Historia de la Filosofía Medieval

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

La afirmación de ese «dios desconocido», al que los griegos prestan veneración, y la utilización en los últimos versículos de un lenguaje próximo a los estoicos, pues la cita que hace pertenece al poeta estoico Arato de Soli, parecen implicar un cierto reconocimiento del pensamiento filosófico griego, o, al menos, una actitud de continuación e integración de esa sabiduría humana en la nueva sabiduría que predica. No obstante, predomina en Pablo la actitud irreconciliable hacia la filosofía del mundo pagano, hacia la sabiduría humana, porque él sólo viene a predicar a Jesús crucificado, como dice en múltiples textos. Sólo quiere dar a conocer un nuevo tipo de sabiduría, la sabiduría de Dios, que está oculta. Su actitud de negación de la sabiduría humana, sin embargo, no fue una pura negación, sino una transformación de una sabiduría por otra, la humana por la divina, con lo que su predicación de Cristo adquirió un sentido más intelectual, porque su palabra no sería a partir de entonces sólo palabra de salvación, sino también sabiduría, la verdadera sabiduría. La posición paulina fue la que serviría de fuente de inspiración para la reflexión cristiana posterior.

El Cristianismo supo encontrar una posición de equilibrio entre ambas posturas, entre quienes pretendían una radical condena de la cultura pagana y aquellos que tendían a una excesiva asimilación de ella. En esta polémica fue en donde se precisó y consolidó el contenido doctrinal de la fe. El problema de las relaciones entre Cristianismo y filosofía griega sólo puede ser comprendido, entonces, dentro de esta polémica, es decir, en aquellos autores que hicieron posible la relación –positiva o negativa– entre uno y otra. Éstos fueron los Padres de la Iglesia, los «intelectuales» que elaboraron el pensamiento cristiano. Tras un período inicial, la filosofía griega comenzó a ejercer atracción sobre ellos. A partir de la segunda mitad del siglo II, comenzaron a recurrir a ella para integrarla en el pensamiento cristiano y para servirse de ella como vehículo de expresión intelectual del contenido de la revelación. Entre las causas por las que el Cristianismo comenzó a imbuirse de pensamiento filosófico griego cabe señalar la conversión al Cristianismo de paganos que se habían educado en la filosofía; que la filosofía fue usada por los cristianos como ayuda para defenderse de las acusaciones lanzadas contra ellos; y que fue hallada de gran utilidad para defenderse del Gnosticismo: se pensó que una filosofía cristiana, llamada por los Padres la «verdadera filosofía» y la «verdadera gnosis», podía oponerse a las falsas doctrinas gnósticas.

I.3. LA ELABORACIÓN DEL PENSAMIENTO CRISTIANO

Con la introducción de la filosofía griega en el Cristianismo, especialmente la platónica, cuyos elementos religiosos fueron desarrollados por los medioplatónicos, se inició la obra de elaboración racional de los datos de la fe y se comenzó a constituir un sistema de doctrinas que se convertirían en fuente de reflexión durante la Edad Media latina.

Ha sido opinión común que los primeros contactos entre los Padres de la Iglesia y la filosofía no tuvieron lugar hasta bien entrado el siglo II. Sin embargo, en un autor anterior ya aparece un cierto uso de la filosofía griega. Clemente Romano, en su Carta a los Corintios, recurriendo a temas de la antigüedad clásica y de la filosofía estoica, propone un intento de transformación de la paideia griega en paideia cristiana, basándose en el orden que ha de presidir la relación entre los miembros de la nueva comunidad, a la manera del que existe en el universo y en la sociedad griega. Tema importante, también, es el de la concordia o armonía del universo que ha de traducirse en la armonía que ha de reinar en la vida cristiana.

