Guerra por las ideas en América Latina, 1959-1973

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Presionada por estas voluntades independientes, la administración Alessandri optó finalmente por enviar en enero de 1960 una delegación oficial con el objeto de sopesar la firma de un protocolo comercial. La URSS, por su parte, se acogió a esta buena disposición, expidiendo productos alimenticios y medicamentos a raíz del terrible terremoto que enlutó en mayo de ese mismo año el sur de Chile. Los responsables de La Moneda parecían decididos a iniciar la exportación de cobre más allá de la “cortina de hierro”, pero la oposición inflexible de ciertos sectores conservadores disuadió, por el momento, las voluntades gubernamentales. Fue solo en 1963 que Moscú y Santiago firmaron un convenio relativo al envío de cargamentos cupríferos, aunque este primer paso no dio lugar a una consolidación de los vínculos comerciales. De hecho, una segunda misión presidida por el ministro Julio Philippi, quien logró sin embargo reunirse con Aleksei Kosyguin en junio de 1963100, fue incapaz de llegar a un acuerdo concreto y las promesas anunciadas se difuminaron con el tiempo101.

En un ámbito totalmente diferente, el famoso Festival Mundial de la Juventud y de los Estudiantes (Moscú, julio-agosto de 1957) brindó una buena oportunidad para reforzar los lazos humanos con la URSS. El comunista Luis Guastavino encabezó una delegación compuesta nada menos que de 165 jóvenes representantes102. Poco después, en 1959, el empresario Raúl Vicherat creó Vía Mundi, una agencia de viajes que proponía paquetes turísticos para visitar el mundo del Este, mientras simultáneamente agendaba en Chile conciertos de destacados conjuntos musicales y coreográficos soviéticos (como el Beriozka y el Stanislavski, ambos en 1962)103. Si bien la presencia en la URSS de figuras del medio cultural chileno tendió a intensificarse antes de la llegada de Frei al poder en 1964, estos primeros intermediarios solían estar ligados al mundo comunista. Invitados frecuentes como los escritores Pablo Neruda, Francisco Coloane o Volodia Teitelboim figuraban en la lista de los militantes del Partido Comunista de Chile (PCCh) que intentaba sin disimulo propagar una imagen idealizada de la potencia socialista. Escasos eran, en aquellos años, los testimonios críticos de los chilenos que tuvieron la suerte de correr el tupido velo de la “cortina de hierro”. El poeta y profesor universitario Luis Oyarzún nos ofrece una excepción en un relato anterior a 1964 en el que se dejaba entrever severas reticencias hacia el modo de vida imperante en la “Patria del Proletariado”. En su evocador “diario íntimo”, redactado durante su periplo de 1957, Oyarzún se espantaba ante el estilo “abominable” de los hoteles moscovitas y calificaba el culto a Lenin como una manifestación cercana a la “estupidez”. Si bien Oyarzún no pasaba por alto algunos puntos positivos de la nación del Este, ni descartaba que su opinión pudiese modificarse con el tiempo, su conclusión era terminante:

En la Unión Soviética actual las largas y ociosas meditaciones que tanto amamos parecen no tener cabida. El pensamiento está aquí encadenado a la acción y la acción reposa ya sobre una teoría consagrada. El régimen soviético ha circunscrito su mundo. […] El portentoso esfuerzo que el Estado Soviético ha realizado en 40 años conduce a una sociedad a la cual yo no desearía pertenecer104.

Pero estamos ante un caso excepcional. La mayor parte de los delegados, sobre todo los artistas, no dudaban en expresar sus apreciaciones positivas mediante diversas expresiones que constituían auténticos gestos de retribución (una conferencia, un relato de viaje, un concierto, etc.) por la calidad de la acogida recibida. Poco a poco, estos últimos contribuyeron a difundir una imagen positiva de la URSS, preparando el terreno social para el anuncio del restablecimiento de las vinculaciones diplomáticas. Como lo observaba con inquietud el Comité de América Latina de la OTAN en 1961, a esta altura, “todos los partidos políticos preconizan un acrecentamiento de los intercambios comerciales con el bloque [del Este] e incluso los partidos de centro no se opondrían activamente al restablecimiento de las relaciones diplomáticas con la URSS”105.

