Los mosaicos ocultos

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El coordinador de GIPH, junto a un Gareth Cranston jubiloso de párpados decaídos, supervisaron el proceso de embalaje de cada pieza en las cajas de seguridad llevado a cabo por el arqueólogo jefe. El precioso equipo de Ibn Wāfid llegaría a Londres procedente de Barcelona en un vuelo nocturno con llegada al London Heathrow Airport al cabo de unos días. En este caso no habría ningún problema con el escáner del aeropuerto, aseguró el coordinador.

Sir Gareth con su gabardina doblada sobre el brazo y un portafolios de piel gris apretado bajo el sobaco, escoltado por los de GIPH, caminó por la avenida Manuel Siurot hasta que llegaron al mismo bar de hacía una horas. Álvaro Uclés elevó la mirada hacia las facciones acaballadas de Gareth Cranston y le sugirió tomar un aperitivo en la terraza. Este aún de pie, brazo en alto y cerveza en mano, brindó por el dueño de GIPH, en su ausencia.

—Nos conocemos desde hace mucho —dijo sir Gareth— . Nos presentaron en Túnez; entonces él andaba enrolado en una investigación sobre la ciudad de Dougga —añadió.

—Un estudio sobre el desarrollo y el hundimiento de Dougga, que sigue siendo una referencia válida sobre el Imperio Romano del norte de África —apostilló el arqueólogo con un matiz orgulloso.

—Él ha cambiado poco en esa intrepidez suya de enrolarse en batallas arqueológicas; encuentra la paz batallando —dijo sir Gareth mirándose la sortija heráldica afianzada en el dedo corazón.

Álvaro Uclés se unió a ellos tras haber hablado por teléfono en el hall. Luego bromearon a costa de los Moll. Les hacía gracia que estos hubiesen estado tan perdidos sobre valor real de las alhajas heredadas.

Álvaro le habló de la tasación original a sir Gareth, quien estuvo de acuerdo con ella aunque riese a carcajadas enseñando sus dientes pajizos. Al cabo de la segunda cerveza con almendras, sir Gareth absorbió con un pañuelo alunarado la secreción de sus párpados flácidos, después lo guardó en el interior de su gabardina y adelantó el torso hacia los técnicos de GIPH.

—¿Se han entrevistado ya con el señor Manfred Heber? —inquirió Gareth en voz baja, algo forzado.

Álvaro Uclés sonrió y estiró su cuello entumecido, antes de responderle a Gareth que estaba enterado solo a medias de la solicitud de Manfred Heber.

—Les resultará un pintoresco hombre, tanto como sus libros y su petición; pero durante unos años fue mi cuñado. Ahora es mi socio. Está empeñado en esas copias de las cráteras griegas —expresó sir Gareth liberado del sello mundano impreso en su pose escéptica

—Sir Gareth, me han asignado a mi ese asunto algo extravagante de su ex cuñado; me pondré en contacto con usted en cualquier caso —contestó el arqueólogo acariciándose la barbilla.

—Muy agradecido —le contestó.

Gareth Cranston le pidió al camarero que cargasen las cervezas a la cuenta de su habitación, se puso la gabardina y se despidió de los técnicos de GIPH con apretones de manos y reverencias protocolarias, algo risibles para el arqueólogo y de buen tono para el coordinador.

De vuelta hacia la sede de GIPH, Álvaro Uclés caminaba con soltura, liberado del suplicio de parecer distinguido, aunque precisamente ser o parecer distinguido constituía uno de sus objetivos personales. Miraba hacia un punto indefinido del final de la avenida, inmerso en sus preocupaciones de trabajo. Salvo GIPH y su debilidad por el lujo pocas cosas tenían peso para él.

—¿Has visto las cráteras enviadas por Strani?

—Unas copias excepcionales, sí. Ese museo francés se las tragará a la primera, no van a comprobar nada de nada, saben que son copias —dijo el arqueólogo desde el umbral de su despacho.

