estén al tanto de todo lo relacionado con el caso del alférez Moreno.

Les cuento con pelos y señales todo lo que había planeado y lo que ha sucedido esta noche desde que salí del hospital, desde mi paso por el café La Estrella hasta el tiroteo y mi vuelta al hospital. Me dicen que tienen que hacer varias comprobaciones sobre mi versión, pero creo que al menos me he librado de ser juzgado por asesinato, aunque, por no acatar las órdenes que me dieron, ha muerto un agente de la autoridad y me temo que eso puede ser motivo suficiente como para que me encierren en el cuartelillo hasta que se demuestre mi versión de los hechos.

Estoy entre rejas y no dejo de pensar en esa sucia rata y en cómo ha matado al brigada Rafael sin temblarle el pulso lo más mínimo. Lo peor de todo es que estoy seguro de que esos disparos llevaban el nombre de mi amigo o, lo que es peor, el mío. Ahora me doy cuenta de que en todo momento ha estado jugando conmigo, haciéndome creer que yo era quien tendía la trampa, pero siempre ha estado un paso por delante. El muy rastrero ha dejado que me confíe y que pensara que yo tenía todo bajo control. En estos momentos podría ser yo el que estuviera muerto. He sido un idiota insensato; a pesar de todo lo que me han advertido sobre él, tanto Antonio como el brigada Rafael, no he hecho caso a ninguno de los dos y he ignorado sus consejos. Ahora uno está muerto y el otro no lo está por los pelos. Admito que estaba asustado, pero siempre he pensado que exageraban y que no sería para tanto y que ahora, con los tiempos que corren, el alférez Moreno no sería capaz de llegar tan lejos, pero he podido ver de cerca hasta dónde llega su maldad. No me puedo quitar de la cabeza que han asesinado a un chico prácticamente de mi misma edad por mi culpa.

Pasadas unas horas, los agentes vuelven de mi casa y de casa de Antonio, me vuelven a llevar a la sala donde me han interrogado y me confirman que mi coartada es válida. Han encontrado la ropa de mi amigo y además el camarero del café La Estrella les ha dicho que me recuerda perfectamente, sobre todo porque le llamó mucho la atención que entré al lavabo con una vestimenta y salí con otra totalmente distinta.

Aunque estoy libre y me puedo marchar con mi amigo al hospital, el sentimiento de culpabilidad que llevo en mi interior es tan grande que no quiero salir de esta celda. Cuando los guardias me quitan las esposas, me acuerdo del brigada Rafael, me derrumbo y rompo a llorar, víctima de la rabia y la impotencia, pero sobre todo por su injusta muerte. Él solo intentaba protegerme.

Los agentes me acompañan hasta la puerta del hospital; ya son más de las ocho de la mañana. Al entrar, una enfermera me comunica que el médico quiere hablar conmigo. Espero que sean buenas noticias; por hoy ya he tenido suficientes disgustos. Me dirijo a la habitación de mi amigo. Al doctor de siempre le acompaña otro señor, también con bata blanca. Se presenta como el neurólogo y ambos me saludan sonrientes; eso me tranquiliza y me hace pensar que tienen algo bueno que contarme. Están situados justo en medio del pasillo que hay entre la cama y la puerta y me impiden poder ver a Antonio. Al darse cuenta de que no veo a mi amigo, se retiran, permitiéndome que yo mismo pueda comprobar que Antonio ha despertado.

—¡Buenos días, amigo!, ¡vaya siestecita te has pegado! —le digo lleno de alegría.

—Por ahora no es aconsejable forzarlo a hablar. Poco a poco irá recuperando todas sus funciones y podrá hacer todo lo que antes hacía con total normalidad. Que se haya despertado es muy buena señal —me dice el neurólogo mientras pone su mano en mi hombro.

Estoy destrozado tanto física como emocionalmente. Llevar más de veinticuatro horas sin dormir no es nada comparado con el trauma que me ha supuesto presenciar cómo el alférez ha asesinado a sangre fría al brigada Rafael, prácticamente delante de mis narices. A pesar de seguir con el estómago encogido, intentaré comer algo en la cafetería del hospital.

