Reflexiones de una persona libre para una sociedad libre

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II

Ellos (los nazis) tenían más opciones para elegir en su ambiente, pero él (Viktor E. Frankl) tenía más libertad, más poder interno para ejercer sus opciones.

Steven R. Covey3

Estamos acostumbrados a escuchar que el ser humano es libre y que la libertad es un derecho fundamental del individuo. Pero muchas veces la realidad pareciera contradecir estas afirmaciones, dando la impresión de que no somos tan libres y que estuviéramos subyugados a fuerzas inexorables que controlan nuestro destino. Nuestra existencia no ocurre en el vacío, no somos lo único que existe, habitamos un mundo que coexiste con una infinidad de otros elementos que forman el universo y que interactúan en un proceso evolutivo entrópico dentro del continuum espacio-tiempo, y está sometida a una infinidad de eventos azarosos. Si a esto agregamos el efecto del accionar de los grupos sociales a los que pertenecemos, tenemos una realidad en la que muchas cosas que nos afectan ocurren sin que tengamos control alguno sobre ellas, lo que nos hace sentir que nuestra libertad está coaccionada. Lo que sucede es que la libertad solo tiene que ver con las decisiones que tomamos y no con todo lo que ocurre. Es así como un terremoto puede causar pánico y desolación por la destrucción que ocasiona en el ambiente en el que vivimos y de todo lo que consideramos nuestro, pero, mientras sigamos existiendo, no destruirá nuestra libertad.

Para entender mejor lo anterior tomemos como ejemplo lo sucedido durante la pandemia COVID-19 causada por el SARS-CoV-2. Este virus afectó al mundo entero infectando a millones de personas y causando cientos de miles de muertes. A consecuencia de su propagación se suspendieron los viajes internacionales y locales, se paralizaron casi todas las actividades económicas, obligó a los países a declarar emergencia médica y que decretaran la inmovilización de sus poblaciones y el aislamiento social. Ante esta situación, muchas decisiones tomadas por un sinnúmero de individuos quedaron en suspenso o jamás pudieron concretarse: viajes y celebraciones anulados, universidades y colegios cerrados, planes de vida trastocados. Todo lo cual, al afectar nuestra capacidad de ejercer la libertad, causó una gran angustia, ya que para nosotros la libertad está íntimamente vinculada con nuestra forma de vida y con las cosas que estamos acostumbrados a hacer.

Las opciones que tenemos a nuestra disposición se han incrementado mucho por la innovación tecnológica. Hoy podemos elegir realizar actividades que hubieran sido muy difíciles o impensadas hace unos cuantos decenios. Para ilustrar esto veamos algunas de estas opciones. Ahora es posible viajar casi a cualquier parte en tiempos relativamente cortos, con una gran variedad de ofertas y a precios al alcance de una mayor cantidad de personas. En estos días un viaje directo de Argentina a Europa toma doce horas (de Nueva York toma solo ocho horas); en la década de 1950, además de costosos y escasos, un viaje en avión de Buenos Aires a Europa demoraba treinta y seis horas de vuelo e incluía tres escalas. Veinte años antes, no existía la posibilidad de viajar a Europa desde Buenos Aires por avión y el viaje en barco duraba alrededor de quince días y eran muy escasos y caros, por lo que eran muy pocas las personas que podían considerar la alternativa de un viaje así. Como las opciones que se nos ofrecen se han incrementado enormemente en casi todos los aspectos de nuestra vida, nos hemos acostumbrado a ello. Cuando por alguna razón una de esas no está disponible tenemos la sensación de que se nos ha limitado la libertad.

Nuestra existencia no ocurre en el vacío, no somos lo único que existe, habitamos un mundo que coexiste con una infinidad de otros elementos que forman el universo y que interactúan en un proceso evolutivo entrópico dentro del continuum espacio-tiempo, y está sometida a una infinidad de eventos azarosos

Un contador de principios del siglo XIX tenía muy pocas alternativas de qué hacer con su vida y estaban en su mayoría relacionadas con actividades de la vida cotidiana: trabajar, el vestido, la vivienda, la alimentación, la educación de los hijos, y algunas pocas alternativas de ocio y culturales. Hoy en día, un contador tiene ante sí una inmensa gama de alternativas a las que dedicar su tiempo, tanto en lo concerniente a sus quehaceres cotidianos y laborales, como a una gran variedad de alternativas de ocio. Esto no vuelve al individuo del siglo XIX menos libre que el contemporáneo, ya que la libertad no se incrementa o disminuye con las opciones; esta solo brinda una mayor o menor gama de alternativas entre las cuales decidir.

