Filósofos de paseo

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26 Merlin Coverley, The Art of Wandering. The Writer as Walker, Harpenden, Old Castle Books, 2012, p. 26. Le Breton subraya momentos en los que, paseando, Rousseau parece dejar atrás “todo lo que le recuerda la sujeción en que vive, desata su alma, y le infunde ánimos para escoger, combinar y apropiarse de todos los seres a su gusto y sin temores” (Elogio del caminar, op. cit., el subrayado es mío). Frédéric Gros también recuerda que cuando camina Rousseau cree “disponer de la naturaleza entera como su dueño” (Andar. Una filosofía, op. cit., p. 78, el subrayado es mío). En cambio, durante sus últimos paseos, entre mayo y junio de 1878, añade Gros, caminar ya no le sirve a Rousseau para nada, solo es una ocasión para el profundo desapego. Su única finalidad es andar por andar, sin mayores expectativas, pues ya poco tiene que ganar o perder.

27 Una de las grandes sorpresas de Rousseau como paseante fue que un gran danés se lo llevó por delante y se hirió al caer, pero volvió a casa solo y rechazó la ayuda de un médico, pues “la naturaleza es la que cura”. Véanse los comentarios sobre este incidente y sobre muchas otras anécdotas y costumbres de Rousseau (como no salir cuando llovía y no comer espárragos, también sobre su preferencia por los arroyos, en vez de por los ríos, sus olores florales predilectos y sus opiniones sobre el canto de los ruiseñores) en las notas de Bernardin de Saint-Pierre, en Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario, Madrid, Alianza, 2008, pp. 211-238. Véanse también Cartas elementales sobre botánica (Madrid, Abada, 2005), donde se hace el entendido, pero en realidad sin llegar a aprender realmente botánica. Al final confesó que miraba las flores para así evitar pensar en las mujeres.

28 Véase la sección “Solo o acompañado”, en David Le Breton, Elogio del caminar, op. cit., pp. 39 y ss., donde se analizan varios ejemplos de la obsesión de los pensadores por mantenerse a distancia de otros seres. Para este tipo de maniáticos, la compañía humana durante los paseos es uno de los grandes estorbos para alcanzar un tipo de comunión con la naturaleza gracias a la cual logran sentirse soberanos de sus vidas

29 Solnit, op. cit., p. 296.

30 Ibíd., p. 47.

31 Ibíd.

32 Ibíd., p. 51.

ii

Sin vuelta atrás

Nietzsche

Esta tradición de la filosofía antisistemática es la que une a Kierkegaard con un personaje al que Solnit menciona de pasada en su monumental historia del andar, pero al que quizá podría haber dedicado mucha más atención. Nietzsche es el otro gran precursor de una forma de entender la filosofía liberada de las viejas tradiciones. Pensar es una forma de deambular y, según algunos de sus apóstoles, Nietzsche instauró los modos del nomadismo filosófico. Él mismo dijo que solo los pensamientos que se le venían a la cabeza andando tenían valor, y también que escribía con el pie más que con la mano. En Ecce Homo dijo aquella famosa frase de que hay que permanecer sentado lo menos posible, porque todos los prejuicios vienen del intestino, así que no hay que dar crédito a ningún pensamiento que no haya surgido al aire libre y que no vivifique los músculos.1 Sus marchas al aire libre no solo fueron una distracción de sus padecimientos, sino una experiencia del movimiento incesante, perpetuo y alocado (Nietzsche habla literalmente de trepar, saltar y danzar). Frédéric Gros, en Andar. Una filosofía, cree que la doctrina del eterno retorno debe más de lo que parece a su forma de andar, siempre por caminos conocidos, repitiendo recorridos una y otra vez. Quién sabe. Lo cierto es que Nietzsche tenía muy mal la vista, y quizá prefería caminos conocidos para saber volver. Tal como lo describe Gros, el perpetuo deambular de Nietzsche parece algo reconfortante, tranquilizador, pero ¿no expresa también el desconcierto y la ansiedad de quien trata de descansar en vano?, ¿de quien quiere volver al punto de origen para descansar, sobre todo, de sí mismo? Para otros lectores, sin embargo, lo llamativo es que le disgusten las llanuras (estancadas, llenas de brumas, lánguidas) y se empeñe en “tomar altura”, encaramándose por senderos, un tanto alucinado, hasta alcanzar visiones más elevadas, porque desde allí arriba, suponemos, ya no se siente compasión por los que quedan abajo, o sea, por los que enfermaron de sedentarismo hace tiempo. Ese Nietzsche, desde luego, el visionario que delira al aire libre, es un senderista algo agobiado y un tanto agobiante, aunque su propio patetismo le quita seriedad a su escalada de grandeza y siempre le vuelve entrañable. Más cómico resulta cuando empeora de salud en Sils Maria y se presta a dar paseos en compañía de traductoras, nobles y estudiantes, el Nietzsche que convierte su propia vida y su obra en un ridículo tour para admiradoras. Y mucho más terrible, desde luego, el que al final pasea por las calles y se abraza a caballos maltratados, increpa a los transeúntes, brama y delira a gritos, en silla de ruedas, empujado por otros. Que el pensador errabundo acabe perdiendo el norte quizá sea la mayor distinción de su filosofía.

