Historia de la Filosofía Medieval

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Agustín ya sabe que el camino de la razón es insuficiente. La fe se convierte en el camino necesario que conduce a la sabiduría, a la vida feliz. Lo que descubrió tras su experiencia académica fue que la razón sola no puede encaminar al hombre a la posesión de la sabiduría, aunque sí pueda alcanzar algunas verdades. Para llegar a la vida verdaderamente feliz es necesaria la fe. El escepticismo, al señalarle las limitadas posibilidades de la razón, le puso en la vía de comprender la exigencia de la fe en orden a la certeza y seguridad que su corazón ansiaba. De ahí que el período escéptico por el que atravesó, tuvo una honda significación en su vida y en su conversión intelectual y religiosa, porque de él salió convencido de que había que comenzar por la fe y continuar por el entendimiento esclarecido por la fe. Fe y razón se fundían, así, en un único camino: el de la Verdad, el de la Sabiduría, el de la Felicidad.

Pero Agustín encontró que estos mismos fines, conseguir la verdad, la sabiduría, la felicidad, son también los propios del cristianismo. El cristianismo se le presentó como una filosofía o, mejor aún, como la verdadera filosofía, porque Dios es la Sabiduría misma, la Verdad misma y, por tanto, la felicidad misma, el sumo bien del hombre: «La vida feliz es gozo de la verdad, es decir, es gozo de ti, Dios, que eres la verdad»[30]. La filosofía consiste en el amor a Dios, es decir, es una búsqueda que acaba en Dios, conociéndole y amándole, en lo cual reside la verdadera felicidad. Ésta fue la concepción de los filósofos, puesto que la tuvo Platón; en el fondo, implica la identidad de fines entre filosofía y religión. Por eso, para Agustín el cristianismo, que es la verdadera religión, es también la verdadera filosofía: «Así, pues, se cree y se enseña, lo cual es fundamento de la salvación humana, que la filosofía, esto es, el estudio de la sabiduría, y la religión son una misma cosa»[31]. Agustín identificó, pues, la verdadera religión con la verdadera filosofía. Esta convergencia entre religión y filosofía se debe entender como exigencia de la razón por parte de la fe para alcanzar su plenitud. La razón prepara para la fe, pero la fe también prepara para la razón. Ambos aspectos están recogidos en una célebre fórmula agustiniana, repetida a lo largo de la Edad Media: «Entiende para que puedas creer, cree para que puedas entender»[32]. Hay que entender los motivos por los que se cree, pero también hay que disponer a la razón para que pueda entender aquello en lo que cree. Pero son las palabras del profeta, repetidas insistentemente por Agustín, las que dan pleno sentido a su fórmula: «Se ha dicho por el profeta: ‘Si no creyéreis, no entenderéis’»[33]. La verdadera inteligencia del contenido de la fe es dada por la fe misma: crede ut intelligas; la fe es la que ayuda a comprender aquello en lo que se cree, pero es la razón la que, en definitiva, encuentra aquello que busca la fe[34].

Razón y fe, religión y filosofía se funden así en un único concepto de búsqueda, aquel que Agustín deseó desde los diecinueve años y que desembocó en su hallazgo de la Verdad, de la Sabiduría, de la Felicidad. Éste es el verdadero filósofo, el filósofo cristiano, aquel al que dirige estas palabras: «Ama en gran manera al intelecto»[35]. Fe y razón vienen a concurrir en la verdad; la fe no está en oposición a la razón, sino que para alcanzar la salvación es necesario saber clara y precisamente lo que se cree, configurando así un nuevo concepto de búsqueda y de investigación en el que consiste la nueva filosofía, la verdadera filosofía que es el Cristianismo. Esa búsqueda tiene como fin supremo alcanzar la posesión de la Verdad, en lo que consiste la suma felicidad del hombre. Ésta, pues, sólo puede ser obtenida a través del amor que sigue al conocimiento, que es el que prepara y dispone al hombre para la posesión y fruición del sumo Bien. ¿Cuál es el camino del conocimiento?