El candidato del PDC Eduardo Frei, que subió a las cumbres del poder con una abrumadora victoria electoral en 1964 y con un programa político reformista, se insertaba en esa línea. Su programa político contemplaba, en efecto, la extensión de los lazos con los países del Este. En un contexto de fuerte polarización ideológica, marcado por la seducción creciente ejercida por los proyectos radicales popularizados por la Revolución cubana, la vía de Frei Montalva –la “Revolución en Libertad”– se transformó en una alternativa institucional a las medidas promocionadas por el gobierno castrista. Los Estados occidentales percibieron rápidamente la necesidad de respaldar experiencias como la del PDC, que “merece el apoyo y el interés participativo de todos los miembros de la OTAN” debido a que “ofrecería una alternativa respecto a las tentaciones del castro-comunismo”106. Similar conclusión sacó la Casa Blanca, cuyos responsables veían en el gobierno chileno “la mejor esperanza para la democracia popular en América Latina”107; una “revolución” no-marxista que, en caso de resultar exitosa, lograría debilitar el influjo seductor de la “Isla de la Libertad”108.

En su vertiente internacional, la agenda transformadora del PDC se caracterizó por una voluntad de minimizar la dependencia hacia Washington a través del ensanchamiento de los mercados financieros mundiales109. En este sentido, las transformaciones sociales y económicas prometidas por las nuevas autoridades (reforma agraria, “promoción popular”, nacionalización parcial de los recursos nacionales, sindicalización campesina, planes de vivienda, etc.) convergían con la decisión de incrementar las conexiones exteriores con el objeto de satisfacer una doble ambición: desvelar una auténtica voluntad de independencia y multiplicar las fuentes potenciales de financiamiento para realizar eficazmente los ambiciosos ejes programáticos de la “Revolución en Libertad”. Esta nueva prioridad fue anunciada en enero de 1965 por uno de los mayores teóricos de la política exterior del gobierno del PDC, Enrique Bernstein, para quien “ya no es posible que los países se constituyan en rivales peligrosos porque sustentan sistemas políticos […] que no son coincidentes”. Política y Espíritu, órgano representativo de la democracia cristiana, tampoco desmentía que la apertura “se ve abonada por fuertes razones de tipo económico”, pero, confirmando la correlación de factores pragmáticos e ideológicos, señalaba que la “razón profunda de la decisión del gobierno” nacía de “los postulados más importantes de la doctrina democratacristiana”110.

Bajo este panorama alentador, las negociaciones con la URSS no tardaron en activarse. Por encargo expreso del presidente Frei, el propio Enrique Bernstein, que muchos presentían como ministro de Relaciones Exteriores (asumió finalmente como embajador en París), fue enviado a Buenos Aires para sondear la disposición del embajador soviético en Argentina. Después de haberle dado a conocer la intención de La Moneda de anudar vínculos oficiales con Moscú, su interlocutor soviético, sin disimular su satisfacción, prometió efectuar a la brevedad posible las consultas pertinentes con sus superiores. En menos de 20 horas, el soviético volvía a contactar a Bernstein con el anuncio predecible de una favorable respuesta111. Fue así como, a menos de un mes de inaugurado el gobierno democratacristiano, los representantes de ambos países se reunieron en Santiago para oficializar el intercambio de embajadores, ocasión durante la cual el nuevo responsable de la diplomacia chilena, el ministro Gabriel Valdés, pronunció un discurso locuaz:

El Gobierno de Chile considera que sus relaciones normales con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas contribuirán a afianzar la paz y la cooperación pacífica de todos los pueblos; estima esenciales estas relaciones para dar mayor amplitud a nuestro comercio exterior […] Estamos seguros que ellas serán fructíferas y, más allá de la forma diferente de los regímenes políticos, habrá una cooperación entre nuestro pueblo, generoso y abierto, amante de sus tradiciones y de sus libertades, y el gran pueblo ruso, cuyos sufrimientos en la guerra, cuya bondad y cuyo amor por la paz son una parte del gran patrimonio de la humanidad entera112.

