La música de la soledad

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La voz de Zamora era profunda, nítida y comunicaba con seguridad los textos que leía.

Era un hombre alto, de hombros amplios y dueño de una barriga significativa. Vestía una arrugada camisa blanca, corbata roja con pequeños lunares verdes y suspensores que sujetaban sus pantalones de gabardina. Su calva relucía como un pan de mantequilla expuesto al sol.

—¿Viene a contratar una campaña publicitaria? —preguntó minutos más tarde, después de limpiarse la frente con un pañuelo de papel y de estrechar mi mano—. En nuestra radio podemos dar buenos consejos y el mejor de los servicios.

—Gracias, pero estoy aquí por otros motivos.

—¿Usted es la persona que estuvo reunida con Benavides? —preguntó, sobresaltado, como recordando de pronto una información importante—. Me llamó hace un rato para avisarme que venía a la radio. Hizo bien en contactar a Benavides. Es un buen abogado y seguramente le será de mucha utilidad.

—Sí, estuve con el abogado, pero...

—Antes de que me llamara Benavides, un colega de la radio me comentó que usted piensa instalar una tienda de electrodomésticos —dijo Zamora—. Si quiere publicitar su emprendimiento, está en el lugar indicado. Radio Primavera es la única emisora del pueblo y tiene una gran audiencia en el pueblo y sus alrededores.

—No sé qué le dijo Benavides, pero no pretendo instalar ninguna tienda. Quiero conversar sobre sus comentarios de apoyo a las personas que se oponen a la presencia de la minera en el pueblo.

—Ese asunto es parte del pasado y no me interesa recordarlo.

—Comentarios que emitió a diario hasta que empezó a recibir amenazas —dije y el locutor desvió su mirada hacia un rincón de la habitación—. Necesito que me cuente lo que fue esa experiencia.

—Usted parece estar suficientemente informado de esos hechos. ¿Qué pretende?

—Me llamo Heredia, soy detective privado y pretendo descubrir al que mató a Razetti. El abogado que usted conoció cuando él estuvo en el pueblo —dije y advertí que la noticia no le provocaba sorpresa.

—Sé lo que sucedió con él. Lo leí en el resumen de noticias que nos manda la agencia de prensa con la que estamos asociados. Lo conocí y no parecía mala persona. No obstante eso, debo confesar que no incluí su muerte en el noticiero de la radio. Ya tuve bastantes líos con el asunto de los comentarios.

—¿Alguien lo amenazó para que no siguiera hablando de las faenas mineras?

—Digamos que no estoy acostumbrado a que en mitad de la noche me pongan una pistola en la espalda.

—¿Reconoció al de la pistola?

—Nunca me dio la cara.

—Y aparte de la pistola, lo amenazó alguien después. ¿Quién lo hizo?

—Hay ciertos hechos que es preferible olvidar. Tengo familia que mantener y necesito conservar mi trabajo.

—Comprendo. ¿Quién lo amenazó? —insistí.

—Da lo mismo. Si quiere un consejo, váyase mañana mismo del pueblo.

—Quiero oír su versión de los hechos.

—Es simple y breve. Durante dos semanas hice comentarios en contra de la minera. El director y único periodista de la radio me apoyó hasta que supo que la estación había sido vendida a Jacinto Avendaño, un empresario al que nadie conocía en el pueblo. Me ordenó acabar con los comentarios, pero seguí un par de días, hasta que recibí las primeras amenazas.

—¿Y qué pasó con el nuevo dueño?

—Tiempo después supe que era un palo blanco de Memphis. Llegó con una buena oferta y el antiguo dueño, que ya estaba viejo y sin ganas de seguir batallando por la sobrevivencia de su radio, aceptó el cheque que le ofrecieron.

—Y el nuevo dueño cambió la línea editorial de la radio.