Agustín aceptó que el conocimiento sensible, si se mantiene en sus propios límites, posee valor cognoscitivo al que se ha de dar crédito. Porque como simple aparecer, como simple percepción de aquello que se aparece y se presenta delante, es infalible. En cambio, si es tomado como criterio de verdad inteligible, entonces puede conducir al error, porque esa verdad está por encima de sus límites excediéndolo. Al reconocer la limitación del conocimiento sensible, Agustín, como buen platónico, sostuvo que la percepción de los sentidos no puede producir ciencia, sino que queda confinada al ámbito de la opinión. Aunque no dé origen a un conocimiento científico, las modificaciones que origina la percepción sensible en los mismos sentidos es verdadera, porque no pueden ser puestas en duda aunque sean mera apariencia, ya que nos dan testimonio de la realidad. Agustín refutó la duda permanente de los académicos también en el nivel del conocimiento sensible. Pero la verdad no reside en la mera apariencia del conocimiento sensible, por lo cual no cabe esperar certeza de la sensación, ya que se precisa de un juez distinto que dé asentimiento a las impresiones sensibles, porque los sentidos no pueden juzgar su propia operación: «Si alguien cree que en el agua el remo se quiebra y al sacarlo de allí vuelve a su integridad, no tiene un mensajero malo, sino un mal juez. Pues aquel órgano tuvo la afección sensible, que debió recibir de un fenómeno verificado dentro del agua, porque siendo diversos elementos el aire y el agua, es muy puesto en razón que se sienta de un modo dentro del agua y de otro en el aire. Por lo cual, el ojo informa bien, pues fue creado para ver; el ánimo obra mal, pues para contemplar la soberana hermosura está hecha la mente, no el ojo»[36].

Los sentidos no son jueces de su operación, pero tampoco pueden darse cuenta del fenómeno físico que les afecta. Para que haya percvepción, es necesario darse cuenta de esa afección. Elabora su teoría del sentido interno, al que asigna una función cognoscitiva esencial, la de distinguir y juzgar qué es lo que pertenece propiamente a cada uno de los sentidos exteriores y qué es lo que cada uno de ellos tiene en común con los otros. Es el unificador del conocimiento sensible, es una especie de conciencia sensitiva de las percepciones exteriores, es decir, unidad de la conciencia que hace posible el tránsito de la sensibilidad múltiple y dispersa a una experiencia organizada, a una reunión de todas las percepciones sensibles, constituyendo una primera forma de conocimiento del mundo. Pero tampoco es la máxima instancia para determinar la verdad de las sensaciones, porque la verdad no deriva ni depende de la experiencia sensible, sino que es anterior a ella. Y para confirmarlo, Agustín se apoya en el mismo Platón: «Para lo que quiere, es suficiente saber que Platón sintió que había dos mundos: uno inteligible, en el que habitaba la misma verdad, y este otro sensible, que se nos manifiesta por los sentidos de la vista y del tacto. Aquél es el verdadero, éste el semejante al verdadero y hecho a su imagen; en aquel está la Verdad, con que se adorna y serenaa el alma que se conoce a sí misma; de éste no puede engendrarse en el alma de los necios la ciencia, sino la opinión»[37].

Agustín no ha encontrado aún la verdad, pero ya sabe que puede alcanzarla. Afirma la autocerteza de la conciencia, primero, respecto de la propia vida; después, respecto del propio ser y del propio cogitare, esto es, de la conciencia: «¿Quién duda de que vive, recuerda, entiende, quiere, piensa, conoce y juzga? Puesto que si duda, vive; si duda donde duda, recuerda; si duda, entiende que duda; si duda, quiere estar cierto; si duda, piensa; si duda, sabe que no sabe; si duda, sabe que no conviene asentir temerariamente. Cualquiera que dude de otras cosas, de todas éstas no debe dudar: si ellas no existiesen, no podría dudar de nada»[38]. «Es completamente cierto que yo existo, que ello se conoce y se ama. Ningún temor sobre estas verdades hay en los argumentos de los académicos, cuando dicen: ‘¿Y si te engañas?’ Si me engaño, existo. Pues quien no existe, ni siquiera puede engañarse: por esto, si me engaño, existo. Puesto que existo si me engaño, ¿cómo podría engañarme sobre mi existir, siendo cierto que existo si me engaño? Así pues, ya que existo si me engaño, aunque me engañe, sin duda alguna no me engaño al conocer que existo. En consecuencia, no me engañaré en tanto que sé que me conozco»[39].

