La música de la soledad

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La taberna del Círculo de Periodistas está al comienzo de la calle Amunátegui, en el subterráneo de un viejo edificio de oficinas que soportan con resignación el bullicio del centro de la ciudad. A la hora del almuerzo suele estar lleno de comensales, pero por las tardes, o al caer la noche, es un lugar tranquilo, ideal para beber un trago, conversar y dejar pasar las horas bajo la discreta mirada de Patricia Verdugo, Lenka Franulic, José Carrasco y José Miguel Varas, entre otros periodistas cuyos retratos cuelgan de los muros.

Chacón me esperaba junto a una mesa próxima a la gran barra que presidía el salón sin ventanas ni otra vista que la amplia puerta de dos hojas por la que se ingresa al lugar. No habían pasado más de cuatro meses desde la última vez que él y yo nos reuniéramos, y sin embargo algo parecía haber cambiado en su aspecto. Y no era solo su barba de varios días ni la casaca de cuero negro que llevaba puesta. La diferencia estaba en su mirada, en la desconfianza que brotaba de sus ojos y el modo en que estos se movían, de un lado a otro, como si hubiera algo extraño que descubrir en cualquier momento. Me acerqué a su lado y nos saludamos. Le dije algo sobre su aspecto y me respondió con una sonrisa.

—Una vez me dijiste que sería un buen policía después de recibir varios golpes y desengaños. Tus palabras me parecieron exageradas, pero ahora reconozco que tenías razón. Trabajar de policía, ver lo que uno ve a diario, es el camino más corto al desencanto. Casi no existe horror que no lo afecte cuando se anda por las calles con un asomo de sensibilidad en la mirada. Pero no creas que estoy arrepentido de la profesión que elegí.

—Te entiendo perfectamente, Chacón. Uno se revuelca en el fango porque en el fondo ama la vida y a las personas —dije, y luego de soltar una risotada, agregué—: Estoy hablando igual que un veterano a punto de cobrar su pensión.

Chacón volvió a sonreír y llamó al mozo que atendía las mesas. Pidió una bebida anaranjada y yo un vodka con agua tónica y una rodaja de limón.

—¿Qué me puedes decir sobre la muerte de Razetti? —le pregunté después de probar mi bebida.

—Lo mataron de un balazo en la cabeza. Un tiro a no más de treinta centímetros, ejecutado con una pistola de nueve milímetros. El asesino es un profesional o alguien a quien el abogado conocía. Estaba en mi cuartel cuando llegó la alerta por el descubrimiento del cadáver. Fui al sitio del suceso en compañía de otros detectives de mi unidad y nos encontramos con su mujer. Parecía petrificada. La interrogamos y luego comenzamos a examinar el lugar. No descubrimos ningún indicio que nos diera alguna pista acerca del asesino. Quien sea que lo hizo se preocupó de no dejar huellas.

—¿Se llevaron algo de la oficina?

—Al parecer no robaron. Encontramos una caja con doscientos mil pesos en su escritorio.

—Tal vez robaron información o fue una venganza.

—Es lo que pienso, dada la profesión de Razetti. Pero es difícil de precisar, solo él sabía lo que había dentro de sus archivadores y en su computador.

—Sí, pero nada nos llamó especialmente la atención.

—¿Sospechosos?

—Salvo su esposa, ninguno.

—¿Raquel?

—Tranquilo, Heredia. El único que sospechó de la esposa es un colega que tiene líos con su mujer y anda por la vida intentando encarcelar a cuanta esposa se cruza en su camino.

—¿No sería más fácil que encerrara a la suya?

—Bromas aparte, por ahora no tenemos nada —dijo Chacón—. El suicidio está descartado y nadie vio entrar a ningún extraño en la oficina.

—Siempre podemos hacer algo más.

—Unos colegas andan escuchando voces por los bares del sector. A veces resulta. Los delincuentes creen que el paso del tiempo es garantía de impunidad, y por una u otra razón, terminan haciendo un comentario que los delata.

—Pero eso puede pasar mañana o en diez años más.

—Es lo que hay por ahora, Heredia.

—Tarde o temprano aparecerá algo que ayude a descubrir al asesino.