Pocos meses después de este evento inaugural, Alexander Anikin llegó a Santiago para encabezar la nueva misión diplomática de la URSS113. Del lado chileno, fue un jovial y entusiasta militante democratacristiano, Máximo Pacheco, quien asumió análoga responsabilidad en Moscú. Instalado con su numerosa familia a partir de julio de 1965, el representante de La Moneda poco después de su llegada –en un gesto que consideró absolutamente excepcional– se reunió con el ministro de Asuntos Exteriores, Andrei Gromyko, quien demostró estar al tanto de los objetivos internacionales del gobierno de Frei y apuntó a la posibilidad de negociar una ayuda financiera hacia Chile. Ante estas perspectivas, Pacheco vaticinaba un futuro auspicioso para el desenvolvimiento de las relaciones Santiago-Moscú114. Estas impresiones prometedoras no quedaron confinadas en una pura ilusión retórica, sino que, ante la sorpresa de muchos y la inquina de otros, se hicieron realidad en los años venideros.

El desarrollo acelerado de las relaciones oficiales URSS-Chile

Luego de una conversación con Aleksei Kosyguin, a esa altura presidente del Consejo de Ministros de la URSS, quien insistía sobre la voluntad de poner en marcha un programa de asistencia en beneficio de Chile, Máximo Pacheco transmitió a sus superiores un informe particularmente entusiasta. Para el remitente, la calidad de la acogida que había recibido era el reflejo indesmentible del deseo del Kremlin por extender los vínculos con Santiago, lo que debiera materializarse por medio de la firma de convenciones bilaterales. Concretamente, el Embajador solicitó una asistencia industrial destinada a favorecer la puesta en práctica de las medidas estructurales prometidas por el gobierno de Frei. Luego de haber evaluado positivamente la disposición de los soviéticos, Pacheco adelantó que “un asesoramiento técnico para mejorar los procesos de elaboración del cobre”, así como el envío de equipamiento e instalaciones industriales, era perfectamente realizable. La nota concluía enfatizando el carácter significativo de la entrevista que “me fue concedida una semana después de haberla solicitado en circunstancias que algunos diplomáticos a quienes consulté previamente me manifestaron que era muy difícil obtener audiencia con el Primer Ministro”. La duración de la reunión con Kosyguin (60 minutos), las “reiteradas declaraciones” en favor del gobierno chileno y el aprecio con que las autoridades se refirieron al presidente Frei no hacían más que corroborar las favorables disposiciones115. Con el objeto de que su mensaje calara hondo en las autoridades de su partido, Pacheco dirigió poco después una misiva con similares observaciones al presidente del PDC, Patricio Aylwin, quien de esta manera pudo tomar nota del “trabajo abrumador” efectuado por la nueva misión diplomática, de la “deferencia totalmente excepcional” de los soviéticos, del “prestigio de que goza el presidente Frei” y de la múltiples entrevistas con que el Embajador ha sido honrado en sus cortos días de estancia en la URSS (Mikoyan, Gromyko, Kosyguin, así como un cortejo de viceministros y de personalidades del mundo universitario, artístico y científico)116.

 

Las promesas de los dirigentes del Kremlin se plasmaron en el establecimiento de tres convenios firmados en enero de 1967: un protocolo comercial, otros de asistencia técnica y financiera para la construcción de centros industriales, y un último programa de distribución de equipos117. Durante el mismo año, la URSS acordó con el gobierno de Frei un generoso crédito de 40 millones de dólares, seguido de un segundo por 15 millones destinado a la compra de productos de origen soviético118. Las relaciones netamente políticas también tendieron a fortalecerse. Una delegación parlamentaria encabezada por el miembro del PDC, Eugenio Ballesteros, fue invitada por el Sóviet Supremo en octubre de 1965119. La comitiva estaba compuesta por 12 representantes, entre ellos el comunista Volodia Teitelboim, un intermediario frecuente y de muy larga data entre el mundo soviético y su país, lo que desvelaba la preocupación por reforzar las misiones a través de la incorporación de políticos ligados con anterioridad a la potencia socialista120. Una segunda delegación fue dirigida por el vicepresidente del Senado, Luis Fernando Luengo, en julio de 1968, cuando 11 parlamentarios chilenos tuvieron la ocasión de disfrutar de un nutrido itinerario que incluía visitas a museos, fábricas y numerosas instituciones de la capital, antes de dirigirse a Irkutsk, en la Siberia oriental. Previo al regreso a Chile, los viajeros se dividieron en tres grupos para dirigirse respectivamente a Hungría, Checoslovaquia y la República Democrática Alemana (RDA)121.


Volodia Teitelboim comparte un almuerzo con los estudiantes chilenos de la UPL en Moscú (1965). Colección personal: María Teresa Erices.