Hay, pues, una evidencia inmediata, una certeza fundamental que se extiende a todos los estados de conciencia, puesto que, como se ve, Agustín se esfuerza por manifestar que todas las clases de actos mentales están implícitas en el acto dubitativo. Dudar implica vivir, recordar, conocer y querer. De ninguno de estas operaciones es posible dudar, porque aunque errara en ellas, ni siquiera me cabe dudar de ese error. La duda y el error son pruebas irrefutables de la existencia y del pensar humano. El hombre, desde la certeza de su existencia como ser que piensa, puede fundar la certeza de sus pensamientos. El cogitare humano, con sus diferentes especies de actividad psíquica, muestra la posibilidad de rebatir la duda. La forma más clara de hacerlo es, por tanto, afirmar la interioridad de la conciencia, que certifica la evidencia de la existencia del yo pensante. Al ir el hombre dentro de sí, lo primero que descubre es su propia existencia, su propio conocer y pensar. Quien duda, quien se engaña, se da cuenta de algo de lo que no cabe duda ni engaño alguno posible: que está en la duda y que se está engañando. En la propia interioridad se da la existencia de una verdad: la certeza del yo que piensa, que duda y que se engaña. Hay, pues, un descubrimiento de la verdad, que no es obra del conocimiento sensible, que tampoco lo es del sentido interior, sino que sólo la razón puede hallar.

 

La razón descubre la verdad dentro de sí misma, como algo allí puesto, sin que el hombre sea su creador. Esa verdad posee unos caracteres específicos, que le son propios: la universalidad, la necesidad y la inmutabilidad. No pueden proceder de los sentidos, porque éstos sólo proporcionan un conocimiento mudable y cambiante, ni de los cuerpos, ni de la propia mente del hombre, porque la verdad es común a todos los hombres y superior a ellos; si fuese inferior, el hombre no podría considerarla como criterio para juzgar por medio de ella; y si fuese igual, no sería eterna e inmutable, sino perecedera y cambiante como la mente humana. La verdad es superior y más excelente que la razón: es la que regula y trasciende al alma, porque la verdad no es otra cosa que las ideas o arquetipos ejemplares que están en la mente de Dios, modelos sobre los que Dios forma el universo. Pero como estas ideas no se diferencian de Dios, la verdad, entonces es Dios mismo. Dscubrir la trascendencia de la verdad significa para la razón humana descubrir la existencia de Dios, porque al percibir la realidad que posee los atributos de necesidad, eternidad e inmutabilidad, está descubriendo los atributos que son propios de Dios, el Ser mayor que el cual nada hay: «Si yo te demostraba que hay algo superior a nuestra mente, confesarías que es Dios, si es que no hay nada superior. Aceptando esta confesión tuya, te dije que bastaba, en efecto, demostrar esto. Porque, si hay algo más excelente, este algo más excelente es Dios; si no lo hay, la misma verdad es Dios»[40].

Siendo la verdad el mundo de las ideas divinas, el mundo inteligible, Agustín no puede aceptar que pueda ser conocido por el conocimiento sensible, sino que se adquiere, como en Platón, independientemente de la experiencia, pues sólo la razón es capaz de descubrirlo. Pero, ¿cómo llega la razón a estas verdades? ¿Cómo puede descubrirlas? Agustín evoca la doctrina platónica de la reminiscencia y propone su teoría de la iluminación. Y transforma la reminiscencia en la idea de una luz que ilumina la razón, en una especie de iluminación intelectual. Para él, la verdad es descubierta por una cierta luz incorpórea, esto es, mediante una iluminación que muestra la verdad. Y habla de este conocimiento como si fuera una visión mental, estableciendo la analogía platónica de la luz corporal que ilumina al ojo para ver los objetos, porque está preparado para ello. Esa iluminación es proporcionada por una fuente de luz, por medio de la cual el hombre puede conocer en su interior las verdades, ideas, formas o razones de las cosas. Esa fuente de luz no es otra cosa que Dios mismo, luz increada que ilumina nuestras mentes para que podamos entender. Elabora cristianamente el pensamiento platónico, como reconoce al afirmar que fueron los platónicos los que por vez primera vieron que Dios era la luz: «Con frecuencia y muchas veces, afirma Plotino, explicando el sentido de Platón, que ni aun aquella que creen alma del mundo, extrae su felicidad de otro lugar que la nuestra, y que esa luz no es ella misma, sino la que la ha creado y con cuya iluminación inteligible resplandece inteligiblemente. Establece también una comparación entre aquellos seres incorpóreos y estos cuerpos celestiales, nobles y notables: él sería el sol y ella sería la luna»[41].