Al entrar en el establecimiento, no le he prestado mucha atención, pero a los pocos minutos de estar sentado, percibo que alguien me mira desde el fondo de la sala de forma muy descarada, sin disimular lo más mínimo. A pesar de no llevar uniforme, la prepotencia con la que actúa y la soberbia con la que habla al camarero hacen que detecte a la legua que se trata de un agente de la autoridad. Tal vez me equivoque, pero incluso me atrevería a decir que ocupa un alto cargo. Le devuelvo la mirada, se acerca y, sin pedir permiso, se sienta frente a mí. Pone sobre la mesa lo que parece un whisky y se presenta como el inspector Vargas, del Cuerpo General de la Policía. El humo de su puro hace que prácticamente sea imposible permanecer a una distancia tan corta, el olor es insoportable. Aunque viendo la camisa blanca que lleva, con rodales amarillos de sudor en la zona de las axilas, pienso que tal vez el olor a tabaco es preferible al que él desprende. Sus dientes amarillos, sobre todo los de abajo, completamente cubiertos de sarro, me están levantando el estómago hasta tal punto que no me terminaré el desayuno que acabo de pedir. En su brazo derecho lleva una chaqueta que deja encima de la silla, en la cual se puede ver una capa de caspa que cubre toda la zona de los hombros.

—Le voy a ser claro y conciso, Vicente. Desde esta misma mañana la Guardia Civil nos ha pasado el caso. He venido para comunicarle que nuestro objetivo principal es atrapar al alférez Moreno, pero le confieso que tanto la seguridad de su amigo como la suya me importan una mierda. Lo único que quiero es atrapar a esa basura y me da igual que sea vivo o muerto, pero le juro que no me iré de esta maldita isla sin conseguirlo.

Acto seguido, nada más acabar la frase, sin ni siquiera dejarme hablar, se levanta, apaga su asqueroso puro repleto de babas en mi plato y se marcha. Su actitud arrogante no me ha gustado lo más mínimo. Espero equivocarme, pero a primera vista me ha parecido la versión actualizada del mismísimo alférez Moreno.

Capítulo 8

A las pocas semanas de despertar, Antonio se recuperó por completo, y a día de hoy ya goza de todas sus facultades al cien por cien. Cuando recobró la memoria, una de las primeras conversaciones que tuvo fue con el inspector Vargas para contarle todo lo que sucedió la madrugada del accidente. Esa noche, el alférez Moreno entró en casa de mi amigo por la puerta del almacén. Al parecer, el día que se coló por la ventana encontró un manojo de llaves en el mueble del taller de alfarería y se lo guardó en el bolsillo junto con todos los documentos que se llevó. Una vez en el interior de la casa, fue sigilosamente hasta la habitación de mi amigo y lo despertó apuntándole en la sien con un revólver. El alférez lo llevó a punta de pistola hasta la necrópolis y, una vez allí, tras amenazarlo y golpearlo, consiguió que lo llevase frente a la gran puerta de mármol. Cuando se percató de que mi amigo era incapaz de abrirla, le dio una paliza y luego, medio a rastras, le hizo volver a salir del socavón hasta colocarlo justo en el borde del mismo. Una vez en el filo, con la culata del revólver, lo golpeó en la nuca, haciendo que cayera hasta el fondo del agujero. Antonio dice que jamás olvidará cómo, antes de darle el último golpe, se le acercó al oído y le susurró:

 

—Qué lástima que no seas tu amigo Manuel para poder pasar un buen rato antes de matarte.

En la actualidad, Antonio sigue trabajando en su taller de alfarería y, además, ambos continuamos como voluntarios en la necrópolis. El socavón está tal y como lo dejamos para que, cuando se encuentre lo suficientemente capacitado, podamos continuar. Hace un par de días que lo veo con esa vieja carpeta para arriba y para abajo, y eso es señal de que pronto querrá volver a intentarlo. Del alférez Moreno no hemos vuelto a saber nada desde el día que asesinó al brigada Rafael. Al parecer, ni siquiera el inspector Vargas es capaz de dar con él; es como si la tierra se lo hubiese tragado. Yo creo que, al enterarse de que había matado a un agente, huyó de la isla.

