Los mosaicos ocultos

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Olía a río, a paja. La nariz de Milo distinguía en el aire el vaho a bosta de vaca procedente del establo. A gallinaza, a palomar. El acceso al gallinero era a través de una puerta de chapa verde disimulada entre la enredadera o entrando por la casa de labor. A Milo, sin saber por qué, le venía un leve cosquilleo en sus partes cuando a la hora de la siesta, acompañado por Berta, le llegaba el tufo a orín fuerte y a excrementos en la vaquería.

Fuera del recinto, Alfonso imitaba a voz en grito la hinchada de un hipotético partido de fútbol, en el que él recorría el campo de juego en posesión del balón, regateaba, burlaba al contrario con habilidad y al final, animado por un público ficticio, chutaba a un portero imaginario ubicado entre un cardo borriquero y un arbolillo sin hojas. Milo se quedó sentado en uno de los bancos de hierro, frente a su madre y a su tía Eulalia. Observó cómo la piel de su madre había adquirido vida, una tonalidad rosada. Raquel estaba más resuelta que durante la noche. El miedo o la desesperación le habían soltado la lengua. Habló con su hermana, sin cuidarse de la presencia de Paulino Pulido, el mocetón jorobado con cara aviejada y unos ojillos escondidos bajo un entrecejo que parecía esculpido en el hueso. Alfonso seguía recreando los berridos de unos hinchas animándolo a tirar a puerta y a marcar otro y otro y otro golazo imparable. Eulalia deshizo con un palito de polo una hilera de hormigas. «¿Vas a solicitar el reingreso de maestra, Raquel?». «En cuanto pueda. Aceptaré cualquier plaza que me ofrezca la delegación, de preescolar, de educación especial, inglés, francés, ¡chino!…». Raquel rio con pena. Observó a Alfonso tras el enrejado, sudoroso, obstinado, envuelto en el bullicio que salía de su boca. Alentó a Milo a jugar con Alfonso; pero Milo se quejó de una molestia en el tobillo, de estar harto de las fullerías de su hermano, que les diera patadas en las espinillas a sus futbolistas de aire, le dijo. Elevó las piernas hasta el asiento del banco y las rodeó con los brazos. Se concentró en la maña de Paulino para colmar la pala con barro, verterlo en la espuerta y repartirla con sus andares humillados en el campo. A Milo se le iba la vista a la joroba. Se la imaginó por dentro llena de gas y no de un amasijo de huesos truncados y carne mortal. Le fascinaba la desenvoltura de Paulino, agachándose, alzándose, porteando espuertas con aquel incordio del tamaño de un bebé colgado a la espalda.

Desde el interior de la casa se oía el laboreo de los Pulido en la zona ajardinada. Luisa apuntaba el chorro de agua hacia los arriates y Paulino achicaba el limo o corregía las plantas dobladas fijándolas a guías de caña.

Las hermanas ordenaban la ropa de la familia de Raquel en unos armarios celestes, con celosías en la parte alta de las puertas. Milo no perdió detalle de la conversación entre ellas. Se hizo el dormido. Eulalia se interesó con discreción por Mauricio Menéndez Viaga, por si los estaba ayudando. «La unión de los Mur con los Menéndez Viaga ha sido muy estrecha desde que padre y el padre de Mauricio estaban en vida. Acuérdate de que La Partición la compró padre por un chavo, Raquel». Eulalia le pulsó la barriga a Milo para que se levantase de la cama. «Pensaba decírtelo hoy… por teléfono no…». Raquel se sentó en la cama, entrecruzó los dedos y miró la espalda de su hermana. Milo seguía en la habitación, atento, contemplando las tierras limítrofes a La Partición, los álamos previos al río. «Nos ha hecho un préstamo considerable. Con ese dinero y con vuestra ayuda, hemos pagado la fianza, la obra de reforma del chalet, los recibos pendientes. Los gastos de abogado han corrido de su cuenta… “La minuta del bufete la pago yo. Es un regalo de mi parte”, nos ha recalcado». Se oían los pliegues y despliegues de las sábanas limpias, de las colchas; el enfundado de las almohadas realizado con nervio por Eulalia. Raquel se incorporó, fue hacia Milo y lo besó en la coronilla. Eulalia dejó las mudas de las camas sobre una silla y abrazó a su hermana. «No llores, tonta. No vamos a dejarte sola con el problema… Ven aquí». Raquel recobró la compostura y le sugirió a Milo que fuese donde Teófilo y el tío Damián. Cuando estuvieron a solas en la habitación, Raquel le contó a su hermana que Mauricio llamó a Teófilo desde Irán. «Quiere hablar conmigo, supongo que para tranquilizarme. Se ha ofrecido a acompañar a Teófilo a juicio».