Hacia el año 150, apareció en el Cristianismo un tipo de literatura, conocida con el nombre de apologética, dirigida al mundo exterior, al mundo no cristiano, por lo que necesariamente hubo de usar de la riqueza conceptual e intelectual de la cultura de su entorno, especialmente de la filosofía griega. Fue obra de cristianos escrita para no cristianos. Los Padres de este período escribieron unas obras conocidas por el nombre de Apologías, súplicas dirigidas a los Emperadores solicitando el derecho de ciudadanía y de libertad en favor del Cristianismo. En la práctica, estas obras tuvieron un sentido más amplio, puesto que, además de rechazar las acusaciones dirigidas contra la Iglesia cristiana, pretendían exponer el valor positivo de la nueva religión frente a los valores del paganismo y, en algunos casos, mostrar que el Cristianismo no era otra cosa que la culminación de la filosofía griega: ésta, apoyándose sólo en la razón humana, había alcanzado la verdad de forma fragmentaria; en cambio, el Cristianismo daba a conocer de manera absoluta la verdad en tanto que la Razón misma, el Logos, se había encarnado en Cristo. Al tratar de expresar los principios de la religión por medio de categorías filosóficas, tomadas de los hombres doctos de la época, cuyas acusaciones servían de punto de partida para la composición de las Apologías, los apologetas, muchos de ellos hombres cultos y filósofos convertidos al cristianismo, sentaron las bases para una comprensión racional de la fe, para el establecimiento de una gnosis cristiana. En los Padres Apologetas se encuentran los primeros intentos serios para la aparición de una filosofía cristiana.

En la Epístola a Diogneto, que podría ser la Apología de Cuadrato, compuesta hacia los años 123 ó 124, se comprueba cómo el Cristianismo, que hasta ese momento había pasado desapercibido, comienza a despertar interés en la esfera de la vida pública romana. Y sería entonces esta Epístola la primera reflexión sobre el hecho cristiano, que se inicia con una visión crítica de la idolatría y con una refutación de los rituales de que se sirven las religiones conocidas hasta el Cristianismo. El apologista insiste en el carácter normal de los cristianos: son gentes que habitan las mismas ciudades que los demás, que hablan la misma lengua, que no llevan vida aparte; sin embargo, se sienten en tierra extraña, porque, viviendo en la tierra, tienen su ciudadanía en los cielos; son como el alma del mundo, aborrecidos por éste pero dándoles vida; son perseguidos, sin que sus perseguidores sepan la causa de su enemistad hacia ellos, pues obedecen las leyes que han sido establecidas para todos. El apologeta muestra conocer la filosofía griega: alude a los filósofos y a algunas de sus doctrinas, y su concepción del alma está tomada del platonismo, al concebirla como aprisionada en el cuerpo. Señala que el origen del Cristianismo no es humano, sino divino: Dios envió su Logos al hombre y el Logos es el que fundamenta la doctrina de la nueva religión. Un Logos que es «Artífice y Creador del universo»; un Logos que, al manifestarse Él mismo, revela al hombre la Verdad. Pero al hombre cristiano no le basta con que Dios se descubra, sino que necesita de la fe, única por la que se le permite ver a Dios. Una fe que no consiste en una mera creencia, sino que reclama también un conocimiento, porque hay una gradación de perfección en las etapas por las que ha de pasar el cristiano: primero la fe y después el conocimiento que perfecciona la fe. Esta exigencia de conocimiento revela ya los primeros conatos hacia la elaboración de una gnosis cristiana. Se plantea ya la cuestión que atraviesa todo el discurso de los Padres: la relación entre fe y conocimiento; pero no como contraposición, sino como complemento de perfección, como correlación perfectiva entre las dos, como dos aspectos o facetas de un mismo camino, el de mirar hacia arriba para contemplar a Dios. Hay todavía otro aspecto en que el platonismo está presente en esta Epístola a Diogneto, la imitación de Dios. Es lo que caracteriza propiamente al Cristianismo, el amor: Dios ama al hombre y el hombre ha de amar a Dios para imitarlo. En esto consiste la felicidad humana: en imitar a Dios amando a los hombres y amando al mismo Dios. Sólo entonces se alcanzará la plena contemplación de Dios. De manera que los grados por los que ha de pasar el hombre son tres: fe, conocimiento de esa fe y amor a lo hallado en la fe.