Pero no es solo el desarrollo lo que afecta la cantidad y calidad de las alternativas disponibles a cada individuo, lo hace también el ambiente socioeconómico en el que el individuo se desenvuelve. Posiblemente al contador del siglo XXI se le ofrecerán menos opciones y de diferente calidad que aquellas que tiene un rico empresario, pero lo más probable es que sean más y mejores que las que tenga a su disposición un trabajador manual. Pero lo que no cambia es que tanto el rico empresario como el contador y el trabajador manual tienen intrínsecamente la misma libertad, entendida esta como la capacidad de tomar decisiones frente a las opciones que se les presentan.

Podemos resumir lo anterior diciendo que la libertad se encuentra con las oportunidades, y estas aumentan en número y calidad en función al desarrollo de la tecnología y del medio socioeconómico del individuo. Lo que la persona tiene que hacer es actuar en ese ambiente cambiante haciendo uso de su libertad. Viktor E. Frankl4 lo expresaba de la siguiente manera: «Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos».

Cada vez que nos enfrentamos a situaciones que nos llevan a tomar decisiones, las acciones que se derivan se concatenan generando la línea de acontecimientos que constituyen nuestra vida. Cuando la cadena causa-efecto se interrumpe por alguna razón fuera de nuestro control, nos desconcertamos, especialmente si el evento que da pie a la discontinuidad es totalmente ajeno a la línea de acontecimientos en la que estamos inmersos.

Un individuo es realmente libre en el ambiente en el que vive solo cuando es capaz de enfrentar los eventos imprevistos que se le presentan y se atreve a tomar las decisiones que considere moralmente correctas y necesarias para el logro de sus legítimos intereses.

Tomemos como ejemplo lo que me sucedió hace varios años cuando decidí usar por primera vez una lancha a motor que había comprado. Al sacarla al mar para probarla, estuve haciendo recorridos cortos cerca de la playa. A medida que entraba en confianza, decidí hacer recorridos más largos y alejarme de la playa. Estaría más o menos a doscientos metros de la orilla cuando la lancha se detuvo a pesar de que el motor seguía funcionando. Mi primera reacción fue de sorpresa y aturdimiento al no poder entender lo que estaba sucediendo. Cuando logré salir del estupor, decidí revisar el motor y descubrí que la contratuerca que ajusta la hélice no había sido bien ajustada y que por ello esta se había caído. Era obvio que así no podía ir a ningún lado y la orilla se encontraba demasiado lejos para intentar regresar nadando. Mientras transcurrían las horas mecido por las olas y arrastrado por la corriente que me alejaba de la costa, se apoderó de mí una sensación de irrealidad. Sentía que eso no podía estar sucediendo, que era un sueño. Esta sensación de irrealidad era consecuencia de algo inesperado que había interrumpido la línea de acontecimientos en la que estaba inmerso.

Un comportamiento lineal interrumpido de causa-efecto es lo que nosotros entendemos por normalidad. Esta forma de entender la existencia nos crea la ilusión de que las cosas no cambian, que las líneas causales deben ser inmutables, que todo es como es y que será acorde con lo que ha venido siendo y que deberá suceder como lo hemos planeado, que nada puede alterarlo, hasta que —como hemos visto— algo extraordinario sucede que lo altera todo, y como nuestra mente se ha adecuado a lo que entendemos por normalidad, nos es difícil entender lo que está sucediendo y adecuarnos a ello.

Un individuo es realmente libre en el ambiente en el que vive solo cuando es capaz de enfrentar los eventos imprevistos que se le presentan y se atreve a tomar las decisiones que considere moralmente correctas y necesarias para el logro de sus legítimos intereses. Solo así interioriza el valor de la libertad como la única manera de poder desarrollarse como persona y reconoce que, sin ella, no es nada más que otro ser guiado por la animalidad del instinto y los deseos. «Busca la libertad y serás cautivo de tus deseos. Busca disciplina y encuentra tu libertad»5.

3 Steven Richard Covey (1932-2012). Catedrático y escritor norteamericano (The 7 Habits of Highly Effective People: Powerful Lessons in Personal Change).