Al desplazamiento de autoridades, debemos agregar el aumento considerable de otros intermediarios significativos, como un grupo de 29 jóvenes invitados a tomar parte de una Semana de la Amistad soviético-chilena organizada en Ucrania122 y una delegación de metalúrgicos presente en Moscú y Donetsk con el objeto de reforzar las ya sólidas conexiones entre organizaciones sindicales123. Esta tendencia no solo activó el flujo de los intercambios de manera unilateral. Numerosos fueron los soviéticos que visitaron la nación sudamericana. Un evento, en particular, contribuyó a dar a conocer facetas desconocidas de la URSS, inaugurando con fausto la renovada fase de las relaciones recíprocas. Se trataba de una enorme exposición soviética organizada en octubre de 1965, en la que se exhibió una amplia gama de productos: de tractores a materiales médicos, pasando por objetos típicos de la vida cotidiana de la URSS y especialidades gastronómicas servidas en un pequeño restaurante construido especialmente para la ocasión124. Como lo recordara más tarde uno de los organizadores de la exposición, Julio Donoso, además de miles de curiosos asistentes, el evento contó con la presencia del propio Eduardo Frei y de sus colaboradores125. Más adelante, en octubre de 1966, una representación del Sóviet Supremo aterrizó en Chile en compañía de un periodista del diario Izvestia, siendo recibidos por el propio presidente Frei y teniendo la oportunidad de iniciar un recorrido que los llevó tanto a las minas del norte como a la fabricas siderúrgicas del sur126. Una misión de tres obreros soviéticos fue agasajada por los líderes de la CUT a mediados de 1968, ofreciendo conferencias de prensa y familiarizándose con la situación política del país. En un informe detallado destinado a sus superiores, el jefe de la delegación evaluó con optimismo la labor de los sindicatos chilenos, los que llevaban a cabo:

una línea consecuente en pro del fortalecimiento de la unidad del movimiento obrero y sindical tanto a nivel nacional como internacional; y están llevando a cabo una línea de independencia nacional, para expulsar al imperialismo norteamericano fuera de todas las esferas de la economía e industria de Chile. Los activistas sindicales de la Confederación y de la CUT que visitaron nuestro país explican ampliamente los logros de la URSS127.

Simultáneamente, la representación oficial soviética en Santiago fue reforzada con la llegada de nuevos funcionarios. Solo durante el año 1965, Máximo Pacheco tuvo que otorgar 40 visas diplomáticas y 85 visas oficiales. Entre los nuevos residentes en Chile se encontraba un responsable de la sección comercial, Vassili Muraviev, un funcionario consular, Vitali Shubin, el primer secretario de la Embajada, Alexei Razlivajin, y un enviado especial de las instituciones de amistad, Vladimir Kuzmichev128.

Relevante resultó la polémica visita del ministro del Trabajo y de la Previsión Social, William Thayer129, quien junto a su mujer aterrizó en suelo soviético el 15 de junio de 1966. Su intenso itinerario fue coronado por una entrevista con Nikolai Podgorny, jefe del Presídium del Sóviet Supremo, la que adquiría un carácter particularmente significativo debido a que Charles de Gaulle se encontraba también de visita en la URSS. De hecho, luego de una primera solicitud, la reunión con Podgorny fue denegada a causa de la presencia del presidente francés. Pero, a última hora, los anfitriones anunciaron que el Kremlin abriría sus puertas para acoger al ministro Thayer, quien recibió en persona los halagos de Podgorny hacia el proyecto de su gobierno130. El delegado chileno aprovechó la ocasión para subrayar la buena disposición de La Moneda y, en una alocución pública, auguró un progresivo reforzamiento de la “amistad Chile-URSS”. A juicio de Pacheco, múltiples signos daban cuenta de la naturaleza “absolutamente excepcional” de la visita, tales como las constantes informaciones en torno a la gira de Thayer que circularon en la prensa local. En pocas palabras, la estancia del ministro “fue muy prestigiosa para Chile y contribuyó, decididamente, al fortalecimiento de las relaciones entre los dos países”131.