—No apostaría muchas monedas a que eso suceda.

—Estás convertido en un policía al que nada sorprende ni le importa mucho.

—No se trata de eso, Heredia. Se siguió el protocolo habitual y como ya te dije, no obtuvimos mayor información.

—Quizás hay que hacer algo más que lo habitual.

—Lo sé, pero últimamente estamos con el agua hasta el cuello. Existen muchos asesinatos que investigar y nos ordenan dar prioridad a los que tienen más connotación pública, como el reciente asesinato de un tipo que se encontraba internado en el Hospital San Borja y fue víctima del ataque de un sicario, a vista y paciencia de las enfermeras y de otros pacientes que se recuperaban de sus intervenciones quirúrgicas.

—Nada escapa de la farándula de los medios de comunicación.

—De eso no tengo culpa alguna. Tu amigo no era un abogado de renombre ni se codeaba con el poder.

—El viejo cuento de los ciudadanos de primera y segunda clase.

—Desde que tengo memoria, el mundo gira igual —dijo Chacón, y movió sus hombros como dando a entender que el asunto no merecía más atención.

—Necesito dar un vistazo a los antecedentes recopilados hasta el momento. En una de esas, encuentro algo interesante que a tus colegas no les llamó la atención.

—Mañana, hasta el mediodía, estaré en mi oficina. Ahí te puedo mostrar lo que tenemos.

—Gracias, contaba con tu ayuda —dije y uní un gesto a mis palabras para darle a entender que no tenía nada más que decir sobre el asesinato de Razetti.

—Me extraña que aún no hagas la pregunta que esperaba oírte, Heredia.

—¿En qué estás pensando? —pregunté, cauteloso—. ¿Hay algo sobre el asesinato de Razetti que debería conocer?

— Pensaba en la comisario Doris Fabra. Hace dos meses que no la llamas ni le escribes.

—¿La has visto? Todavía le debo una respuesta a cierta pregunta que me hizo.

—Concluyó el permiso que le dieron por unos meses. Mañana o pasado se reintegra a sus funciones.

—¿Está bien?

—Me ha preguntado por ti, y algo más.

—¿Qué implica ese algo más?

—Cuando se fue al sur me pidió que cuidara tus pasos.

—¿Que me vigiles?

—No, que de vez en cuando pregunte por ti a los que te conocen.

—¿Y eso qué significa?

—A tu edad y con tu experiencia en mujeres, ya deberías saberlo, Heredia.

—Moriré sin saber nada de las mujeres.

—Sigues siendo el exagerado de costumbre, Heredia.

—Un día de estos le daré mi respuesta.

—¿Será la respuesta que ella espera?

—Después de tanto tiempo, no sé si siga esperando algo de mi parte.

—Apostaría a que sus sentimientos no han cambiado.

—Ya lo veremos cuando me llegue la hora de hablar.

***

Nos despedimos frente a la Casa Central de la Universidad de Chile. Saludé en silencio a don Andrés Bello, que seguía en su silla, observando el paso alterado de los santiaguinos por la Alameda, y seguí en dirección al Paseo Ahumada, invadido por los cartoneros que recogían los desechos y la basura arrojada por las tiendas y los restaurantes. Triste tarea realizan hombres y mujeres que han salido temprano para aprender de los perros, murmuré recordando unos versos de Ennio Moltedo. El poema me hizo pensar en la suerte que corría la gente que veía en mis caminatas por el centro de la ciudad. Algún día tendrían otro oficio y un futuro; y mientras ese día llegaba, había que resistir, disfrutar de lo que nos hacía feliz y seguir creyendo en la posibilidad de vivir en un mundo mejor organizado.

Camino a la plaza de Armas, pensé en lo que había dicho Chacón sobre Doris.

4

Al principio, un silbido pareció atravesar las ventanas. Luego surgió una luz opaca, acompañada por el ruido de los vehículos y la gran bulla colectiva, que fue creciendo hasta instalarse en mi habitación como una música que nadie se molestaría en acallar. Desperté con los ecos de esa música y me quedé quieto, arropado por las frazadas, sin ánimo de mover ni el más insignificante de mis músculos. Simenon dormía a mi lado, sobre la colcha, totalmente ajeno a mis pensamientos. Puse una de mis manos sobre su cabeza y jugué con sus orejas, hasta que despertó y movió la cabeza de un lado a otro, molesto.