Milo deambuló por la segunda planta. En el cajón inferior de uno de aquellos nichos con baldas estaban los bañadores atiesados por el desuso y entre estos uno blanco, el usado por Berta el verano pasado. Lo examinó por dentro y pensó en unos pechos pequeños, acaso más abultados que los suyos, en un pubis, en la hendidura marcada en el bañador cuando salía del agua. Se pasó la prenda por la cara con fruición. Con ella en el cuello ascendió por una escalera con peldaños de madera a la cámara, el antiguo palomar ubicado ahora en la torreta del corral. Los flotadores, la polvorienta máquina de coser, el instrumental de veterinaria en desuso del tío Damián; los cuadros piadosos sobre el suelo, las canastas, los sombreros de palma chafados; las sandalias de goma para andar entre guijarros y las arenas calientes. Objetos muertos; los cadáveres polvorientos y cubiertos de telarañas de las cosas, vivas en un tiempo ya gastado de cielos rasos y aguas resplandecientes. Deslizó la palma de la mano por la pared pintada con gruesas capas de cal y le vinieron a la mente los arrullos y el alabeo de los palomos al posarse sobre las piqueras, el impacto del plomo de la escopeta de aire comprimido de Berta contra la pechuga prieta de los zuritos. Milo venció el pequeño cerrojo de una de las trampillas. Desde allí sus ojos se llenaron de campo. Con el sol en la cara, el pelo alocado por la corriente observó el establo. Divisó a los tres hombres junto a la puerta. Representaban los vértices de un triángulo isósceles: los ángulos de la base eran su padre y el tío Damián y el de la cúspide Gervasio. Hablaban cada uno plantado en su ángulo, de espaldas a sus sombras. Con la incorporación de Ramón Pulido, el otro hijo de Gervasio el triángulo se transformó en un trapecio de personas conversando a distancia, sin gestos de aprobación o reprobación discernibles. Ramón Pulido era entonces un mocetón de pelo entreverado, con andares de pistolero de wéstern, fumador como Paulino. Milo apenas había cruzado palabra con él, casi siempre lo había visto en el tractor, afanado en el establo, con el riego del maíz o el reparto de leche y hortalizas. Ramón y Gervasio ordeñaban las vacas de madrugada. Más tarde subían las cántaras llenas de leche a la furgoneta para llevarlas a la cooperativa. Las frutas y las hortalizas de temporada se repartían en los puestos del mercado de abastos. En la furgoneta de un azul desteñido por el sol, Ramón llevaría a Alfonso y a Milo hasta el instituto. El regreso a La Partición lo harían en uno de los autobuses de la línea de la campiña. Podrían apearse en la parada del puente, distante del cruce de la huerta a unos veinte minutos si se avivaba el paso. Teófilo y Raquel habían preparado a sus hijos el día del desahucio. El penoso ir y venir de La Partición al instituto era para que cursaran dos trimestres completos de curso; de las materias del tercero podían examinarse en septiembre, Raquel hablaría con los tutores, ellos debían preocuparse solo en estudiar. El grave sigilo de Milo y Alfonso indicó una aceptación a regañadientes del primero. Iba a ser una andanada diaria, salvo fines de semana, seguramente en un autobús pueblerino, cutre comparado con el pulcro autocar salesiano. A Milo no le sorprendió tanto aquella medida; pero sí el tono y la seriedad empleados por su padre. Teófilo les habló sin ahorrarles una pizca de las posibles penalidades futuras, como si estuviese instruyendo a dos hombres incautos para habérselas en un entorno hostil, mucho peor al acostumbrado hasta ese momento. Quizás ahí, durante esa charla en la que Alfonso mantuvo un aplomo soldadesco, Milo abandonó la infancia de golpe.