William Thayer no será el único democratacristiano en descubrir de primera mano la “tierra de Lenin”. En 1967, los destacados militantes Jaime Castillo Velasco y Patricio Aylwin, presidente del PDC, también visitaron la capital moscovita. Este último, cuya estancia se debió a las incitaciones del embajador Pacheco, pronunció un discurso en el que no hacía caso omiso a “los principios filosóficos distintos que inspiran nuestra acción”, pero al mismo tiempo revelaba las impresiones positivas que suscitaba el modelo soviético en el seno de un sector cada vez más numeroso de la población. Así, a pesar de sus convicciones profundamente cristianas, Aylwin no disimuló la “admiración que sentimos los chilenos por los progresos enormes de esta nación”, reconociendo que “tenemos sin duda mucho que aprender de la experiencia soviética”, antes de hacer un llamado decidido a incrementar “las relaciones entre nuestros pueblos”132.

Tampoco deja de ser revelador que el próximo candidato presidencial para las elecciones de 1970, Radomiro Tomic, haya tomado la decisión, poco antes del inicio de la campaña, de reunirse en la URSS con las autoridades de la superpotencia. Según las conclusiones de un informe de los expertos soviéticos, este viaje obedecía a la voluntad de Tomic de “aumentar su prestigio entre las fuerzas de izquierda del país”. Todo parecía indicar que el democratacristiano, quien representaba el ala izquierdista del partido, engendró las simpatías de sus interlocutores gracias a sus ideas avanzadas, a su manejo perfecto del francés y del inglés, así como a su “encanto y cordialidad”. Se trataba, cerraba el informe, de un “sincero amigo de la Unión Soviética133.

Pero a pesar del mejoramiento de las relaciones, Eduardo Frei optó por mantener cierta prudencia y evitó transformarse en el primer presidente chileno en ejercicio en visitar la URSS. No fue, sin embargo, la falta de disposición del Kremlin lo que explicaba su ausencia. En marzo de 1968, Nikolai Podgorny envió un mensaje al jefe de Estado por medio de la embajada de su país en Santiago para confirmar que la URSS estaba “dispuesta a realizar nuevos esfuerzos para el desarrollo de las relaciones entre nuestros países en las esferas de la economía, comercio, ciencia, cultura y política internacional”. Enseguida, el signatario recordaba que Andrei Kirilenko, destacado dirigente soviético presente en Chile en 1965, ya le había transmitido una invitación oficial para recorrer la URSS, gesto reiterado esta vez por la máxima autoridad del Sóviet Supremo134. El embajador Pacheco, quien veía en este tipo de proposiciones una auspiciosa oportunidad para dar relieve a la política exterior de Chile, había preparado una batería de argumentos para convencer a Frei. En una carta directamente dirigida al presidente de la República en septiembre de 1966 (de costumbre, sus misivas eran enviadas al Ministerio de Relaciones Exteriores), Pacheco perfilaba las ventajas de un eventual viaje a la URSS. Según el diplomático, no solo Podgorny le había manifestado su deseo de contar con Frei entre sus invitados, sino también autoridades de la talla de Brezhnev y Kosyguin (las dos figuras más relevantes de la jerarquía soviética). Entre los puntos subrayados, Pacheco evocaba el hecho de que Frei se transformaría en el primer presidente latinoamericano en realizar tal periplo (a excepción de Fidel Castro), sin olvidar que su presencia ubicaría a Chile en el “centro de la atención mundial”, sobre todo considerando que el año 1967 es el que dará inicio a las monumentales celebraciones de homenaje por el 50 aniversario de la revolución bolchevique. Por último, para Pacheco, una respuesta favorable constituiría un signo potente de la voluntad de La Moneda por buscar un entendimiento entre los países occidentales y socialistas, único medio para encauzar la paz y la comprensión entre naciones135.