Aprovechando que hoy es el cumpleaños de María, quiero llevarla a un sitio que sé que le encantará. La señora Catalina me ha prestado las llaves de una pequeña casita que tiene en Es Broll para darle una sorpresa a mi amiga. Conozco muchos parajes únicos en la isla, pero para mí, sin duda alguna, este es uno de los más especiales. En plena naturaleza, el agua procedente de todas las montañas que lo rodean emana desde un manantial subterráneo y se abre camino hacia todos y cada uno de los pequeños huertos de todas las casitas que hay allí. Esta es la mejor época para ir de excursión, en otoño, después de las primeras lluvias. Esa gran cantidad de agua hace que el manantial y los pequeños acuíferos se desborden y que, de forma natural, se cree un riachuelo de agua fría y cristalina, creando un ambiente único. Los días posteriores a las lluvias suelo ir a disfrutar del sol. Sentado al borde del riachuelo, con los pies metidos en el agua, cierro los ojos y oigo el agua correr. Mientras, el tiempo pasa lentamente, sin prisas y sin agobios de ningún tipo. En este lugar fue donde mis padres y yo nos hicimos una de las pocas fotografías que conservo de ellos. En la instantánea aparecemos los tres al borde del riachuelo. La cara de felicidad de ambos hace que me sienta más triste aún si cabe por el hecho de que no supieran que pocos meses después morirían. Aunque por mi corta edad no recuerde nada de ese día, cada vez que voy a ese lugar hace que me sienta más cerca de ellos.

He pasado por la plaza para que la señora Catalina me diese las llaves y, de paso, he aprovechado para comprar algo de comida, ya que María y yo estaremos de excursión prácticamente todo el día. Lo mejor de todo es que Antonio me ha prestado el coche para que vayamos hasta allí. Estoy deseando ver la cara que pondrá María cuando me vea aparecer con el 4L.

Tras hacer la compra, voy hacia su casa para recogerla. Nada más llegar, aparco enfrente de su puerta. Al ver que aún no ha salido, toco el claxon varias veces para que se asome, pero es su madre quien sale a ver de quién se trata.

—Buenos días, Vicente. No sabía que tenías coche.

—Buenos días, señora Laura. No es mío, me lo ha prestado Antonio para la ocasión.

—Ya podéis ir con cuidado, y, por favor, volved antes de la hora de cenar. Mi marido no sabe nada de la excursión, y mucho menos que vais a ir en coche —me advierte la señora Laura.

En ese mismo instante, María sale por la puerta, y su sonrisa al ver que he venido a buscarla en coche no tiene precio. Con un vestido de flores y el pelo recogido está preciosa. No sé qué perfume lleva, pero al sentarse a mi lado me vuelvo loco. Nada más perder de vista la puerta de su casa, me besa emocionada.

—Muchas felicidades, María. Qué guapa estás —le digo sin atreverme a mirarla a los ojos.

—Muchas gracias, tú tampoco estás mal —me contesta sarcástica. Suelta una carcajada—. ¿A dónde me vas a llevar?

—Es una sorpresa, no seas impaciente. Disfruta de las vistas y déjate llevar.

—Veo que, además de comida, has traído una botella de vino. No pretenderás emborracharme, ¿verdad? —me pregunta mientras se ríe, haciendo que me ponga colorado de vergüenza.

Conforme nos vamos acercando a nuestro destino, María se va quedando más y más embelesada con todo el paisaje. Según me contó, antes de venir a la isla vivían en una ciudad y no está acostumbrada a ver tanta naturaleza. Espero que la sorpresa le guste, aunque creo que pueden pasar dos cosas: que se muera de miedo nada más ver la primera lagartija y que no salga de la casita en todo el día, o que le encante el lugar y disfrute, tal y como espero que haga.

Cuando llegamos a nuestro destino, aparco el coche en la puerta de la casita y saco del maletero todo lo que he preparado para la ocasión.

—¿Aquí vas a dejar el coche? Estamos justo delante de la puerta de una casa —me dice María, sin saber aún que ese es nuestro destino.

En cuanto me ve entrar en la casita y le digo que este va a ser nuestro nidito de amor por un día, se vuelve loca de alegría y empieza a darme besos y abrazos.