Michel Onfray dijo en su cosmología de inspiración botánica que hay jardines que son bibliotecas, pero las bibliotecas no suelen ser jardines.2 Quizá el exceso de cultura es incompatible con la sabiduría que procura el cultivo de un jardín. No es extraño que cuando muchos pensadores se aíslan prefieran estar sin libros, aunque no parece que estén tan dispuestos a dedicar su tiempo a un jardín. En otro de sus libros, Teoría del viaje, Onfray también dice que “la errancia designa tanto al asocial definitivo como al enfermo mental, comienza cuando no se da el puerto de atraque, el punto de anclaje. Sin la retención del cuerpo hay que temer la confusión definitiva del alma, ¿sería esa una lección enunciada post mortem por Nietzsche?”.3 Suena a que sí, solo que Nietzsche no solo usó los jardines para alejarse de los libros, sino, sobre todo, las piernas. Esa es la diferencia. Onfray contrapone los jardines a las bibliotecas, pero los dos espacios siguen siendo espacios cerrados y lugares alternativos (heterotopías, como decía Foucault). Nietzsche, en cambio, se lanza al espacio abierto usando los pies. En el aforismo 366 de La gaya ciencia dice:

No somos de esos que solo rodeados de libros, inspirados por libros, llegan a pensar –estamos acostumbrados a pensar al aire libre, caminando, saltando, subiendo, bailando, de preferencia en montañas solitarias o a la orilla del mar donde hasta los caminos se ponen pensativos. Nuestras primeras preguntas sobre el valor del libro, del hombre y de la música, rezan: ‘¿sabe él caminar?; más aún, ¿sabe bailar?’. […] Leemos rara vez, pero no por eso leemos peor– ¡Oh, cuán presto adivinamos cómo uno ha llegado a sus ideas, si ha sido sentado ante el tintero con el vientre oprimido y la cabeza inclinada sobre el papel! ¡Oh, cuán presto terminamos con su libro! Puede apostarse cualquier cosa a que en él se delatan sus intestinos oprimidos, como también se delata el aire del cuarto, el techo del cuarto y la estrechez del cuarto. […] Casi todos los libros de un docto tienen algo que aplasta, algo de aplastado: por algún lado asoma la oreja del ‘especialista’, su celo, su seriedad, su rabia, su sobreestimación del rincón en el que está sentado tejiendo su libro, su joroba –todo especialista tiene su joroba–. Todo libro de un docto refleja también un alma encorvada: todo oficio encorva.4