Para comprender la naturaleza de este acto, en virtud del cual el hombre es iluminado para obtener la verdad, hay que tener en cuenta la diferencia que Agustín establece entre Ciencia y Sabiduría. Sin alterar la unidad de la razón humana, hay en ésta dos aspectos, funciones o maneras de utilizarla. Por una parte está la función superior, constituida por la sabiduría, a la que compete el conocimiento de las verdades eternas. Y, por otro lado, está la función inferior, la ciencia, que consiste en la aplicación de la mente a los datos de la experiencia sensible, es decir, al conocimiento de las cosas temporales. Lo expone también como distinción entre la ratio superior y la ratio inferior, entre una función noética y una actividad dianoética, entre intellectus, como facultad para conocer el mundo inteligible, y ratio, como facultad de ordenar los datos sensibles y producir ciencia. Habría que distinguir, al menos, dos tipos de iluminación en sentido estrictamente filosófico: la de la luz de la razón, por medio de la cual el hombre conoce las cosas sensibles, y la de la luz del intelecto, por el que conoce de manera intuitiva las verdades eternas, fundamento de los juicios de la razón. En virtud de ambas, el hombre posee conceptos, ideas o verdades con los que opera para interpretar la experiencia sensible, y unos modelos o patrones por los que aprehende la verdad de los juicios universales y necesarios. Esto parece confirmarse cuando dice: «En todas estas cosas buenas que he recordado, o en aquellas otras que se pueden distinguir o pensar, no podemos decir si una es mejor que otra, cuando juzgamos verdaderamente, a no ser que estuviese impresa en nosotros la noción del mismo bien, según la cual juzgamos algo y preferimos una cosa a otra»[42]. «Así como antes de ser felices tenemos impresa en nuestras mentes la noción de felicidad –por ésta sabemos y decimos con confianza y sin duda alguna que queremos ser felices–, así también antes de ser sabios tenemos impresa en la mente la noción de sabiduría, por la cual cada uno de nosotros, si se le pregunta si quiere ser sabio, responde sin sombra de duda que quiere»[43].

Esa notio impressa in mente parece referirse indistintamente a los conceptos y a los criterios de juicio, por lo cual la iluminación se realizaría sobre ambos. Parece que la naturaleza de la iluminación debe ser entendida como una presencia de las ideas en el alma, es decir, como una forma modificada de la reminiscencia platónica. De hecho, su propia concepción del conocimiento de la verdad está íntimamente vinculada a su teoría de la memoria, entendida por Agustín como la facultad por la que se recuerdan las experiencias pasadas, pero también como aquella facultad en la que están las verdades: «En la memoria encontramos preparado y oculto todo aquello a lo que podemos llegar pensando»[44]. «Por lo cual descubrimos que aprender estas cosas, de las que no recibimos imágenes por los sentidos, sino que sin imágenes, tal como son, las vemos interiormente en sí mismas, no es otra cosa sino un como recoger con el pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y allí y confusamente, y cuidar con atención que estén como puestas a la mano en la memoria, para que, donde antes se ocultaban dispersas y descuidadas, se presenten fácilmente ya con intención familiar»[45]. Todo el tratamiento que de la memoria hace Agustín, tiende a configurarla como la conciencia, como aquella facultad por la que el alma está presente a sí misma, como la parte más interior del espíritu humano, en el que está la verdad. Con ello, la memoria parece dominar todo el pensamiento agustiniano, porque se configura como una estructura apriórica existente en el sujeto que conoce y que Agustín, en definitiva, identifica con Dios. La teoría de la iluminación, entonces, no es otra cosa que la justificación de la posibilidad del conocimiento racional e intelectual, basada en la presencia de Dios en la mente humana.