—Despidió al director y contrató como supervisor a un periodista joven que a duras penas logra hilar tres frases seguidas. Luego reunió al personal de la radio y en pocas palabras nos dijo que la emisora se dedicaría a transmitir música, a informar sobre algunas actividades locales y que se acababan las alusiones a cualquier tema que pudiera ser conflictivo. Más claro no podía ser.

—Pero usted conservó su trabajo.

—Por estos lados no hay muchas voces que sirvan para la locución radial.

—Y además, usted se habrá comprometido a mantener silencio.

—¿Qué insinúa?

—El silencio siempre tiene un precio o un costo. ¿Por qué no quiere revelar el nombre de la persona que lo amenazó?

—Hay que preocuparse del futuro.

—¿Por qué hizo los comentarios?

—A veces uno olvida el terreno que pisa, pero no volveré a cometer el mismo error. Ahora leo las noticias que me pasan los periodistas, hablo del tiempo y del horóscopo, comento resultados deportivos, cumplo mi horario y regreso a casa sin temor a encontrarme otra vez con una pistola en el camino.

—La vida feliz de Gastón Zamora.

—Si usted quiere luchar contra molinos de vientos es cosa suya. No me mezcle en sus entuertos.

—Contaba con su ayuda, pero veo que me equivoqué.

—Usted se marchará y otros pagarán los platos rotos. A la minera nadie la va a derrotar. Ni usted ni los vecinos organizados.

—Pretendo estar unos días más en el pueblo. Si de pronto recuerda el nombre del fulano que lo amenazó, no dude en decírmelo. Podría ser de gran ayuda.

—No sea majadero.

—Piénselo y no me decepcione, Zamora. Y sobre todo, no se decepcione a sí mismo.

9

La conversación con Zamora terminó por agotarme. Y no era un cansancio físico, sino que cierta forma de hastío por el comportamiento de las personas como él. El mediocre apego a una existencia ratonil es tan nefasto como el arribismo o el lambisqueo a los poderosos de turno. Caminé hacia la pensión con la intención de darme una ducha y luego, si aún me quedaba ánimo, beber una copa de vino que me adormeciera el malestar. Pero, para mi sorpresa, al llegar a la pensión me estaba esperando su dueña en el salón que unía el pasillo central con los dormitorios. Fumaba un cigarrillo y escuchaba una música que no logré identificar.

—Me ha colocado en una situación complicada —dijo, esforzándose en sonreír—. Tendrá que hacer algo y terminar con los rumores.

—¿Se refiere a que andan diciendo que soy su futuro esposo?

—Su promesa al fin cumplida, sus tierras en no sé qué selva, sus serpientes de quince metros. La gente del pueblo cree cualquier cosa que la saque de la monotonía. En la última hora he recibido seis llamadas de amigas interesadas en saber si es verdad lo que se dice.

—Si me preocupara por lo que dicen de mí, no tendría tiempo para hacer nada más.

—Usted no sabe lo que es vivir en este lugar.

—¿Y qué quiere que haga? —pregunté—. Puedo casarme con usted o bien ponerme en la plaza a gritar que no soy su novio.

—Acabo de perder a una persona que estimaba y no tengo ánimo para aceptar que se festine con mis sentimientos.

—¿Quiere hablar de eso?

—Desde luego que no. No ventilo mi corazón frente a extraños.

—Disculpe, reconozco que me excedí en lo que dije, pero fue el mozo del bar el que inició la historia del novio.

—Modere su imaginación.

—Cuente con ello, y si hay algo más que pueda hacer, me lo dice.

—Basta con su silencio —dijo, y luego de hacer un gesto para dar a entender que el tema no merecía más comentarios, agregó—. Y si le apetece, puede compartir conmigo la copa de vino que suelo beber por la tarde.

—Es la mejor oferta que me han hecho desde que llegué al pueblo —dije.

Ella aprobó mis palabras con una nueva sonrisa.

Después de probar el vino, me escuchó con atención y tuve la certeza de que, al igual que Zamora, conocía muy bien los problemas de Cuenca.