—Deja mis orejas en paz. Cuando necesite que me incordien te lo haré saber. Deberías respetar mi descanso.

—Has dormido más de ocho horas.

—¿Y cuál es el problema? A mi edad necesito descanso, la comprensión de quienes me rodean y una comida sana. Por ejemplo, un bife grueso y jugoso.

—Tu obsesión por los bifes es malsana. ¿No tienes otra comida en qué pensar?

—Un buen trozo de salmón me sentaría de maravillas.

—¡Olvídalo por ahora! Tenemos que investigar la muerte de Razetti.

—¿Tenemos? ¿No será mucha gente?

—Llamaré a Raquel para decirle que iré a la oficina —dije y Simenon me observó con indiferencia.

***

Usé las llaves que la esposa de Alfredo me había entregado. Di unos pasos por la habitación y una súbita sensación de abandono me hizo recordar la violenta muerte de mi amigo. No era fácil comenzar a buscar pistas mientras la tristeza seguía afectando mi ánimo. Dispuesto a dar el primer paso de la investigación, me propuse examinar lo que Alfredo hubiera escrito sobre los juicios que tramitaba en los últimos meses. Si existían esos textos, y si lograba ubicarlos, quizás podría encontrar un motivo para su asesinato y empezar a elaborar la lista de sospechosos.

 

Comencé por revisar los cajones del escritorio, repletos de folletos, libretas de apuntes, lápices a medio usar, tarjetas de visitas y recortes de diarios referidos a los avances o resultados de juicios que habían tenido resonancia en la prensa. Junto a los recortes, encontré una cajetilla con tres cigarros y los fumé mientras hacía mi trabajo de fisgón. A poco de iniciar la búsqueda comprendí que no obtendría mucho hurgueteando en el escritorio ni entre los libros ordenados en las dos estanterías adosadas a una de las paredes de la oficina. Mi amigo leía textos legales y de viajes, biografías de políticos, novelas de José Saramago y Abelardo Castillo. Después de una hora, encendí el computador que estaba sobre el escritorio y quedé frente a una pantalla llena de íconos que observé un par de minutos sin atinar a conjeturar nada sobre la utilidad de cada uno de ellos.

—Dudo que obtenga algo mirando este aparato —me dije mientras movía el mouse con cierta repugnancia—. Sería más fácil encontrar algo en una biblioteca medieval alumbrada con velas.

Razetti habría reído a carcajadas si hubiera podido verme. Y quizás lo estaba haciendo, tendido sobre una nube esponjosa.

—Es en este tipo de ocasiones cuando me dan ganas de jubilar

—dije en voz alta—. Pero, sin ahorros ni muchos billetes en los bolsillos, tendría que asaltar un banco.

—¿Problemas con el computador? —escuché que me preguntaban.

Había un hombre delgado, moreno, y de unos cuarenta años junto a la puerta de la oficina. Vestía un terno negro y camisa blanca; y su rostro afilado recordaba a los personajes retratados por El Greco.

—¿Quién es usted? —le pregunté con la simpatía de un doberman.

—Héctor Sanhueza. Soy abogado y trabajaba con Alfredo Razetti. Me llamó la señora Raquel y me pidió que viniera a ver si usted necesitaba ayuda.

—La última vez que visité a Alfredo no tenía ayudante. A lo más, compartía unos juicios con su amigo Nápoles.

—Alcancé a trabajar tres meses con él. La suerte no quiere nada conmigo. Me costó encontrar en qué ocuparme y con la muerte de don Alfredo vuelvo a quedar cesante.

—Sé lo que es la cesantía.

—La situación laboral está mala para los abogados.

—Y para la mayoría de las personas que tienen la mala costumbre de comer al menos una vez al día.

—Tiene una extraña manera de plantear ciertas ideas —acotó Sanhueza y esbozó algo que podía asemejarse a una sonrisa.