4 Viktor Emil Frankl (1905-1997). Neurólogo y psiquiatra austriaco (Man’s Search for Meaning).

5 Frank Herbert (1920-1986). Escritor norteamericano (Chapterhouse: DUNE).

III

La libertad no es más que la oportunidad de ser mejor.

Albert Camus6

La libertad es la antítesis del desenfreno. Los actos del hombre libre responden a las preguntas ¿quiero?, ¿puedo?, ¿debo?; los del hombre desenfrenado a ¿quiero?, ¿puedo?, ¿me conviene? Las acciones del hombre libre propenden a la responsabilidad, el orden y, comúnmente, al bien. Las del hombre desenfrenado, a la irresponsabilidad, la anarquía y, eventualmente, al mal. Al hombre libre no lo atan sus deseos y responde ante la conciencia moral. Los deseos son la prisión del hombre desenfrenado, quien es incapaz de conducirlos o diferirlos.

 

Si las bondades de la libertad son tan obvias, ¿por qué cunde el desenfreno? La respuesta es porque «debo hacer esto» es una proposición incómoda en la medida que asume responsabilidad, y es más fácil reemplazarla por «me conviene hacer esto», que se ajusta mejor al deseo y no reconoce responsabilidad. Pero lo que conviene no es necesariamente lo correcto; más aún, lo que es conveniente para mí puede no serlo para mi vecino o para mi comunidad. Dejar la comodidad irresponsable del «conviene» por el esfuerzo responsable del «debo» es muy difícil, porque hacer lo que se debe en muchos casos conlleva un sacrificio que no estamos dispuestos a hacer.

Para entender mejor lo anterior, imaginemos las siguientes situaciones: a) Durante todo el año escolar me he dedicado a cualquier cosa menos a estudiar. El día del examen un amigo me dice que ha conseguido las respuestas a las preguntas. ¿Qué decido? La conveniencia de copiar las repuestas y pasar el curso o el deber de tomar el examen honestamente y si fallo asumir la responsabilidad de repetir el curso. b) Soy el cajero de la empresa donde trabajo. Como he estado viviendo más allá de lo que mis recursos me permiten, tengo una deuda que no puedo pagar y que si no la cancelo el lunes el banco me va a embargar. ¿Qué decido? La conveniencia de «tomar prestado» el dinero de la caja y resolver mi problema financiero, o la incomodidad de tener que explicar a mi familia que por mi irresponsabilidad seremos embargados por el banco. c) Como funcionario público tengo a mi cargo otorgar ciertas licencias que son indispensables para el funcionamiento de las empresas. El trámite suele durar entre diez y quince días, pero algunas empresas lo necesitan con mayor rapidez, por lo que me ofrecen un incentivo por festinar los trámites. ¿Qué decido? La conveniencia de tener un ingreso extra aceptando el soborno y establecer una relación «productiva» con gente poderosa o hacer lo correcto rechazando el soborno, perdiendo un ingreso extra y la posibilidad, además, de crearme enemigos poderosos. Así podríamos ir narrando un sinnúmero de ejemplos de cuán seductora es la conveniencia frente a lo bueno que usualmente nos presenta el camino difícil.

El uso responsable de la libertad es el camino difícil de tomar decisiones que, en muchos casos, no solo no ofrecen una recompensa obvia, sino que requieren de un sacrificio. La satisfacción inmediata del deseo: «lo quiero, lo tengo», es una opción que nos seduce. Por el contrario, la satisfacción diferida: «lo quiero, pero tengo que esperar o trabajar para conseguirlo», se percibe como un esfuerzo muchas veces innecesario, cuando en realidad es el único camino que conduce a fortalecer el carácter.

Las acciones del hombre libre propenden a la responsabilidad, el orden y, comúnmente, al bien. Las del hombre desenfrenado, a la irresponsabilidad, la anarquía y, eventualmente, al mal.

La mayoría de las decisiones trascendentes para nuestra vida contemplan una satisfacción diferida. Estudiar por largos años para lograr una profesión que nos dé la oportunidad de un mejor nivel de vida, ahorrar parte de nuestros ingresos para tener una vejez tranquila y poder dar una mejor educación a los hijos, tomar un crédito hipotecario que tendremos que pagar por mucho tiempo para poder adquirir una vivienda para nuestra familia o, en general, hacer el mayor esfuerzo hoy para construir un mejor mañana. En la medida en que estemos inmersos en la práctica de preferir lo inmediato, seremos esclavos del deseo y estaremos limitando nuestra capacidad de desarrollarnos como personas libres y responsables.