Fue, sin embargo, Justino Mártir (+ ca. 165) el primero que diseñó una gnosis cristiana y el primero que planteó explícitamente la relación entre Cristianismo y filosofía griega. Para él, el objeto de la filosofía es «investigar con atención acerca de Dios»[8], un objeto al que se han dedicado todos los filósofos en sus discursos y en sus disputas; es, además, el bien más preciado que el hombre puede obtener, única que le puede llevar a Dios, aunque nadie sepa a ciencia cierta en qué ha de consistir: «La filosofía, efectivamente, es en realidad el mayor de los bienes y el más precioso ante Dios, al cual ella sola es la que nos conduce y recomienda. Y santos, a la verdad, son aquellos que a la filosofía consagran su inteligencia. Ahora, qué sea en definitiva la filosofía y por qué les fue enviada a los hombres, cosa es que se le escapa al vulgo de las gentes; pues en otro caso, siendo como es ella ciencia una, no habría platónicos, ni estoicos, ni peripatéticos, ni teóricos, ni pitagóricos»[9]. Define la filosofía como la ciencia del ser y el conocimiento de la verdad, y la felicidad es la recompensa de esta ciencia y de este conocimiento. Pero la verdadera filosofía que el hombre debe seguir no es la de Platón ni la de Pitágoras, sino la de los profetas, únicos que vieron y anunciaron la verdad a los hombres, la doctrina del Cristianismo, que no la expone como algo radicalmente diferente de las antiguas filosofías, sino como una nueva doctrina que versa sobre los principios y el fin de las cosas, esto es, sobre todo aquello que un filósofo debe saber. No hay, entonces, para Justino, ruptura entre la antigua filosofía y esta nueva doctrina. El Cristianismo era la filosofía absoluta, un «vivir conforme a la razón»[10]. Por ello, los filósofos anteriores al Cristianismo, que «vivieron de acuerdo con la razón», pueden ser considerados cristianos también.

 

Que el Cristianismo sea la filosofía más plena, en tanto que es la única que da respuesta a cuantos problemas han acuciado al hombre, no significa que haya de renunciarse a la filosofía humana. Hay en Justino confianza y apertura hacia la filosofía, pero también persuasión de su insuficiencia y de sus límites. De ahí la superioridad del Cristianismo, que no es un límite impuesto a la razón, sino un enriquecimiento del hombre respecto a las cosas a las que puede llegar la razón. El vínculo de unión entre ambas filosofías, la antigua y la nueva, aquel concepto común a las dos y por el que Justino pretende mostrar la continuidad que hay entre la vieja sabiduría y la nueva revelación, es el Logos. Cristo no es sólo la Palabra y la Sabiduría de Dios. Es también la Razón, el Logos inherente a todas las cosas. Por eso, todos cuanto han pensado y han vivido de acuerdo con el Logos, es decir, racionalmente, han participado del Logos universal que es Cristo: «Confieso que mis oraciones y mis esfuerzos todos tienen por blanco mostrarme cristiano, no porque las doctrinas de Platón sean ajenas a Cristo, sino porque no son del todo semejantes, como tampoco las de los otros filósofos, estoicos, por ejemplo, poetas e historiadores. Porque cada uno habló bien, viendo lo que con él tenía afinidad, por la parte del Logos seminal divino que le cupo; pero es evidente que quienes en puntos muy principales se contradijeron unos a otros, no alcanzaron una ciencia infalible ni un conocimiento irrefutable. Ahora bien, cuanto de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece a nosotros los cristianos, porque nosotros adoramos y amamos, después de Dios, al Logos, que procede del mismo Dios ingénito e inefable; pues Él, por amor nuestro, se hizo hombre para ser particionero de nuestros sufrimientos y curarlos. Y es que los escritores todos sólo oscuramente pudieron ver la realidad gracias a la semilla del Logos en ellos ingénita»[11]. «Nosotros hemos recibido la enseñanza de que Cristo es el primogénito de Dios, y anteriormente hemos indicado que Él es el Logos, de que todo el género humano ha participado. Y así, quienes vivieron conforme al Logos son cristianos, aun cuando fueron tenidos por ateos, como sucedió entre los griegos con Sócrates, Heráclito y otros semejantes»[12].

Justino, pues, aceptó la idea del Logos como razón eterna, encarnada en Cristo, que, por ser también razón seminal divina que hay en todas las cosas, puede fundar la continuidad de la filosofía griega en el seno del Cristianismo, que es para él el punto culminante en la revelación de la verdad, el auténtico «vivir conforme a la razón».