Milo descendió a la segunda planta, besó el bañador de Berta y lo devolvió a su sitio. La charla ruidosa de su madre y de su tía Eulalia se fundió con las carcajadas de Antonia, la esposa de Gervasio. La matrona de los Pulido era una mujerona pletórica de cara colorada y de una generosidad apabullante con las personas y los animales (su amor a los animales influiría a la larga en Berta). Cuando Milo apareció en la sala, Antonia, lo apretó contra sus pechos de ama de cría y le estampó un beso rotundo. La mujer rio al medirlo con la vista desde los pies hasta la coronilla. «¡Qué guapo! Eres un calco de tu mamá», sentenció Antonia sin soltarlo de la mano. Contó algunas anécdotas del campo y su familia. Las Mur rieron con los mohines y la forma de contar de Antonia. Era una de esas personas tocada por la batuta de Dios, que encontraba motivo de chanza en cualquier cosa, hasta en las hortalizas pochas o en los complicados arreglos de la ropa de Paulino. Milo reparó en las sandalias sin calcetines de Antonia, en sus mangas cortas. En diciembre iba vestida como en agosto. Mucha ropa encima era mala para el trabajo, decía ella. Antonia le limpió el sudor de las mejillas a Alfonso. «Garañón», lo llamaba. Milo se acercó a Antonia y le preguntó dónde estaba la carabina de aire comprimido de Berta, que la había buscado entre las cosas viejas de la cámara y nada. Antonia miró a la hermanas y a Milo. Se puso las manos en la cintura y peroró en general: Tenía guardada la escopeta bajo llave en su casa. Estaba dispuesta a no entregársela a don Damián, ni a doña Eulalia, si él y Berta seguían fusilando palomos. Los palomos eran criaturas de Dios y no eran dañinos como las ratas del río o los gorgojos de los manzanos. Emilio se rascó en el brazo y doblegó la mirada. El último verano, el tío Damián les había propuesto elegir otras piezas de caza a cambio de recompensas: «Ya, el tío Damián nos dijo: “ratas en lugar de palomos”, Antonia». Cuando ella se fue, Eulalia llamó a Milo, lo aferró de los hombros y lo miró a los ojos: «En vacaciones puede llegar a La Partición otra de esas carabinas, si dejáis a los palomos en paz». La sonrisa ilusionada de Milo iluminó por un momento las delicadas facciones de su madre. Raquel era feliz al ver un viso de esperanza en sus hijos. La tufarada a cebolla frita sirvió de reclamo para que las mujeres fuesen hacia la cocina donde Luisa faenaba entre sartenes.

 

Teófilo y Damián aguardaron la hora del almuerzo en la casa de labor, adosada a la residencial por la fachada trasera, aunque la del aparcero no contaba con cámara y sus plantas tenían menos altura. Gervasio les sacó unas sillas a la entrada empedrada, a unos cuantos metros de la caseta del perro. La vieja mastina agitó la cabeza blanca e hizo sonar la cadena en señal de alerta; pero siguió echada con medio cuerpo en el interior de la caseta. Sus ojos algo rasgados y gachos desplegaron una mirada casi humana sobre los dos hombres cuyos olores había reconocido.

