La música de la soledad

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Fragmentos de vidas golpeadas por el infortunio o la maldad, posibles misterios, revelaciones sobre existencias reducidas a papeles que en algún momento habían dado sentido a la existencia y el trabajo de Razetti. Cargué a Simenon entre mis brazos y caminé hacia la ventana que da a la calle Aillavilú. Un pequeño espacio de ciudad convertido en guarida de narcotraficantes y administradores de cafés con piernas. Estaba cansado de registrar los cambios de la calle y prefería mirarlos de reojo. Ver lo justo y necesario para seguir recorriendo un barrio anclado en mi memoria y en un pasado cada vez más irreal.

Simenon se agitó entre mis brazos y dio un brinco. Lo seguí a la cocina. Busqué en la alacena unos tallarines que puse a cocinar después de hervir un fondo con agua y agregarle unas gotas de aceite. Más tarde los saqué del agua, los escurrí en un colador de plástico y puse sobre ellos el contenido de una lata de atún.

Simenon había seguido cada uno de mis movimientos y movió la cola de felicidad cuando dividí los tallarines en dos porciones. Me senté junto a la pequeña mesa que había en la cocina y llené un vaso de vino.

—¿Nadie te ha recomendado comer despacio?

Simenon lengüeteaba ávidamente la pasta y el atún.

— Hay que mascar a lo menos siete veces cada bocado —insistí.

—¡Pamplinas! ¿Nadie te ha recomendado no cocinar a una hora en la que desfallezco de hambre?

Después de lavar los platos me senté junto al escritorio y por unos minutos me dejé llevar por los acordes de una sinfonía de Mahler. La música me reconcilió con la vida que me rodeaba. Pensé en Doris y en la respuesta que le debía.

—¿Por qué resulta tan difícil tomar el teléfono? —me pregunté en voz alta.

—Porque estás acostumbrado a la soledad —respondió Simenon, que limpiaba sus bigotes tendido sobre la cubierta del escritorio—. La vida te ha hecho creer que los afectos son pasajeros. Perdiste temprano a tu madre, de la que apenas tienes un par de fotos. Tus compañeros del orfanato desaparecían de una semana a otra, y desde entonces tus amistades y romances han estado rodeados por la inquietud de ver desaparecer a quien guardas algún tipo de cariño. Por eso dejaste partir a Andrea y luego a Griseta. Por eso demoras en decirle a Doris lo que sientes por ella. Temes volver al tiempo de los afectos efímeros. Te has acostumbrado a postergar tus deseos y te conformas con asumir los dolores de tus clientes; sus historias que por unos días te permiten olvidarte de ti mismo.

—Hago mal en dejarte oír esos programas del corazón que transmiten en la radio.

—No festines mis palabras, Heredia. No se puede huir de uno mismo.

—Siempre queda la opción de saltar por la ventana.

—Jamás harías algo así. Te gusta la vida.

—Una vida reducida a conversar con un gato impertinente.

—Deja de quejarte, sabes que más allá de la puerta, la vida te ofrece otros afectos. Hasta ahora has andado a tu ritmo y eso es más de lo que puede decir buena parte de los tipos que pasan por tu lado.

—No dejas de tener razón.

Me dirigí hacia uno de los estantes de la biblioteca. Busqué entre los libros. Abrí uno del poeta Hugo Mujica y, al azar, leí un fragmento de unos de sus poemas: Pido morir como mueren los mendigos: meciendo la soledad del mundo en el hueco de la mano.

—Tú y tu manía de pensar en la muerte.

***

A la mañana siguiente, después de releer los documentos, tuve que aceptar que entre mis manos no tenía más que un conjunto de historias. Estaba frente a un muro y debía buscar su lado vulnerable. En eso, entre otras ocupaciones, consistía el oficio de metiche escogido muchos años atrás, después de abandonar mis estudios de Derecho y mientras trabajaba en un hotel galante. Desde entonces, había saltado varios muros y aclarado una centena de misterios de distintas layas, cosa que recordaba para aceptar que llevaba demasiado tiempo en lo mismo y que la experiencia, más algo de trabajo y un poco de suerte me ayudarían a descubrir al asesino.