—Tendremos que encargarle a Strani algunas más, las que quiere el socio de sir Gareth.

El resto de la jornada transcurrió rápido. Después del almuerzo, los del equipo de arqueología dieron los últimos retoques al plan de conservación de patrimonio histórico de Saltalla, cuyo contrato había sido adjudicado a GIPH y estaba a punto de finalizar.

—Pasado mañana lo explicaré en el ayuntamiento. Como sabéis los planes municipales son unas de mis actividades estrella, incluso más que las excavaciones —les dijo con evidente ironía el arqueólogo jefe a parte del grupo desde el aparcamiento de bicicletas.

Una atmósfera sucia pendía sobre la avenida. Guiaba la bicicleta con tiento, esquivaba los coches paralizados y respiraba con asco la exhalación de los tubos de escape. Las piernas le pesaban ahora; sin embargo, parecían dotadas de una voluntad propia y de haber decidido por sí mismas ir hacia uno de los bancos de ladrillo del Paseo de las Delicias. Después de lo sucedido durante la mañana su cabeza tenía materia para discurrir; sin embargo, el pensamiento se le fue hacia su hijo. A esas horas estaría recibiendo la clase de inglés en el salón, triscándose de las cejas de puro nerviosismo, loco por despedirse de la profesora, una sobrina pija del magistrado Agustín Valiño, mentor jurídico y guía espiritual de Miriam. Durante unos segundos tuvo la visión del cuerpo de Sergio tironeado por una bulla de manos avariciosas, insensibles al tacto de la carne, incapaces de captar si disputaban por un niño o por un muñeco de trapo. La figuración le hizo escupir en el suelo y reanudar la marcha. Se internó en Los Remedios y desde la distancia divisó el bloque donde vivía, la terraza corrida de la primera planta, la fronda de los maceteros, una mancha verde intercalada en la blancura del inmueble. La ventana del salón y la de la cocina estaban iluminadas, la silueta de Miriam transitó de un rectángulo de luz a otro, marcial, enaltecida seguramente por los zapatos de tacón fino. Las piernas del ciclista volvieron a darle impulso a la bicicleta mientras sus manos se aferraron al manillar, dispuestas a mantenerlo en línea recta hasta alejarse de aquel lugar.

CAPÍTULO 5

Luís Castro consultaba con creciente angustia el reloj. Faltaba media hora escasa para que terminase la clase y le era imposible comprimir en ese tiempo una explicación comprensible sobre los modelos atómicos proyectados en la pantalla. Desde su pupitre, Milo atendía con interés la exposición de don Luis, el cual señalaba con el puntero los núcleos y las órbitas de electrones de los átomos. Milo tuvo la íntima convicción de que aquel hombre de mirada dislocada les estaba desvelando el cosmos infinitesimal que bulle dentro de la materia engañosamente inanimada, en un diamante, en el corcho de una botella, en la cagada de un palomo, en un hierro. Estar en posesión de ese conocimiento era un regalo para el intelecto. Milo hubiese permanecido en su sitio hasta que don Luis diese por concluida la clase. Pero el remoloneo de las cabezas de sus compañeros, los balanceos en sus asientos y los amagos de guardar los textos en las mochilas, junto a la voz cada vez más atropellada de don Luis anticipaban el pitido de la sirena y la abrupta interrupción de la lección número cinco de Física y Química.

Milo esperó en el pasillo a Teresa Luque y a Cándido (el Bambú, apodado años más tarde en la universidad). Los tres atajaron por la pista de tartán y de los campos de baloncesto hasta cruzar la verja sedienta de pintura verde. Giraron hacia las viviendas de ladrillos vistos de los peones camineros. Teresa Luque en pantalón blanco y polo negro se mofó, por el mero hecho de provocar unas risas, de las órbitas imprevisibles descritas por las pupilas de don Luis, de su pestilencia a cebolla y de su toqueteo inconsciente en la bragueta. Milo fue incapaz de hablar en profundidad con ellos de la magia implícita en los postulados sobre el átomo de Rutterford y de Bohr. A pesar del poco entusiasmo de Teresa aquel día sobre las explicaciones de don Luis, llegó a estudiar Física e impartiría clases de Electromagnetismo en una escuela técnica.