Agustín meditó mucho sobre el hombre. Al él y a su salvación consagró toda su especulación. Los intereses agustinianos eran el conocimiento de Dios y del alma. Conocer el alma es conocerse a sí mismo; conocerse a sí mismo es conocer a Dios y al mundo: «De esta manera, el espíritu, vuelto sobre sí mismo, entiende aquella hermosura del universo»[46]. Pero también en las obras de madurez aparece el hombre como objeto de estudio: lo que verdaderamente importa es hallar a Dios por el hombre, encontrar en el hombre los vestigios que nos llevarán a Dios. ¿Qué es el hombre? ¿Cómo entiende Agustín al hombre? Lo define a la manera tradicional en filosofía: «El hombre, tal como definieron los antiguos, es un animal racional, mortal»[47]. Lo entiende como compuesto de cuerpo y alma, en donde no hay dos naturalezas distintas, sino una unidad indisoluble: «Quien quiera desunir el cuerpo de la naturaleza humana está loco»[48]. «El alma no es todo el hombre, sino su parte principal; ni el cuerpo es todo el hombre, sino su parte inferior; el conjunto de la una y del otro es lo que recibe el nombre de hombre»[49]. Esta unión, que no es planteada en términos de unión substancial como se haría más tarde, se da en tanto que el alma es la que vivifica y gobierna el cuerpo, sometiéndolo a la belleza, armonía y orden que ha recibido de Dios. Las definiciones platónicas, que parecía aceptar, resultan insuficientes a la luz de la unidad vital entre cuerpo y alma; esta unidad ontológica es afirmada categóricamente por Agustín: «El alma que tiene un cuerpo no constituye dos personas, sino un solo hombre»[50].

El alma, cuyo origen no está claramente definido por Agustín, al oscilar entre el creacionismo y el traducianismo, se caracteriza por su espiritualidad. El alma se conoce a sí misma por esencia y en su saber sabe que no es corpórea, porque no precisa de nada corporal en su actividad de conciencia. Tiene en sí todo lo que precisa para existir. Y aunque reconoce en ella las tres facultades clásicas, vegetativa, sensible e intelectiva, sin embargo añade otra división en el alma: ser, como la memoria que el espíritu tiene de sí mismo; saber, que es el resultado de la inteligencia; y amor, que es el fruto de la voluntad, configurando así las tres principales facultades agustinianas del alma: memoria, entendimiento y voluntad, que se manifiestan como la imagen en el hombre de la misma Trinidad divina. Ser, saber y amar son tres determinaciones progresivas de la unidad del alma, que muestran la unidad de la Trinidad divina.

Vinculado con el hombre y con los problemas teológicos de la encarnación de Cristo y de la gracia está el problema del mal, que ya le había preocupado desde su lectura del Hortensius. Creyó que la solución maniquea era digna de consideración, porque allí el mal era un principio metafísico, originario e intrínseco a la naturaleza del universo. Pero descubrió después lo insatisfactorio que resultaba, especialmente si se atendía a la bondad divina en el orden de la creación. Con la ayuda neoplatónica supo ver que la verdadera naturaleza del mal consiste en la negación: el mal no es más que privación de ser y de bien; por ello, no pertenece al orden de las cosas reales, creadas por Dios. Si hay mal en el mundo, este mal sólo puede ser aquel que es obra de la concupiscencia[51], es decir, el que procede de una libre decisión de la voluntad: «Hacemos el mal a partir del libre arbitrio de la voluntad»[52]. La voluntad del hombre es libre, como lo prueba la autodeterminación, la capacidad que tiene de moverse a sí misma hacia la acción, hacia el querer o el no querer, así como del completo dominio que el hombre puede tener de sus propio actos, de sus deseos y pasiones. Pero la experiencia le muestra a Agustín que el poder del hombre en orden al bien es débil, mientras que es muy fuerte su inclinación al mal. Esto le lleva a distinguir entre la capacidad de poder elegir, natural al hombre, a la que llama libre arbitrio, y la capacidad de hacer el bien, que no es natural, sino dada por Dios, a la que llama propiamente libertad.

