Los potenciales psicologicos en la espiritualidad

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Actualmente no faltan médicos que se interesan por la meditación, y tratan de comprobar para qué tipo de trastornos psicológicos o psicosomáticos son eficaces. Va quedando atrás el acusado escepticismo y descalificación hacia las técnicas meditativas que caracterizó en general al colectivo de psicólogos y psiquiatras occidentales de principios del siglo XX.

Este escepticismo era especialmente manifiesto en el seno de la comunidad psicoanalítica que, en su mayor parte, desdeñaba a la meditación y a otras prácticas, tales como el chamanismo y el yoga, por ejemplo, como meras regresiones primitivas y no tenía empacho en diagnosticar a sus practicantes como enfermos patológicos. El eminente psicoanalista Franz Alexander, por ejemplo, titulaba uno de sus artículos con el nombre de “El entrenamiento budista como catatonia artificial” (Ibidem).

Gracias a las aportaciones de psicólogos transpersonales como Wilber (1991) y Grof (1988), se han comprendido las diferencias entre los procesos prepersonales y los transpersonales, situando a los místicos entre estos últimos, a pesar de sus aparentes coincidencias.

Sin pretender convertir la meditación –en cualquiera de sus variantes– en una panacea de la experiencia mística, pienso que es digna de confianza la hipótesis de que hay una correlación directa entre incremento de la experiencia meditativa e incremento de las vivencias místicas, aun refiriéndose sólo a las que producen cambios individuales con efectos sociales beneficiosos, que son las únicas que me interesan.

Capítulo tercero

ESPIRITUALIDAD EN DISTINTAS ÁREAS DE LA VIDA

3.1. Espiritualidad del trabajo

Primero veamos qué es lo esencial para que cualquier tipo de trabajo, y en especial el trabajo profesional, pueda considerarse un trabajo humano auténtico. Repetiré lo que dije en otro lugar (Rosal 2011). Entiendo por trabajo humano auténtico todo tipo de actividad:

1 con implicación de energía física, emocional, cognitiva y conductual (práxica)

2 que contribuya a atender necesidades o aspiraciones humanas propias y/o de otros y a humanizar la vida de los implicados

3 y que aporte un servicio al bien común de la sociedad humana.

Aunque aquí tengo presente especialmente el trabajo profesional, no olvidemos otra serie de tipos de trabajos que me limito a nombrar.

1 Trabajos relacionados con el cuidado de los hijos o de las personas mayores

2 Trabajos relacionados con el cuidado de una relación de pareja

3 Trabajos relacionados con el cuidado del entorno físico de la experiencia familiar

4 Trabajos relacionados con las tareas propias de un ciudadano responsable

5 Trabajos relacionados con la implicación personal en la preparación de actividades de ocio y de celebración de fiestas al servicio de la vida familiar, o académica, o ciudadana, o religiosa, etcétera.

Un trabajo humano de calidad, y en especial si se trata de la actividad profesional, aparte de contribuir a la atención de una serie de necesidades básicas (incluida la lucrativa), podrá contribuir:

1 al enriquecimiento humano del propio trabajador

2 a ofrecer contribuciones valiosas al servicio del bien común

3 a tomar las iniciativas que permitan la capacidad creativa del sujeto para contribuir al perfeccionamiento humanizador del propio trabajo en sus estructuras y funcionamiento. Aquí ya no se trata directamente del servicio a las personas, sino de las características mismas del trabajo, de la organización empresarial en que se enmarca, del reglamento interno, de las normas y costumbres sobre las relaciones humanas implicadas. Estamos pues en el tema de la contribución del trabajador en el proceso de reforma de las estructuras laborales. Al final, claro está, lo logros que se consigan repercutirán en beneficiar no sólo a las personas implicadas en el presente, sino también en las generaciones futuras de trabajadores y de posibles beneficiarios de sus servicios. La finalidad de que se trate de una actividad que contribuya al bien común de la sociedad se habrá atendido más ampliamente.