Pero entonces los tres habían vivido poco para permitirse vaticinios sobre donde le llevarían sus pasos. Milo, por ejemplo, salió de la clase sobre modelos atómicos con el propósito de licenciarse en el futuro en Física, aunque antes había albergado la idea de licenciarse en Bellas Artes (dado su gusto y habilidad para el dibujo y la pintura) o arquitecto técnico como era Teófilo. Durante los cursos posteriores, las clases sobre Historia Antigua impartidas por don José Cano, el director del instituto, unidas a las andanzas con José Antonio Mora —amigo incuestionable de Milo— sobre las ruinas de Iponuba lo fueron inclinando hacia dicha disciplina.

Como casi todos los días de instituto, Cándido acompañó a Teresa hasta su casa sin importarle prolongar su caminata para llegar a la suya. Milo prefirió adentrarse en el parque. Se detuvo en un banco bajo la copa del nogal chino e hizo un redondel con el índice y el pulgar y vio a través del espacio acotado por sus dedos a sus dos compañeros varados en el cruce. Teresa Luque tan esbelta, cruzada de brazos, recogiéndose el pelo tras sus grandes orejas, tímida, a la espera de que se hiciera un claro en el tráfico; Cándido muy cerca de ella, contándole al oído, acechando sus reacciones, riéndose solo él de sus propias gracias, desequilibrado por el peso de la mochila, tan flaco que apenas llenaba los pantalones y la camisa con escudos militares. Poco pesarán los malos recuerdos en sus memorias, —caviló Emilio—; tanto como las masas de los electrones que viajan en este instante, en cualquier partícula de la materia, a través de sus elegantes e invisibles elipses, en el universo ampliado miles de veces en esta nuez que tengo entre los dedos. Leves y fáciles recuerdos: encuentros familiares, tambores de Semana Santa; abuelos, tíos, primos y durante semanas el mar turquesa de Málaga… Vidas alegres dibujadas en un bloc. Dibujos amarillos, naranja, esmeralda, del color del cielo raso. Los oigo en los recreos y en el parque y callo, me miran con los ojos convertidos en preguntas antipáticas y yo callo e intento hablar de películas o de las miserias del instituto. Les digo que nos hemos trasladado porque mi madre es maestra y quiere una plaza en una de las escuelas de aquí.

 

Camina meditabundo, bajo la sombra del nogal, triturando bajo sus zapatillas de deporte las nueces podridas que le salen al paso: ¡Crac!, ¡crac!, ¡Crac! Pero ni Teresa ni Cándido, ni sus familias se tragan las medias mentiras o las verdades dichas con boquita de muñeco. ¿Dónde me has dicho que trabaja tu padre, Milo?, ¿cuándo va a venir por aquí? ¡Cabrones! Los adultos o casi adultos, los compañeros y compañeras del instituto, están al corriente del desahucio, de la prisión del cabeza de familia; pero aún así nos preguntan, quieren ver nuestras caras como globos rojos y presenciar cómo clavamos los ojos en sus putos zapatos brillantes. ¡Cabrones! El bestia de Alfonso ya ha tenido de las suyas por tanta mala leche —ríe con una fruición vengativa—, al hijo del mancebo le rompió un brazo y al delegado de su curso le partió otro, otro brazo a la altura del codo, bajo la cancha de baloncesto. Dos brazos quebrados como si fuesen mondadientes. Esas peleas han encumbrado a Alfonso ante los de su equipo. Les piden demostraciones y el bruto aprovecha los recreos y se vale de colaboradores para enseñar su técnica, las tretas para romperle el brazo o partirle la ceja a alguien o tumbarlo de un rodillazo en los huevos o en el estómago. Aprenderé de mi hermano, se dice.