Entender y aceptar que la libertad conlleva responsabilidad y es inherente a nuestra condición de seres humanos, reviste una gran importancia para definir la forma en que conduciremos nuestra existencia, ya que el uso que hacemos de la libertad nos marca de forma indeleble. Dicho de otro modo, somos responsables de todas las decisiones que —ejerciendo nuestra libertad— tomamos a cada instante, así como de los actos que de ellas se derivan y que —al concatenarse— crean lo que conocemos como nuestra existencia.

En este momento hay dos preguntas que nos podemos hacer: ¿Para qué quiero ser libre?, ¿Cuál es el propósito de mi libertad? Las respuestas aparentemente obvias serían «para hacer lo que me plazca» y «para no depender de nada ni de nadie». Ahora veamos si estas respuestas contestan las preguntas. «Hacer lo que me plazca» implica un total sometimiento de la voluntad a los deseos, lo que es contrario a la libertad. «No depender de nada ni de nadie» supone que uno es el propósito último de todo lo que hace, que es lo único que importa, y esto tampoco es libertad. Johann Wolfgang von Goethe7 lo expresaba en los siguientes términos: «Nadie está más esclavizado que aquellos que falsamente creen que son libres». Siempre encontraremos personas esclavizadas por sus propios deseos e intereses y que consideran que su egoísmo es la mayor expresión de libertad.

La libertad es lo contrario de la paradoja de «la pobreza del avaro rico». El avaro rico vive en un estado de pobreza autoimpuesta limitando su libertad para ocuparse de su único interés. El hombre libre existe en una generosidad autoimpuesta y hace uso de su libertad para ampliar el universo de sus intereses. El avaro rico no aprende nada del mundo que lo rodea porque está ensimismado en sí mismo; el hombre libre se enriquece de las experiencias. El avaro rico vive en constante temor de perder lo único que le interesa; el hombre libre es temeroso del riesgo, pero se atreve. El avaro rico se cree libre, el hombre libre lo es.

Todas nuestras acciones ocurren en el ambiente en el que vivimos, por lo que debemos ser conscientes y cuidadosos del impacto que estas puedan tener. Al igual que las ocurrencias causadas por azar y las acciones de otros individuos afectan nuestra existencia, las nuestras también tienen consecuencias sobre la vida de los demás. Por ello, la forma correcta de hacer uso de nuestra libertad es tomar decisiones responsables que respeten a todos los que nos rodean. De esta forma, el accionar libre y responsable de todos dentro de la sociedad enriquece el ambiente en el que vivimos, promoviendo la responsabilidad de cada individuo.

Toda decisión, por pequeña que nos parezca, conlleva consecuencias. Cada una de las acciones cotidianas, realizadas de la manera adecuada —como levantarse a tiempo, mantenerse aseado, comer saludable— contribuyen a una disciplina de vida responsable. Lo contrario puede tener efectos nocivos para nuestra salud y desenvolvimiento social. Es así como, aun con estas pequeñas cosas, el ejercicio de la libertad va dejando una marca indeleble en la personalidad del individuo, que nos permite reconocerlo, ya sea como una persona cumplida, pulcra, confiable, o por el contrario como impuntual, desaliñada e incumplida. El comportamiento del individuo va creando una etiqueta que lo acompaña por el resto de su vida, que hace que quienes traten con él esperen un determinado patrón de conducta. De una persona puntual, pulcra y cumplida se espera que honre sus compromisos, que sea un buen pagador, un buen sujeto de crédito o un buen trabajador; lo contrario es lo que se esperaría de una persona impuntual, desaliñada e incumplida. Hay varios refranes populares que se refieren a esta forma de juzgar a las personas: «Cría fama y échate a dormir», «Quien mal anda, mal acaba». Una persona responsable es definida como quien «pone cuidado o atención en lo que hace o decide»8, y como solo una persona libre puede actuar y decidir, es condición de un individuo libre el ser responsable.