Me puse una camisa limpia, llené el pocillo de Simenon y salí del departamento con la intención de encontrar la fisura en el muro. El impulso me duró hasta que estuve en la calle. Sin otro afán que el recuerdo, tomé un tren en la estación Calicanto y en menos de quince minutos subía a la calle Franklin, a pocas cuadras del antiguo Matadero Municipal y de «El Manchao», una picada en la que había estado en una ocasión, acompañado de Razetti, el abogado Nápoles y Marcos Campbell, mi amigo periodista que nos había guiado hasta ese restaurante con el pretexto de obtener información para un artículo sobre bares populares que se proponía escribir. Pero, y no obstante el empeño que puso Campbell al charlar largamente con parroquianos y mozos del lugar, en esa jornada de copas apenas logró averiguar que el bar existía desde 1925 y que su nombre se debía a una mancha en el rostro de su primer propietario.

La fachada de ladrillos descoloridos no importaba a los clientes habituales, en su mayoría obreros del barrio que aparecían al mediodía o por las tardes, buscando una cerveza o una caña de vino. A mi llegada un par de borrachitos sorbía con entusiasmo los primeros vinos del día. Avancé por un pasillo y llegué a un salón mal iluminado. Me senté junto a una mesa desde la que podía observar la extensa barra del bar y esperé unos minutos hasta que llegó a atenderme una mujer joven y algo entrada en carnes. Le pedí un churrasco y una caña de tinto.

Por unos segundos recordé mi última conversación con Razetti. Nada especial. El simple intercambio de información entre amigos que no se ven hace meses. Asuntos de nuestros respectivos trabajos y comentarios sobre la actualidad política, que por alguna razón inexplicable nos seguía interesando. Nada especial ni que nos hiciera pensar en la muerte como un asunto a corto plazo o una mala broma de eso que llamamos destino.

Una vez que me sirvieron mi pedido, observé la soledad que me rodeaba y, sin pensarlo dos veces, comí el sándwich y dejé el vino a medio consumir. Volví a la calle, tomé un taxi y me hice conducir hasta la oficina de Razetti. Observé las tiendas de los alrededores y un restaurante ubicado frente al despacho del abogado. En el primer nivel del edificio de tres pisos que acogía la oficina de mi amigo había un negocio de neumáticos. Entré a la tienda y saludé a un hombre, bajo y menudo, que estaba acodado en el mesón de atención. Le expliqué que no me interesaba comprar nada y le pregunté si conocía a Razetti.

—Por cierto que conocía al abogado —dijo el vendedor con un tono de congoja—. Llegó al barrio casi en la misma fecha en que yo empecé a trabajar en esta tienda. Era un hombre simpático y buen conversador. Es una pena que tuviera un final tan triste. Dicen que se pegó un tiro.

—En eso se equivoca, amigo —dije alzando la voz—. Al abogado lo asesinaron. Un desconocido entró a su oficina y le disparó en la cabeza.

—¿Y usted cómo sabe eso? —preguntó el vendedor, alarmado.

—Investigo su muerte.

—¿Es policía?

—Soy un tipo que hace preguntas y pretende descubrir al asesino de su amigo.

El hombre quedó pensando en mi respuesta y tironeó nerviosamente el bigote que parecía una mancha en medio de la repentina palidez de su rostro.

—¿Recuerda la mañana que lo asesinaron? —le pregunté.

—Estuvimos llenos de clientes. Recién cuando llegó la policía nos dimos cuenta de que había pasado algo especial en la oficina del abogado.

—¿Cree que alguno de sus vecinos pudo ver algo?

—Lo dudo. Por aquí la gente está pendiente de sus ventas y a nadie le importa mucho lo que suceda con las personas que están a dos metros de sus narices.