Milo escuchó dar las dos y media en las campanas de la Iglesia de Guadalupe y dejó de reinar con mala bilis. Aligeró por el Llano del Rincón y siguió hacia la carretera. Podía haber acortado por otras calles para llegar al molino de los naranjos, su casa prestada; sin embargo, haber pasado por el parque de arriates victorianos le había aliviado su pesadumbre y hecho del destierro un acto menos bárbaro. Caminaba agarrado a los tirantes de la mochila, fijándose en los coches cuyo destino podía ser la ciudad, donde Carlitos Malavé y Esteban Varo habrían salido del colegio haría casi una hora. Los añoraba; añoraba incluso a los salesianos más imbéciles como el padre Jerónimo o al padre Fuentes y el olor a patio interior de toda la ciudad. ¿Qué barbaridad habría cometido su padre para embadurnarlos de mierda? Pensó en la renuncia de Raquel a seguir peleando por devolverles un poco de la abundancia perdida. El aroma de los aligustres variaron el curso de su pensamiento; la fragancia de estos árboles los traspasaba como el canto de las cornejas, les hacían presentir el verano; los aligustres le hablaban del sopor de las tardes perezosas de julio y agosto, de Berta, de tarajes, de escopetas terciadas, de los gorriones desplomándose desde los aleros de las casas a la calle los días de fuerte calor.

El portalón del molino estaba abierto y un Nissan Patrol con una lancha enganchada aparcado bajo los naranjos. Los rebotes del balón contra el suelo y los balonazos contra el muro indicaban la presencia de Alfonso. Milo presionó con el puño la lancha neumática. Raquel estaba apoyada sobre la barandilla del distribuidor de la escalera externa, entusiasmada y gritona por los encestes de Alfonso y de Mauricio. Milo ascendió por la escalera y se dejó besar por su madre. «Se ha presentado con esa lancha para navegar contigo y con tu hermano por el río», le contó Raquel. Ella le confesó que temía dejarlos ir; que cuando era niña, cada verano algún bañista era sorbido por un remolino y vomitado días después, hinchado y sin ojos, le contó.

Mauricio les explicó durante el almuerzo que había venido a Baena debido a la plaga de Prays, que la plaga había atacado a las plantaciones de olivar. Aunque su hermano Alejandro era el gerente de la sociedad limitada constituida en 1918 por su abuelo, se encontraba hospitalizado debido a una operación de columna vertebral. Por otra parte, Andrés Menéndez Viaga, uno de sus tíos, el olivarero por antonomasia de la familia, se encontraba en Puglia cerrando el contrato de la venta de aceite exportado por la sociedad familiar.

«Son estas bestezuelas las que se alimentan de las flores, de su corola y de sus ovarios, ávidas de azúcar, ¿las veis?» Milo, con el ojo casi pegado a la lupa apreció las larvas color avellana. Alfonso apenas dedicó un segundo a la observación, le faltó paciencia. Para Raquel las galerías horadadas en las hojas de olivo, las polillas plateadas o las minúsculas larvas que hacían contorsiones sobre el mantel no representaban una novedad, había escuchado muchas veces mentar a su padre esa maldición: «¡Prays!» La visión de las hojas y de las orugas retrotrajeron a Raquel a la habitación con ventanas y balcones hacia la carretera donde se encontraban ahora gracias a Mauricio; a cuando sus padres, Eulalia y ella pasaban allí el periodo más intenso de la molienda de aceituna, el corazón del invierno. Incluso cuando las dos hermanas se marcharon a estudiar a Granada, les gustaba pasar las vacaciones de Navidad allí. Entre el padre de Raquel y el de Mauricio había existido una relación de estrecha amistad y de lealtad en los negocios. Cuando ambos vivían, el padre de Raquel gestionaba la explotación olivarera de los Menéndez Viaga y toda la venta del aceite producido en las fábricas de estos repartidas entre Jaén y Córdoba. La extensa huerta de la Partición fue vendida por Menéndez Viaga al padre de Raquel por un precio bajo, como una muestra de gratitud y afecto. Más tarde, heredada la propiedad, Raquel vendió su parte a Eulalia para la compra del chalet ahora embargado. Sin embargo, no eran aquellas circunstancias las evocadas por la madre de Milo, sino la imagen brumosa de su padre dejándose la vista bajo la luz de una lámpara de mesa, escudriñando a través de sus gafas de lectura un ramillete de hojas taladradas y de aceitunas con esos gusanos dentro del hueso, devorando sus corazones de almendra.