Los diferentes tipos de trabajos profesionales dependen de la variedad de necesidades sociales atendidas:

1 Profesionales del Derecho

2 Profesionales de la Salud

3 Profesionales de la Educación y Formación de las personas

4 Profesionales de los Medios de Comunicación

5 Profesionales de la Integración social

6 Profesionales de la Construcción

7 Profesionales de la Producción Industrial o Agropecuaria

8 Profesionales de la Distribución y Transporte

9 Profesionales de las Actividades Artísticas

10 Profesionales de la Vida Doméstica

11 Otros

Todo lo dicho hasta ahora puede ser válido tanto para un cristiano como para un ateo humanista, cuando en ambos casos se trate de personas con sensibilidad y responsabilidad éticas. Lo mismo podría quizá afirmarse respecto a personas vinculadas a religiones no cristianas, siempre que en ellas la actividad laboral al servicio del bien común fuese algo considerado como un capítulo importante de la vida.

Un agnóstico o un ateo humanista (y muchos creyentes de otras religiones) que haya cultivado, durante su vida, el cuidado en la formación de su conciencia y el ejercicio de actitudes éticas (humanizadoras) puede además asemejarse en muchos aspectos a un cristiano auténtico, que esté decidido a ser otro Cristo, o mejor dicho, un nuevo Cristo, que ejercite las mismas actitudes básicas de su Maestro, pero en muy diversas circunstancias históricas, culturales, socio-políticas, profesionales, familiares, etcétera. Veamos algunos de los muchos rasgos en los que pueden asemejarse. Son rasgos o virtudes éticas que podrán manifestarse en cualesquiera de las áreas de su vida familiar, ciudadana, cultural, aunque aquí pienso especialmente en la de su trabajo profesional.

Ambos pueden vivir animados por una actitud esperanzada de poder contribuir con su estilo de vida y con sus obras –en especial con su trabajo profesional– en aportar algo para un mundo más humanizado. Ambos pueden compartir el sentimiento íntimo de que la vida merece la pena, y la convicción de que todos tenemos más capacidades de las que a veces pensamos, para conseguir logros no sólo para sobrevivir –es decir, para atender las necesidades básicas– sino también para experimentar una vida humana de mejor calidad, en sus diferentes áreas (afectiva, profesional, ciudadana, etcétera).

Ambos pueden caracterizarse por ser fieles a la propia conciencia, con capacidad de ser independientes respecto a las presiones de las modas ideológicas o de la opinión pública –de las costumbres y normas vigentes en la praxis de su ámbito profesional–, cuando perciban que estas presiones no favorecen, sino que obstaculizan, un desarrollo psicológicamente sano y ético de la persona y la sociedad. En el trabajo profesional sabrán abstenerse de aquellas costumbres o normas que no puedan favorecer un servicio humanizador tanto para el trabajador como para los destinatarios de sus servicios.

Ambos pueden ser capaces de ejercitar una actitud de respeto y de escucha empática en sus encuentros interpersonales. Pueden ser capaces de aprender, no sólo a partir de sus propias experiencias, sino también –conscientes de sus limitaciones– saber aprender de las experiencias de los otros, y no sólo de aquéllos cuya edad, cultura y estilo de personalidad sean similares a los suyos, sino también de mujeres y hombres de muy diversas características psicológicas y culturales, de diferentes preferencias políticas y filosofías de la vida, y de generaciones claramente más jóvenes o mayores que la propia.

Ambos pueden ser capaces de experimentar tendencias que sobrepasan los intereses del yo individual, como son la tendencia altruista y solidaria, la actitud creadora (producir frutos al servicio del bien común) y el saber plantearse preguntas sobre el sentido de sus vidas, sobre el sentido de lo que están llevando a cabo en sus diversas actividades.

Ambos pueden vivir la bella cualidad humana o virtud ética de la magnanimidad o grandeza de alma. Pueden estar compartiendo con ilusión, en su proyecto vital, el aplicar parte de sus energías para el logro de una sociedad más justa, implicándose –cuando su situación socio-económica se lo permita– en colaborar en proyectos que sobrepasen el ámbito de los intereses estrictamente familiares y profesionales. Mientras esa posibilidad no llegue, habrán podido introducir en su vivencia del trabajo profesional –igual que en otras áreas de la vida– la actitud de “grandeza de alma”, dando lugar a que su actividad en estas dos áreas de la vida pueda considerarse una verdadera obra social, por su influencia humanizadora sobre los ámbitos en los que se encuentran integrados.