«¿Cómo crees que acabará todo esto?», preguntó Teo persiguiendo con la vista un torbellino de pájaros trigueros. El sol de diciembre y la humedad del río le hicieron sudar a Damián, por cuya calva resbalaban gotas de sudor hasta frenarse en las arrugas de su frente y empaparle las cejas. «Inspecciono mataderos, queserías, explotaciones cárnicas… de leyes ando corto… tan corto como tú has andado de sentido común, Teófilo». «Lo sé…», respondió mirándose los zapatos manchados de estiércol. «El bufete de los hermanos Almenara que lleva tu caso es de los mejores de Madrid, al menos caro es; lo sé de oídas. Si Mauricio ha contratado esos abogados, como me has dicho, vas a estar en buenas manos, Teófilo». Damián tampoco quiso tranquilizarlo dándole falsas esperanzas. Un desfalco de tal cuantía, amén del acto de malversación, de falsedad contable y documental, no era un asunto menor, había que ser realista, le dejó caer el veterinario dándole una palmada de aliento. Teófilo se izó de la silla con coraje y al punto se desinfló. Meditaba aislado en su burbuja, sordo al discurso bien intencionado de Damián. «Es justo pagar ahora… Lo siento por Raquel, mis hijos…», murmuró.

Atardecía cuando Damián y Eulalia marcharon hacia Madrid. Sus trabajos, sus hijos no les permitían estar allí más tiempo. Raquel, cómoda por naturaleza, debía aprender a hacer economías y batallar con casi unos adolescentes. La ausencia de Teófilo era segura, según le había dado a entender Mauricio secretamente a ella. No serán dos resentidos —se repetía Raquel, se lo juraba— deberán sobrevivir a la bancarrota, a la mancha de tener un padre extraviado.

El relajo se instauró poco a poco, el desaliento perdió lastre en la familia de Teófilo. Este procuraba estar con sus hijos desde la mañana hasta la noche. No había tiempo que perder. Los tres recorrían La Partición con sus mochilas a la espalda desde una linde a otra, charlaban con las gentes de las huertas aledañas (el nuevo vecindario de camisa remangadas y piel castigada por las calores y los aires), y descubrían el curso del Guadajoz, sus vados de lechos cubierto de piedras verdosas, traicioneras. Ninguno de ellos quería quedarse a solas por no darle vueltas a la cabeza y remover los ánimos. La incertidumbre corroe menos el ánimo si se está en movimiento, quiso transmitirle Teófilo a su hijo menor una mañana. Lo encontró tumbado en el camastro, sin interés por salir a vagabundear por los campos con su padre y Alfonso. Durante las noches le vino bien a la familia de Teófilo compartir cena y anécdotas con la familia de Gervasio. Antonia intuyó lo acontecido, quizás por eso se esmeró en contar las ocurrencias más jugosas. A ella misma le hacían reír sus chanzas, hasta decirlas a borbotones y malgastar su gracia. Milo ya conocía las crisis de risa incontrolada de Antonia, se amorataba y llegaba a perder la conciencia. En esos ataques Paulino se angustiaba, balbuceaba de miedo, la abanicaba y le daba friegas de agua en los brazos y la nuca. Años más tarde, Antonia se fue al otro mundo durante una de sus crisis de hilaridad irrefrenable.