Raquel abarcó con una mirada poética a sus hijos y al hombre de atractivo perenne, quien volaba con la facilidad de un pájaro sobre los escollos más aborrecibles. ¿Por qué has tenido que ser así?, se interrogó Raquel absorta en la pose atenta del menor de sus hijos. «Vamos a iniciar la travesía a unos ciento cincuenta metros o así, desde el puente de la Maturra a Izcar, quizás tengamos que tirar del bote en algún bajío. —A Mauricio le encantaba poner a prueba a quienes lo rodeaban, hablar de posibles peligros para hacer más meritoria su aventura. Como el capitán de un barco de vela, a contraluz, de espaldas al sol, distribuía las tareas a la marinería—: Milo, tú irás al timón; Alfonso, si te liberas del partido de baloncesto, a los remos, y yo manipularé el motor, la pértiga y ayudaré al de los remos». Raquel advirtió un intento de seriedad responsable en la tiesura de las mejillas de Milo y la consabida aptitud de Mauricio para embrujar hasta a los adoquines de la acera. Según lo experimentaba ella, trascendiendo aquel momento, los ademanes, las palabras y la fuerza de Mauricio transmitían casi siempre el mismo mensaje: Y esto que deseo no es un capricho, ni el juego de un tahúr: te quiero a ti, a mi lado, para que compartas conmigo el cuento que acabo de contarte, tan realizable que ni siquiera merece llamarse cuento. La camisa campera remangada de Mauricio, sus antebrazos vigorosos, con el vello formando una onda suave; sus incipientes arrugas en la frente, bajo los ojos; bronceado por sus correrías en los campos de excavación, le provocaron a Raquel una sensación vergonzosa. Se excusó y luego se perdió en algún lugar de la casa. La soledad llama al deseo para escapar de sí misma, pensó ella. Imperdonable, se dijo en la habitación de sus hijos, después de lo que estaba pasando su marido.

Mauricio guardó las hojas y las aceitunas picadas en una cajita de diapositivas y luego le pidió a Milo y a Alfonso que lo acompañasen para enseñarles el manejo de la lancha. Se despidió de Raquel con la mano, desde la lancha.

Dos días más tarde, se presentó subido en una vespa en el patio del molino. Milo lo esperaba junto a la lancha, con el pantalón hasta la rodilla y la camiseta de manga larga que Mauricio les había regalado a cada hermano con ocasión de una visita a las ruinas romanas de Almedinilla. Raquel lo saludó desde el descansillo de la escalera y le ofreció café. A Milo le transmitió fortaleza ver a su madre contenta. Raquel se mostró algo aprensiva. Le preguntó a Mauricio con una expresión dolorosa qué garantías le daba este de que no les ocurriría nada malo ni a Milo ni a él. Mauricio bromeó con ella y le devolvió su pregunta del revés: «¿Y quién nos asegura a Milo y a mí que tú en la calle del Moral, o a Alfonso en el partido de hoy no vais sufrir un accidente?» El manotazo aniñado de ella sobre el brazo de Mauricio les confirmó a Milo y a Alfonso —equipado este de jugador de baloncesto, horas antes de que comenzara el partido— el buen humor de la madre.