—Becerra, su esposa y quienes le acompañan tienen razón en lo que hacen, pero nunca van a conseguir que la minera abandone la represa o construya el muro de resguardo. Los que toman decisiones en el pueblo están comprados por la minera. El alcalde, los concejales y hasta el cura Gutiérrez. De un modo u otro todos reciben una tajada de la torta.

—Parece saber mucho.

—Cuando el proyecto estaba en sus inicios y nadie sabía muy bien de qué se trataba, alojé a un ingeniero que trabajaba en Memphis. Decía que la minera iba a entregar recursos al pueblo durante unos años y luego, cuando la represa fuera una realidad, haría lo que estuviera a su alcance para ocultar el tema de la contaminación y desgastar a sus posibles opositores. La represa implicó una fuerte inversión y su vida útil está calculada en treinta años.

—¿Qué pasó con ese ingeniero?

—Cometió el error de hablar en público sobre los efectos ambientales del proyecto. La gerencia de la minera lo despidió en menos tiempo del que canta un gallo.

—¿Cómo se llama?

—Arturo Fonseca. Hace nueve meses me envió una postal desde un país de la antigua Unión Soviética. No podía conseguir trabajo en Chile y terminó aceptando la oferta de un colega que trabaja en Ucrania.

—Mala suerte —dije, y luego de una pausa, agregué—. Me parece que usted considera la represa y la contaminación una causa perdida.

—La difusión de los problemas que origina la represa no ha tenido el efecto esperado. La minera se limita a esperar que pase el tiempo.

—Hay que dar las peleas, por difíciles que parezcan.

—Pero eso tiene su costo —dijo Adriana Mercado y enseguida guardó silencio, como si un mal recuerdo hubiera atrapado a sus pensamientos.

—¿Qué pasa? Se puso triste.

—Imaginaciones suyas —agregó Adriana y acompañó sus palabras con una sonrisa forzada.

 

—¿Segura? A veces puedo ver debajo del agua.

—No esta vez, Heredia —dijo la mujer, y a continuación me ofreció una segunda copa de vino.

***

Antes de la medianoche, ella se marchó a su pieza y yo a la mía. Desvelado, leí parte de una novela de Patricia Highsmith que encontré en el velador. Desde mi habitación podía escuchar el sonido del televisor en la pieza de Adriana Mercado. Dejé correr unas páginas hasta que, inesperadamente, la puerta de la pieza se abrió y apareció la silueta de la mujer. Traía puesto un pijama verde pálido y una bata azul.

—Parece que ninguno de los dos puede dormir —dijo y avanzó hacia el interior de la habitación.

—Conozco los motivos de mi desvelo, pero no los suyos.

—Dijo que fue amigo de Alfredo Razetti.

—Lo fui desde la época de la universidad.

—Diría que era un hombre capaz de tomar decisiones radicales en su vida.

—Eso es muy amplio. ¿Está pensando en un suicidio?

—No. Pensaba en si habría podido cambiar de trabajo o dejar a su esposa.

—Razetti era un buen abogado y creo que disfrutaba de su trabajo. De su matrimonio no hablaba. De hecho, conocí a su esposa recién hace unos días. Aunque ahora que lo pregunta, en una ocasión hizo comentarios que llevaban a pensar que no era feliz en su matrimonio. Tal vez se debía a la falta de hijos o a la rutina en que parecía desenvolverse la relación. ¿Por qué le interesa la vida personal de Alfredo?

—Pasó mucho tiempo en esta pensión, y en más de una ocasión conversamos de su vida y de lo que le gustaría hacer para vivirla de otra manera. Y ahora que está muerto, pienso en la tristeza que parecía llevar encima.

—¿Eso es todo? O entre usted y él hubo algo más que conversaciones.

—Usted no escarmienta, Heredia. Su imaginación y sus palabras vuelan con mucha prisa.

—Disculpe si le molestó mi insinuación.

—No sea majadero con sus disculpas. Usted debe estar cansado y no es correcto que le quite su tiempo con mis preguntas.

—Por mi tiempo no se preocupe.