Una de aquellas noches, Teófilo recibió una llamada telefónica. Milo presenció el diálogo embrollado de su padre, sus facciones inseguras, de una inseguridad contagiosa. Pero ni la noche de la llamada ni las siguientes hubo reunión en la casa de labor. Teófilo obligó a Milo a irse a la cama y entretenerse con Alfonso si no tenía sueño. «Vete a tu cuarto y llama a tu madre». Su voz sonó tomada; tenía los ojos secos, alucinados, clavados en las vigas del techo. Milo besó a su padre y fue a darle aviso a Raquel. Subió a la segunda planta, donde habían colocado muebles, los ordenadores y libros de texto. Desde la habitación se escuchaban las recriminaciones histéricas de Raquel, unos gemidos desgarradores en plena noche. Milo, identificó el llanto impulsivo y torpón de su padre, el de un hombre que casi ha olvidado llorar o que ha vivido con la fortuna de haber carecido de motivos para hacerlo. Milo acabó durmiéndose a pesar de su excitación, de haber parado a tiempo el avenate de Alfonso. Intentó brincar de la cama y presentarse en pijama delante de ellos, en defensa de Raquel. Metería la pata, iba a empeorarlo todo si se presentaba allí rabioso y cagado, ¿acaso iba a arremeter contra Teófilo?, le explicó con vehemencia a Alfonso, revolviéndose ambos en el suelo. La noche siempre, para mal o para bien, dedujo Milo, mientras elevaba sus manos por encima de su rostro y las movía como si fuesen dos pájaros enjaulados en la oscuridad. Invocó el sueño; pero las palabras rotas por el dolor, o los silencios abiertos como profundas zanjas entre sus padres lo mantuvieron insomne. Milo reparó en las facciones de su hermano sobre la almohada, su boca entreabierta, los dientes acaballados, su cabello crespo como el de un jabalí. Envidió su inconsciencia, su ingenua brutalidad.

Vislumbró el rellano al que conseguía llegar una bruma luminosa procedente de la planta de abajo. Durante un rato su mente buscó ruidos distintos a la charla mal avenida de sus padres. Sus oídos se llenaron de una profusión de mugidos de vaca, de los broncos ladridos de la mastina desencadenados a esas horas; le llegaban los chirridos de la noria y el canto de los mochuelos, mezclados con aleteos inquietantes, con la remecida del follaje. Abstraído en la respiración del campo se quedó dormido hasta rayar el día.

Milo despertó sobresaltado debido a una trepidación de motores y charlas foráneas. Su hermano seguía dormido, demasiadas patadas al balón y el cansino cacareo de sus admiradores invisibles. Mejor dejarlo, se dijo Milo mientras abría con cuidado el postigo de madera azulenca y escudriñaba amodorrado el patio.

El traqueteo de los motores había cesado. De uno de los coches se apearon dos policías y se dirigieron entre toses mañaneras hacia la puerta de la casa. No fue necesario pulsar el timbre porque Teófilo acompañado de Raquel salió a su encuentro. Uno de los policías le mostró un papel; pero él declinó, se negó a leerlo, con la presencia de aquellos dos guardias tenía bastante.

En segundo término, junto a la fuente de la carpa de piedra, un hombre alto, de aspecto extranjero, más bien fornido, esperó a que los guardias terminasen de hablar con Teófilo. Cuando callaron, el hombre se acercó con los brazos extendidos hacia Teófilo. Se abrazaron. Los sollozos de Teófilo provocaron los de Raquel. «Hoy dictan la sentencia, Mauricio», Teófilo apretó la mano de Raquel. Los guardias habían retrocedido un palmo para respetarle al procesado un momento de intimidad. Raquel se abrazó con vehemencia a Teófilo y le susurró al oído sin dejar de rodearlo con sus brazos. Milo necesitó en ese instante saber con urgencia qué le había dicho a su padre, ¿acaso ella lo había perdonado?, o, simplemente, le había entregado los menguados restos de calor y esperanza que tanto necesitaba para sí misma. Milo, observó impávido cómo su padre era escoltado por los policías judiciales hacia un coche gris, aparcado al lado de un BMW azul marino.

«Se ha negado a que sus hijos lo vean esposado, Mauricio. No quiere que yo esté presente en la sala del juzgado, “los niños te necesitan ahora más que yo”, me ha dicho». Raquel caminaba al lado de Mauricio, detrás de su esposo y de los hombres. Hablaron. Milo estaba demasiado lejos para oírlos y descifrar sus gestos. Cuando los coches llegaron al cruce y desaparecieron por el camino, más la visión de su madre envuelta en una polvareda dejada por los neumáticos, Milo echó a correr en pijama y descalzo hacia ella. «¿Por qué has dejado que se lo lleven?».