Las decisiones que tomamos se pueden clasificar de muchas maneras, pero para el propósito de estas reflexiones las agruparemos solo en dos categorías. En la primera pondremos a aquellas que tienen que ver con nuestra rutina diaria y que siendo habituales casi no requieren de análisis para que las tomemos. Levantarse, bañarse, vestirse, comer, ir y regresar del trabajo o centro de estudios, acostarse, tomar un café, leer el periódico, ver televisión son algunas de estas. En circunstancias normales, estas decisiones no deberían causar un mayor estrés, pero, si no estamos conformes con nuestra existencia, aun estas decisiones rutinarias pueden motivar una gran angustia que nos lleve a pensar: ¿tengo que seguir con esta vida que me causa tanta infelicidad? En la segunda categoría tenemos a las decisiones trascendentes que requieren que analicemos las circunstancias concienzudamente antes de tomarlas: escoger una profesión, comprar una casa, iniciar una familia, cambiar de trabajo, iniciar un emprendimiento, tomar un crédito, emigrar a otro país.

Estamos acostumbrados a juzgar la bondad de los actos en función a su conveniencia —lo que nos conviene es bueno, si no, es malo— pero la realidad es que no necesariamente existe correlación entre lo conveniente y lo moralmente bueno.

Cuando nos enfrentamos a decisiones trascendentes, es usual que la incertidumbre nos embargue porque nos encaran con un resultado incierto que puede tener graves consecuencias para nuestra vida: ¿qué pasa si me equivoco?, ¿habré hecho bien? El temor a la incertidumbre pone a las personas ante la disyuntiva de tener que decidir entre las alternativas de: a) No hacer nada para evitar el riesgo y en consecuencia vivir dejándose llevar por la corriente, o b) Atreverse a tratar de crear su propio camino. La primera alternativa lleva a las personas a limitar la libertad a tomar solo las decisiones que tienen que ver con lo cotidiano, y, si por alguna razón se ven forzados a tomar una decisión trascendente que juzgan demasiado arriesgada —para librarse del agobio de la incertidumbre—, tratan de compartir la responsabilidad con alguien que creen más calificado. De esta manera, tienen a quién culpar en caso de que el resultado no sea positivo: «¿por qué no me advertiste?», «hice mal en confiar en ti», «por tu culpa me encuentro en esta situación». Con estas y otras recriminaciones similares tratarán de quitarse de encima el peso de la responsabilidad. La segunda alternativa es la que toman quienes deciden usar su libertad para labrar su propio camino y esto requiere de coraje para enfrentar los peligros y la incertidumbre, así como para asumir con entereza la responsabilidad de los errores que puedan cometer. Quienes se atreven a recorrer este camino descubren el real valor de la existencia y en el proceso se enriquecen.

Estamos acostumbrados a juzgar la bondad de los actos en función a su conveniencia —lo que nos conviene es bueno, si no, es malo— pero la realidad es que no necesariamente existe correlación entre lo conveniente y lo moralmente bueno. El siguiente ejemplo lo explica: el banco está por quitarme la casa porque, al haber perdido una gran cantidad de dinero en el juego, dejé de hacer los pagos de la hipoteca. Un día en la oficina veo que a la cajera, sin que ella se dé cuenta, se le cae un fajo de billetes y, como estoy necesitado del dinero, decido no decirle nada y quedármelo para así poder pagar la hipoteca y salvar mi casa. Es claro que en el caso relatado la acción es conveniente para la persona ya que le permite resolver un problema económico, pero esto no la convierte en una decisión moralmente correcta. Un ejemplo contrario al anterior sería el de una persona que va caminando por la calle y que, viendo que un automóvil va a tropellar a un anciano, corre para salvarlo arriesgando su vida. Esta acción aparentemente inconveniente para la persona, porque pone en riesgo su vida, es moralmente buena. La actitud responsable consiste en escoger lo que es correcto y bueno, entendiendo que lo bueno no es necesariamente algo que nos beneficie, sino lo que sea moralmente bueno.

Es importante analizar el concepto de la bondad moral de los actos tomando en cuenta otro elemento íntimamente vinculado con la conveniencia: el «interés», que es una construcción humana, consistente en la racionalización de ciertos instintos y deseos con un propósito, y que se materializa en una acción a través de un medio. Se puede explicar de la siguiente forma:

Deseo + Racionalización = Interés + Medio = Realización

 

Si el propósito que motiva el interés es bueno, y los medios que se usen para llevarlo a la práctica, siendo convenientes, son a su vez buenos, el resultado será bueno. Pero si el propósito que motiva el interés se corrompe, o si los medios usados para realizarlo, aunque aparentemente convenientes son malos, el resultado será malo.