Mayo comenzaba con su atmósfera preñada de melaza y un sol adolescente. Mauricio conducía por la carretera estrecha y falta de alquitrán. De cuando en cuando el coche y el soporte de la lancha botaban con brusquedad y se percibía un gemido de hierros desencajados. A derecha e izquierda olivos en flor sobre las lomas calcáreas, molestas a la vista de tan blancas; al frente los collados ferrosos, bellos y estériles incluso para las cabras.

Mauricio miraba de reojo y sentimiento al muchacho caviloso. Está roto por dentro, se dijo; no ha digerido aún lo de Teófilo… saberlo preso, expulsado temporalmente de la vida corriente, requisadas sus horas; privado de quienes a pesar de los hechos lo añoran y tienen por desmedida y amañada la dura sentencia. Le propinó a Milo una palmada animosa en la pierna. «¡Ánimo timonel!». Aumentó el volumen de la radio para entender mejor el desastre ocurrido en el Hipercor de Barcelona. Tras una pausa llena de maldiciones, templó y quiso conocer la opinión de Milo sobre el atentado. Y según mandaban los fueros inclementes de su edad, Milo, condenó con tirria ciega a los terroristas. «Debían ser desmembrados por caballos, como harían los Hunos si regresaran de la muerte: cuatro caballos para arrancarles de un tirón piernas y brazos y otro caballo más para descabezarlos», le respondió con las manos puestas en el salpicadero, envarado en el asiento. Mauricio amagó una fría sonrisa y se apresuró a cambiar de tema por no remover la ira instintiva del muchacho. Le propuso una futura visita a la Cueva del Yeso. Cuando yo vuelva de Libia, donde voy a un congreso de Arqueología en el norte de África, iremos. Milo, le comunicó con una suficiencia (muy ocurrente para Mauricio) que ya conocía la Cueva del Yeso, que había entrado con su amigo José Antonio Mora, más de una vez. Le describió con un énfasis apasionado y fantasioso las paredes revestidas de cristales de yeso, de cómo estos se transformaban en espejos y reflejaban la luz de las linternas y hacían visibles los grandes espacios de la cavidad, cuyos techos estaban cegados por colonias de murciélagos con sus cuerpecillos de ratón y sus caritas de cerdo, que al contacto de los reflejos se desprendían del enjambre peludo y se desparramaban por todos sitios, emitiendo agudísimos chirridos; le habló de grutas transfiguradas en suntuosos salones cuyo suelo era un lago y en los cuales las estalactitas estaban fundidas a las estalagmitas y formaban columnas como huesos de mastodontes prehistóricos. Mauricio había estado en la Cueva del Yeso en una prospección superficial, en pos de algún hallazgo paleontológico; pero guardó silencio al respecto, prefería escuchar la versión de su pupilo, una versión quizás fantasiosa, exenta de tecnicismos, de clichés de manual y de hipótesis geológicas fusiladas la mayoría de la veces por pedantes de relumbrón. En su momento, le recomendaría leer a distancia, en ejercitarse en decirle «NO, A LOS MAESTROS».