CAPÍTULO 3

Adnan estuvo tentado de sentarse en la estrada de la Facultad de Historia, de concederle descanso a sus piernas. Contempló con delectación la calma que reinaba en el campus. Pero siguió adelante. Lo esperaba Nazim. El hombre virtuoso, cuyo trato había justificado las maldades cometidas por Adnan a solicitud imperativa del catedrático. Se internó en el edificio y anduvo por pasillos contándose las pastosas pisadas de sus botas de caza, escuchando el concierto silbante de sus bronquios obstruidos por el tabaco. La fatiga era mucha, la visión le flaqueó, apenas identificaba a las personas que de vez en cuando se perfilaban a lo lejos, salían o entraban en la biblioteca, en los servicios, en las aulas prácticamente vacías a esas horas de la tarde. Cuando llegó a la puerta del despacho de Nazim Abdulah, se arrepintió durante un instante de haberlo telefoneado desde la cima del hallazgo. Había ido de caza con un muchacho de mantenimiento de la universidad, Ibrahim. Caminaban en contra del viento, cuando a Ibrahim le intrigó una oscuridad tras la yerba seca. Se aventuró seguido por Adnan y halló una brecha profunda y piedras. La cosa podía ser de interés para el catedrático, el profesor Cemal y la profesora Fadilah. Pero Adnan había puesto demasiado énfasis en darle la noticia al primero. ¿Y si el coste presupuestario de excavar aquellos vestigios fuese mayor que su beneficio? Adnan quedó más tranquilo al cavilar que tal vez había sido precisamente su celo desmesurado el factor decisivo a ojos de Nazim para que este lo hubiese colocado en la plantilla de oficios de la universidad. Otra razón habría sido, pensó, el rigor con el que lo habían visto capitanear a las cuadrillas de trabajadores, la mayoría becarios extranjeros. Y sin ninguna duda su lealtad y entrega, la servidumbre de chivarle cuanto oía, veía o se le antojaba de algún interés arqueológico.

Adnan aporreó la puerta y no oyó respuesta. Giró el pomo y entró con suavidad en el despacho en penumbra. Caminó con su botas de cazador sobre la alfombra de los genios y las grullas y encontró tras la mesa la blanda fisonomía de Nazim, divinizada por el reflejo azulado del ordenador.

—Eres cabezón; me sentiría mejor si te supiese en la cama, recuperándote del día de caza… En fin, ya que estás aquí te felicito. Siéntate —le dijo Nazim, llevándose las gafas de montura de carey a la frente y restregándose con los dedos sus ojos congestionados de estar fijos en la pantalla.

—Habrán sido las escorrentías de las lluvias la que han abierto la tierra y dejado al descubierto los restos —dijo Adnan poniendo sus manos velludas sobre la mesa.

Nazim comenzó a frotar los gruesos cristales de sus gafas con el pañuelo del bolsillo de la chaqueta. Escuchaba con serenidad la crónica del hombre vestido de camuflaje, perfumado con un sutil olor a pólvora.

—¿Y el trozo que has visto está estropeado?

Nazim empañó con su aliento los cristales y volvió a frotarlos con el pañuelo de seda.

—El pedazo que se alcanza a simple vista, de un metro cuadrado o así —se valió de las manos para estimar la superficie—, está bien, como si nadie la hubiese pisado todavía.

—Exageras Adnan y tú no sueles exagerar.

Nazim se caló las gafas y se quedó mirando aquellos dedos de falanges peludas sobre el tablero.

—Pero dime, aunque no seas experto: ¿crees que merece la pena echarle una ojeada?

—Lo creo. Huelo a yacimiento.

—¿Y dices que se trata de un mosaico, Adnan, sin haber visto más que un fragmento de algo?

—Sí.