Su tarea fue continuada por la Escuela de Alejandría, destinada al estudio de la palabra sagrada y a mostrar la continuidad entre la filosofía griega y la nueva sabiduría cristiana. En ella hay que destacar a Clemente de Alejandría (+ ca. 215), que fue esencialmente un hombre de letras. Sus escritos dan testimonio de sus estudios y de su pensamiento, siendo muy extenso su conocimiento de la literatura griega, eclesiástica y gnóstica. Se dio perfecta cuenta de que el Cristianismo debía enfrentarse con la sabiduría griega si quería cumplir con su misión universal. Desarrolló la idea del Logos, que se hace pedagogo para educar al hombre antes de instruirlo: trata de dar al hombre un método para dirigir su vida. Y el educador, el verdadero pedagogo, no es otro que el Logos, el mismo Logos que había exhortado a los hombres a convertirse al cristianismo: «Pero es siempre el mismo Logos, el que arranca al hombre de sus costumbres naturales y mundanas, y el que, como pedagogo, lo conduce a la única salvación de la fe en Dios»[13]. El Logos habla a todos los hombres, considerados como niños, como jóvenes que tienen necesidad de ser educados, para enseñarles el camino de salvación, que no está reservado a unos pocos, sino abierto a todos y cuyo fundamento no es el temor, como en el Antiguo Testamento, sino el amor. La religión que nos enseña el Logos se inicia con la fe, sigue por el conocimiento y la ciencia hasta llevar al hombre, a través del amor, a la inmortalidad. El Logos Pedagogo tiene, pues, una función eminentemente ética, puesto que consiste en educar en las costumbres, preparar el camino hacia el conocimiento, hacia la ciencia, que se desarrolla en el seno de la fe. Clemente estaba afirmando la necesidad de una gnosis verdadera, la cristiana, frente a la falsa gnosis, que no conduce a la verdadera vida.

De Orígenes (+ 253) se ha dicho que fue uno de los pensadores más originales y atrevidos de la Iglesia primitiva, el primer representante más genuino del inicial pensamiento filosófico dentro del cristianismo, habiendo realizado una síntesis filosófica plenamente cristiana. En un principio parece que no compartía con Clemente la misma estima que éste por la filosofía griega. No en vano él, a diferencia de Clemente, había llegado a la filosofía después de ser cristiano, por lo que le parece menos necesaria para la verdad cristiana y se muestre por esa razón menos entusiasta de ella. La filosofía se le aparece como una mala sustituta de la fe; no es indispensable para recibir la revelación divina, pues, si lo fuera, Cristo no habría escogido a humildes pescadores para anunciar su predicación: «A quienquiera examine discreta e inteligentemente la historia de los apóstoles de Jesús, ha de resultarle patente que predicaron el cristianismo con virtud divina y por ella lograron atraer a los hombres a la palabra de Dios. Y es así que lo que en ellos subyugaba a los oyentes no era la elocuencia del decir ni el orden de la composición, de acuerdo con las artes de la dialéctica y de la retórica de los griegos. Y, a mi parecer, si Jesús se hubiera escogido a hombres sabios, según los supone el vulgo, diestros en pensar y hablar al sabor de las muchedumbres, y de ellos se hubiera valido como ministros de su predicación, se hubiera con toda razón sospechado de Él que empleaba el mismo método que los filósofos, cabezas de cualquier secta o escuela. En tal caso, ya no aparecería patente la afirmación de que su palabra es divina, pues palabra y predicación consistirían en la persuasión que pueda producir la sabiduría en el hablar y elegancia de estilo. La fe en Él, a la manera de la fe de los filósofos de este mundo en sus dogmas, se hubiera apoyado en sabiduría de hombres, y no en poder de Dios»[14]. La fe es el camino natural, elemental y fácil de que dispone todo hombre para acceder a la verdad. Una fe que entiende como una mera aceptación de las enseñanzas de las Escrituras. En cambio, la filosofía es el medio de que disponen sólo algunos para alcanzar por sí mismos la verdad. Por ello, como el Cristianismo ya nos da a conocer la verdad, es la única filosofía verdadera, puesto que Dios es el único que enseña una sabiduría que nunca yerra, que nunca queda en la incertidumbre, mientras que las demás filosofías apenas son capaces de alcanzar la verdad en su plenitud.