Pero el presidente parecía vacilar. El clima de la Guerra Fría aún no se encontraba suficientemente distendido como para atreverse a efectuar un gesto que, como lo notara el propio Máximo Pacheco, no pasaría desapercibido en el extranjero. A pesar de la apertura promovida por la “Revolución en Libertad”, Chile seguía perteneciendo a la esfera occidental y la dependencia respecto a la Casa Blanca no había cesado de ser un obstáculo difícil de franquear. No obstante, como lo hemos podido constatar, el gobierno democratacristiano mantuvo una postura abierta y proactiva en aras de facilitar la intensificación de los lazos con el mundo del Este y con la URSS en particular. Contrariamente a las visiones bipolares que tienden a asociar abusivamente cada pieza del puzle latinoamericano a una potencia mundial, el Chile de los años 1964-1970 se propuso, mediante iniciativas concretas, extender las opciones de cooperación internacional, sin excluir la posibilidad de estrechar sus vinculaciones con la esfera socialista, y ello a pesar de las conocidas reticencias que esto provocaría en la Casa Blanca. En un cuadro en el cual las aguas tumultuosas de las tensiones globales se estaban calmando, Moscú tampoco dudó en dar una respuesta favorable a la flexibilidad internacional de la administración Frei, proponiendo con sincero interés el establecimiento de planes de colaboración económicos, técnicos y culturales. En este sentido, el proyecto progresista de los democratacristianos chilenos podía ser visto con buenos ojos por el Kremlin, que a esa altura no solo estaba determinado a dar fe de su disposición de mejorar las relaciones más allá de la “cortina de hierro”, sino que también procuraba distanciarse de la radicalidad creciente del castrismo. Era esencialmente el contexto mundial lo que hizo posible la cristalización de esta insospechada convergencia. Pero, a nivel más micro-histórico, otros factores deben igualmente adicionarse a la lista de coyunturas propicias. Veremos ahora que la embajada chilena en Moscú ejerció un rol clave que amerita ser abordado en estas páginas.

 

Un actor de primera importancia: la Embajada de Chile en Moscú

En junio de 1965, el democratacristiano Máximo Pacheco, acompañado de su esposa, de sus ocho hijos y de una secretaria, aterrizó en Moscú para dar inicio a la primera misión diplomática chilena en la URSS desde 1947, cuando, después de un breve periodo de relaciones bilaterales (1944-1947), Santiago optó por romper los vínculos en un marco de polarización ideológica creciente, exacerbado por el inicio de la Guerra Fría. Una semana después de su llegada, Pacheco entregó las cartas credenciales al ministro Andrei Gromyko, aprovechando la ocasión para entrevistarse con este último durante 30 minutos. Para el chileno, este “afectuoso” encuentro, que se extendió “mucho más allá de lo protocolar”, anunciaba un futuro prometedor136. Estamos, en efecto, ante el primer gesto amistoso de una larga serie que se prolongará durante toda la década de 1960.

Desde su llegada, y empleando siempre un lenguaje minuciosamente depurado para incitar el entusiasmo de sus interlocutores, Pacheco intentaba brindar en sus comunicaciones argumentos adicionales para así continuar suscitando la apertura del gobierno chileno. Sus informes no solo destacaban la conveniencia de multiplicar los lazos con la URSS, sino que contenían sistemáticamente una descripción de los diversos indicios que revelaban la buena voluntad de los líderes del Kremlin. Una de las ideas más comúnmente mencionadas era que el PCUS habría desarrollado una actitud preferencial hacia el Chile de Frei, una experiencia política que estaría generando una expectación poco usual comparada con las demás naciones del subcontinente. Durante una entrevista con Mikoyan en junio de 1965, el Embajador insistía frente al famoso dirigente sobre el carácter estructural de las reformas impulsadas por el PDC con el objeto de hacerlo llegar al “convencimiento de que no solamente Cuba era un ejemplo en América Latina”. Posteriormente, aseveraba que “todos los diplomáticos con los cuales he comentado mis primeras gestiones en Moscú” han constatado que “el gobierno soviético ha tenido para conmigo, como representante de Chile, demostraciones de amistad absolutamente excepcional y que ha querido demostrarlas de forma ostensible”137. James Holger, quien fuera primer secretario de la embajada en Moscú, reiteraba las opiniones de su superior directo, notando que, después de Cuba, no había otro país en América Latina que contara con una mejor acogida que el Chile de Frei138. Similares observaciones eran puestas en el tapete en diversas oportunidades: luego de una reunión con Aleksei Kosyguin, de una velada organizada para celebrar la Fiesta Nacional de Chile, del viaje del ministro Thayer, de la presencia de una delegación de rectores chilenos en mayo de 1967, de la autorización que Pacheco obtuvo para visitar áreas de Siberia tradicionalmente vedadas a los residentes extranjeros, etc.