A Nazim le irritaba la seguridad de aquel hombre de granito, certero la mayoría de las veces. Escuchaba sus explicaciones; pero la mente del catedrático estaba muy lejos de su encargado de confianza en ese momento, de aquellos dedos trabajados, de la barba espesa, como pintada con crema de zapatos sobre la carne. Estaba en las últimas cuando lo encontró una mañana de hacía años en el puerto de Estambul, tirado como un desperdicio entre cajas vacías de pescado. Nazim recordó los vómitos de sangre de Adnan, las dos manos apretándose el estómago para contener sus intestinos dentro del cuerpo, tripas azules en la memoria del catedrático.

 

¿Qué estará pensando esa cabeza talentosa mientras le cuento?, se preguntó Adnan, daría la nómina de un mes por saber si la cabeza de pelo ondulado y gris, había calificado de interés el supuesto mosaico. Quizás tras las primeras palabras había descartado el asunto. ¿Me está entendiendo?, ¿me he explicado mal?

Los ojos de Nazim, agigantados por las lentes, encararon como dos focos cenicientos a Adnan. Abrió las manos de súbito.

—¿Lo has enterrado?

Nazim juntó las palmas de las manos y apoyó su barbilla sobre la punta de sus dedos.

—Es una gruta honda, bastante ancha, profesor —lo llamaba «profesor» aunque fuese catedrático, quizás porque cuando se conocieron Nazim aún no era el catedrático de Historia Clásica y Antigüedades de la Universidad de Ankara—. Hemos ocultado la zona de interés lo mejor que hemos podido. Tuvimos que ir a Villa Aquilae a por arpillera…

—¿Le has hablado de la cuestión a la profesora Fadilah?

Adnan se vino abajo, ¿aún no confiaba en él?

—No estaba; pero de haberla visto tampoco le hubiese dicho nada —encendió un cigarro con permiso de Nazim. Continuó informándole—: Hemos tendido las lonas y sobre las lonas tierra y sobre la tierra forraje.

Nazim plegó la pantalla del ordenador y organizó con lentitud los papeles y las revistas en la mesa.

—Bien hecho —asintió el catedrático.

Adnan se puso de pie a la par que Nazim. Salieron al corredor y se detuvieron al llegar al campus. El catedrático inhaló la honda fragancia vegetal y mordió la boquilla de su pipa. Adnan se sentía honrado por ir al lado de Nazim; lo hubiese acompañado gustosamente al apartamento de lujo donde este vivía, en el distrito Çankaya. Cuando llegaron al parking de la universidad, Nazim puso su maletín sobre el techo del coche y luego dejo caer su mano regordeta sobre el hombro de Adnan.

—Ya te llamaré, a lo mejor dentro de una semana.

El catedrático entró quejoso de sus kilos dentro del coche.

—Vigila el sitio, Adnan. Tápalo mejor. Ni una palabra… —voceó señalándolo con la pipa.

Transcurrido algo más de una semana se citaron en el aeropuerto. Tomaron varios tés y un surtido de hojaldres con mermelada de rosas. El catedrático colocó bajo la mesa el maletín de muestras y se excusó con Adnan antes de sumirse en la tablet. El catedrático había acudido al aeropuerto solo, sin su segundo adjunto, el profesor Cemal, y sin la primera, Fadilah, la directora de Villa Aquilae y de las prospecciones en marcha ubicadas en el término de Ganziantep. Adnan le acercó la caja de dulces a Nazim; pero este no advirtió el gesto del capataz y continuó ensimismado en la tablet. Adnan estaba acostumbrado a ver a Nazim concentrado en una pieza arqueológica o en los estratos de un corte del terreno, murmurando, con palabras traducidas en gestos, en ademanes característicos. Respetaba profundamente los soliloquios de Nazim, a veces conseguía descifrar los movimientos de sus labios aplastados, caídos a un lado por el peso de la pipa. Después de tanto tiempo a su lado, lograba adivinar, el instante mismo en el que la mente del catedrático había alumbrado una idea afortunada, y, en qué momento esa idea perdía fuerza o era empujada por otra aún más brillante, la definitiva.