—Mañana podemos seguir conversando —dijo, y enseguida, sin agregar nada más, abandonó el dormitorio.

Desperté antes de las ocho. Pese a lo temprano del día, el aire caluroso revoloteaba como una avispa dentro de la pieza. Salí de la habitación con la idea de retomar la conversación con Adriana Mercado. Pero no la encontré. La mujer que le ayudaba en las labores de limpieza me dijo que la señora había salido al terminal de buses para recoger a una pareja de turistas.

Tomé desayuno y seguí con la búsqueda de información que me había traído hasta el pueblo. Era el trabajo que me correspondía realizar, porque como alguna vez me dijo un policía retirado: no hay crímenes perfectos, hay malas investigaciones o malos detectives.

10

Después de hablar con tres jubilados que encontré en la plaza del pueblo, de entrar a un par de negocios y de hacer algunas preguntas al empleado de la oficina postal, decidí conocer al cura que había mencionado Adriana Mercado en nuestra última conversación. La iglesia del pueblo era pequeña, con muros de adobe agrietados por el efecto de los años o los terremotos que solían remecer la geografía de la región.

Entré a la nave de la iglesia y luego de acostumbrarme a la penumbra del recinto, reparé en una fila de cinco personas que aguardaban al párroco junto al confesionario. Es asombroso que al inicio de un nuevo siglo aun existan personas dispuesta a revelar sus secretos a hombres de carne y hueso, cuyos nombres, además están asociados, desde que hay memoria, a pecados tan negros como los hábitos que visten. Confesiones gratuitas, por lo demás, en una época en que los pecados se ventilan en la prensa o en la televisión, a cambio de dinero o una llamativa portada de diario. Pero, para esto último no bastaba con ser un pecador. Había que ser parte de la farándula televisiva o política, y gozar de alguna fama tan efímera como las pompas de jabón.

Gutiérrez era bajo y algo barrigón. Debía tener unos cincuenta años y usaba unas gafas de marco negro a juego con el color de sus cabellos y de su sotana.

Aguardé en la fila, y cuando llegó mi turno, el cura, agotado de escudriñar en las almas de sus feligreses, preguntó con evidente displicencia mi nombre y me dijo que enunciara los pecados de los que estaba arrepentido.

—Me arrepiento de estar en este lugar, pero no tenía otra opción para conseguir unos minutos de su tiempo —dije en voz alta.

—¿Qué dice? —preguntó el cura, saliendo del sopor en el que parecía encontrarse.

—Quiero saber lo que usted piensa sobre la contaminación del pueblo —dije con la intención de provocar la inmediata atención del religioso.

—¿Cómo se atreve? La confesión es un sacramento.

—Antes de venir llamé a su secretario. Le pregunté si podía conversar con usted y me dijo que después del almuerzo iría a dar la comunión a unos vecinos enfermos. La única posibilidad de hablar con usted era en el horario de las confesiones, lo que a la luz de lo que quiero saber me parece el lugar más adecuado.

—Vaya a la oficina de la minera. Sus profesionales sabrán darle información técnica.

—La técnica me es indiferente, me interesa la ética. Quiero conocer las razones que tuvo para apoyar la construcción de la represa y predicar en contra de los pobladores que denuncian la contaminación. Quiero saber por qué no ha ido, siquiera una vez, a ver a los huelguistas que están en el club deportivo. Han pasado más de doce días en los que usted ni su dios se han acordado de esas personas.

—¿Ha venido a provocarme? Váyase y déjeme continuar con mis confesiones.

—Soy el último de la fila.

—¿Quién es usted? —preguntó el sacerdote.

—Alguien que busca información para aclarar la muerte de un abogado.

—¿Y yo qué tengo que ver con esa muerte?

—Conoce lo que sucede en el pueblo y en especial con los trabajos de la minera.

—¿Y qué relación tiene eso con la muerte del abogado?

—Su asesinato puede estar relacionado con un recurso que pensaba interponer contra Memphis.