Pero hay otra fe, adquirida por la razón y sustentada en la misma razón; una fe que es más excelente por estar unida al conocimiento. Esta fe, superior a la fe simple, es la que se obtiene por una investigación que se realiza sobre los principios, por un ejercicio de la razón humana. Orígenes, continuando la labor de Clemente, quiere elaborar una gnosis cristiana, que tenga como presupuesto la fe en las Escrituras. De ahí que señale los diversos sentidos en que ésta ha de ser leída: de la interpretación literal a la alegórica, única que constituye el verdadero conocimiento al desvelar cuanto de oculto y espiritual hay en el texto. Para alcanzar este conocimiento, esta ciencia, es decir, para conseguir la profundización de la fe por medio de la razón, se requiere la ayuda de la cultura pagana, especialmente de la filosofía, en tanto que ésta es formadora de la inteligencia y preparatoria para la ciencia divina: «Si dijeras que apartamos de la filosofía a los que antes la han profesado, no dirías desde luego la verdad… Si me presentas maestros que dan una especie de iniciación y ejercicio propedéutico en la filosofía, yo no trataré de apartar de ellos a los jóvenes; ejercitados más bien como en una instrucción general y en las doctrinas filosóficas, trataré de levantarlos a la magnificencia sacra y sublime, oculta al vulgo, de los cristianos, que discurren acerca de los temas más grandes y necesarios, a la par que demuestran y ponen ante los ojos cómo toda esa filosofía se halla tratada por los profetas de Dios y por los apóstoles de Jesús»[15]. «Pero también decimos no ser posible comprenda la divina sabiduría quien no se haya ejercitado en la humana»[16]. Orígenes, pues, concedió una gran importancia a la filosofía griega. Era la que podía proporcionar la auténtica «vida filosófica». Servía, además, para la perfecta comprensión del sentido oculto de las Escrituras, para la comprensión de la fe, para esa fe superior a la que el hombre debe tender. Orígenes desarrolló una actividad filosófica que significó un impulso enorme en la constitución del pensamiento cristiano.

El esfuerzo por hacer accesible al pensamiento la doctrina cristiana fue continuado por diversos escritores del siglo IV, considerados como los forjadores de una síntesis racional de la doctrina cristiana, presentada como explicación de la realidad y como doctrina de salvación. Contribuyeron al progreso de la teología cristiana y a la consciente asimilación de la cultura griega, hasta el punto de presentar al Cristianismo como heredero de lo que sobrevivía de la tradición griega. Utilizaron, como instrumentos, conceptos elaborados por la filosofía antigua en una religión que tenía como punto de partida el presentarse como revelación dada por Dios a los hombres. Y al pretender racionalizar la fe, se encontraron con la necesidad de enfrentarse al problema de las relaciones entre fe y razón. Y de este planteamiento surgió, para el hombre medieval, la posibilidad de filosofar, porque dieron comienzo al ejercicio cristiano de la razón, un ejercicio que abrió a la razón humana nuevas perspectivas hasta entonces desconocidas. Quien más destacó en este sentido, el que verdaderamente puede ser considerado el maestro de la Edad Media cristiana fue san Agustín.

I.4. SAN AGUSTÍN. EL CRISTIANISMO COMO FILOSOFÍA

Toda la vida de Aurelio Agustín (354-430) fue una constante búsqueda: de la verdad, de la sabiduría, de la felicidad. Su trayectoria no fue más que la lucha de su espíritu por conseguir un mundo de certeza y de seguridad interior. El recorrido que siguió le hizo ver la limitación de la razón humana para alcanzar ese mundo y la necesidad de una fe que sólo halló en la revelación cristiana. El último período de su vida se caracterizó por el intento de comprender el sentido y la significación profunda de esa revelación, única fuente de salvación para el hombre, en la que integraría el saber filosófico por su capacidad para reconocer y abrazar la verdad, la sabiduría, la felicidad en suma.