Todos vamos forjando intereses en el transcurso de nuestras existencias: está en nosotros decidir si debemos o no perseguirlos. Quienes se someten ciegamente al interés, pueden terminar esclavizándose a él, lo que puede tener consecuencias negativas, ya que como los intereses son producto del raciocinio, condicionan nuestro comportamiento y con ello nuestras relaciones con el medio que nos rodea.

Los intereses que desarrollamos van desde la racionalización del deseo de comer, que puede generar el interés por la buena comida y materializarse en que nos dediquemos a la hostelería. O tal vez, el deseo de hacer el bien, racionalizado en el interés por curar y materializado en dedicarnos a la medicina. Los intereses van así dando forma a nuestra existencia. En la medida en que avanzamos en la vida, se van generando más intereses como tener una familia, lograr seguridad económica, conocer otros lugares, servir a la comunidad. Además de esta forma de intereses personales, también abrazamos los intereses de los sistemas sociales a los que pertenecemos: la familia, el país, un partido político, un club, la universidad, la religión, una empresa o las fuerzas armadas. De esa manera vamos desarrollando una identidad social conformada por un sinnúmero de intereses. Eventualmente, los intereses que hemos ido creando y abrazando pueden perseguir propósitos que se contraponen y ocasionan que tengamos conflictos internos en cuanto cuál es la forma correcta de actuar. Es en estos casos en los que la libertad desempeña un papel preponderante, por la responsabilidad que conlleva elegir lo correcto, aun cuando el costo de hacerlo sea muy grande.

El ambiente en el que se desarrolla y actúa un individuo y la presión que este puede ejercer sobre él, puede facilitarle o dificultarle abrazar los intereses que va desarrollando o, peor aún, hacerlo sentirse obligado a abrazar intereses que en realidad no desea. A un individuo cuyo padre o madre son médicos y que, a su vez, ha desarrollado genuinamente el interés por la medicina, le será más fácil seguir la tradición y heredar el consultorio familiar. Mientras que, a otro, cuyo real interés es por el arte, pero cuyos padres le inculcan que siga la tradición familiar de ser médico, puede terminar sintiéndose forzado a estudiar medicina para cumplir con lo que cree es una obligación hacia su familia, abandonando así su real interés por el arte y terminar sintiéndose frustrado. Una familia cuyo interés se circunscribe a la explotación de la tierra, puede crear barreras difíciles de sortear para uno de sus jóvenes miembros interesado en una vida urbana dedicada a un oficio liberal. De igual manera, la religión a la que un niño es adherido siguiendo la tradición familiar, o del grupo social al que pertenece, puede resultar incompatible con los intereses y valores que desarrolle cuando sea adulto. Para otra persona, el sistema de gobierno de su país natal puede ser perfectamente compatible con sus intereses y valores, pero un cambio de sistema de gobierno lo puede llevar ante la disyuntiva de someterse, oponerse o huir. Una persona que se une a las fuerzas armadas de su país, llevado por un legítimo interés de defender su patria, puede encontrar intolerables las estrictas reglas de obediencia y la jerarquización de la institución castrense, mientras que otra, que ingresó solo por la seguridad económica que le ofrecían las fuerzas armadas, descubre que es totalmente afín con las reglas y estructura de la institución.

Es de esta manera como los intereses de las personas en muchas circunstancias se enfrentan con los de los sistemas sociales, y solo el ejercicio de la libertad puede liberar a una persona de una interacción tóxica de intereses. Pero para ello se requiere de una gran fortaleza de ánimo porque siempre es muy difícil romper con lo conocido. Las instituciones apuestan a que el miedo a la incertidumbre que inspira el instinto de conservación haga que, por más alienados que nos sintamos, prefiramos la seguridad de lo conocido —aunque nos agobie— a tener que enfrentar la incertidumbre que significa iniciar un camino por una ruta diferente. Es por esto por lo que encontramos personas descontentas con su oficio, su trabajo, su pareja, la religión a la que pertenecen, el ambiente en el que existen, el país en el que habitan, en general con su vida y que no hacen nada para cambiar.

Las instituciones apuestan a que el miedo a la incertidumbre que inspira el instinto de conservación haga que, por más alienados que nos sintamos, prefiramos la seguridad de lo conocido —aunque nos agobie— a tener que enfrentar la incertidumbre que significa iniciar un camino por una ruta diferente.