Tres libros recientes iluminan la relación de Nietzsche con los paisajes y con los jardines, pero de formas muy diferentes. Uno de ellos, el más ambicioso, trata de sacar demasiado de las ideas que Nietzsche arrojó aquí y allá sobre los jardines. Gary Shapiro, en Nietzsche’s Earth, toma como punto de partida la idea del Zaratustra de que la tierra aguarda como un jardín para vendernos a Nietzsche como el filósofo del antropoceno.5 Shapiro sugiere que para Nietzsche el jardín es el modelo de la vida en la Tierra. Tierra, dice, entendida como algo más humano que “naturaleza”; no como un reino de la necesidad, ni de la totalidad de lo que existe, sino básicamente un terreno humanizable; no de la naturaleza que impone sus leyes, sino del globo como un terreno que se somete con ternura. Shapiro intercala en su gran relato alusiones oportunas a la historia moderna de los jardines, y recolecta textos de Nietzsche muy interesantes, pero no está claro que así justifique todo lo que quiere extraer de Nietzsche. Le pasa un poco como a esos otros que quieren convertir a Heidegger en el mejor crítico de la tecnología.6 Shapiro pretende convertir a Nietzsche en el gran precursor de una ecología radical y una geopolítica progresista, pero para hacer eso tiene que eludir todo el lado delirante de Nietzsche, o sea, tiene que tomárselo demasiado en serio y confundir sus extravagancias con sueños políticos. Toma también, como base, textos como el aforismo 189 de El caminante y su sombra, “El árbol de la humanidad”, donde Nietzsche sugiere que el exceso de población en la tierra, que algunos temen tanto, inspira en otros tareas gloriosas y esperanzadas. “La humanidad debe algún día ser un árbol que cubra de sombra toda la tierra, con muchos miles de millones de flores, todas las cuales deben convertirse en frutos unas al lado de las otras, y la tierra misma debe ser preparada para la nutrición de este árbol”. Es apremiante preparar la tierra ya, dice Nietzsche. Pero ¿cómo? Nietzsche se va por las ramas y solo pronuncia grandes palabras que en realidad son perogrulladas. “La tarea es indeciblemente grande y audaz: ¡todos queremos contribuir a que el árbol no se pudra antes de tiempo!”. Claro, pero ¿quiénes son esos todos? No lo sabe, aunque insinúa con cierta indulgencia histórica que, cuando en el pasado se han utilizado medios equivocados, la experiencia ha sido instructiva: “Muy bien puede la humanidad corromperse y secarse antes de tiempo”; no dispone de “un instinto que guíe seguramente”. Más bien debemos encarar la gran tarea de preparar la tierra para una planta de la mayor y más gozosa fecundidad: “una tarea de la razón para la razón”. Suena bien, pero si Shapiro hubiera querido darle algún contenido a la idea, tendría que haber dejado a Nietzsche sentado debajo de un naranjo inventando nuevos símiles y dedicar más tiempo a otros pensadores. En cierto modo lo hace, y por su libro desfilan Deleuze y, sobre todo, un nietzscheano poderoso e imaginativo Sloterdijk, al que simplifica un tanto. También le falta, creemos, algo de sentido del humor. En el aforismo 188 de El caminante y su sombra, es cierto, Nietzsche especula con una nueva geografía humana, una reorganización demográfica de todo el planeta según el clima que a cada cual le beneficie más, de tal forma que “toda la tierra terminará por ser una suma de sanatorios”. La visión de Nietzsche es fantástica, una utopía paródica propia de un enfermo crónico como él, pero de ahí a sacar las ideas políticas que quiere Shapiro dista mucho, y solo es posible si se habla con la generalidad con la que lo hace él.