Mauricio aparcó sobre la orilla arenosa del Guadajoz y saludó a una de sus tractoristas. La mujer de aspecto cimarrón desprendía la fetidez del insecticida recién aplicado contra el Prays. Ayudó a Mauricio y a Milo a llevar la lancha desde el soporte hasta la orilla. Ella debía recogerlos en Izcar al cabo de unas horas. La tractorista vestida con un mono amarillo canario y una gorra de tejido vaquero con la leyenda de Yale University, subió al coche, lo arrancó y condujo a través de los bancales de arena hasta arribar a la carretera. Con un largo pitido del claxon quiso despedirse de ellos; pero Mauricio y Milo ya navegaban en las aguas del Guadajoz, medio ocultos por la floresta. La corriente los empujaba con mucho genio. Mauricio obligó al timonel a ponerse el chaleco salvavidas. Habían perdido de vista los maizales y el puente. Avanzaban por una lengua de agua verdosa, serpenteante, con espumarajos en los márgenes, rebelde al rumbo querido por el timón. Milo, apenas podía identificar con precisión si el rápido aleteo originado en el boscaje procedía de unas tórtolas o de unos patos, o de lo que asomaba la cabeza y luego la sumergía de sopetón era un barbo o un galápago. La lancha escoraba hacia una margen o hacia otra al capricho de las aguas. El primer tramo sería el peor le había adelantado Mauricio cuando deslizaron la Zodiac hasta el centro del cauce (y no le faltó razón). Aquel río era otro río cuando se bañaban Berta y él en la parte de los abejarucos, se dijo Emilio, las aguas eran perezosas en aquel lugar, estaban como dormidas en los entrantes, frente al gran muro de tierra arenisca agujereado. Mauricio maniobró con la pértiga hasta atracar tras una roca con apariencia de sesos esculpidos, cubierta por una retícula de finísimas ramitas rojas.

 

Los tripulantes con las ropas mojadas y el pelo salpicado de pelusas rieron palpitantes de emoción. Habían fondeado en una pequeña ensenada cuya agua estaba cubierta por una nata verde. Por encima de sus cabezas, los recortes de cielo podían atisbarse a través del tamiz verdinegro de los tarajes. Mauricio extrajo del portaequipajes de la lancha el mapa plastificado del Guadajoz y trazó con el dedo la parte del río aún por navegar. Comentó cada tramo; los obstáculos seguros, las zonas de aguas benignas, los posibles vados. Milo miraba el mapa pero su pensamiento le invocó a Teófilo; los momentos memorables, las bromas en el chalé, sus exageraciones, los viajes al extranjero, los baños; los baños secretos de media noche en el río, en las playas. Alfonso, él y Teófilo en el mar, vigilados por una luna africana. Tuvo la mala sensación de haber traicionado a su padre, de estar gastando parte de su alegría con un extraño; cercano, ¡bien!; amigo de su madre y de su tía Eulalia, ¡bien también!; pero la sangre reclamaba su parte.

«Esa de ahí me ha prestado más oídos que tú. —La culebra zigzagueó en la chopera con un pez sacudiéndose entre las fauces—. ¿Lo estás pasando bien?». Milo respondió con una afirmación, aunque en sus adentros esta afirmación precisaba para ser veraz del todo, la presencia de Teófilo, inhalando las miasmas del río, con su despreocupación y sus fanfarronadas.

Cuando se zamparon los bocadillos de tortilla y las coca-colas, se ajustaron los chalecos salvavidas y Mauricio empujó con la pértiga desde la orilla y enderezó la lancha. Las aguas se habían vuelto más oscuras. El ronquido del motor desencadenó en la espesura una desbandada general de pájaros sobresaltados, tórtolas y jilgueros en su mayoría, identificó Milo tras observar sus vuelos, forma de las alas y de la cola. Podía dedicar su vida entera a estudiarlos, pensó Milo río abajo, sintiendo con gusto el roce en la cara de la corriente de aire. Mauricio apenas movía el timón. La lancha transitaba por aguas profundas, bajo una techumbre de ramas tumbadas desde las márgenes y entrecruzadas en el centro del río. Solo el ruido del motor barrenaba aquel nimbo de foresta y silencio, donde el Guadajoz se ensanchaba generosamente. Mauricio apagó el motor y se abstrajo en las aguas sombreadas y en aquella fronda exuberante de tarajes, cañaverales y choperas. Milo había dejado de evocar a Teófilo, a rememorar situaciones vividas en el chalet. Aquella selva tiraba de él, lo absorbía, parecía saber de su congoja. El bote escoró con rapidez hacia la orilla. El ruido a desagüe obligó a Mauricio a ponerse de pie. La lancha giraba en el sentido del agua, atraída por el embudo abierto en la derecha del cauce. El motor detonó y bramó de continuo. A Mauricio se le fue el color de la cara. Le dio un fuerte empellón a Milo hacia la trasera de la lancha y él se aprestó en la proa. Con el dorso arqueado y los brazos convertidos en dos palas de una hélice furibunda, Mauricio varió el movimiento en círculo de la lancha. Valiéndose del empuje de uno de los remos contra el tronco de un taray medio acostado sobre el cauce propulsó la lancha hacia el lado opuesto. Milo estaba en cuchillas, con la pértiga hundida en el agua, sin haber podido tocar con la punta el fondo. El motor berreaba encastrado en la popa, vibraba con estrépito, exhalando humo y peste a gasolina mal quemada. Mauricio se le acercó tembloroso, con un pómulo amoratado de un golpe del remo. Milo sintió el vacilante abrazo de Mauricio, su desorientada satisfacción al ver que al muchacho estaba aún pasmado de la fuerte impresión, pero ileso. Lo del remolino quedaría solo para los dos, ni Raquel ni Alfonso, ni Teófilo, debían saberlo. «Conozco bien a tu madre, se acobardaría», le avisó Mauricio. «No se lo cuentes, sufriría mucho, es probable que no os dejase venir conmigo en una travesía similar». Milo lo comprendió. Mauricio no soltó el timón a partir del incidente.