—¡Menos presupuesto para el año que viene…! —saltó de improviso el catedrático, atisbando a través de la ventanilla del avión el manto lanoso formado por las nubes.

Adnan lo miró de reojo. Estaba acostumbrado a oírle sus lamentaciones antes de cada curso académico. Solía predicar en los claustros, en las aulas, en el bar de la universidad el escaso presupuesto asignado a su departamento para las numerosas excavaciones que tenía a su cargo. Pero Adnan sabía que los proyectos del departamento salían adelante sin merma. Nazim disfrutaba poniendo las cosas mal a conciencia, con la intención vedada de duplicar su valía ante los profesores y encargados de excavación. Era como decirles a todos: Merezco doble aplauso de vosotros, uno por haber engrosado las arcas del departamento, y otro por haberlo hecho en época de penurias. Adnan admiraba en Nazim incluso su habilidad para decir embustes.

El catedrático recostó la cabeza en el reposacabezas, cerró los ojos y exhibió hacia el techo del avión una sonrisa irónica.

—En noviembre, es mala fecha para excavar donde has dicho, Adnan, a pocos kilómetros de la presa.

Adnan, dejó de curiosear en las páginas del Hürriyek, lo dobló y lo devolvió al bolsillo del asiento delantero.

—Podemos delimitar el recinto, calificarlo de zona de interés arqueológico y esperar a mayo, todo ello si el hallazgo fuese tan bueno como crees —dijo Nazim ajustándose el cinturón de seguridad.

El encargado también se atuvo a la señal de aterrizaje y apretó el cierre del cinturón. Se aclaró la voz para acallar el pitido lúgubre de sus bronquios y darle su opinión al catedrático:

—Excavar con lluvia en campo abierto es poco práctico, los artefactos superficiales se pierden en el barro o se hacen añicos debajo las excavadoras, no los puedes distinguir bien aunque los focos de las máquinas estén dados y tengas un guía con buena vista.

Nazim aguardó a que estuviesen en el hall del aeropuerto para sincerarse con Adnan respecto a la muestra descrita.

—Si se trata de un mosaico debe tratarse de una villa, una de tantas halladas en las costas del mediterráneo. No consta en ningún país la construcción de un mosaico aislado, no tiene sentido.

Adnan escuchaba al catedrático y esperaba paciente el coche que él había alquilado desde la universidad.

—¿Has visto en un radio amplio desde el agujero señales de construcciones, piedras talladas, esquirlas de vasijas, prominencias geométricas en el terreno? —preguntó el catedrático dentro del Land Rover Discovery.

Adnan maniobró con el volante, condujo en línea recta y continua.

— Algunas, aunque no hemos tenido tiempo de sondear los alrededores.

—Como mucho encontraremos piezas similares a las halladas en Villa Aquilae por Fadilah y su equipo. De todas maneras has hecho bien en contármelo

Adnan conducía con suavidad. Tarareaba en un tono muy bajo un son sudamericano inventado en opinión del catedrático, cuya visión parecía atenta a la carretera. Nazim se interesó por la familia de Adnan. La había tratado someramente, en Jimened Hospital, cuando este estuvo ingresado en un estado casi agonizante. El catedrático conservaba en su memoria la imagen de la esposa de Adnan. Era una muchacha casi adolescente, de expresión dolorida y cejas juntas, tocada con un hiyab. Nazim, recordaba el momento en el que ella entró en la sala de espera con un niño flacucho de pelo azabache y una niña de más edad con unos ojos sorprendidos en su cara redonda, tocada con un hiyab blanco como la madre. La mujer deambuló con sus hijos de la mano y preguntó a una enfermera por la persona que había socorrido a su marido. La esposa de Adnan y sus hijos fueron hasta Nazim Abdulah. Le hicieron una reverencia y besaron su mano de blancura cardenalicia.