 

Más modestas, pero bastante más instructivas, creemos, son la visión de Damon Young en Philosophy in the Garden, la de Gros en Andar. Una filosofía y sobre todo la crónica de Paolo D’Iorio en El viaje de Nietzsche a Sorrento, que adoptan una perspectiva biográfica gracias a la cual se entiende mejor que el cambio de rumbo de Nietzsche (ese momento en que se distancia tanto de Wagner como de la asquerosa vida académica) tuviera tanto que ver con las vistas a un campo de naranjos desde su habitación, con el mar oscuro al fondo y el Vesubio en el horizonte y con las excursiones a Isquia, Capri y Nápoles.7 Antes de llegar allí gracias a una licencia de estudios, Nietzsche ya había practicado el senderismo a su manera, por el lago Lemán, donde dice haber mantenido marchas de seis horas, o por los bosques de Steinabad, en la Selva Negra, donde mantiene locas conversaciones consigo mismo. Llega a Sorrento en 1876, enfermo de la vista, pero muy alegre porque huye del norte donde, dice, solo moran almas pesadas y afectadas “que, como el castor en su obra, están constantemente e inevitablemente trabajando las normas de la cautela” (1881).8 En Sorrento puede disfrutar de larguísimos paseos dándole vueltas a todo y luego descansar bajo unos árboles donde se le ocurren ideas, en un ambiente luminoso y tranquilo donde el olor de los naranjos se mezclaba con el de la brisa marina.9 Con todo, la serenidad que encuentra no es engañosa, o sea, permanece la conciencia de quien no confunde una tregua con la paz. Como dice en un cuaderno que cita D’Iorio: “Caminar por senderos con agradable penumbra al abrigo del viento, mientras que, sobre nosotros, agitados por vientos violentos los árboles braman, en una luz más clara”.10 En 1887, en una carta de finales de febrero, cuenta que el viento y las tormentas aparecerán antes o después, por breves que sean: “Hay senderos ocultos entre jardines de naranjos tan bellos que infunden una calma interior tal, que solo por el violento movimiento de los pinos sobre uno se adivina la tempestad ahí fuera, en el mundo”. Y añade a renglón seguido entre paréntesis: “Realidad y alegoría de nuestra vida aquí; verdad en ambos sentidos”.11

Al dejar Sorrento en mayo de 1877 el mundo se le echará encima otra vez y deambulará sin nacionalidad alemana y con el salvoconducto suizo caducado, sin llegar a encontrar nunca ni una patria bienaventurada ni un paisaje ideal. Cuando llega por barco desde Nápoles a Génova, el sonido de las campanas durante un atardecer le resultará horrendo, melancólico, un eco de muerte. A partir de ahí las cosas se le pondrán más y más difíciles, aunque tratará de seguir en pie, siempre caminando. Logra vivir de unas pensiones modestas que le proporcionan dinero suficiente para alojarse en fondas y comprarse billetes de tren que le sigan llevando de acá para allá, erráticamente. En el verano de 1877 acaba su licencia de estudios aislado en los bosques suizos, huyendo del calor (que también le espanta) en Rosenlauibad y dice en una carta: “Si tuviera una casita en cualquier lado, iría a pasear como aquí entre seis y ocho horas diarias y me imagino lo que con completa seguridad y casi al vuelo dejaría caer sobre el papel; así lo hice en Sorrento, así lo he hecho aquí ganando en un año tanto como en todos los años desagradables y oscuros”.12 En 1879 se marcha a las montañas de Davos, pero como el tiempo no le acompaña toma rumbo hacia St. Moritz, a las Engadine, que al principio le parecen un paraíso, pero de las que también sale corriendo cuando se cubren de nubes y nieve, para acabar en Sils Maria. En 1880 todavía dice pasear diez horas al día, pero empieza a tener problemas de espalda, además de sus padecimientos crónicos. En el verano de 1881, también en Sils Maria, sigue caminando, y confiesa en una carta que se le saltaron las lágrimas al pasear, no por sentimentalismo sino de pura alegría, “mientras cantaba y decía cosas sin sentido, dominado por una visión insólita, en lo que aventajo a todos los hombres”.13 En 1884, aún descubre ocho rutas por Menton que le animan mucho, pero desde 1886 las migrañas, las náuseas y otros males le van mermando, y le cuesta mucho recuperarse de las caminatas. En 1887 buscó muchísimas casas para quedarse en Niza (donde disfrutó de geranios y rosas), pero no duró mucho en la estancia que le había parecido tan ideal. En invierno de 1888 vuelve al sur, a Génova. En sus cuadernos de ese año (mientras consulta el tratado de Burckhardt sobre paisajismo y arquitectura, el cicerone, con el que suele viajar) deja claro que eso de imitar la naturaleza, de quitar barreras y simular continuidad con ella, como en los jardines ingleses, no va con él. Ese tipo de paisaje puede inspirar un sentimentalismo elegiaco hacia la Naturaleza, dice, “del que debo mantenerme alejado”. “Los hombres de estilo trabajan mejor dentro de un entorno medio silvestre”, añade. El contraste italiano entre el cerramiento de jardines y villas y la amplitud que abren las montañas y el mar en el horizonte le gusta mucho más. La naturaleza salvaje arroja su luz sobre el jardín, lo realza, pero desde fuera, más allá de sus muros.14