Ambos pueden cultivar en sus vidas esa actitud que Fromm denominó la “fe en el hombre”, es decir, una confianza básica en que todo ser humano, todo hombre y mujer –aún en los casos en los que su vida se encuentre deteriorada por el efecto de actitudes y conductas destructoras– es poseedor de unos potenciales de sensibilidad, sentimientos humanizadores, pensamiento creador, y decisiones sabias y nutricias, que es posible ayudarle a recuperar y acrecentar. Tanto los agnósticos y ateos como los cristianos (juntamente con buena parte de los creyentes de otras religiones) pueden encontrarse exentos de la actitud básicamente desconfiada respecto a los otros, como también respecto a sí mismos, salvo si padecen trastornos psicopatológicos, de estados de ánimo o de personalidad, que se caractericen por provocar alguna de estas dos formas de desconfianza, o ambas a la vez. Ambos pueden compartir la convicción de que en el misterio singular de toda existencia humana se oculta algo verdadero, bueno y bello que nunca es tarde para dejar aflorar si, por errores en la administración de la propia libertad, ha quedado durante un tiempo constreñido por actitudes claramente perjudiciales para la trayectoria de la propia vida. Esta actitud tendrá consecuencias beneficiosas para las relaciones humanas en el ámbito laboral.

 

Podría alargar la relación de actitudes éticas –y favorecedoras del crecimiento personal propio y de los otros– que pueden llegar a vivir con profundidad tanto agnósticos o ateos humanistas como cristianos. Omito detenerme en otros valores éticos y virtudes, de las veintidós incluidas en la lista que aparece en el capítulo séptimo, todos ellos con posibles aplicaciones en el trabajo profesional, como también, por supuesto, en el trabajo doméstico, ciudadano, cultural, de voluntariado, etcétera.

Estas actitudes o cualidades éticas –tanto las nombradas como las que omito por abreviar– constituyen, con diferentes matices, formas de estilos de vida opuestos, por ejemplo, a: la egolatría, las idolatrías del dinero, el poder, el éxito y el placer inmediato, la autovaloración narcisista, la insensibilidad y pasividad ante el sufrimiento ajeno y las manifestaciones de injusticia social, la irresponsabilidad en el cumplimiento de los compromisos adquiridos, etcétera.

¿En qué se diferencia un trabajador agnóstico o ateo humanista de un trabajador cristiano auténtico?

Si todas estas virtudes tienen posibilidad de ejercitarlas –cuando son personas que cultivan la sensibilidad de su conciencia ética– tanto agnósticos y ateos como cristianos, ¿en qué podemos identificar sus diferencias? En este apartado voy a ocuparme de lo que considero tal vez lo más diferenciador: el cristiano se siente implicado juntamente con muchas otras personas (la Iglesia cristiana universal) en una tarea común; se siente llamado por Jesucristo –Jesús de Nazaret resucitado– a colaborar con él en la construcción de la Nueva Humanidad (o Reino de Dios).

Un cristiano podrá compartir con un agnóstico o ateo humanista la vivencia de todos esos y otros valores éticos, en el ejercicio de su trabajo profesional, pero ¿qué otras motivaciones y aspiraciones podrán estar presentes, como consecuencia de su fe religiosa? Un cristiano laico, que normalmente ocupará más de un tercio de las horas diarias en el ejercicio de su trabajo profesional u oficio, será bueno que de vez en cuando se plantee preguntas como las siguientes:

1 ¿Soy consciente de que mi trabajo, cuando es ejercido de forma humanizadora para mí mismo y para los otros, constituye una colaboración con la obra creadora divina?Los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y sus familias, realizan su trabajo de forma que sirvan oportunamente a la sociedad, con razón pueden pensar que con dicho trabajo están desarrollando la obra del Creador, interesándose por el bien de sus hermanos y contribuyendo con su actividad personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia (Concilio Vaticano II. Constitución Gaudium et Spes, n. 34).Dios ha llamado al hombre a ser su colaborador en la organización progresiva del universo. Así pues, el hombre, como imagen viva de Dios, tiene la misión y la obligación de ser el demiurgo y el sujeto consciente del Universo (Chenu, en Fries, 1979, p. 806).