—¿Asesinato? ¿Por qué habla de asesinato?

—¿No lo sabía? —pregunté y el cura guardó silencio por unos instantes.

—Es un asunto de los hombres, no de Dios —dijo una vez que le conté lo sucedido con Alfredo, y mientras salía del confesionario, agregó—: Los asuntos de los hombres los atiendo en mi oficina.

—¿Acaso todo lo del hombre no interesa a Dios? —pregunté, recordando una enseñanza de la época en que viví en el orfanato que dirigía el padre Brown, un buen cura, aficionado al fútbol, las novelas de Emilio Salgari y el whisky escocés.

***

—Los riesgos de la represa están controlados —dijo el cura más tarde, mientras apoyaba sus manos en el escritorio de madera que ocupaba gran parte de su oficina, iluminada por una tenue luz que entraba por la ventana ubicada a espaldas del sacerdote—. Cuando se anunció la construcción de la represa, me reuní con directivos y profesionales de la minera. Me aseguraron que los riesgos serían eliminados mediante un trabajo de alta calidad y de acuerdo a las normas que regulan ese tipo de obra, y que además se aportarían recursos para mejorar las condiciones de vida de la gente del pueblo. Puedo dar fe que lo último se hizo con bastante generosidad.

—El agua del río está contaminada con elementos tóxicos que afectan la salud de las personas.

—Casos mínimos, amplificados por un grupo de agitadores que desean obtener beneficios económicos.

—¿Y a usted no le interesa el dinero de la minera?

—¿Cómo se atreve? —preguntó el cura, indignado—. Váyase de mi iglesia o llamaré a los carabineros.

—No intente ocultar el sol con un dedo. En pueblo chico todo se sabe o se intuye.

—Recibí un aporte de la minera destinado a refaccionar la iglesia. Y otro, de menor cuantía, destinado a potenciar el trabajo pastoral.

—Y recibió dinero para adquirir un vehículo nuevo.

—Veo que ya habló con los agitadores.

—Conversé con personas a las que encontré sentadas en la plaza o comprando en unos boliches. No hay nada que interese más a la gente que el chismorreo y los secretos a voces.

—Sus fuentes no parecen muy confiables.

—Todas dicen que usted recibe dinero y supongo que será, entre otras cosas, a cambio de sus sermones de los días domingo.

—No tiene derecho a hacerme esas acusaciones.

—Ni usted a jugar con la vida de los pobladores —dije y luego de una pausa, agregué—: Hábleme de su conversación con Razetti.

—Conversamos de los mismos temas que a usted le interesan en estos momentos.

—Y probablemente usted supo que el abogado entró a los terrenos de la minera.

—Me informé el mismo día que lo hizo.

—¿Cómo?

—Vino a verme Santiago Escobar, un exobrero de la minera que acompañó al abogado en su incursión por los alrededores de la represa —dijo el cura y luego miró hacia la puerta de la oficina y movió su mano derecha sobre el escritorio, como limpiando una basura imaginaria.

—¿Y a qué vino Escobar?

—Temía ir a la cárcel. Me confesó que había acompañado a Razetti hasta las propiedades de la minera. Dijo que necesitaba el dinero que le ofreció el abogado.

—¿Y usted le dio algún consejo?

—Le dije que se fuera tranquilo a su casa. Que hablaría con el oficial a cargo de los carabineros para que no lo pasaran al juzgado.

—Un cura tiene más influencias de lo que uno imagina.

—Muchos en el pueblo me consideran un guía espiritual. Alguien que sabe aconsejarlos.

—Un guía espiritual que hace sermones sobre problemas terrenales.

—Me escuchan y creen en mis consejos.

—Dos buenas razones para que la minera tuviera interés en contar con usted.

—La mayoría de mis feligreses piensa que la minera les trajo bienestar.

—Supe que en uno de sus sermones habló en contra de Alfredo Razetti.

—No recuerdo tal cosa. Es malo creer todo lo que dicen.