Importantes en relación con el hombre son también las teorías agustinianas del tiempo y de la historia. Porque la psicología de Agustín es una psicología del Yo, de la conciencia y, por tanto, una psicología de lo temporal, de la historia, porque hacer intervenir el Yo es considerar los sucesos y acontecimientos en relación a esa conciencia. La aporía del tiempo es también la aporía del Yo, porque la historia es la consideración de los sucesos humanos o que están en relación con el hombre, por lo que el hombre se esfuerza en retenerlos, exponerlos y comprenderlos. De ahí la importancia que tiene la memoria como retención de sucesos y de aquí que Agustín estudie el tiempo en íntima relación con la memoria.

 

El problema del tiempo se halla enmarcado en una meditación sobre las relaciones entre la eternidad y el tiempo, que son incomensurables. No se pueden comparar entre sí, porque la eternidad es lo que permanece, mientras que el tiempo es lo que siempre acaba, lo que nunca permanece. La eternidad es permanencia; el tiempo es sucesión. La eternidad es presente total; el tiempo no está nunca totalmente presente. La eternidad es; el tiempo fue o será. Por consiguiente, lo que distingue al tiempo de la eternidad es el cambio. La eternidad es inmutable; el tiempo supone mutabilidad, cambio: «Si se distinguen rectamente eternidad y tiempo, puesto que el tiempo no existe sin alguna mutabilidad cambiable, mientras que en la eternidad no hay mutación alguna, ¿quién no ve que no habría existido el tiempo si no hubiera sido hecha la creatura, la cual ha cambiado algo por algún movimiento?»[53]. La primera afirmación agustiniana es que no hay tiempo sin cambio. El cambio es la condición necesaria para que se dé el tiempo. Pero, ¿qué explica el cambio, que, a su vez, es el que explica el tiempo? En una metafísica griega, el cambio estaría explicado por la sucesión de formas en la materia. En el pensamiento agustiniano, el cambio, la mutabilidad, es explicado por la creación. Y la creación del universo implica también la creación del tiempo. Antes de la creación no había tiempo. Agustín hace del tiempo una realidad que no preexiste a la creación, sino que es creada en el mismo instante en que se produce la creación, junto con el mundo. Antes de la creación sólo existía Dios, inmutable e intemporal. Por tanto, no había tiempo, puesto que éste requiere del movimiento. La creación es el principio del mundo y el principio del tiempo, pues jamás ha habido tiempo sin mundo ni mundo sin tiempo. En cambio, Dios es eterno presente, por lo que está fuera del tiempo. Pero entonces, ¿qué es el tiempo?: «No hubo, pues, tiempo alguno en que tú no hicieses nada, puesto que el mismo tiempo es obra tuya. Mas ningún tiempo te puede ser coeterno, porque tú eres permanente, y éste, si permaneciese, no sería tiempo. ¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me los pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente»[54].

Al tiempo se le suele definir como aquello que está compuesto de tres momentos: pasado, presente y futuro. Pero el tiempo es algo mucho más complejo: el pasado ya no es y el futuro todavía no es; en realidad, sólo es el presente, que, sin embargo, es aquel momento que un instante antes no existía y que un instante después ya no existirá, pues es algo que huye. Hacer consistir al tiempo en estas tres partes es reconocer la existencia de un punto sin dimensiones entre dos irrealidades, por lo que habría que decir que el tiempo carece de realidad. Sin embargo, es algo cuya realidad no puede ser negada, porque el hombre se da cuenta de él, pues el tiempo es algo que sentimos y medimos. Si se puede medir, entonces tiene duración. Nos damos cuenta del tiempo porque hay cosas que cambian, porque hay sucesión de estados en las mismas cosas, porque hay cosas que comienzan, que se desarrollan y que se mueven. Es decir, vemos al tiempo en íntima unión con el movimiento, pues sin éste no habría tiempo. Pero el movimiento no es el tiempo. ¿De qué movimiento se trata entonces? ¿En relación a qué puede medir el tiempo? En relación a aquello que no cambia, a aquello que, no siendo movimiento, conserva en sí los momentos transcurridos o puede anticipar los momentos por venir. Lo que no cambia, lo que siente el tiempo como duración del movimiento, es la conciencia, es el alma misma, donde el pasado se conserva y está presente como recuerdo, mientras que el futuro está presente como expectación, como esperanza.