2 ¿Me siento enviado por Jesucristo a implicarme generosamente en mi mundo laboral –en el marco de estructuras no siempre humanizadoras y armonizables con el espíritu del Evangelio–, con la esperanza de poder ejercer alguna influencia transformadora del mismo? ¿Tengo presente durante mi jornada laboral, por ejemplo, aquellas palabras de Jesús al Padre, refiriéndose a sus discípulos: “No pido que los apartes del mundo, sino que los preserves del mal” (Juan, 17, 15). O aquéllas otras dirigidas a sus seguidores: “Como el Padre me envió a mí, así yo os envío a vosotros…” (Juan 20, 21).

3 ¿Me percato de que Jesús dijo a sus discípulos: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”, (Marcos 9, 35). ¿Me estimulan estas palabras, y otras semejantes del Evangelio, a cultivar con profundidad mi aspiración y praxis de un ejercicio profesional que preste un auténtico servicio al bien común? ¿Soy consciente de cuál es el servicio específico de mi tarea profesional? ¿Vivo con alegría los frutos que percibo de mi trabajo, para la atención de necesidades sociales?

4 ¿Me pregunto de vez en cuando si mantengo despierta mi capacidad crítica para discernir la práctica, en mi ámbito profesional, de costumbres e incluso normas (escritas u orales) clara o probablemente opuestas a una praxis armonizable con el espíritu del Evangelio? ¿Me pregunto cómo podría influir –individualmente o con la compañía de otros– en la posible reforma de esa praxis incluida la que ocasiona que la mayoría de los trabajadores sufran las consecuencias de un trabajo alienante?La mayoría de nuestros contemporáneos realizan un trabajo sometido a la tiranía de la racionalidad técnica y económica […] Las estructuras tecnológicas y sociales y su relación mutua están concebidas en función de la rentabilidad de la producción […] De ordinario, los asalariados han considerado el trabajo como una dura sujeción a un sistema de producción en cuya gestión no participan y cuya estructura apenas comprenden. El trabajo alienado ha sido lo normal. El “trabajo como tal”, los conceptos de trabajo empleados por los filósofos y teólogos, ha estado muy lejos de su realidad diaria (Brakelman, 1985, p. 116).

5 Completando la pregunta anterior: ¿Me doy cuenta de que la vivencia cristiana del trabajo profesional no consiste sólo en que durante su ejercicio yo cultive virtudes como el sentido de responsabilidad en mis tareas, el deseo de superación, la humildad, el respeto al otro, etc., y de modo principal la solidaridad para la justicia inspirada en el amor al prójimo? ¿Me doy cuenta de que además, la vivencia cristiana del trabajo me pide influir en cristianizar la estructura en la que se enmarca ese trabajo: sus reglamentos, costumbres, modas, etc., que puedan estar perjudicando a los profesionales implicados en ese trabajo, a los beneficiarios de sus servicios y, finalmente, al bien común de una “sociedad del bienestar”?El trabajo es, por tanto, el perfeccionamiento del que trabaja, pero es también –no menos profundamente, y esto en la realidad objetiva del mundo que él construye– una transformación de las cosas, perfectio operis. La teología no tuvo presente esta dualidad esencial del trabajo; se ocupó exclusivamente de la perfectio operantis y, sin advertirlo, dejó sin valor el aspecto objetivo del trabajo (Chenu, en Fries, ed., 1979, p. 805).

6 ¿Integro mi ideal de un ejercicio profesional santificador y evangelizador en mi vivencia sacramental de la Reconciliación? ¿Incluyo, como tema importante para un examen de conciencia de adulto, mi pregunta sobre posibles pecados de omisión respecto a mi vivencia humanizadora y evangelizadora del trabajo profesional, teniendo también presente la Doctrina Social de la Iglesia.

7 ¿Integro mi vivencia del trabajo profesional en la Eucaristía, por medio de ofrendas unidas a la de Jesús? ¿Me doy cuenta de que mi vivencia de la caridad, con todos sus frutos sobre las personas y las estructuras, durante la praxis profesional, constituye ya una auténtica liturgia eucarística si se tiene presente esta declaración de Joseph Ratzinger antes de ser papa Benedicto XVI?:Si la esencia de la eucaristía es unirnos realmente con Cristo y unos con otros, quiere decir que la eucaristía no puede ser un mero rito y liturgia; no puede en absoluto celebrarse por completo en el ámbito del templo, sino que la caridad diaria y práctica de unos con otros es parte esencial de la eucaristía y esa diaria bondad es verdaderamente “liturgia” y culto de Dios. Más aún, sólo celebra realmente la eucaristía quien la completa con el culto diario de la caridad fraterna (Ratzinger, 1972 y 2005, p. 99).