Recibió la educación propia de la época, la llamada «cultura literaria», consistente en el estudio de los autores clásicos y de la gramática latina. Inició su andadura filosófica de la mano de Cicerón, con la lectura del Hortensius, que le hizo suspirar por la inmortalidad de la sabiduría: «En el año decimonono de mi edad, después de haber comprendido en la escuela de retórica aquel libro de Cicerón, que es llamado Hortensius, fui inflamado por un gran amor a la filosofía, que al punto pensé en dedicarme a ella»[17]. Desde este momento, la actitud filosófica consistió para él en el deseo de conocer la verdad: «Creo que nuestra ocupación, no leve y superflua, sino necesaria y suprema, es buscar con todo empeño la verdad»[18]. Un deseo común a todos los hombres, porque la verdad es universal y patrimonio general de toda la humanidad.

La filosofía es amor a la sabiduría, y la sabiduría no es otra cosa que contemplación y posesión de la verdad: «Si uno se fija, el nombre mismo de filosofía expresa una gran cosa, que con todo el afecto se debe amar, pues significa amor y deseo ardoroso de la sabiduría»[19]. «La misma sabiduría, esto es, la contemplación de la verdad»[20]. Definir la filosofía como investigación o estudio de la verdad con vistas a la posesión de la sabiduría no significa un estudio especulativo sin más, sino una investigación que busca la vida feliz, la felicidad: «¿Acaso piensas que la sabiduría es otra cosa que la verdad, en la que se contempla y posee el sumo bien?»[21]. Sabiduría y verdad se identifican. Alcanzarlas implica obtener el sumo bien, poseer la felicidad. Por esta razón la búsqueda de la sabiduría, de la verdad, es también búsqueda de la felicidad, que es el fin último al que tiende todo hombre, algo que han reconocido y en lo que han coincidido todos los filósofos: «Comúnmente, todos los filósofos con sus estudios, su investigación, disputas y acciones, buscan la vida feliz. He aquí la única causa de la filosofía: pienso que los filósofos tienen esto en común con nosotros»[22]. Fue el objetivo de la búsqueda agustiniana: la felicidad, que es aquello por lo que el hombre es filósofo y es religioso, porque la búsqueda de la felicidad es la única causa de la filosofía y de la religión cristiana.

 

La cuestión es averiguar y encontrar el camino que conduce a ella. A ésta tarea se consagró Agustín apenas cumplidos los diecinueve años. Tardó en encontrarlo, pero, tras angustias y desesperanzas, alcanzó lo que buscaba. El principio del camino estuvo en el Hortensius; la continuación, en las dos vivencias que experimentó inmediatamente después: la lectura de las Escrituras de la religión cristiana y su adhesión a la secta de los maniqueos. Vio que los Libros Sagrados eran indignos de compararse a la magnificencia de las obras y del lenguaje de Cicerón, por lo que creyó que allí no podía estar la sabiduría. Dio entonces con la gnosis maniquea, que aparentemente ofrecía un pensamiento, religioso y racional a la vez, que pretendía dar una explicación del universo «por la pura y simple razón»[23]. Tampoco le satisfizo este camino, porque proponía, vestido con los ropajes de la razón, un conjunto de absurdos basados sólo en la autoridad de sus doctores.

Viajó a Italia, donde pasó por otra experiencia vital, breve pero importantísima para entender el sentido que luego habría de tener su cristianismo: comenzó a prestar atención a las doctrinas escépticas: «Entonces también se me presentó la idea de que los filósofos que llaman académicos habían sido los más prudentes, pues habían juzgado que se debe dudar de todo y habían resuelto que nada verdadero puede ser comprendido por el hombre»[24]. Muy breve fue el período que prestó atención a estas doctrinas, pero fue un trance de su vida necesario e intenso a la vez. Necesario, porque así lo requería su evolución intelectual para abandonar definitivamente el maniqueismo. Intenso, porque le condujo a una situación extrema, la de reconocer los límites de la razón humana y la existencia de una instancia superior a la razón como fundamento de la certeza y seguridad que anhelaba. El punto de partida de este nuevo camino fue la propia duda académica: «Así pues, según costumbre de los académicos, como se cree, dudando de todas las cosas y fluctuando entre todas, determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta»[25].