Cuando medimos el tiempo, medimos un presente, porque lo único real es el presente. Pero, ¿qué realidad tiene este presente? Hay aquí una verdadera aporía: el presente, único tiempo real, debería, para ser tiempo, tener alguna duración, y, para ser real, no tener ninguna. Si el presente no tiene ninguna duración, no es tiempo (pues el tiempo es sucesión de futuro, presente y pasado). Pero, si tiene duración, estamos de nuevo ante el problema: el pasado ya no es, el futuro todavía no es, sólo el presente es. La noción de tiempo presente parece contradictoria: si es tiempo, no puede ser sólo presente; si sólo es presente, no es tiempo. La contradicción desaparece cuando el tiempo deja de ser buscado fuera y es buscado dentro. Porque el tiempo está en el interior del hombre, donde se revela la existencia del tiempo como una cierta «extensión» (distentio) del alma que, al hacer posible la coexistencia del pasado y del futuro en el presente, permite percibir la duración y efectuar la medida. El tiempo depende del alma humana, que es la única que puede tener representación del pasado y del futuro en el presente. El tiempo es una especie de distentio animi, de estiramiento del alma, que ha de entenderse como recuerdo del pasado y expectación del futuro. Agustín ha llevado el tiempo al interior del hombre, pero, además, ha conducido a todos los seres a la conciencia presente, porque la única posibilidad de coincidencia de las tres dimensiones del tiempo es en la conciencia presente.

Entender al tiempo como duración del alma es hacer del hombre un ser finito, puesto que el tiempo no es más que la conciencia del transcurrir del hombre. Pero es también reconocer la imposibilidad de una existencia simultánea de las cosas en una permanencia estable, porque lo que se sucede en nuestro ánimo es lo que no es capaz de coexistir. Frente a ello, lo único que permanece es la eternidad de Dios. La contraposición entre tiempo y eternidad quedaba así asegurada por Agustín, como también la necesidad de elaborar una interpretación sistemática de la historia humana.

Esta concepción del tiempo impuso una nueva manera de entender la historia, porque Agustín, continuando la tradición judeo-cristiana, entiende que el tiempo es una creatura, algo que tiene comienzo y fin, algo que va en una dirección: desde el inicio –la Creación– hasta el fin de los tiempos –la resurrección de los cuerpos o el día del Juicio–. Respecto al individuo, el tiempo también es algo que se escapa, el momento que va desde el día del nacimiento hasta el día de la muerte, como lo refleja Agustín: «Desde que uno comienza a estar en este cuerpo, que ha de morir, nunca deja de avanzar hacia la muerte. Su mutabilidad en todo el tiempo de esta vida (si se ha de llamar vida) no hace más que tender a la muerte. No existe nadie que no esté después de un año más próximo a ella que lo estuvo un año antes; que no esté mañana más cerca que lo está hoy, hoy más que ayer, dentro de poco más que ahora y ahora más que hace un momento. Todo el tiempo que se vive se va restando de la vida; de día en día disminuye más y más lo que queda: de manera que el tiempo de esta vida no es más que una carrera hacia la muerte, en la cual a nadie se le permite detenerse un poco o ir con cierta lentitud»[55]. En su aspecto total, es decir, en lo que se refiere a la humanidad entera, el tiempo adquiere su sentido y su inteligibilidad en esa dirección: la humanidad progresa y avanza hacia una vida feliz en una Historia en la que nada se repite, por lo que el hombre se ve obligado a elegir continuamente para tratar de alcanzar esa vida feliz, esa salvación eterna. Por esto, la concepción agustiniana de la Historia es una historia de salvación: apunta siempre hacia el futuro, un futuro que es para Agustín expectación y esperanza, frente al significado antiguo y clásico de la Historia, que era concebida como un ocuparse de lo presente y, particularmente, de lo pasado, y en donde el futuro nunca era visto como encerrando posibilidades.