Pero es también en la interacción con los diversos sistemas sociales a los que una persona pertenece —llámense familia, escuela, trabajo, club, religión, nación— donde se generan las oportunidades para que el individuo pueda practicar su capacidad de tomar decisiones y, al hacerlo, enriquecerse. Cuanto más amplio sea el ambiente donde existe, más serán las oportunidades que se le ofrecerán. Cuanta más coherencia haya entre sus intereses personales y los del sistema, su sensación de seguridad se incrementará, lo mismo que su sensación de libertad.

Los sistemas sociales en los que discurre nuestra existencia son de diferente amplitud tanto en tamaño como conceptualmente. Los hay de muy escasos miembros y los hay muy poblados, los hay con propósitos muy específicos y otros que abarcan una gran cantidad de objetivos. La amplitud del colectivo influye en la cantidad y calidad de las oportunidades que ofrece a sus miembros. Una familia de pocos miembros, sin ningún interés económico propio, solo ofrece a sus miembros las oportunidades relacionadas con una vida en hogar. Una familia que además es dueña de una granja ofrece a sus miembros la oportunidad de trabajo y aprendizaje. A un individuo que vive en una pequeña aldea en las montañas, se le presentarán menos oportunidades que a uno que vive en una gran urbe. Lo mismo se puede decir de alguien que vive en un país poco desarrollado, y de otro que lo hace en un país altamente desarrollado, o del que pertenece a una organización muy cerrada que niega oportunidades de desarrollo personal a sus miembros, a diferencia del que pertenece a una organización que tiende al enriquecimiento cultural y personal.

Los sistemas sociales —con el fin de conseguir que sus miembros actúen de forma coherente con los intereses y propósitos del colectivo— establecen barreras para el ejercicio de la libertad de estos. Entre estas barreras están las que definen el comportamiento social, establecidas por cada colectivo en la forma de códigos, leyes, mandamientos, reglas, normas, estatutos, procedimientos. Ejemplos específicos de esto son las normas de conducta de una familia, los estatutos de un club o una empresa, los procedimientos de una institución pública, las reglas de un monasterio, los mandamientos de una religión, el código legal de una nación. Las barreras son específicas para cada colectivo y difieren de las de los otros. Es así como las reglas que rodean la existencia de un niño en el ambiente familiar no son las mismas que impone el colegio al que asiste o tiene el grupo de amigos que frecuenta. Igualmente, son diferentes las normas que tienen sus padres en el trabajo, de las de un monje en el monasterio, un convicto en la prisión o un soldado en el cuartel.

Para que un individuo pueda actuar dentro de los sistemas sociales en los que existe, tiene que aprender a avenirse con las barreras que estos le presenten. No estamos hablando de aprender cómo evitarlas o hacer trampa. Lo que estamos diciendo es que el individuo tiene que aprender a adecuar sus intereses para que armonicen con las barreras del colectivo; ya que, en la medida en que exista armonía entre sus intereses personales y los intereses del sistema, se le hará más fácil conciliar con las barreras que imponga el colectivo. Por el contrario, cuando sus intereses y los del sistema no se corresponden, las barreras impuestas se tornan insoportables y son causa de sufrimiento y conflicto. Esto nos permite entender por qué un monje que vive en armonía con las barreras impuestas por el monasterio puede llegar a sentirse más libre que el profesional que trabaja en comercio exterior y que tiene que pasar una gran parte de su tiempo viajando, pero que está inconforme con las condiciones de trabajo. O por qué un niño que no se adapta al colegio, puede sentirse más oprimido que un presidiario que ha aprendido a armonizar con las barreras impuestas por el cautiverio. No estamos abogando porque el individuo se someta ciegamente a las barreras impuestas por los sistemas, renunciando a su libertad como contrapartida de la tranquilidad, o como una forma de evitar correr riesgos, ya que un individuo sometido no es útil ni a sí mismo ni al sistema al que pertenece. Tampoco estamos promoviendo la anarquía. Lo que propugnamos es que para aquellos que se atreven a enfrentarse al temor que causa tener que decidir sobre opciones inciertas —a pesar de que esto vaya en contra de las barreras impuestas por el sistema— se les abre un camino plagado de riesgos e inmensas posibilidades y son capaces de revelarse cuando un sistema se vuelve tiránico u opresivo.

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