Hecha de piedra viva, se trata de una pequeña construcción con un solo espacio diáfano y una cocina de leña. Una gran mesa de madera de sabina, rodeada por más de diez sillas, preside el centro del salón. La señora Catalina la tiene preparada para pasar en familia los fines de semana. Según me ha contado esta mañana cuando me ha dado las llaves, la ha reformado hace poco, ya que antes de que sus padres se la dejasen en herencia la usaban para guardar herramientas de labranza.

Nada más ver el bucólico paraje, María no duda ni un segundo en cogerme de la mano para irnos a pasear por la orilla del riachuelo. No andamos ni media hora cuando llegamos a un pequeño embalse y ella tiene la maravillosa idea de que debemos bañarnos.

—María, el agua debe de estar congelada y además no he traído bañador.

—Yo tampoco he traído. ¡Anda, ven aquí, no me seas remilgado! —me dice mientras se quita toda la ropa y se tira al agua totalmente desnuda.

Es la primera vez que estoy frente a una chica desnuda desde tan cerca y parece que hay una parte de mi cuerpo a la que le gusta más que a las demás.

—¡Vamos, Vicente!, ¡no seas gallina!, ¡el agua está buenísima!

Me armo de valor y me quito casi toda la ropa. Rápidamente, me tiro al agua en calzoncillos intentando disimular el repentino aumento de tamaño de mi atributo masculino. Nada más saltar al agua, María se me sube encima y empieza a besarme y acariciar como nunca hasta ahora lo había hecho. No solo no le importa mi erección, sino que, además, una vez que la ha notado, no se despega de mí. De repente, se sumerge y me baja los calzoncillos hasta quitármelos para luego lanzarlos fuera del estanque junto al resto de la ropa.

En menos de un minuto, el aumento de temperatura corporal producido por la explosión hormonal hace que nos olvidemos por completo de lo fría que está el agua, pero todo se queda en eso, en un simple quiero y no puedo, ya que cuando más inmersos estamos el uno en el otro, un señor con sus ovejas pasa a escasos metros de la alberca, dándonos un susto de muerte que interrumpe nuestro calentón. El hombre se ríe mientras nos dice que nos vamos a resfriar. Por la cara que pone al vernos, creo que está pasando más vergüenza él que nosotros.

Tras el sobresalto, nos secamos como podemos y volvemos a la casita.

Una vez aquí, enciendo la chimenea y, sentados frente al fuego, volvemos a entrar en calor. Después del segundo vaso de vino, pierdo la vergüenza por completo y esta vez soy yo el que se abalanza sobre María. Tras quitarnos mutuamente lo poco que nos queda de ropa, nos fundimos el uno con el otro fascinados por la sensación única de la piel con piel. En menos de un minuto, estoy besando, acariciando y lamiendo partes de su cuerpo que jamás imaginé. Mi excitación es tal que incluso tengo que obligarme a parar para no terminar yo solo. En medio de todo este fervor, María me agarra por el cuello, me da la vuelta y, tras ponerme boca arriba, se me sienta encima. Estremeciéndonos de placer, cubiertos de sudor por completo y, frotándonos el uno con el otro, no podemos contenernos y acabamos, sin aliento, jadeando y empapados por completo, sin pensar en nada más que en el momento presente.

Después de quedar extenuados, nos quedamos dormidos junto al fuego prácticamente hasta la hora de marcharnos.

—¿No podemos quedarnos aquí una semana entera? —me pregunta María mientras la estoy despertando.

—Sabes que no, María. ¡Date prisa y vístete, que le prometí a tu madre que estarías de vuelta antes de la hora de cenar!

—¿Podremos volver otro día?

—Espero que sí, me lo he pasado muy bien contigo —le contesto mientras la beso.

De regreso a casa, María no deja de abrazarme todo el camino. Tras estar unos minutos frente a su puerta, nos despedimos intentando que sus padres no nos vean. Al arrancar para volver a casa, recuerdo que tengo que pasar a ver a Antonio para devolverle el coche.

Nada más llegar, empujo la puerta y confirmo que, finalmente, mi amigo ha aprendido la lección. Tiene la puerta cerrada con llave. Llamo varias veces y, al ver que no me abre, decido ir por detrás, por la puerta del taller de alfarería. Esta vez abre a la primera, ataviado con su delantal de trabajo y con las manos totalmente cubiertas de arcilla. Sigue trabajando a pesar de lo tarde que es.