8 ¿Me doy cuenta, por lo tanto, de que el ejercicio humanizador y cristiano de mi trabajo profesional podrá constituir, normalmente, mi principal actividad evangelizadora, como también mi principal obra social?Una vida y una acción verdaderamente cristianas son, por naturaleza, siempre apostólicas, influyen siempre sobre la comunidad, irradian y promueven siempre la obra de Dios en este mundo (Sustar, 1961, pp. 662s.).

9 ¿Soy consciente de que si en mi ambiente profesional, mi influencia evangelizadora no sobrepasa la fase inicial de “renovación de la humanidad” (vid. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 24) no debo experimentarlo como un fracaso? Efectivamente, el logro de esta renovación ya constituye un fruto evangelizador, ya que supone un avance en la aproximación hacia la Nueva Humanidad (Reino de Dios en la Tierra).

10 ¿Cómo se manifestará –en mi ejercicio del trabajo profesional, y en mis posibles relaciones con trabajadores integrados en estructuras laborales causantes de injusticia social– mi implicación en una praxis de solidaridad para la justicia? ¿Cómo lograré que la doctrina ético-social presente, por ejemplo, en las encíclicas de Juan Pablo II: Laborem exercens y Sollicitudo rei socialis suscite en mi vida actuaciones eficaces y creativas, defensoras de quienes padecen injusticias?

11 ¿Tengo presente que un ideal de un cristiano laico, implicado en un trabajo profesional –también un clérigo, cuando ejerce un trabajo civil– es colaborar en la encarnación del espíritu de Jesucristo a través de su praxis profesional?

Plantearse estas preguntas y actuar en consecuencia ya no es reducir la espiritualidad cristiana del trabajo a vivirlo inspirado por una generosa ética profesional –con toda la importancia que esto tiene–; es vivirlo además como colaboración con la obra divina creadora y redentora. Es ejercitarlo como una continuación de la encarnación divina iniciada por Jesucristo y, con ayuda de su Espíritu, del mensaje del Evangelio, continuada y completada –siempre imperfectamente– por sus discípulos. Es tratar de que el trabajo llegue a ser un medio para la cristianización –santificación– del trabajador, y sea el mismo transformado en sus estructuras y funcionamiento por efecto de su cristianización. De forma que el ideal sea tanto la perfección cristiana del trabajador (perfectio operantis) como la del trabajo en sí (perfectio operis).

Y para este último objetivo hará falta muchas veces implicarse en la promoción de cambios desde estructuras económicas o políticas

Cualquier buena intención de descubrir en el propio trabajo una fuente de autorrealización y de servicio a los hermanos está destinada a quedarse en un buen deseo en la mayoría de los casos, si no encuentra su epifanía en una serie de compromisos sindicales y políticos concretos […] dirigidos a modificar las estructuras productivas en sentido humano y comunitario (Mattai, 1983, p. 1374).

3.2. Espiritualidad de las experiencias comunitarias

Veamos ahora cómo la experiencia comunitaria en la vida humana –tanto en la sociedad civil como en la eclesial– puede constituir un camino importante para vivencias profundas de la espiritualidad, aspecto especialmente valorado en el caso del Cristianismo, aunque no sólo en él.