—Supongo que Raquel le habrá dado mi nombre y mis señas.

—Sé perfectamente quién es. Don Alfredo solía decir que usted era de confiar —dijo Sanhueza y dio unos pasos hasta quedar frente al escritorio.

—¿Confiable? Supongo que depende de para qué o para quién.

—Parece que tiene problemas con el computador. ¿Puedo ayudarle? —preguntó.

—Mi amistad con la computación es reducida, por decir lo menos. A la hora de escribir prefiero mi lápiz de pasta y una libreta de hojas blancas.

—Dígame lo que necesita y veré si puedo darle una mano.

—Quiero encontrar las demandas que Alfredo escribió o estaba escribiendo antes de su muerte. Y revisar sus últimos correos electrónicos.

—Será fácil encontrar lo que quiere. El señor Razetti era sumamente ordenado con los documentos y carpetas que mantenía en su computador. Les ponía fecha, los clasificaba por temas. Y con los correos hacia lo mismo. Ordenaba por fechas y remitentes los correos que se relacionaban con su trabajo.

—Perfecto. A la hora de investigar no hay nada mejor que tener un cacho de suerte.

—Y conocimientos o habilidades que ayuden a la suerte.

—Eso sonó a reproche, ¿o me equivoco?

—No es mi intención darle consejos, pero le vendría bien aprender a usar una computadora. Hoy en día, hasta en los círculos sociales de la tercera edad enseñan a utilizar un computador.

—Seguiré su consejo cuando llegue a la tercera edad. Por ahora seguiré fiel al lápiz y el papel.

—Tenía razón don Alfredo cuando me habló de usted y su carácter.

—¿Y qué más te dijo de mí?

—Habló de mujeres, copas y líos de pistolas.

—A veces Alfredo hablaba más de la cuenta.

—¿Le molesta que le recuerden esas cosas?

—Mis historias son un asunto personal y de cierto sujeto que suele escribir novelas con las anécdotas que le cuento. Pero el tipo exagera.

—¿Incluso con lo de las armas y los muertos?

—Nunca he usado mi pistola sin una buena razón y las muertes que he causado no pesan en mi conciencia —dije, y luego de encender un cigarrillo, agregué—: Creo que llegó el momento de ver cuánto sabe de computadoras.

Sanhueza se acomodó en una silla, frente al computador, y comenzó a trabajar con evidente pericia y conocimiento de lo que debía hacer. Media hora más tarde, imprimió medio centenar de hojas y las puso dentro de una carpeta.

—Imprimí los textos y correos que don Alfredo redactó durante los dos últimos meses. Siéntese y léalos con calma —dijo al tiempo que me pasaba la carpeta.

El primer documento era el esbozo de una querella contra un sacerdote y uno de sus amigos. Se conocieron cuando ambos entraron al seminario. Mariano, así se llamaba el compañero que al cabo de dos años abandonó sus estudios para casarse con una prima. Sin embargo, el matrimonio no modificó sus aficiones sexuales, y a los pocos meses volvió a contactarse con el cura, iniciándose entre ellos una relación que mantuvieron en secreto hasta que la esposa descubrió unas cartas comprometedoras. La mujer amenazó a su marido con denunciarlo y ese fue el comienzo de su fin. Mariano la eliminó con una sobredosis de tranquilizantes. Una hermana de la víctima había contactado a Razetti porque deseaba querellarse en contra del sacerdote y su amante. Pero la querella no prosperó. El cura asesinó a su amigo y se colgó de un árbol, en el patio de la iglesia donde ejercía de párroco. Antes de ello, escribió una carta en la que confesaba su relación con Mariano. La historia parecía sin cabos sueltos y no era para pensar que alguien hubiera querido vengarse de Razetti por elaborar una querella que no llegó a presentar.

El segundo caso estaba relacionado con Octavio Manquilef, un joven mapuche asesinado a la salida del restaurante donde trabajaba. La policía declaró que se trataba de un asalto común y la Fiscalía no prestó mayor atención al asunto, hasta que Razetti, a solicitud del padre de la víctima, presentó una querella, aportando una serie de datos que parecían destinados a dar un giro diferente a la historia. Manquilef era oriundo de un pueblo próximo a Temuco y vivía desde hacía seis años en Santiago. Pertenecía a una comunidad mapuche que luchaba por recuperar sus tierras en el sur, ocupadas por empresarios madereros. Meses antes de su muerte, había realizado una denuncia a la policía por el seguimiento del que decía ser objeto de parte de hombres a los que podía identificar. Según unas notas que acompañaban la denuncia elaborada por Razetti, mi amigo había viajado a la comunidad donde vivían los padres de Manquilef. De ese viaje había regresado con la convicción de que los asesinos del mapuche eran los miembros de un grupo de guardias armados que trabajaba para los empresarios que deseaban mantener el usufructo de los bosques. Que este grupo extendiera sus tentáculos hasta Santiago era algo factible y por eso Razetti concluía su demanda solicitando pesquisas conducentes a revelar la identidad de los asesinos. Doblé el documento que acababa de leer y lo guardé en mi chaqueta.

—¿Algo de interés? —preguntó Sanhueza.

—¿Mencionó Alfredo que hubiera recibido amenazas por investigar la muerte de Octavio Manquilef?

—Me habló de ese caso, pero no me dijo nada en especial, solo generalidades que no permitían formarse una opinión. Estaba interesado en el asunto, porque a su juicio existían antecedentes suficientes como para interponer una demanda.

—¿Sabe qué resultado tuvo esa demanda?

—Ni idea. Don Alfredo llevó las diligencias personalmente.

***

Me despedí de Sanhueza pasada la medianoche, después de compartir unas cervezas en un pequeño bar ubicado cerca de la avenida Matta. Caminamos hasta la calle San Diego y ahí nos despedimos. Yo seguí mi marcha hacia la Alameda, con la compañía de un cigarrillo y la intención de seguir leyendo los documentos apenas llegara a mi departamento. Los escritos encontrados en el computador parecían la radiografía de la locura soterrada que se anidaba en distintos sectores del país. Una de las demandas que más me impactó era la vinculada a un juicio de cuidado personal interpuesto en un tribunal de familia por el padre de un menor llamado Esteban Urzúa. El niño, de apenas diez años, se había fugado de la casa en la que vivía con su madre, una mujer que al correr de la lectura de la demanda daba la impresión de ser incapaz de cuidar a su hijo, el que luego de tres semanas de ausencia del hogar había aparecido en una posta médica, intoxicado por el consumo de pasta base y con una grave herida cortopunzante en el vientre. Razetti, con la ayuda del padre del niño y de una asistente social, había averiguado que el niño estaba vinculado al tráfico y consumo de drogas entre los integrantes de las barras que concurrían al Estadio Monumental. La madre de Esteban se había enterado de lo sucedido a su hijo tres días después de la atención del niño en la posta, cuando una pareja de carabineros llegó preguntando por ella a la oficina de corretajes en la que trabajaba. El padre quería hacerse cargo de su cuidado y según un comentario anotado al final del texto, Razetti pensaba que el asunto iba bien encaminado. Traté de encontrar en la historia algo que pudiera haber motivado la muerte de mi amigo y descarté esa posibilidad de plano.