La clave para entender el sentido del escepticismo agustiniano está en sus palabras: «durante el tiempo mismo de mi duda». Porque la duda agustiniana no fue una duda perdurable, definitiva, como la de los académicos, sino pasajera y temporal. Su obra Contra Academicos se propone dos cuestiones: mostrar que la verdad existe y ver si es posible encontrarla. Para justificar la existencia de la verdad había que refutar las razones escépticas. Por eso, la duda agustiniana fue una concesión momentánea a los nuevos académicos, un procedimiento de polémica que tenía como fin mostrarles con fuerza la debilidad de su argumentación escéptica: «Puesto que para este asunto me alejaban no superficialmente las razones de los académicos, sino bastante como creo, contra ellas me he fortalecido con esta discusión»[26]. La duda agustiniana fue un paso necesario para mostrar cómo de la duda misma puede surgir la certeza, cómo la razón humana está capacitada para alcanzar verdades de las que es imposible dudar. Inicialmente, las verdades de tipo científico; pero también otras verdades que son indudablemente verdaderas, entre ellas la verdad suprema para todo hombre, la que se refiere a su propia existencia: «Por lo cual, lo primero que de ti deseo saber, para que comencemos por lo más manifiesto, es si tú mismo existes. ¿O, acaso temes engañarte ante esta pregunta, cuando realmente no podrías engañarte si no existieras?»[27].

La refutación académica fue un momento necesario en la evolución de su vida intelectual y en el desarrollo de su pensamiento. Porque no se trataba solamente de refutar toda duda escéptica mediante un argumento irrefutable, sino porque trataba de mostrar que la razón humana es capaz de dar respuesta a las necesidades de certidumbre que todo hombre siente, proponiendo, al menos, una verdad de certeza inmediata: la del propio pensar, esto es, la de la experiencia interior de cada sujeto humano, que ni en el sueño ni en el estado de demencia puede ser negada. Reivindicó así para la filosofía el sentimiento del existir, del darse cuenta, el de la actividad autónoma del sujeto humano. Pero, a la par, la refutación escéptica y la superación de la duda académica con el hallazgo de unas verdades de las que no se puede dudar, señalan también la propia limitación de la razón humana, porque ésta se ve impotente para sobrepasar determinados umbrales. Por eso dice Agustín que «debemos creer, porque no podemos ver»[28].

La verdad que la razón alcanza sólo es una representación de la verdad que existe por sí misma, por lo que para alcanzar las verdades inteligibles, que superan el orden sensible, es menester que el hombre sea iluminado. De aquí que la razón se muestre insuficiente y limitada, porque la verdad inteligible y su fundamento, la Verdad misma, no son producto de las potencias humanas, sino sólo un descubrimiento de la razón, que requiere la afirmación de otro camino. Un camino que está en el interior del hombre, puesto que la verdad está en dentro de él: «En el hombre interior habita la verdad» dice en uno de sus más afamados textos[29]. Es el camino de la interioridad de la conciencia, otra de las aportaciones de Agustín. Frente a la manera de pensar de la antigüedad griega, para la que la más inmediata y primitiva de las certidumbres residía en el exterior, como confirman la mayéutica y la dialéctica, que exigen ir fuera de sí mismo, Agustín establece como nueva e inmediata seguridad el saber que el alma adquiere de sí misma. La experiencia interna consigue la absoluta primacía en lo que se refiere a la evidencia.

Fue el platonismo –el neoplatonismo– el que le permitió descubrir el mundo de la interioridad humana y el que le hizo ver en el mal sólo un defecto o privación de bien. También le puso en contacto con el mundo de la verdad eterna, de la verdad permanente. Y el que le acercó definitivamente a la conversión al cristianismo. Su contacto con los cristianos de Milán, cercanos al neoplatonismo, le permitió comprender que convertirse al cristianismo significaba convertirse a la filosofía, a la sabiduría. Para Agustín, el alma descubre dentro de sí la verdad, y al descubrir la verdad descubre a Dios, porque Dios es el fundamento último de toda verdad. Y el conocimiento del mundo inteligible, el acceso a la verdad, a la que le han llevado la refutación escéptica y la lectura de los libros neoplatónicos, se muestra entonces como una iluminación, esto es, como una revelación; es fruto de una desvelación divina, porque la apropiación de la Verdad no se consigue tanto por el conocimiento cuanto por la fe. Y ello porque la fe es iluminadora, ya que la recompensa que el pensamiento recibe de la fe es, precisamente, la inteligencia.