En el ámbito comunitario hay que destacar:

1 Respecto al civilLa experiencia comunitaria de la familia, con sus relaciones interpersonales de pareja, paterno y materno-filiales, y otrasLa experiencia en el ámbito laboralLas experiencias con el grupo de amigos, con posibles asociaciones culturales, cívicas, políticas, científicas, artísticas, con ONGs, etcétera

2 Respecto al eclesialExperiencia comunitaria en organismos diocesanos, parroquiales (por ejemplo: consejos de pastoral, consejo presbiteral, reuniones arciprestales, etcétera) o extraparroquialesComunidades religiosasMovimientos y asociaciones de laicos, comunidades –o grupos– eclesiales de baseLa implicación –económica o como voluntariado– en organizaciones no gubernamentales eclesiales o de iniciativa cristiana

Entre las diversas afirmaciones evangélicas que destacan actitudes a cultivar en las experiencias interpersonales y grupales y su relación con la apertura a la Divinidad, recuérdese, por ejemplo, la siguiente: “Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, miente; pues si no ama al hermano suyo a quien ve, no puede amar al Dios a quien no ve” (Juan, 1ª carta 4,20). Hay muchos otros valores éticos cuyo cultivo se encuentra activo en toda espiritualidad cristiana, pero no hay que olvidar que la praxis altruista, lo que en la Biblia se expresa como “amor al prójimo”, o “caridad”, cuya principal manifestación práctica (ya desde el tiempo de los profetas del Antiguo Testamento) – es lo que hoy entendemos por justicia social o promoción y defensa de los derechos humanos- constituye una experiencia prioritaria en la espiritualidad cristiana.

 

A modo de definición descriptiva de lo que se entiende por comunidad pueden servirnos estos dos párrafos de Floristán:

En general, los sociólogos describen la comunidad como un grupo social restringido con estos rasgos: relaciones interpersonales y cierto grado de intimidad, puesta en común de la totalidad de la existencia y fusión de voluntades con algún objetivo común (Floristán, 2005, p. 150).

Evidentemente, la comunidad no es un mero conglomerado social, en el que las personas están reunidas en reciprocidad física, sin comunicación entre sí, es decir, anónimas unas con otras, sin ninguna organización, como “amontonadas”. Las personas que forman comunidad buscan espontaneidad de expresión, liberación de alienaciones, identificación afectiva, participación gratificante, cohesión global y proyectos comunes de realización (Ibidem, p. 181).

Por otra parte, la importancia para la vida humana de lo interpersonal, social o comunitario es algo que parece haberse destacado especialmente en esta última etapa de la historia.

El significado y el valor de la vida comunitaria son objeto hoy de mucha atención, porque en el hombre moderno aflora un deseo profundo de comunicación y de comunión interpersonal. Nos encontramos ante un pulular de experiencias, más o menos válidas, pero expresivas siempre de este fenómeno. Las ciencias humanas e incluso las teológicas, han dedicado particular atención a la dimensión social y dialogal; el hombre se hace hombre permaneciendo en comunión con otros hombres, es decir con personas como él, que viven con los demás y para los demás (Mercatali, 1983, pp. 209s.).

Desde los años cincuenta del pasado siglo en el Movimiento de la Psicología Humanista ha sido revalorizada la eficacia de diversas variantes de las psicoterapias grupales. El psicólogo Carl Rogers –creador de la inicialmente denominada “Psicoterapia no directiva”, y posteriormente “Psicoterapia Centrada en la Persona”, fue uno de los principales representantes de esta corriente, tanto para la psicoterapia individual como la grupal. Respecto a esta última llamaron la atención sus famosos encuentros grupales intensivos –de una semana de duración– entre irlandeses del Norte y del Sur (en la época de la máxima hostilidad entre ellos), como también entre rusos soviéticos y yankees. Alguien dijo que el siglo XX sería denominado el siglo de los grupos. También en la Iglesia ocurrió algo análogo.

Después de un crescendo de comunidades catecumenales y de base, con su séquito de crisis inevitables y de fáciles extinciones, hemos asistido a un florecimiento de “pequeños grupos”, compuestos de pocos sujetos, con finalidades y actividades varias: grupos de experiencia de oración, grupos del evangelio, grupos misioneros, grupos caritativos, grupos de experiencia de vida comunitaria en sentido evangélico según el modelo de los doce apóstoles de Jesús, etc. La nota dominante es la “espontaneidad”, puesto que se asocian sujetos por atracción de ideales, por comunidad de sentimientos y por igualdad de propósitos operativos (Mercatali, 1983, p. 221).