En Niza, nuevamente, dice haber caminado una hora antes del mediodía y tres por la tarde, o sea, casi la mitad de lo que andaba en sus buenos tiempos. Y en ese mismo año descubre Turín, que le fascina y le parece un milagro. Allí dará largos paseos por las orillas del Po. Allí escribe Ecce Homo, en un otoño de amarillos radiantes, con cielos y ríos de delicados azules, en un entorno comparable a los cuadros del neoclásico Claude Lorrain. Allí, también, se le va por fin la cabeza y acaba abrazado al caballo maltratado, y los amigos corren hacia allí alarmados porque la familia Fino no sabe cómo controlarle. Se lo llevan a clínicas de Basilea y Jena, y acaba cuidado por su madre, que empujará su silla de ruedas, no de día, bajo esa luz que tanto le gustaba, sino desde el crepúsculo y durante la noche, para no ser visto y para evitar pegar gritos como un loco a los transeúntes.

Teniendo en cuenta lo que acabó diciendo en Humano, demasiado humano, el libro que surgió de Sorrento, es posible entender mejor su pedestre filosofía. El caminante, dice allí, no tiene un fin último, sino que solo trata de observar bien, de tener los ojos muy abiertos para todo lo que pasa realmente en el mundo. El problema es que, para lograr eso, se tiene que mantener a cierta distancia de las cosas y no encandilarse con ellas. O sea, el caminante debe encontrar placer en el propio acto de desprenderse de las cosas, debe gozar con el cambio y la mudanza, debe ser un desplazado por propia voluntad. Ciertamente habrá ocasiones en que necesite descanso, siempre necesitará ser huésped, alojado, bienvenido. Habrá noches en las que no encuentre morada, donde se le rechace, y amaneceres que resulten todavía menos acogedores que esas noches. Pero tendrá compensaciones, mañanas en las que pasee bajo los árboles y se sienta imbuido por el espíritu libre de los que tienen su morada en los espacios abiertos, “en la soledad”, y que “al igual que él, a su manera tan pronto gozosa como reflexiva, son caminantes y filósofos”.15 El caminante que surge de estos “misterios matinales”, el caminante matutino que solo piensa en lo que puede depararle otro radiante día, solo puede tener una filosofía, una filosofía contraria al ocaso, una filosofía del amanecer.