—Lástima. Tenía la esperanza de encontrar una pista.

—Cerca de aquí hay tres cafés con piernas. Las chicas que atienden en esos lugares pueden haber escuchado a sus clientes decir algo sobre el crimen del abogado.

—No es mala idea —dije sin entusiasmo, al tiempo que pensaba que un asesino no confesaría su crimen a la primera mujer de piernas bonitas que viera en el camino.

Me despedí del hombre y volví a la calle. Durante las dos horas siguientes entré a los tres cafés indicados por el vendedor; una ferretería, dos restaurantes de medio pelo y seis tiendas de repuestos de autos. Nadie supo aportarme algo que sirviera.

Volvía al restaurante que estaba frente a la oficina de Razetti, cuando me llamó la atención un hombre acostado junto a un árbol, a dos o tres metros de la puerta que conducía al despacho de mi amigo. Era un vagabundo de los que abundan en el sector, y que ocupaba sus horas en conseguir unas monedas para comprar una caja de vino o pagar el acceso a una hospedería pulgosa. Me acerqué a su lado y lo observé un instante antes de dirigirle la palabra. Tras la barba sucia y la colección de harapos que portaba tenía una edad indefinida. Parecía dormido y a un lado de su cabeza había una botella de agua y un plato con una ración de arroz pegoteado y frío. Le dije unas palabras y no obtuve respuesta. Toqué suavemente uno de sus hombros. Abrió los ojos y enseguida volvió a cerrarlos.

—Mejor déjelo tranquilo —dijo una mujer joven y delgada, que vestía una cotona gris—. Hace dos semanas que está junto a ese árbol. Nadie sabe su nombre. Llamamos a la posta y a los carabineros, y no han venido a recogerlo. Los vecinos le traen comida y él ni la toca. Es duro decirlo, pero mejor sería que se lo llevara el caballero de arriba.

—Tal vez pueda ocupar un poco de mi tiempo e insistir con la policía —dije.

 

—¿Y por qué le interesa ese hombre?— preguntó la mujer—. ¿Por qué desea hablar con él?

—Supongo que usted está al tanto del asesinato del abogado

—dije, indicando hacia las ventanas de la oficina de Razetti.

—Oí algo. ¿Y eso qué relación tiene con el pobrecito?

—Pudo haber visto algo el día que mataron al abogado.

—¿Qué iba a ver? Ni siquiera sabe dónde está botado —dijo, y luego de una pausa en la que pareció pensar en sus próximas palabras, agregó—: Vi el barullo que se armó ese día. Trabajo de empleada en la casa vecina y por las mañanas barro la vereda. Solía verlo llegar o salir de su oficina. Un hombre amable; nunca dejaba de sonreír y dar los buenos días.

—¿Y cómo supo que lo mataron?

—Yo estaba en la vereda cuando vino la ambulancia y escuché a los camilleros.

—¿Qué decían?

—Que alguien había despachado al finado.

—Quizás vio a la gente que entró a la oficina del abogado el día de su muerte.

—No crea que paso todo el tiempo en la calle —dijo la mujer al tiempo que se agachaba a humedecer los labios del vagabundo con el agua de la botella.

—Pero habrá visto a alguien.

—Al único que recuerdo es a un tipo grande y calvo —dijo la mujer, ensombreciendo el tono de su voz.

—No parece tener buen recuerdo del calvo.

—Por cierto que no. Salió del edificio, desparramó unas hojas acumuladas en la vereda, y le dio un puntapié a este —agregó, indicando al vagabundo—. ¡Basura! Le gritó que era un montón de basura que había que sacar de la calle. Después subió a un jeep negro y se largó.

—¿Dijo nuestro amigo algo que molestara al calvo?

—Le pidió unas monedas, como a toda la gente que pasa por aquí.

—¿Recuerda cómo iba vestido el calvo?.

—De negro, igual que esos muchachos que andan con sus brazos llenos de tatuajes.