Para sintetizar las impresiones de su primer año de trabajo diplomático en la URSS, Pacheco se dirigió personalmente al ministro Gabriel Valdés, a quien le comentó que “como te he informado reiteradamente, el ambiente político que he encontrado en la URSS ha sido espléndido”. Acentuando que todas las autoridades habían manifestado sinceramente el deseo de estrechar los vínculos con La Moneda, el Embajador dejaba entrever, sin embargo, una crítica a la administración que representaba por la tímida respuesta con que se había reaccionado ante las proposiciones de cooperación de los soviéticos: “Considero que estamos actuando en forma lenta y carente de dinamismo y de la audacia necesaria”. A juicio del diplomático, era imperativo precisar cuanto antes qué tipo de proyectos se deseaba desarrollar con la ayuda de la URSS, nación que estaría dispuesta a otorgar un crédito al gobierno de Chile. Adoptando un tono más íntimo, concluía que “estamos en la hora de la decisión, la cual no puede retardarse ni evitarse, y eres tú, como ministro, quien ahora tiene la última palabra”139. Estas incitaciones parecen haber dado fructíferos resultados, ya que, como vimos, cerca de un año más tarde, Moscú estampó su firma en tres convenios con Santiago y ofreció dos créditos a su contraparte chilena. No era una casualidad que Pacheco optara por comunicarse con Gabriel Valdés. Además de ser un amigo cercano140, el ministro era uno de los principales partidarios de la diversificación de las conexiones exteriores de su país, tendencia que, en su caso, se acompañaba a menudo de una postura hostil hacia las acciones internacionales de la Casa Blanca141. Como lo recordara la viuda de Valdés en una reciente entrevista con nosotros, ambos mantenían una cercana amistad con el embajador soviético Alexander Anikin y su esposa142. Otro indicio de la buena disposición de Valdés hacia la URSS se tornó evidente cuando en 1966, después de que Eduardo Frei recibiera un duro ataque verbal de Fidel Castro, el Canciller presentó instrucciones a Pacheco destinadas a calmar los ánimos en Moscú. A pesar de que el líder cubano, principal aliado del Kremlin en América Latina, “injurió burdamente a nuestro presidente”, era preferible “manifestar al gobierno soviético que esta acción no modificará nuestro criterio de continuar ampliando y profundizando las excelentes relaciones que tenemos”143.

Respecto a sus interlocutores locales, Máximo Pacheco también empleaba una retórica incisiva. En una entrevista publicada por el influyente periódico Izvestia, el Embajador aspiraba a convencer a los lectores soviéticos que los chilenos compartían un real interés por la superpotencia. Tampoco escondía elogios hacia su pueblo de acogida, que “trabaja con orgullo, entusiasmo y fe en sí mismo en su nueva sociedad”. Para terminar, reconocía que tras sus primeros meses de permanencia en la URSS había podido comprobar la sinceridad de los “sentimientos de paz” que animaban a la comunidad soviética144. Aunque no nos cabe duda de que el puro pragmatismo era uno de los factores detrás del tono empleado por el Embajador, no debemos reducir su compromiso a un mero deseo de obtener una asistencia por parte de las autoridades locales. Es conveniente interrogarse también sobre la personalidad singular de Pacheco, quien demostró poseer una admirable capacidad de adaptación. Su entusiasmo por el mundo que se abría poco a poco ante sus ojos era sincero. Como lo indica en una comunicación dirigida al propio presidente Frei, incluso su familia había logrado insertarse satisfactoriamente en la marcha cotidiana de la vida moscovita. Residir en la capital era, a su juicio, una experiencia apasionante, una fascinante “aventura intelectual”. Asumía sentirse honrado por haber podido asistir a las sesiones del Sóviet Supremo y haberse hecho amigo de renombradas figuras de la URSS. Tampoco olvidaba el privilegio que significaba poder frecuentar las mejores salas de espectáculo, ni las comodidades de la residencia que los dirigentes locales le habían acordado: una casa “buena y elegante”, otra prueba concluyente de la “magnífica” voluntad del Kremlin. Por lo demás, sus numerosos hijos parecían estar viviendo una excitante experiencia: la mayor se apuntó en la escuela del famoso Ballet Bolshoi y, contrariamente a la mayoría de los diplomáticos extranjeros, cuatro de sus hijos prosiguieron estudios en escuelas soviéticas y aprendieron el idioma de Tolstoi, lo que les permitió entablar lazos de amistad con sus compañeros de curso145.