Se sucedieron tramos de riberas peladas, donde las tierras de cultivo se habían comido la floresta y la presencia de los grandes invernaderos de plástico comenzaban su andadura. El encanto místico de los parajes anteriores había sido sustituido por un horizonte de trigo y de girasol y de sábanas de hortalizas dispuestas en disciplinados surcos.

El sol pegaba sobre las cabezas de Mauricio y de Milo carentes de cascos y de gorras, olvidados en el molino. Milo se sacó la camiseta y se la encasquetó sobre la cabeza al recordar la monserga de su madre sobre las insolaciones. En la playa, en la piscina del chalets, en La Partición, Raquel obligaba a sus hijos a usar gorra o sombrero de paja. Después de haber remolcado la lancha a tiro de cuerda a través de un vado de guijarros y aguas cantarinas, acribillados por mosquitos obsesivos y alguna mordedura de mosca, Mauricio hizo señales con la mano hacia el bosque de eucaliptos de la margen derecha. Milo movió la camiseta en el aire con viso triunfante al ver a la mujer de amarillo canario bajo los eucaliptos. Al poco que orillaron junto al bosque, la lancha estaba fijada al soporte y ellos en el coche. Se encontraban felizmente cansados de bregar en el río, con la piel quemada y la ropa tomada de salitre. Mauricio oía la rasquiña de Milo y le insistió en que era mejor no rascarse para no extender el veneno bajo la piel. Milo y Berta estaban habituados a los picotazos y a las mordeduras de las moscas negras y se aliviaban aplicándose mutuamente una mezcla de barro y vinagre en los ronchones. Pero Milo no quiso revelarle a Mauricio aquel remedio; cuanto había sucedido entre Berta y Milo ingresaba en un santuario erigido por ambos, sin más sacerdotes, ni más fieles que ellos dos. Mauricio partiría al día siguiente con los de la Universidad de Granada hacia Trípoli y luego iría a Londres durante unas semanas. Aprovecharía para visitar a su hija María, le refirió. Luego quiso cerciorarse de si Milo estaría dispuesto a navegar en otro río, en el Guadalquivir, en el Ebro quizás. «¡Sí, claro!… Ha sido una pasada de las buenas, la mejor», le contestó. Milo hizo sus planes a corto plazo: cuando llegasen al pueblo, iría a la cochera —el club atlético de baloncesto—, donde estaría reunida la peña de Alfonso. Se apuntaría con ellos al mojete de espárragos. Milo les iba a contar a esos zanquilargos de carnes blancas lo del descenso por el Guadajoz aunque fuese para darles envidia.