—Buenas tardes, amigo, ¿cómo va el negocio de la cerámica? Cada vez tienes más encargos.

—Buenas tardes, donjuán. La verdad es que no me va mal, pero creo que no me va tan bien como a ti con el negocio de las excursiones —me contesta riéndose.

—Hace días que quiero decirte algo, Antonio, pero no sé si es el momento adecuado.

—Miedo me das. Conociéndote, me temo lo peor. A ver, cuenta —me dice con cara de espanto.

—No sé cómo te encuentras, pero creo que, ahora que estás recuperado del todo, deberíamos ir pensando en retomar algo que tú y yo tenemos pendiente. Ya sabes que no quiero presionarte, pero, en cuanto estés preparado, me gustaría que volviéramos a intentar abrir esa maldita puerta de una vez por todas —le digo con la intención de motivarlo.

—La verdad es que hace días que te veo muy encariñado con esa amiguita tuya y por eso no te he dicho nada, pero tengo que admitir que también tengo ganas de volver a ese agujero. Ahora que lo dices, aprovechando que mañana es domingo y que los arqueólogos no estarán, podemos darnos un paseo por allí —me contesta Antonio con una sonrisa de complicidad.

—Entonces no se hable más. A mí me parece perfecto. Bueno, Antonio, creo que ya está bien por hoy, ¿no? Ya va siendo hora de dejar de trabajar.

—Lo cierto es que estoy muy cansado.

—Pues venga, mientras te aseas un poco, voy a preparar algo de cena —le digo, autoinvitándome con la excusa de ayudar a hacer algo de comer.

Capítulo 9

Hemos quedado a primera hora; todavía no ha amanecido y ya estamos bajando al socavón que hace meses excavamos. Aún se pueden ver algunas gotas de sangre seca de cuando Antonio fue golpeado por el alférez Moreno.

—No hace falta que borres la sangre que queda, no me resulta incómodo —me dice al verme arrastrar los pies para eliminar los goterones.

Nos colocamos frente a la majestuosa roca de color rojizo y le alumbro con la linterna, mientras, con la precisión de un relojero suizo, él coloca una por una las llaves de piedra con un pulso digno de un cirujano. Tras encajar cada una de las piezas en su ranura correspondiente, todas ellas se quedan a ras del mármol, excepto una, a la que en las litografías se la denomina como «llave final», que sobresale considerablemente. La cara de Antonio refleja que está muy entusiasmado. El brillo en sus ojos delata la gran emoción que siente en este instante. Sé de buena tinta que ha pasado por muy malos momentos antes de poder llegar hasta aquí. Como alguien que degusta su plato preferido después de años sin probarlo, está saboreando todos y cada uno de los pasos que va dando, está disfrutando del proceso como solo alguien con su paciencia, fruto de años de experiencia, puede llegar a hacer. Siento una gran intriga, junto con algo de miedo al mismo tiempo. Mi respiración y mi pulso se aceleran por segundos cuando entiendo que pronto podremos ver qué hay al otro lado de esta misteriosa roca. No sabemos con qué nos vamos a encontrar, y eso me genera cierta incertidumbre. Cualquier ruido hace que me ponga en guardia y me replantee que sigamos adelante.

 

—Date prisa, Antonio, a ver si nos van a descubrir —le digo, presa del pánico.

—Tranquilo, no seas impaciente. Nadie va a venir a la necrópolis a estas horas, y menos a este hipogeo. Disfruta el momento, hace muchos años que espero esto. ¿Estás preparado, Vicente? Vamos a ser los primeros que entremos aquí en mucho tiempo —me dice mientras coge la llave final con su mano derecha.

—Adelante, Antonio, estoy listo —le contesto impaciente por saber qué pasará.

Tras girar esa última llave, se empieza a oír una serie de crujidos procedentes del interior de la puerta: los engranajes de algún tipo de mecanismo se han activado y, poco a poco, la gran plancha de mármol va girando sobre uno de sus lados, abriéndose por completo y dejándonos pasar hacia uno de los pasillos del laberinto que hace años descubrió mi amigo. Una gran nube de polvo hace que tengamos que esperar unos minutos antes de seguir adelante.