—¿Alguien de la minera se lo pidió?

—¡Váyase! —exclamó Gutiérrez, al tiempo que se ponía de pie y me indicaba la puerta de su oficina.

—Recuerde que la ira es un pecado capital. Ira, odio, enfado. Sentimientos que pueden reflejar la intención de negar verdades que resultan molestas. ¿Qué dice, padre? ¿Se ha sentado alguna vez en el confesionario a meditar sobre sus pecados?

***

Recurrí a la ayuda de Julián Becerra para llegar a la casa de Santiago Escobar. Julián me trasladó en su camioneta hasta un poblado ubicado a diez kilómetros de Cuenca. En ese lugar, rodeado de lomas resecas en las que pastaban algunas cabras, vivía Escobar con su esposa y dos hijos pequeños que, al momento de nuestra llegada, correteaban a un perro negro. Escobar criaba cabras, elaboraba quesos y tenía un taller de artesanía en greda donde fabricaba platos, fuentes y jarrones que vendía a comerciantes de otras localidades o a los escasos turistas que llegaban al pueblo.

—Desde el incidente que compartió con el abogado, Escobar no quiere saber nada de la minera —recalcó Becerra cuando nos acercábamos a la casa de Escobar.

—Sin embargo accedió a conversar conmigo —dije.

—Primero se negó, pero cuando le hablé de la muerte de Razetti cambió de idea. Hasta me atrevería a decir que sentí su tristeza a través del teléfono.

Escobar debía tener poco más de treinta años y su piel, morena y brillante, evocaba los efectos de muchas jornadas a pleno sol. Nos hizo entrar a su casa y nos ofreció asiento alrededor de una mesa cubierta por un descolorido mantel de tela azul.

—Becerra me habló de usted y de su trabajo —dijo Escobar, sin preámbulo—. Ignoraba lo de la muerte del abogado, y créame que lo lamento mucho. Era una buena persona y estaba interesado en el destino del pueblo.

—¿Cuándo lo conoció?

—La primera vez que vino al pueblo, seis o siete meses atrás.

—No sabía que Alfredo hubiera venido tantas veces a Cuenca. Creía que sus viajes eran un asunto de los últimos dos meses.

—Tomó contacto con Becerra después de su cuarta visita —dijo Escobar—. Antes de eso, parecía de vacaciones y pasaba la mayor parte del tiempo en la pensión de la señorita Mercado. Nos conocimos cuando quiso ver los alrededores del pueblo. Arrendó un vehículo, pero como no conocía las condiciones de los caminos, buscó a alguien que le sirviera de chófer. Por esa razón compartimos muchas horas de viaje y conversaciones.

 

—¿Y después?

—Entró en contacto con el grupo que lidera el amigo Becerra. Fue entonces que comenzó a hablar de demandar a la minera. Una tarde me preguntó si era posible ingresar a los terrenos que rodean la represa, y le dije que existía una fuerte vigilancia en el lugar. Insistió en entrar, pese a que no estaba en edad de correr ni andar a los saltos por las lomas —dijo Escobar y luego de quedarse un rato en silencio, tal vez evocando a Razetti, agregó—: Le cobraron en Santiago la muerte de la que se libró en Cuenca.

—¿Qué quiere decir con eso? ¿Sabe algo sobre su asesinato?

—Lo que me contó Julián, nada más. Se me ocurre que en Santiago los crímenes son más frecuentes y fáciles de ocultar.

—Usted estuvo junto a Razetti cuando entró a los terrenos, y luego cuando fue entregado a los carabineros. ¿Qué recuerda de eso?

—Razetti quería conocer la represa y sus alrededores, cosa que no es fácil de hacer si no se tiene permiso. Hizo gestiones en las oficinas locales de la minera y no obtuvo la autorización que esperaba. Quiso volar sobre la represa, pero no encontró a nadie que prestara el servicio aéreo. Varias veces le dije que se olvidara del asunto. El terreno más inmediato a la represa está rodeado por alambradas difíciles de sortear. A eso se suma un fuerte cuerpo de guardias a caballo y en moto que vigilan las veinticuatro horas del día. Incluso, en las proximidades de la represa, existe un sistema de cámaras que alerta sobre la presencia de extraños.