—¿Lo había visto por el barrio en otras ocasiones?

—No. ¿Y por qué hace tantas preguntas?

—Soy detective y pesquiso la muerte del abogado.

—¿Tira?

—Soy detective privado y el señor Razetti era mi amigo.

—Desgraciadamente, no es mucho más lo que puedo hacer por usted.

—Dicen que un muerto nunca se va sin compañía —dije, observando de reojo al vagabundo que había comenzado a respirar con dificultad.

—Usted dijo que podía llamar a la policía —recordó la mujer.

—Si me dice dónde puedo encontrar un teléfono. No uso celular.

—Primera vez que tropiezo con alguien que no usa celular —dijo ella y enseguida me pasó el teléfono que sacó de su cotona.

—Marque usted el número que le indicaré —dije, devolviéndole el artefacto.

Ella volvió a mirarme con extrañeza y luego marcó el número que le dicté.

Tomé le celular y escuché la voz de Ruperto Chacón. Le expliqué la situación del vagabundo y prometió conseguir una ambulancia.

—Hasta para caerse muerto en la calle se necesitan influencias —dije a la mujer, devolviéndole el celular.

Durante una hora ella y yo hablamos acerca de su vida. Trabajaba en la casa de una pareja de empleados bancarios y tenía dos hijas pequeñas a las que llevaba a un jardín infantil de la población donde vivía. Se llamaba Florencia, y había nacido en un pueblo del sur. De su marido no habló ni yo le pregunté.

Cuando escuché la sirena que se acercaba, me despedí y caminé hasta la esquina más próxima. Al rato, mientras terminaba de fumar un cigarrillo, vi cómo subían al vagabundo a la ambulancia. Llevaba una mascarilla de oxígeno sobre el rostro, lo que no era garantía de que llegara respirando al hospital.

Un hombre calvo y violento, del que no me constaba que visitara a Razetti. Sabía que el segundo piso del pequeño edificio estaba ocupado por la oficina de mi amigo y una bodega utilizada por uno de los comerciantes del barrio.

El bus me dejó a pocas cuadras de mi departamento. Caminé sin prisa en dirección al quiosco de mi amigo Anselmo que, delgado y avejentado, seguía manteniendo el entusiasmo que requería para abrir su pequeño negocio. No ganaba mucho dinero con sus ventas, pero tenía amigos que pasaban a conversar con él y en ocasiones era reconocido por algún viejo hípico que sabía de sus hazañas como jinete en el Hipódromo Chile.

Anselmo revisaba el contenido de una caja de galletas. Me saludó sin dejar de contar su mercadería y luego, cuando concluyó su tarea, me dijo que un desconocido esperaba junto a la puerta de mi departamento.

—¿Debo tomar alguna precaución? —pregunté a Anselmo.

—Vaya tranquilo, Heredia —sentenció Anselmo—. No tiene aspecto de cura, sicario o promotor de préstamos bancarios.

—¿Desde cuando tienes pensamientos tan profundos?

—Desde que mi amiga Micaela me invita a las reuniones de un grupo ambientalista que se reúne cerca de la plaza Ñuñoa. Unos exjóvenes revolucionarios que le dan tupido y parejo al whisky con hielo.

—Ya no puedes negar que eres un viejo verde.

—Si lo dice por mis preocupaciones ambientalistas, lo acepto. Pero si lo dice por mi amiga, debo aclararle que está muy equivocado. Micaela tiene sus años, pero aún se mueve en la cama con bastante imaginación y entusiasmo.

—Me alegra que recuperes tus antiguas ganas de pasarlo bien.

—Hay que entretenerse antes que aparezca la cabrona muerte y nos vuele la cabeza de un guadañazo.

—En eso siempre hemos estado de acuerdo, Anselmo.

—En eso y en casi todo. Salvo en su manía de apostar a caballos segundones y en que haya dejado partir a Griseta. Esa muchacha lo quería.