A medida que avanzamos por el túnel, notamos un fuerte olor a podrido, como si en su interior hubiera un animal muerto en descomposición. Caminamos con cuidado por un único pasadizo con bastante inclinación.

—Estamos yendo cuesta arriba —digo mientras dejo rodar una moneda para comprobarlo.

—Creo que este túnel nos llevará dentro de la muralla —afirma Antonio al observar su brújula.

Vamos analizando con detenimiento toda la estructura del túnel, pero no encontramos resto alguno que nos permita determinar en qué época fue excavado. Tras caminar durante más de media hora, llegamos a una pared donde encontramos un agujero. Desde fuera podemos ver cómo, al otro lado, hay una sala más amplia que el pasadizo y con el techo más alto. El suelo está empedrado y las paredes enlucidas; parece que se ha restaurado recientemente. Una vez dentro, podemos ver una mesa de metal con correas de cuero. Junto a uno de los laterales de la mesa hay un carrito auxiliar repleto de utensilios que no sabría decir si son para uso quirúrgico o más bien para practicar torturas de lo más enrevesadas. En una de las esquinas de la habitación hay un baúl de madera con la tapa abierta, repleto de trapos manchados de lo que parece ser sangre ya seca. El olor de la sala me está revolviendo el estómago por completo, tanto que incluso tengo que concentrarme para controlar las náuseas.

—Vicente, no sé dónde estamos, pero creo que esta sala se ha usado recientemente. Me temo que no hemos hecho ningún descubrimiento arqueológico. Alguien se nos adelantó hace años y ahora está usando lo que antes era una especie de mausoleo como quirófano improvisado —comenta Antonio con cara de terror—. Por la distancia recorrida y la dirección en la que hemos avanzado, creo que estamos bajo las catacumbas de la muralla.

Tanto mi viejo amigo como yo esperábamos encontrar restos con algún valor histórico, y esto, después de tantos años de espera, traduciendo inscripciones que prometían algo insólito, nos ha decepcionado por completo. Aun así, continuamos examinando todo lo que hay en la sala para ver si al menos hay algo de nuestro interés.

—¡Antonio, mira esto! ¡Parecen los restos de un parto! —grito al encontrar un cubo de metal donde hay una placenta y varios trozos de tela empapados en sangre.

—¡Vicente, suelta ese cubo ahora mismo, por favor! —me ordena mientras se acerca a mí tapándose la nariz y la boca.

Le obedezco y, con ayuda de mi navaja, vuelvo a introducir todos esos restos en el interior del cubo para dejarlo como estaba. A pesar de usar el jersey para taparme la nariz y la boca, me resulta imposible que no me vengan varias arcadas al descubrir algo tan nauseabundo.

En la pared del fondo, colocados en paralelo, hay dos armarios metálicos cerrados con candados. A su derecha, unas escaleras de madera incrustadas en la pared conducen hasta una trampilla con una puerta de chapa por la que se cuela un hilo de luz.

—Vicente, tenemos que marcharnos de aquí ahora mismo. No sabemos dónde estamos exactamente, ni quién ha estado usando todo esto. No tengo un buen presentimiento, así que nos iremos por donde hemos venido.

—¿Después de tantos años no vamos a seguir adelante? Por favor, ya que hemos llegado hasta aquí, al menos vamos a ver a dónde dan a parar estas escaleras.

—¡No me vengas con tonterías! Esto no es ni mucho menos lo que estábamos buscando. Coño, Vicente, estamos en un quirófano para hacer Dios sabe qué. No quiero meterme donde no me llaman, pero creo que estamos muy cerca del convento y esto no me da buena espina. Deja todo como estaba y salgamos de aquí echando leches.

—Está bien, pero, por favor, antes de irnos, déjame subir hasta la puerta de metal para mirar por la cerradura, a ver si puedo averiguar dónde nos encontramos —intento convencerle mientras empiezo a subir los primeros peldaños.

—Pero si ya estás subiendo, desgraciado. Por favor, Vicente, date prisa y no intentes abrir, solamente mira por el ojo de la cerradura y nos vamos.