—¿Y cómo está usted al tanto de esa información?

—Fui empleado de la minera, y eso me permitió ver el inicio de la construcción. Trabajé vigilando los galpones donde se guardaban los materiales utilizados en el trabajo. Y además hay mucha información que obtuve conversando con otros obreros.

—Y no obstante esa información, pensó que Alfredo y usted podían eludir la vigilancia.

—Me dejé llevar por el entusiasmo del abogado y creí que tendríamos suerte. Me equivoqué medio a medio.

—¿Lograron ver algo de lo que quería conocer Razetti?

—Nos atraparon cuando veníamos de regreso. Llegamos hasta los pies de la represa, y él pudo apreciar sus dimensiones y los puntos donde han efectuado reparaciones para solucionar algunas filtraciones. Tomó apuntes y sacó fotos —dijo Escobar, y luego de unos segundos en los que su memoria pareció resistirse a los recuerdos, agregó—: Entramos de amanecida al terreno y estuvimos en su interior hasta casi las seis de la tarde, momento en que fuimos detectados por un vigilante a caballo. En pocos minutos nos vimos metidos en una de esas películas de acción que pasan en la tele. Motos y autos que corrían de un lado a otro; mucha gente armada. Nos entregamos porque no teníamos ninguna posibilidad de escape.

—¿Y qué pasó después?

—Nos sacaron del lugar y nos llevaron al pueblo. Un tipo que daba órdenes hizo unas llamadas telefónicas y nos dio a entender que estábamos metidos en problemas. Nos encerraron en una pieza y luego de un rato nos separaron. A mí me interrogaron varias personas. Querían saber en qué lugares habíamos estado y qué buscaba Razetti. Uno de los interrogadores me dijo que podían acusarme de robo y conseguir que me tuvieran una temporada en la cárcel. Alegué que no había robado nada, y el tipo me contestó que podían inventar pruebas.

—A usted lo dejaron de inmediato en libertad. Tuvo mejor suerte que el abogado.

—Querían joder a Razetti. Por eso a mí me dejaron en libertad, y a él lo entregaron a los carabineros, acusado de intento de robo y espionaje industrial.

—¿Y qué hizo usted cuando lo dejaron en libertad?

—Traté de ubicar a Becerra, pero no tuve suerte. Después se me ocurrió la tonta idea de hablar con Gutiérrez. Pensé que el cura me ayudaría y me fue mal. Ni siquiera prestó mucha atención a mis palabras. No llevábamos ni cinco minutos de conversación cuando apareció el secretario de Gutiérrez. Le dijo que tenía una llamada del señor Milton Montes. El cura corrió hacia su oficina y más tarde mandó a decir con el secretario que no podía seguir atendiéndome, que me fuera a la casa.

—¿Quién es Milton Montes? Hasta ahora no había escuchado ese nombre.

—Es el gerente de Asuntos Corporativos de la minera —dijo Julián Becerra, interviniendo por primera vez en la conversación.

—¿Vive en Cuenca?

—Pasa un tiempo en el pueblo y otro en Santiago.

Hice una pausa para encender un cigarrillo, y luego pregunté a Escobar lo que había hecho después de conversar con el cura.

—Volví a la casa donde vivía en esa época. Estaba preocupado por mi gente.

—¿Y eso fue todo?

—A la mañana siguiente apareció en mi casa uno de los tipos que me habían interrogado el día anterior. Dijo que no quería perder más tiempo conmigo. Que podía olvidarse de mí a cambio de una condición.

—¿Quedarse callado?

—Y olvidarme de cualquier cosa relacionada con la minera.

—Una propuesta que usted aceptó.

—¿Qué más podía hacer? El tipo dijo que si no obedecía mi esposa y mis hijos podían salir perjudicados. Y no tuve duda de que hablaba en serio.