Había otra demanda que intentaba establecer las responsabilidades de una pareja de comerciantes chinos en la muerte de un hombre encontrado en el sótano de un restaurante ubicado en avenida La Florida. El hallazgo del cadáver contó con la inesperada ayuda de un perro que acostumbraba a merodear por el sector y que se puso a ladrar frente a una ventanilla enrejada que comunicaba el sótano del restaurante con la calle. El quiltro ladró con tanta perseverancia que alertó a una pareja de vecinos que dos semanas antes habían visto salir a los chinos con destino al sur. Los vecinos llamaron a los detectives de la Policía de Investigaciones, los que luego de comprobar que a través de la ventana emanaba un olor putrefacto, obtuvieron la orden de un fiscal y entraron al restaurante. Los policías recorrieron las instalaciones y una vez en el sótano dieron con un cuartucho de poco más de cuatro metros cuadrados donde estaba el cadáver de un chino que, a primera vista, parecía haberse desangrado luego de cortarse la mano izquierda con un afilado machete. A la policía le costó una semana de pesquisas, hasta que dio con el testimonio de un vagabundo que dijo conocer al chino desde hacía algunos meses, y con quien, algunas noches, conversaba a través de la ventanilla. Se hicieron las pericias del caso y se pidió ayuda a unidades del sur del país para dar con el destino de los comerciantes, que pasaban sus vacaciones en un hostal próximo a Pucón. Entonces la historia adquirió la sordidez que Razetti exponía en parte de su demanda. El chino había entrado clandestinamente al país y los propietarios del restaurante lo mantenían encerrado bajo amenaza de denunciarlo a la policía. El hombre recibía una paga miserable, algo de comida y unas pocas horas de descanso que mediaban entre el último cliente noctámbulo y la llegada de un nuevo día. Según exponía Razetti en su demanda, era evidente que los dueños del restaurante habían sometido al cocinero a un trato miserable, y que este, desesperado por el encierro y la falta de futuro, había decidido quitarse la vida con el mismo machete que utilizaba en la elaboración de sus guisos.

Releí la demanda y concluí que la historia de los chinos tampoco era lo que buscaba.

El borrador de la última demanda fue el único que me hizo pensar en un motivo para eliminar a Razetti. El texto remitía a hechos ocurridos en el Estrecho de Magallanes y parecían sacados de un viejo volumen de cuentos de piratas, de la época de Drake o de los comienzos del siglo veinte, cuando en las aguas patagónicas navegaban pequeñas embarcaciones que saqueaban las bodegas de los barcos que naufragaban o quedaban al garete. Razetti mencionaba a un cúter que había salido de un puerto argentino transportando un embarque clandestino de oro, y cuyo propietario era un conocido político trasandino. El embarque debía llegar al Estrecho de Magallanes, donde sería traspasado a una nave de mayor tamaño que lo llevaría hasta puertos europeos. Sin embargo, y no obstante el secreto que solía rodear la operación, el cúter había caído en las manos de unos piratas modernos, que luego de vaciar sus bodegas y asesinar a sus cuatro tripulantes lo dejaron a la deriva. El cliente que había solicitado los servicios de Razetti era el hijo de uno de los tripulantes asesinados y su intención, según una nota del abogado, era agilizar la investigación policial, aparentemente estancada por falta de antecedentes o de presiones de sujetos interesados en que la historia de la embarcación pasara rápidamente al olvido. La tesis del cliente, avalada por las crónicas de un periodista argentino, era que la embarcación había iniciado su viaje con un quinto pasajero, quien habría sido el responsable de provocar una avería en el motor del cúter y así facilitar su abordaje por los tripulantes de otra nave. Las tesis mencionaba a una organización de militares chilenos en retiro que, al tanto del envío del oro, había organizado el robo. La demanda no mencionaban nombres de posibles responsables, pero se pedía al fiscal a cargo del caso que hiciera comparecer a un tal Altenor Guisada, antiguo soplón al servicio de la policía secreta de Pinochet, quien mientras bebía unas copas en un prostíbulo de Punta Arenas había dicho a sus ocasionales acompañantes que estaba al tanto de los detalles del robo. La infidencia del soplón llegó a oídos del hermano de una de las víctimas, el que viajó a Santiago a solicitar la asesoría de Razetti.

 

—Dinero y tipos con pasados turbios. Una combinación que bien pudo causar la muerte de Razetti —me dije antes de guardar el documento junto a los demás.

—No sería la primera vez que el pasado llega a golpear a tu puerta —creí oír que decía Simenon.

—Mis conocimientos sobre piratas se los debo a las novelas de Salgari.

—Pero tienes experiencias en tipos turbios y oscuros.

—¿Será el caso del oro el más indicado para empezar a investigar?

—A mí que me registren. Tú eres el detective de la casa, Heredia.

—Pero tendrás algo qué decir.

—Cuando las cartas no son buenas, es mejor esperar las primeras escaramuzas del juego.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que no es conveniente tirarse a nadar en la primera poza que aparece en el camino.

—¿Cautela?

—Dale tiempo al tiempo, Heredia —dijo Simenon.