Lentamente, para que los peldaños no crujan con mi peso, voy acercándome a la puerta de chapa. Conforme voy recortando la distancia, siento una corriente de aire frío procedente de la ranura que hay entre la puerta y la pared. Me llega un olor a incienso y flores que me resulta más que familiar. Me inclino para mirar a través del ojo de la cerradura, cuando de repente:

—¡Vicente, vámonos ya de aquí!, ¡rápido!, ¡baja inmediatamente de ahí! —Antonio da un grito que me hace parar de golpe al mismo tiempo que da un portazo en uno de los armarios que creía cerrados.

—Pero ¿qué pasa?, ¿qué había ahí dentro? —le pregunto mientras echamos a correr volviendo por donde hemos venido.

A la vuelta, vamos tan rápido que recorremos el pasadizo en la mitad de tiempo. Tan pronto como cerramos la puerta de mármol y recuperamos las llaves de piedra, salimos a toda prisa del socavón. Empapados en sudor y con la respiración aún acelerada, volvemos al lugar donde hace unas horas hemos aparcado el coche; mi amigo arranca y nos vamos a casa.

—¿Me vas a contar de una vez qué es lo que has visto dentro de esos armarios para que te hayas asustado de esa forma?

—No sé qué habría en el otro, pero en el que yo he podido abrir había dos estantes. El primero estaba repleto de botes de cristal con fetos de distintos tamaños en su interior y cada uno de esos botes tenía escrito el nombre de una mujer y una fecha.

—Pero ¿qué demonios es lo que hacen ahí abajo?

—En el segundo estante he encontrado un montón de carpetas: eran expedientes. En las dos que me ha dado tiempo a mirar he visto partidas de nacimiento. Tal vez me equivoque, pero creo que quienquiera que sea, además de estar practicando abortos, también está traficando con niños y falsificando documentos. Lo peor de todo es que en uno de los expedientes he encontrado una especie de recibo con un importe bastante alto, lo que quiere decir que seguramente están haciendo negocio con esas pobres criaturas.

—¿Y por qué te has puesto tan nervioso?

—Porque, muy a mi pesar, uno de los nombres que he leído me resulta más que familiar.

—Bueno, ¿me vas a decir el nombre o no? —le pregunto intrigado.

—Remedios García Pérez —me dice mientras se marcha hacia su casa cabizbajo.

Conozco a Remedios desde hace muchos años, es una señora que ejerce la prostitución. Me consta que vive en un estudio de mala muerte en la zona de la Marina y sé que, de vez en cuando, prestaba sus servicios a Antonio. Según me contó él, hubo una época en la que estuvieron enamorados y, tras quedarse embarazada, incluso se plantearon irse a vivir juntos y formar una familia, pero debido a su adicción a la bebida y a su forma de ganarse la vida, la relación no llegó a buen puerto. Mi amigo me contó la historia de cuando Remedios llegó a la isla. De joven era muy guapa y tenía mucho éxito con los hombres, llamaba la atención por donde fuera; con su melena rubia y sus ojos azules, dejaba encandilado a todo aquel con el que se cruzaba. Cuando vino por primera vez, hace muchos años, Remedios estaba casada con un pescador valenciano, y ambos estuvieron viviendo en un pequeño apartamento cerca del puerto. Aparentemente eran felices, hasta que un buen día el pescador salió a faenar y, sin motivo alguno, prefirió no regresar nunca más. Los primeros días la mujer pensó que su marido no volvía porque su barco se habría averiado en alta mar, hasta que a las pocas semanas recibió una carta donde le pedía el divorcio. Meses después se supo que se había quedado en Valencia con su amante, abandonando así a Remedios para siempre. La pobre despechada hizo todo lo posible para recuperar a su marido. Cuentan las malas lenguas que incluso le pidió a una bruja que ronda por la calle Soledad que la ayudase con un conjuro para que su marido dejase a su actual mujer y volviese a su lado. Por supuesto, el hechizo no funcionó, y aún a día de hoy, las noches en las que se le va la mano con el vino, la suelen encontrar en el espigón del puerto, gritando y maldiciendo el nombre de su marido, inmersa en un mar de lágrimas.

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