—¿No pensó en pedir ayuda?

—Pensé en lo que ocurrió con mi padre durante la dictadura. El viejo era dirigente sindical; una mañana fue a buscarlo a la casa un grupo de milicos. Nunca volvimos a verlo.

—Pudo pedir ayuda a los vecinos que se oponen a la minera.

—Tenía miedo. Me acordé de esta casa, que estaba abandonada. Pertenece a un tío de mi esposa. Me vine con mi familia. Después de una semana regresé al pueblo e intenté encontrar trabajo. Nadie quiso nada conmigo. Dejé el pueblo y volví a esta casa. No nos ha ido mal. Vivimos tranquilos y algo ganamos con los quesos y las artesanías.

—¿Ha vuelto a ver a quienes lo detuvieron?

—No. Pero de vez en cuando pasa por aquí alguna camioneta de la minera. Se detiene un rato y sus ocupantes observan la casa y lo que hacemos. Supongo que la situación cambiará con el tiempo. La gente del pueblo está acostumbrada a que personas que trabajan para las mineras hagan preguntas o escuchen a los pobladores cuando están reunidos

—¿Pensó en denunciar su caso? —pregunté a Escobar.

—¿Cree que alguien me iba a prestar atención?

—El miedo es la mejor arma de la minera. Por eso nuestra lucha tiene sentido —dijo Becerra a Escobar.

Escobar escuchó las palabras del dirigente. Se limitó a mover los hombros con desgano y seguramente sin ánimo de batallar contra sus temores.

Deduje que ya no quedaba nada más de qué conversar con él. Me despedí y caminé hacia la puerta.

—Cuídese, señor —fue lo último que dijo el artesano.

Becerra condujo de regreso al pueblo y me dejó a un costado de la plaza. Hacía calor. Dos perros dormitaban a los pies de un árbol de hojas amarillas. Recordé las notas que Sanhueza había encontrado en el computador de mi amigo y me pregunté si no existiría la posibilidad de ubicar otros documentos. Luego reparé en el tiempo que Alfredo había pasado en el pueblo antes de que Becerra le pidiera ayuda. Recordé que la pensión de Adriana Mercado ofrecía conexión a internet y decidí enviar un correo electrónico a Sanhueza pidiéndole que buscara nuevamente en la computadora de Razetti. Si pensaba demandar a la minera, Razetti debía haber tenido más información; no era posible que todo se redujera a los apuntes que yo había leído, salvo que el mismo asesino hubiera eliminado la información. Si así había sido, por qué borrar unos archivos y dejar otros. ¿Prisa, descuido?

El balón amarillo con el que jugaban unos niños hizo esfumarse la sensación de que era observado. Le di un puntapié y fue a dar a las manos de uno de los pequeños. Recordé las pichangas que jugaba en las polvorientas canchas de mi infancia. Nunca fui hábil con la pelota, pero ponía fuerza y entusiasmo en mis desplazamientos por la cancha. Y seguía haciendo lo mismo en el juego de la vida. Fuerza y entusiasmo para obtener pequeñas victorias que pronto caían en el desencanto. Seguí observando el juego de los niños y después me dispuse a seguir mi camino.

Entré a un bar y pedí una copa de vino. La bebí acodado en un sucio mesón de madera. Un hombre moreno que cubría su cabeza con un sombrero verde entró al bar. Se ubicó a un extremo del mesón, pidió una cerveza y en los siguientes minutos lo sorprendí observándome insistentemente. Pedí una nueva copa de vino y me dirigí al baño ubicado al final de un extenso pasillo que tenía varias puertas a sus costados. Una de ellas conducía a la cocina del bar. Avancé deprisa y sin importarme los reclamos de un cocinero que freía chuletas en una parrilla, pasé por la cocina y abrí la puerta que daba a un patio interior. Observé el lugar y luego trepé por la pandereta de ladrillos que separaba al bar de la casa vecina.

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