Antes de dejarnos llevar por la ambiciosa geopolítica de Shapiro, haríamos bien en recordar cosas más sencillas, como la relación que existe en Nietzsche entre el lugar de sus pensamientos y sus pensamientos sobre el lugar. No hace falta ir muy lejos, pues en La gaya ciencia proclamó algunas bases para el diseño de espacios ateos. En el epígrafe titulado “Arquitectura de los cognoscentes” afirma:

Un día, y probablemente pronto, será preciso entender qué es lo que, ante todo, le falta a nuestras grandes ciudades: lugares tranquilos, amplios y extensos donde meditar, lugares con largas y espaciosas arcadas para el mal tiempo o para tiempo demasiado soleado, donde no llegue el estrépito de los vehículos y el de los pregoneros y donde una etiqueta más sutil hasta prohibiría al sacerdote orar en voz alta: edificios y construcciones que en conjunto expresen la sublimidad de la reflexión y del retiro. Han pasado los tiempos en los que la iglesia monopolizaba la meditación y la vita contemplativa debía ser, ante todo, vita religiosa: y todo cuanto ha construido la iglesia expresa este pensamiento. Yo no veo que puedan bastarnos sus construcciones, aunque se las sustraiga a su finalidad eclesiástica; estas construcciones hablan un lenguaje demasiado patético e intimidado, en cuanto moradas de Dios y lugares pomposos de un comercio supramundano, como para que los ateos podamos pensar allí nuestros pensamientos. Queremos tenernos traducidos en piedra y planta, pasearnos por nosotros mismos, cuando deambulamos por esas arcadas y jardines.16

Si Nietzsche huyó de las ciudades en parte fue porque sentía el poder que el cristianismo ejercía sobre el espacio, tanto interior como exterior. Su espíritu de huida, de evasión, no excluiría necesariamente la aparición de nuevos espacios urbanos donde se dejara atrás toda esa historia. Después de todo, el espacio exterior, totalmente natural, no existe. Las montañas, los bosques, las junglas, o cualquier entorno aparentemente alejado de la historia, también están teñidos de connotaciones religiosas, así que el excursionista ateo tendría que lograr vivirlos y contemplarlos quitando capas y capas de trascendencia, disolviendo barnices cristianos pegados al paisaje que se ve con los ojos, pero sobre todo con la memoria. El caminante, pues, también tendría que transmutarse en piedra o planta incluso cuando caminara alejado de las ciudades. Pero ¿en qué tipo de planta? Si fuera un árbol, y a tenor de lo que dice Nietzsche, poco importa cuál, mientras se tenga claro cómo crece realmente: no como una unidad orgánica, no como un orden ramificado, sino expansivamente. En otro epígrafe de La gaya ciencia vuelve a plantearse si cabe realmente algún lugar para un pensamiento, el suyo, que tan mal se entiende, que tanto se desoye:

Se nos confunde porque crecemos, cambiamos sin cesar, desprendemos costras antiguas y aun mudamos la piel en cada primavera, nos volvemos cada vez más jóvenes, más futuros, más elevados y más fuertes, proyectamos nuestras raíces cada vez más poderosamente hacia las profundidades –hacia lo malo– en tanto, al mismo tiempo, estrechamos el cielo en un abrazo cada vez más amoroso y amplio, absorbiendo su luz con creciente afán todas nuestras ramas y hojas. Crecemos como los árboles –¡es esto difícil de comprender, como es toda la vida!– no en un lugar sino en todas partes, no en una dirección, sino tanto hacia arriba, hacia afuera, como hacia dentro y hacia abajo; nuestra fuerza empuja a la vez en el tronco, en las ramas y en la raíces, no estamos ya en absoluto en libertad de hacer nada fragmentariamente, de ser nada fragmentariamente… Ese es, como queda dicho, nuestro destino; crecemos hacia lo alto; y aun suponiendo que fuera nuestra fatalidad –¡pues moramos cada vez más cerca del rayo!– no por ello lo honramos menos, será siempre eso lo que no queramos partir, lo que no queramos compartir, la fatalidad de la altura, nuestra fatalidad.17

 