Otras situaciones que dan lugar a experiencias interpersonales y comunitarias que pueden tener consecuencias beneficiosas para los participantes son aquellos encuentros caracterizados por el predominio de lo lúdico y lo festivo. No cualquier persona puede estar dotada de los carismas que capaciten para promover, en los diversos grupos humanos, expresiones lúdicas y festivas que fortalezcan los vínculos entre las personas implicadas y encuentren en ambas –en especial las festivas– un aumento de alegría existencial.

Por reacción a estas situaciones negativas de la civilización de consumo, se han venido evidenciando por parte de diversos sectores de la cultura la enorme relevancia de la dimensión lúdica de la persona, es decir, el valor que encierra el juego entendido no tanto como una pausa restauradora en orden al trabajo, sino como actividad autónoma, ideal y meta misma de la vida (Mattai, 1983, p. 1300).

Por reacción a la degradación de la fiesta llevada a cabo por la sociedad secularizada y consumista, se viene articulando hoy día una “teología de la fiesta” como parte integrante de la teología del trabajo, que pretende superar el divorcio establecido entre fiesta y trabajo y corregir la exaltación mítica de un activismo que ha contribuido a consumar dicho divorcio. Desde diversos puntos se ha llamado la atención sobre los valores de los que es portadora la fiesta (Ibidem, p. 1363).

También en las celebraciones festivas puede la espiritualidad ejercer una influencia enriquecedora, inspirándose en Jesucristo. Celebraciones que cuando son auténticas –y no meros rituales rutinarios– con escaso nivel de sentimientos y creatividad– no sólo contribuyen a vivir unas horas con elevada presencia de alegría, cordialidad y esperanzas, sino que al concluirse la fiesta –familiar, de compañeros de trabajo, ciudadana, cultural, religiosa, etcétera– los participantes salgan con nuevas energías e ilusión en sus vidas. Sobre la espiritualidad en las experiencias festivas, me vuelvo a ocupar en el capítulo décimo.

En todas estas variadas formas de vivencia de lo comunitario, aparte de poder contribuir a que sean vividas de la forma más humanizadora posible –en lo cual un cristiano puede coincidir con un ateo humanista, o con personas de otras creencias religiosas que valoren también esta dimensión de la vida humana– ¿puede aportar un plus desde su espiritualidad?

En el Cristianismo, aunque desde sus orígenes lo comunitario fue algo esencial, es indudable que –en el caso de la Iglesia Católica– con el Concilio Vaticano II la conciencia de ello aumentó notablemente. Por algo la mayor parte de sus documentos tuvieron relación con el tema de la Iglesia, es decir, con la experiencia comunitaria de la fe cristiana. Entre otras consecuencias, se estableció la celebración comunitaria de la Penitencia –sin olvidar la individual–, aparte de otros sacramentos, y se consiguió mejorar notablemente la participación activa de los fieles en la celebración eucarística. Pero de las experiencias comunitarias litúrgicas me ocupo en el apartado siguiente.

Esta eclesialidad habla también del carácter comunitario y exterior, no meramente individualista e interior de la espiritualidad cristiana; las grandes celebraciones y acciones eclesiales no son individualistas, sino que buscan la plenitud personal en el encuentro comunitario, no puramente institucional (Ellacuría, 1993, p. 418).

A pesar de la sobriedad de los evangelistas, no falta en sus breves escritos el testimonio de que Jesucristo vivía lo festivo. Esto no sólo se muestra en la escena de la celebración de la boda en Caná, sino también en diversas ocasiones, como en la que acoge con gusto la invitación a un banquete organizado por el evangelista Mateo, tras ser elegido por Jesús para colaborar con él. Asimismo, cuando acogió invitaciones para comer con algún miembro del colectivo de los publicanos o los fariseos. En el apartado 10.2. me detendré sobre ello.

A partir de los textos evangélicos, el cristiano habrá podido contemplar las actitudes de Jesucristo de respeto al otro (incluidos los diferentes), misericordia, cordialidad, solidaridad, etcétera. Los valores éticos implicados en sus actitudes en las relaciones interpersonales o comunitarias las vivió no sólo con sus discípulos y con los apóstoles, sino también con personas de grupos como los centuriones, los fariseos, los publicanos (recaudadores de tributos), los samaritanos, las prostitutas, colectivos ajenos al pueblo de Dios (“vendrán de Oriente y de Occidente y pasarán delante de vosotros…”).

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