—Apostar a caballos favoritos no tiene vértigo. Y en cuanto a Griseta, sabes muy bien que ella tenía otras aspiraciones relacionadas con estudios y viajes. ¿Qué podía ofrecerle yo? Fuimos felices mientras estuvimos juntos y eso no lo olvido.

—Nunca vamos a estar de acuerdo en eso —dijo Anselmo, y luego de observar la mercadería que tenía dentro de la caja, agregó—: Mejor suba, don. Su visita debe estar aburrida de esperar.

6

Divisé a Héctor Sanhueza desde el ascensor. Apoyado en la pared, junto a la entrada de mi departamento, leía una revista deportiva. Al verme llegar, cerró la revista, y luego de saludarme me observó abrir la puerta del departamento.

—Estaba a punto de marcharme —dijo—. El hombre del quiosco me ofreció abrir la puerta de su oficina, pero no me pareció apropiado entrar sin que usted estuviera presente.

—El hombre del quiosco se llama Anselmo, y es mi amigo.

—¿Y si yo hubiera sido un ladrón?

—No hay nada de valor en mi departamento, a excepción de libros polvorientos y un gato. Y a nadie le interesa robar libros en un país donde buena parte de la gente no entiende lo que lee.

—Olvida al gato —dijo Sanhueza, sonriendo.

—Está viejo y gordo, pero habría huido sin dificultad —dije.

Simenon salió a recibirme, se enroscó entre mis piernas y enseguida olfateó los zapatos de Sanhueza.

—Tiene que pasar por el control de calidad —dije al abogado.

—Parece que su gato es todo un personaje.

—Lo es, pero que no le escuche. Se le pueden ir los humos a la cabeza.

Indiqué a Sanhueza la silla ubicada frente a mi escritorio y luego ocupé mi sillón giratorio de costumbre.

—¿Qué se le ofrece, Sanhueza?

—Quería saber cómo le fue con la lectura de los documentos. Si consiguió alguna información de utilidad.

—¿Usted los leyó? —pregunté.

—No, usted vio que se los pasé apenas salieron de la impresora.

—Lo vi, pero pensaba que podría haberlos leído antes. Mal que mal, era el ayudante de Razetti.

—Pero no participaba en todas sus causas —dijo Sanhueza y luego de una pausa me preguntó por el contenido de los documentos.

—Me entretuve con las historias, pero no encontré nada útil en ellas.

—¿Nada?

—Senderos que conducen hacia un mismo túnel sin salida.

—Lástima. Fue lo único que pude rescatar —dijo Sanhueza y guardó un silencio culpable.

—¿Hay algo más, aparte de su interés por los documentos? —le pregunté.

—Hoy, en la mañana, la señora Raquel me pidió que fuera a buscar unas cajas con libros, carpetas y otros objetos que don Alfredo tenía en su oficina. Estaba por terminar cuando apareció un tipo preguntando por él. Dijo que era dirigente de una agrupación comunal en un pueblo del norte del país. No estaba al tanto de la muerte de don Alfredo.

—¿Dijo para qué buscaba a Razetti?

—No pude sacarle mucha información. Se llama Julián Becerra.

—¿Habló del problema que necesitaba la intervención de Alfredo?

—No. La verdad es que el hombre quedó muy afectado cuando supo que don Alfredo estaba muerto.

—¿Eso fue todo?

—Antes de irse mencionó que alojaba en un hotelito ubicado en el barrio Huemul. Y me dijo que mañana regresa al norte.

—Conozco el barrio Huemul y creo saber cuál es el hotel. Es el único que existe en el sector. Me parece que es hora de ir a dar una vuelta por ese lugar.

—¿Puedo ir con usted?

—Dudo que sea un paseo plácido.

—A la señora Raquel le gustará saber que usted avanza en la investigación.

—Nada asegura que ubicar a ese hombre sea de utilidad.

—De todos modos, me gustaría saber qué dice Becerra.

—Cuando tenga algo que decirle a la señora Raquel, lo haré personalmente.

—Quería colaborar. No lo tome a mal.

—Gracias, pero hay cosas que prefiero hacer solo.

—Desconocía que existiera un barrio llamado Huemul.

—Puede visitarlo cuando tenga un tiempo libre. Es un viejo sector residencial al sur de Santiago, cerca de la calle Franklin. Su primera parte fue edificada a comienzos del siglo xx, durante el gobierno de Barros Luco, presidente que sigue en la memoria de los chilenos solo porque le dio su nombre a un sándwich de queso con carne. La idea era crear un barrio obrero modelo. Y por eso se cuenta que el presidente ordenó traer palmeras desde las Islas Canarias y planchas de zinc desde Inglaterra.

—¿Y usted, cómo sabe eso?

—He leído dos o tres libros sobre la historia del barrio y a veces recorro sus calles. Incluso, cuando los cambios que se producen en mi barrio me colman la paciencia, pienso en arrendar una casa por el sector —dije y agregué—: Cuentan que Carlos Gardel cantó en el teatro del barrio Huemul durante una gira que hizo a Santiago en 1920. Pero, hasta donde sé, nadie ha podido comprobar que sea verdad. De lo que no hay duda es que Gabriela Mistral vivió en el barrio, en la calle Waldo Silva. He visto la plaquita que puso el municipio junto a la puerta de la que fue su casa.

—Déjeme ir con usted. Prometo no interferir en su trabajo —dijo Sanhueza.

—En otra oportunidad, Sanhueza. Hoy no ando con ánimo de guía turístico.

—Si he de serle franco, señor Heredia. Usted no es muy agradable.

—Así dicen y la verdad es que no me preocupa. No ando por la vida de político ni de vendedor ambulante.

***

El hotel donde alojaba Becerra ocupaba una casona baja y antigua, pintada de un amarillo chillón que la destacaba entre las casas vecinas. Frente a su puerta, entre dos árboles frondosos, había una camioneta estacionada, y junto a esta un par de quiltros adormilados. Presioné el timbre ubicado a un costado de la puerta y luego de unos segundos salió a recibirme una muchacha. Le expliqué que buscaba a un cliente de apellido Becerra y me hizo entrar a una sala en la que había tres sillones de mimbre adornados con cojines, y una mesa de centro con algunas revistas sobre su cubierta.

—Le avisaré que lo buscan —dijo la muchacha y desapareció por un pasillo hacia el interior de la vivienda.

Las estrellas nunca habían iluminado al hotel. El papel con manchas de humedad que cubría las paredes me recordó el motel donde trabajé antes de convertirme en investigador privado.

Minutos más tarde, la muchacha volvió acompañada de un hombre bajo, de rostro moreno y curtido, que se quedó de pie en medio de la habitación. Le dije que Sanhueza me había dado sus señas y eso pareció tranquilizarlo. Luego le hablé de Razetti y de la investigación que estaba realizando.

—¿No pensará que yo tuve algo que ver con su muerte?

—Lo tendré en mi lista de sospechosos hasta que aclaré su relación con Razetti.

 

—Jamás habría hecho algo contra él. Nos estaba ayudando a denunciar el problema que tenemos en el pueblo.

—¿De qué pueblo habla?

—Cuenca.

—Primera vez que lo escucho mencionar.

—Está al norte de Santiago, a siete horas en bus.

—¿Qué pasa en su pueblo? —pregunté.

—Una empresa minera se instaló en los alrededores del pueblo y contaminó las aguas del río que lo cruza. Nuestros sembrados se mueren y la mayoría de la gente se está quedando sin sus fuentes de ingresos o ha tenido que buscar otro trabajo lejos del pueblo. La minera construyó una represa destinada a contener los desechos de la producción de cobre. Si el tranque se rompe o fisura, estos caerán sobre el poblado. Nos han ofrecido cambiar el pueblo hacia otra parte, pero no queremos irnos. Nuestras vidas, y las de varias comunidades indígenas son parte de la historia del lugar.

—¿Y qué pensaban lograr con la ayuda de Razetti?

—Detener las faenas de la minera y denunciar sus atropellos. Los que no estamos de acuerdo con irnos hemos sido amenazados y golpeados. Dos abogados que intentaron ayudarnos antes que Razetti fueron obligados a dejar el pueblo.

—¿Quiénes son los que amenazan y golpean?

—Los guardias de la empresa minera.

—¿Y los carabineros?

—Rara vez intervienen, y cuando lo hacen, es contra de los pobladores.

—¿Cómo llegó a Razetti? —pregunté.

—Don Alfredo era amigo de uno de los abogados que dejaron el pueblo. Él nos dio sus referencias. Y más tarde, cuando decidimos defender nuestros derechos por la vía legal, vine con uno de mis compañeros a conversar con él. Se interesó en el problema, pero nos aclaró que poner un recurso de protección contra la minera era algo complejo. Nos pidió dos semanas para estudiar el caso y quedé en regresar a verlo. Ni en mis peores pesadillas pensé que viajaría a enterarme de su muerte.

—¿Supo alguien de su entrevista con Razetti?

—La gente del grupo que organizamos en defensa del pueblo.

—¿Gente de confianza?

—Desde luego. ¿En qué piensa señor Heredia?

—Imagino situaciones, posibles hechos. Es parte de mi trabajo. Debe existir una razón para que alguien quisiera silenciar a mi amigo.

—Pero no busque al responsable entre nuestra gente —dijo Becerra—. No es la primera muerte que nos afecta. Uno de los dirigentes de nuestro grupo, Recaredo Beltrán, murió al caer en un barranco. Se dijo que fue un accidente, pero muchos en el pueblo piensan que fue asesinado.

—¿A qué hora sale su bus? —pregunté a Becerra.

—A las once y media de la noche, señor. Pero no es un bus que viaje directamente al pueblo. Me dejará en la carretera y luego tendré que esperar a un bus local.

—¿Hay forma de saber si quedan pasajes disponibles en ese bus?

—No es fin de semana ni temporada de vacaciones. Debería haber más de un asiento desocupado.

—Viajaré con usted si me da unos minutos para colocar algo de ropa en un bolso.

—¿A Cuenca? ¿Por qué haría eso, señor?

—Ya le dije que pretendo descubrir al asesino de mi amigo.

—Eso puede servir a nuestra causa —dijo Becerra.

—No apueste mucho a eso. Lo que hago es seguir una tincada

—dije, y luego añadí—: Detesto los viajes en bus, pero a veces hay que hacer cosas que no nos gustan.

—Es un viaje largo, pero de noche algo se puede dormir.

—¿Usa teléfono celular? —pregunté a Becerra.

El dirigente me miró extrañado y sacó el celular de uno de los bolsillos de sus pantalones.

—Prometo ser breve —dije.

Con alguna dificultad marqué el número de Ruperto Chacón. Le hablé de Becerra y del viaje que estaba a punto de comenzar, siguiendo una pista incierta, pero pista al fin de cuenta. Enseguida le pedí que averiguara si el comerciante que ocupaba la bodega junto a la oficina de Alfredo tenía a un tipo calvo entre sus empleados.

—¿Y qué pito toca ese calvo en la investigación? —preguntó Chacón.

—El día del crimen vieron salir a un calvo desde el edificio donde trabajaba Razetti.

—Una buena razón para dar con él —dijo el policía, y luego, sin querer alargar la conversación, agregó—: Que tengas buen viaje, Heredia.

Le dije a Becerra que me esperara y salí hacia mi departamento, donde puse algo de ropa en un bolso y llamé a Anselmo para que se hiciera cargo del cuidado de Simenon durante mi ausencia.

***

Aunque tome un par de copas o una colección de somníferos, jamás duermo mucho cuando viajo de noche en un bus. Me da lo mismo la comodidad de sus asientos o que me aseguren que no correrá a exceso de velocidad. Siempre tengo la sensación de ir dentro de un ataúd colectivo que de un momento a otro irá al despeñadero. Voy pendiente de cada ruido, de los murmullos que provienen de los asientos vecinos y finalmente me declaro derrotado por los ronquidos de los otros pasajeros.

El viaje al norte duró siete horas infernales, dos de las cuales ocupé en escuchar las historias de Becerra y las siguientes en seguir el ritmo alterado de mi corazón. Al amanecer, cuando comenzaba a desaparecer la oscuridad que nos había acompañado en la ruta, el bus nos dejó en la carretera, en un punto donde no se veía más vida que unos cactus de aspecto lastimoso, entre piedras y cercados de alambre.

—Tenemos que esperar el bus interurbano que llega a Cuenca —dijo Becerra, y con toda la calma del mundo acomodó su bolso a modo de almohada y se recostó con la mirada fija en el cielo.

Guardé silencio. Tenía sueño y me sentía de malhumor, dispuesto a decir cualquier disparate a la menor provocación. Me senté sobre una piedra, encendí un cigarrillo y mi ánimo no mejoró. Media hora más tarde oí el ruido de un motor y vi acercarse a un bus destartalado que parecía avanzar con dificultad sobre el asfalto recalentado de la carretera. Becerra se puso de pie y comenzó a mover los brazos.

—Ahora falta que el bus pase de largo —dije, sin ningún deseo de imitar a Becerra en sus señas destinadas a detener el vehículo que comenzaba a tener un color más definido.

—Más sufrió Cristo y menos se lamentó —dijo Becerra acercándose al bus que se había detenido y abría una de sus puertas.

***

—No se haga grandes ilusiones con el pueblo —dijo Becerra cuando el bus avanzó por un camino de tierra, recto y desierto, que parecía perderse en la línea del horizonte—. Tiene poco más de ocho mil almas y muchas de ellas viven en los alrededores, donde mantienen sus sembrados o crían cabras para producir los quesos que venden en ferias o a comerciantes de otros lugares. La leyenda dice que fue creado por dos soldados del conquistador Pedro de Valdivia, quienes decidieron quedarse en el lugar, cansados de caminar en busca del reino dorado. Se juntaron con unas indias y formaron las familias que existen hasta la fecha. O la mayoría, porque otras descienden de obreros pampinos que vinieron a dar al pueblo cuando cerraron las salitreras en el norte, a comienzos del siglo pasado. Mi abuelo contaba que el pueblo tuvo su esplendor cuando corría el ferrocarril hasta el norte del país. Los trenes se detenían en Cuenca y los pasajeros bajaban a comer o a comprar provisiones. Más tarde, cuando se construyó la carretera y el tren fue condenado a muerte, la vida se puso más dura. El trabajo comenzó a escasear y buena parte de los jóvenes se fueron a tentar fortuna en otras partes.

—Y luego llegó la empresa minera.

—La explotación del cobre nos cambió la vida. Al principio, cuando aún no se construía la represa, pensamos que se trataba de una buena posibilidad de progreso para el pueblo. Se reactivó el comercio, se abrieron pensiones que daban de comer a los empleados y obreros de la minera, y hasta mejoraron las calles del pueblo y los caminos que conducen a la mina. Después nos dimos cuenta de que ese aparente progreso no aseguraba el futuro de la comunidad. Todo empezó cuando la represa estuvo lista y al poco tiempo se detectó una filtración que provocó un derrame de líquido contaminado en el río. Ese año, las cosechas no dieron los frutos acostumbrados y después de un largo pleito se consiguió que la minera pagara una indemnización, mínima, a los vecinos afectados. Lo único bueno de ese episodio fue que alertó a los pobladores y algunos tomaron conciencia del peligro que implica convivir con la represa.