Curiosamente, aquí el árbol abre y cierra una posibilidad al mismo tiempo. El árbol del que habla Nietzsche crece en todas direcciones, pero su elevación sigue teniendo mucha importancia, esa altura que lo convierte en un espectacular pararrayos capaz de atraer una energía radiante que lo puede carbonizar o partir en dos. Ahí está la grandeza y honestidad de Nietzsche: su propia incapacidad para deshacerse del mundo del que quiere alejarse, el mundo vertical, el ambiente atmosféricamente puro al que no tienen el valor de subir los miserables.18

Pero quizá fuera difícil conseguir que los árboles dejaran de ser símbolos de todo lo que odiaba Nietzsche (el enraizamiento, la profundidad, la trascendencia) y por eso debió de sentir más simpatía por las plantas jóvenes que surgen en lugares imposibles. “En terreno volcánico todo prospera”, decía en 1877. En el aforismo 591, titulado “Vegetación de la felicidad”, de Humano, demasiado humano, afirma: “Muy cerca del dolor del mundo, y a menudo en el terreno volcánico del mismo, ha plantado el hombre sus pequeños jardines de felicidad”. De hecho, “tanta más felicidad cuanto más volcánico sea el suelo”. Pero sería absurdo decir, añade, que ese dolor ya queda justificado. Isquia le gustó quizá por eso, porque como otras islas simbolizaba la relación entre violencia y felicidad, destrucción y edén. El poder del Vesubio excitó en él delirios de grandeza, y le hizo soñar con una vida más valiente, expuesta al peligro: “El secreto para cosechar la mayor fecundidad y la mayor fruición de la existencia es este: ¡vivir peligrosamente! ¡Edificad vuestras ciudades en las faldas del Vesubio!”.19 Sin embargo, las pequeñas islas volcánicas pobladas por plantas le inspiraban un modelo más ralentizado de vida, un crecimiento lento, fruto del viento, fortuito, siempre unido a esas fuerzas naturales tan terribles, abrasadoras que empujan desde abajo y pueden destruirlo todo, como los jardines de Pompeya que el Vesubio cubrió de cenizas.

Sea como sea, Nietzsche, ya lo hemos visto, prefirió los jardines cerrados a cualquier otro espacio, por aquello del clima, o quizá porque hasta la más idílica de las islas, por afortunada que parezca, puede convertirse en un horror si cambia el viento. Den­tro del jardín, como decía él, el viento se oye, pero alejado. Dentro del jardín, además, el caminante puede darse forma a sí mismo de una manera reposada, aunque activa, parecida a la que el propio jardinero aplica a su terreno. Los pensadores deben aprender a cuidar sus ideas, y a no dejar que simplemente broten de sus podridos cerebros. Como dice en Aurora:

Jardinero y jardín.— De los días húmedos y nublados, de la soledad, de las palabras sin amor, crecen las conclusiones como hongos: aparecen una buena mañana, no sabemos de dónde, y nos observan grises y avinagrados. ¡Ay del pensador que no es el jardinero, sino solo el suelo de sus plantas!20

Pero más adelante, en otro aforismo deja bien claro que no hay un solo estilo de cultivo y que no es una obligación que el jardín que uno acaba haciendo tenga que ser el jardín de las delicias, también puede ser el jardín de las malicias.

Lo que está a nuestro alcance.— Se puede pugnar con los instintos como un jardinero y, lo que pocos saben, espigar los gérmenes de la ira, de la compasión, de la cavilación, de la vanidad, de forma tan fructífera y provechosa como un hermoso fruto sobre un emparrado; puede hacerse eso con el buen y con el mal gusto de un jardinero, y además a la francesa, a la inglesa, a la holandesa o a la china, también puede dejarse a la naturaleza que mande cuidando solo aquí o allá un poco el adorno y la limpieza, y finalmente puede dejarse, con todo el saber y el pensar, que las plantas crezcan en sus protecciones y obstáculos naturales y que libren entre sí su lucha; sí, se puede sentir alegría por esa vida salvaje, y querer tener esa alegría justo cuando se tiene necesidad de ella. Todo eso está a nuestro alcance: pero ¿cuántos saben acaso que somos libres de ello? ¿No piensa la mayoría en sí mismos como en hechos adultos consumados? ¿No han estampado los grandes filósofos su sello sobre este prejuicio, con la doctrina de la inmutabilidad del carácter?21

Lo importante para Nietzsche, pues, no era tanto el estilo de jardinería (aunque a él le gustara el italiano), sino el hecho de que, si uno ajardina su pensamiento, se enfrenta a algo que todo jardinero sabe: que todo está en movimiento, y que por tanto eso que se llama carácter no es un proceso lineal hasta la madurez, sino un terreno en permanente mantenimiento, un resultado de operaciones delicadas pero también severas, un ejercicio de técnicas aplicadas a uno mismo, como diría Sloterdijk.22 Sin embargo, los que quisieran convertir a Nietzsche en un jardinero tranquilo están de mala suerte. Nietzsche nunca se libra de sus paranoias, de sus obsesiones con las amenazas de la vida mediocre, con todas esas cosas que pueden hacerle perecer de forma miserable, sin grandeza. Hay formas y formas de arruinarse por culpa de las malas hierbas:

No hundirse inadvertidamente.— No una vez, sino continuamente se desmorona nuestra inteligencia y nuestra grandeza; la pequeña vegetación que crece introduciéndose entre todos y que sabe cómo trepar por todos los lados es la que arruina cuanto de grande hay en nosotros, la inadvertida mezquindad cotidiana y de cada instante de nuestro entorno, las miles de raicillas de este o aquel sentimiento mezquino o pusilánime que crece de nuestra vecindad, nuestra administración, nuestra compañía, nuestra división del día. ¡Si dejamos pasar inadvertida esta pequeña mala hierba, sucumbiremos inadvertidamente a ella! Y si queréis sucumbir ante ella, hacedlo de una vez y repentinamente: ¡tal vez entonces queden de vosotros al menos escombros sublimes!¡Y no, como hace temer cuanto vemos, montículos de topos! ¡Y la hierba y la mala hierba sobre ellos, pequeños victoriosos, modestos como otrora y demasiado mezquinos para triunfar!23

Nietzsche no renuncia, pues, a imágenes trasnochadas como las de las ruinas invadidas por plantas, recuerdos de un pasado que él mismo quería dejar atrás pero del que no se libra, como cuando compara sus propias visiones de un paisaje con escenas pintadas por Poussin, mezclas de lo idílico y lo heroico.24

Sea como sea, por mucho miedo que tenga a quedar reducido a moho, el jardinero a lo Nietzsche tenía una gran ventaja sobre otros jardineros menos ambiciosos, pero mucho más hipócritas: no estaba dispuesto a que el jardín fuera el refugio de la compasión. Sea cual sea la forma en la que tratemos de participar de la desgracia de otro “en su presencia siempre representaremos algo de comedia, no decimos muchas cosas que pensamos, con esa prudencia del médico junto al lecho del enfermo grave”.25 Nietzsche mismo se sintió un desgraciado, pero no se dejó engañar por la “comedia de la compasión”. En un pasaje de Aurora explica muy bien cómo detrás de la ética de la simpatía y la sensibilidad ante el dolor de los demás se esconde el miedo. La hipocresía es esa: hay que compadecerse de los demás, porque así la sociedad se siente menos en riesgo y porque así el moralista evita mirar esa parte de sí mismo que podría resultar peligrosa. Nietzsche pregunta, claramente, si el precio que se debe pagar por toda esa simpatía es aceptable, si no queda toda la vida reducida así a pura arena, arena fina, granulada, infinita. Pero también ofrece una modesta alternativa, una ética que se desentiende del mundo, encerrada entre muros, pero con alguna puerta abierta al visitante: