Guerra por las ideas en América Latina, 1959-1973

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Por medio de este tipo de declaraciones, la dirigencia cubana se proponía aplacar las reticencias del Kremlin, que aún no estaba perfectamente convencido del carácter marxista del proyecto castrista. El silencio del diario Pravda ante las declaraciones del “Comandante” ilustraba palmariamente la prudencia de los soviéticos50. Las dudas, por lo demás, tenían asidero. Cuba aún no era un Estado controlado por un partido único y muchas de sus autoridades estaban lejos de poseer un pasado o una formación marxista-leninista. El caso de Armando Hart, revolucionario de la primera hora y ministro de Educación a partir de 1959, es revelador. En un artículo de prensa publicado a fines de 1960, Hart negaba una supuesta vinculación entre la revolución y el comunismo, sugiriendo que dicha conexión no era más que un “pretexto” utilizado por “las oligarquías para engañar a los tímidos”. Luego insistía “que no puede decirse que nuestra revolución haya nacido de ninguna otra” a pesar de que, injustamente, muchos “señalan el fantasma del comunismo”, pretendiendo “asustarnos con un problema que no es el nuestro”51.

Habrá que esperar hasta fines de 1961 para que una declaración venga a cambiar las cosas, ofreciendo una prueba irrefutable a los soviéticos de la ruta que La Habana había optado por recorrer. En diciembre de este año, Fidel Castro dio un paso suplementario, volviendo a delinear sus principios ideológicos, esta vez para dar a conocer su adhesión indeclinable al “marxismo-leninismo”, “la única teoría revolucionaria y verdadera”52. Esta alocución, recibida con entusiasmo por los antiguos PSP53 y con decepción por la facción moderada del movimiento revolucionario, marcó el término de una etapa de ambivalencia ideológica, facilitando las convergencias con los nuevos aliados del Este y, por consiguiente, el fortalecimiento de las interacciones bilaterales, a esa altura indispensables para la supervivencia de un gobierno que ya no contaba con el mismo apoyo internacional que antes.

En efecto, no solo las presiones de los EE.UU. habían logrado acentuar el aislamiento diplomático de Cuba en el concierto latinoamericano (en 1962, la Organización de Estados Americanos, OEA, optaba por excluir a La Habana y, en 1964, luego de la 9ª Conferencia de Cancilleres reunidos en Washington, todas las naciones del continente, con excepción de México54, rompieron los lazos políticos y comerciales con Cuba55), sino que, por su parte, Europa occidental también tendió a romper los puentes con la Isla. Por ejemplo, si bien en un primer momento –lo que refleja el carácter no comunista que se le atribuía a la Revolución cubana– el gobierno belga autorizó la venta masiva de armas en dirección de La Habana, Bruselas, presionada por los diplomáticos norteamericanos, optó rápidamente por interrumpir este tipo de exportación. De la misma manera, a finales de 1961, el Consejo Económico de la OTAN se encargó de elaborar estadísticas con el objeto de vigilar los intercambios con La Habana e impedir que “productos estratégicos” lleguen a las tierras caribeñas56.

Pero, como veremos ahora, si bien los cubanos ya no dudaban en efectuar elocuentes gestos en favor de Moscú, los “barbudos” también deseaban convertir el ejemplo insurreccional de la Sierra Maestra en un nuevo modelo de lucha social, para el cual era necesario idear una teoría adecuada y circunscrita a la realidad latinoamericana. Será el argentino Ernesto Guevara quien asumirá la responsabilidad de elaborar un esquema conceptual representativo del pensamiento revolucionario privilegiado por los dirigentes de la “Isla de la Libertad”.

En búsqueda de una identidad revolucionaria autónoma: el pensamiento de Ernesto Guevara

El inicio de la década de 1960 en Cuba coincide con una fase de construcción teórica y de autorreflexión incesante. Como lo reconociera el propio Fidel Castro en un discurso conocido como “Palabras a los intelectuales” (junio 1961), la “improvisación” política seguía constituyendo un factor clave en la edificación inacabada del proyecto revolucionario, ya que los jóvenes combatientes que derribaron la dictadura de Batista no gozaban de una sólida formación intelectual. Por eso “nosotros somos como la revolución, es decir, que nos hemos improvisado bastante. Por eso no puede decirse que esta revolución haya tenido ni la etapa de gestación que han tenido otras revoluciones, ni los dirigentes de la revolución la madurez intelectual que han tenido los dirigentes de otras revoluciones […] En realidad nosotros todos tenemos mucho que aprender”57. Bajo semejantes condiciones, el texto de Ernesto Guevara, Guerra de Guerrillas, vino a convertirse en una primera tentativa por traducir la experiencia revolucionaria en un esquema conceptual. Este libro, que se erigió rápidamente en una especie de biblia para muchos guerrilleros que luchaban por reproducir la experiencia cubana en sus respectivos territorios58, fue publicado por primera vez en La Habana en 1960 (aunque contará más adelante con numerosas reediciones, integrando modificaciones que radicalizan el contenido inicial). Las ideas dominantes de los dirigentes del M-26 se insertaban en este texto, delineando una tesis que se ha dado a conocer con el nombre de “foquismo”59. En su capítulo I, Guevara esbozaba tres principios que emanaban de los aprendizajes obtenidos a raíz del combate insurreccional entre 1957 y 1959, y que articulaban el conjunto de su obra: “1º. Las fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el ejército; 2º. No siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas; 3º. En la América Sub-desarrollada, el terreno de la lucha armada debe ser fundamentalmente el campo”60.

Los dos últimos puntos eran claramente susceptibles de avivar las tensiones con los representantes de lo que podríamos calificar como “marxismo ortodoxo”. La mayoría de los partidos comunistas de América Latina, fieles defensores del modelo soviético, insistían en la necesidad de esperar a que las “condiciones objetivas” estén dadas antes de aventurarse en un movimiento insurreccional armado. No debe sorprendernos, por ende, que estos militantes vieran con ojos desconfiados los propósitos del Che, concebidos como un intento infructuoso por “acelerar” la historia (principio 2)61. En efecto, contrariamente a las preconizaciones del Movimiento Comunista Internacional (MCI) que incentivaba a esa altura un camino gradual hacia el socialismo basado en la acción de masas, el “foquismo” privilegiaba las operaciones de una vanguardia62, cuyas acciones tendrían como consecuencia la difusión progresiva del ideal revolucionario a lo largo de la comunidad nacional. Por otro lado, la noción de la preponderancia de las zonas rurales (principio 3), en desmedro de la agitación política en las ciudades, fue también concebida como una redoblada afrenta por parte de las organizaciones que focalizaban su estrategia en las zonas urbanas. Lo que proponía el “Che”, en definitiva, era que en vez de erigir la acción sobre la base de un esquema teórico inflexible, resultaba preferible adaptarse a las condiciones locales que, en el caso de Latinoamérica, hacían casi imposible un estallido revolucionario a partir de las aglomeraciones citadinas.

Para entender el carácter poco ortodoxo de la tesis guevarista a la luz de las prioridades soviéticas, resulta relevante interrogarse sobre la relación de su autor con el modelo del Este. Si bien en un primer momento el “Che” ejercía como uno de los principales arquitectos de la relación Cuba-URSS63, su encandilamiento no cesó de menguar en los meses siguientes, hasta el punto de llevarlo a efectuar, a mediados de los sesenta, declaraciones abiertamente desafiantes hacia la autoridad del Kremlin. Decepcionado por la prudencia encarnada por el principio de la coexistencia pacífica, el argentino tomó conciencia de la necesidad de hallar una vía más radical64 para la eficaz construcción de un “Hombre Nuevo” socialista65. Estas aprehensiones empezaron a tomar forma desde el primer periplo de Guevara en la URSS, a fines de 1960, cuando luego de haber recorrido Moscú, Leningrado, Stalingrado (hoy Volgogrado) e Irkutsk, regresó a La Habana con una discreta, pero clara decepción respecto al estilo de vida “burgués”, “capitalista” que a sus ojos imperaba en la superpotencia a pesar de ya casi 40 años de construcción socialista. Adicionalmente, en un periodo marcado por las incipientes tensiones sino-soviéticas, el “Che” hizo escala en Pekín, donde tuvo la oportunidad de mantener un encuentro cordial con Mao66 y de admirar las “comunas populares” del campo chino, explícitamente criticadas por Moscú. Es en la potencia asiática, y no en la URSS, en donde el revolucionario argentino creyó descubrir “un ejemplo que abre nuevos caminos para América Latina”67.

Bajo el alero de la tesis del “Che” Guevara, representativa del pensamiento castrista, los cubanos asumieron un discurso favorable a la lucha armada para el conjunto del continente, en un momento en que la administración de Nikita Jrushchov no parecía desear transformarse en el padrino de los múltiples focos insurreccionales que comenzaban a brotar en las montañas de América Latina. Recordemos que la coexistencia pacífica que los soviéticos reivindicaban con insistencia desde 1956 implicaba un esfuerzo concreto por acercarse a las naciones del campo occidental, incluidas aquellas que formaban parte de la zona de influencia de los EE.UU. En medio de este contexto internacional, el “foquismo” se erigió en un síntoma visible de las divergencias conceptuales que no dejaron de afectar las relaciones soviético-cubanas a lo largo de la década. Efectivamente, con el correr de los años estas discrepancias se hicieron cada vez más profundas y difíciles de disimular. Si bien en su primera edición de Guerra de Guerrillas, el “Che” no descartaba que, bajo ciertas circunstancias, la moral socialista pueda verse reforzada en un cuadro de legalidad constitucional, la publicación de Guerra de Guerrillas: un método (1963) desechaba toda posibilidad de cambios realmente revolucionarios bajo un sistema democrático68. Esto a pesar de que durante la reunión del MCI en Bucarest (junio de 1960), no pocos delegados, arropados por las autoridades del Kremlin, habían defendido la pertinencia de definir una vía institucional y parlamentaria para acceder al poder, satisfaciendo así las ideas preponderantes en la URSS69.

 

Pero la radicalización del “foquismo” no solo se expresó mediante la exacerbación de la violencia insurreccional, concebida ya como un camino insustituible, sino también a través de ciertas expresiones que se tornaban en auténticos desafíos teóricos a los elementos preponderantes del marxismo-leninismo. Por ejemplo, contrariamente a la sentencia acuñada por Lenin según la cual “sin teoría revolucionaria, no puede haber tampoco movimiento revolucionario”70, el argentino estimaba que la Revolución cubana había demostrado que la insurrección podía consolidarse eficazmente si las condiciones generales y los medios a disposición eran empleados de manera adecuada, haciendo abstracción de los modelos conceptuales del marxismo71. En pocas palabras, en América Latina, la revolución era factible aún sin que se haya desarrollado en el seno del grupo combatiente una verdadera consciencia marxista. Esta noción es confirmada en una entrevista que el “Che” le otorgara a la periodista Laura Bergquist a fines de 1960: “Cada error nos enseña más que millones de libros. Podemos alcanzar la madurez en la extraordinaria universidad de la experiencia”72. La naturaleza flexible y relativamente emancipada del pensamiento “foquista” respecto al marxismo tradicional quedaba en evidencia a la luz de estas declaraciones, que sugieren que el proceso de transformación social debía ante todo sustentarse en las enseñanzas de cada contexto y menos en una adhesión acrítica a una serie de principios abstractos73. Al sintetizar las ideas de los revolucionarios cubanos, en particular las de su amigo y compañero de armas Fidel Castro, Guevara logró construir un esquema original y que representaba a la vez un índice explícito de independencia frente a las estrategias de afanes hegemónicos del PCUS.

El “Comandante” Fidel Castro compartía estos criterios, lo que se manifestó mediante el establecimiento de una política concreta de apoyo a los diversos “focos” que surgieron dispuestos a emular la experiencia de la Sierra Maestra74. Con el objeto de incentivar “otras Cubas” y así reforzar la seguridad interna de la Isla75, La Habana puso en práctica programas de entrenamiento militar destinados a insurrectos extranjeros y de envío a un conjunto (aunque reducido) de combatientes cubanos a enrolarse en movimientos rebeldes de otros territorios latinoamericanos, en particular, en Venezuela, Guatemala, Nicaragua, Perú y Argentina76. Moscú, incómoda ante esta situación pero sin querer enzarzarse en una querella que destapara las divergencias crecientes, guardó un silencio revelador77. Mas, Fidel Castro no estaba dispuesto a abandonar sus convicciones insurreccionales y, por el contrario, se proponía oficializar la vía armada y erigirla en condición ineluctable del triunfo revolucionario. En una exposición voluntariamente difundida a nivel mundial con sus consiguientes traducciones en idiomas extranjeros, conocida como “Segunda Declaración de La Habana” (febrero de 1962), Castro alimentaba el fuego de las controversias al recalcar que “no es justo ni es correcto entretener a los pueblos con la vana y acomodaticia ilusión de arrancar, por vías legales que no existen ni existirán, a las clases dominantes”, y apuntillaba su discurso con una famosa arenga que se trasformará en uno de los pilares de la doctrina cubana en los años sesenta: “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución”78.

No obstante, a pesar de la naturaleza claramente heterodoxa que el gobierno cubano intentó definir –tanto en términos de doctrina revolucionaria como de política internacional–, por el momento, la prudencia se impuso. Las relaciones entre Moscú y La Habana se mantuvieron estables durante el periodo 1960-1962: las visitas oficiales recíprocas no cesaron y los programas de cooperación (incluido el envío de numerosos estudiantes cubanos que parten a perfeccionarse a la URSS) tendieron a fortalecerse. Empero, las tensiones latentes resultaron difíciles de ocultar a partir de octubre de 1962, al estallar la crisis de los misiles, forzando a los soviéticos a retractarse luego de una ardua negociación con la Casa Blanca, durante la cual Castro y sus seguidores no fueron más que testigos pasivos e impotentes.

La crisis de los misiles y la agudización de las tensiones (1962-1963)

Pese a las reticencias generadas por el “foquismo”, semilla de las polémicas ulteriores, los primeros meses del año 1962 auguraban un futuro favorable para las interacciones Cuba-URSS. En abril, Moscú legitimó públicamente con su cuño de fuerza motriz de la izquierda mundial el carácter socialista de la administración castrista y reforzó su compromiso con una política concreta destinada a asegurar la protección de la isla ante las incesantes amenazas internas y externas. Para Nikita Jrushchov, el medio más eficaz para llevar a cabo esta disposición consistía en la instalación de misiles nucleares, permitiendo, por una parte, la protección del nuevo socio caribeño y, por otra, el reequilibrio de las fuerzas internacionales, subvertido por la espectacular presencia armamentística de la URSS a pocos kilómetros de la frontera del enemigo ideológico. Esta riesgosa apuesta no produjo, sin embargo, una aceptación unánime en los círculos del Kremlin: Anastas Mikoyan temía las funestas consecuencias que tal decisión podría acarrear, mientras que Alexander Alexeiev, embajador en La Habana desde mayo de 1962, estimaba que la operación era susceptible de debilitar fuertemente la solidaridad internacional que el proyecto de los “barbudos” seguía generando, inclusive en los EE.UU.79. A pesar de los desacuerdos, el 24 de mayo, y contrariamente a las previsiones del embajador Alexeiev, las autoridades cubanas dieron su visto bueno, aceptando el inicio de las maniobras bajo el nombre en código de “Operación Anadir”80.

Según el valioso testimonio legado por Carlos Lechuga, representante del gobierno de Cuba en las Naciones Unidas, lo que sus superiores pretendían era robustecer la posición del país en relación a la potencia del Norte, que había asumido hace ya un buen tiempo una disposición de hostilidad radical hacia la revolución. Para ello, sostenían los cubanos, era deseable que estas acciones sean dadas a conocer en la esfera pública81, pero la administración Jrushchov insistió sobre la necesidad imperiosa de mantener soterrada la operación, sin que estas diferencias hayan interrumpido el despliegue de las armas, ni el desplazamiento de miles de asesores militares soviéticos en territorio caribeño82.

Pero las esperanzas de ambas partes se derrumbaron dramáticamente cuando en noviembre de 1962, luego de una crisis que puso al planeta al borde de un precipicio sin fondo, el presidente John F. Kennedy y sus asesores lograron arreglar un acuerdo con Moscú, conllevando a la retirada de los misiles. Esta resolución, inevitable para preservar la estabilidad mundial, enfureció a Fidel Castro, quien percibió en la decisión de sus aliados un signo de debilidad ante la amenaza del imperialismo. Los habitantes ordinarios de la isla también se manifestaron, entonando en las calles de La Habana una serie de insultos ofensivos dirigidos a Nikita Jrushchov, tales como: “Nikita mariquita, lo que se da no se quita”83. Un análisis cubano posterior, encargado por el MINREX, veía en la decisión del Kremlin una prueba de que “para la URSS su defensa de los intereses revolucionarios mundiales alcanza tan solo hasta el punto en que sus propios intereses nacionales corren el riesgo de ser amenazados”. En este sentido, la crisis de octubre sirvió “para desenmascarar la política de coexistencia pacífica del gobierno soviético”84. La profunda decepción de los dirigentes cubanos parecía indicar que muchos de ellos estaban dispuestos a defender con sus vidas la apuesta nuclear, percibida como un testimonio de independencia y de capacidad de desafiar las órdenes de Washington85. Ante lo que fue considerado en Cuba como una rendición de los soviéticos, los lazos recíprocos entraron en una fase de progresivo deterioro que tuvo sus más agudas consecuencias en los años 1966-1968. Como se lo confesara más tarde Fidel Castro al periodista italiano Gianni Minà, la crisis de 1962 “influyó en las relaciones cubano-soviéticas durante años. […] Este fue el incidente que realmente deterioró, en cierta forma, nuestras relaciones con los soviéticos”86.

Castro volvía a referirse al tema en 1992 al reconocer que su exasperación redobló durante su primera estancia en la URSS (abril de 1963), periplo pensado por los anfitriones como un esfuerzo por normalizar los vínculos. Fue en ese momento en que el cubano se enteró, luego de un exabrupto involuntario de Jrushchov, que la retirada de los misiles se había negociado a cambio de una operación equivalente en Turquía, donde los norteamericanos disponían de una base con armamento nuclear. Este acuerdo, preservado en secreto, corroboraba las sospechas de Castro en el sentido de que la supuesta voluntad de proteger a Cuba obedecía más bien a un pretexto para reafirmar la posición internacional de la URSS, una nueva humillación a los ojos de las autoridades cubanas87. Consciente de que la radicalidad de su política exterior no era compartida por los soviéticos, La Habana profundizó el carácter autónomo de su doctrina internacional, insistiendo sin ambages en la inevitabilidad de la lucha armada. Desde la perspectiva de la URSS, la crisis de los misiles acarreó también consecuencias determinantes en el ámbito doméstico, demostrando hasta qué punto la Revolución cubana se había convertido en un factor crucial al interior del Kremlin. Como lo ha comprobado fehacientemente el historiador ruso Vladislav Zubok, uno de los primeros en ofrecer un completo panorama de la política exterior de Moscú basado en fuentes soviéticas desclasificadas, el impacto de la crisis de 1962 explicaba en gran parte la oposición creciente hacia Jrushchov, provocando en último término su abrupta caída en desgracia en 196488.

Para compensar los efectos de esta retractación, la URSS, a lo largo del año 1963, no escatimó esfuerzos en vista de aplacar el resentimiento de sus aliados latinoamericanos, otorgándoles, por ejemplo, un robustecido respaldo financiero y enviando, a nombre de La Habana, una ayuda militar en dirección a Argelia (país aliado de Cuba en pleno conflicto con sus vecinos de Marruecos). De la misma manera, la muy publicitada primera gira de Fidel Castro a la URSS (abril-junio de 1963), si bien empañada por la filtración del acuerdo nuclear Moscú-Washington, fue rematada por una serie de convenciones favorables a los cubanos, como un aumento sustancial del precio del azúcar comprado por Moscú a partir de ese momento. El Kremlin se comprometió también a apuntalar la mecanización de la producción de caña de azúcar mediante el envío de 1.500 tractores y de 3.500 máquinas cosechadoras89.

Pero, por el momento, aquellos gestos de compensación económica no lograron acallar las críticas de los cubanos, ni aún menos las tensiones ideológicas en el seno del marxismo mundial. Esto último se hizo evidente con la intensificación de la ofensiva maoísta que, ante la definitiva ruptura sino-soviética, pretendía obtener réditos políticos de la crisis de los misiles, calificada por Pekín como una “capitulación” y una acción “aventurista”90. Los comunistas asiáticos, que organizaron multitudinarias manifestaciones en respaldo al pueblo de Cuba, parecían, en efecto, mantener mayores afinidades con la línea privilegiada por La Habana que con sus rivales del Kremlin91. El potencial acercamiento entre los cubanos y la China maoísta, donde, como vimos, el “Che” Guevara se había formado una positiva impresión en 1960, fue adecuadamente registrado por los expertos de la OTAN a fines de 1962: “China ha criticado la ‘blandura’ de Jrushchov en la crisis cubana, apostando, por otra parte, por el ‘comunismo de color’ y pretendiendo que la Revolución cubana ha seguido la vía china”92. Para seducir a los “barbudos”, Pekín insistía en el carácter socialista del gobierno castrista, creando en diciembre de 1962 una Asociación de Amistad Chino-Cubana (en circunstancias que su equivalente soviético solo fue inaugurado en 1964). Con el objeto de exteriorizar el entusiasmo hacia lo que llamaban “la vía gloriosa del M-26”, los chinos dieron su visto bueno, como vimos, a los tres principios definidos por la tesis “foquista” y, demostrando que el interés comenzaba a extenderse hacia otros territorios de América Latina, lanzaron un periódico semanal en castellano: Pekín Informe93.

 

La Habana, por su parte, no cesó de expresar sus opiniones radicales respecto a la necesidad de la insurrección armada, alejándose cada vez más de las pautas de la coexistencia pacífica. A esta altura, se enfrentaban dos visiones casi incompatibles de la militancia revolucionaria: lo que para Moscú era una actitud prudente en una esfera de influencia norteamericana, era percibido por las autoridades de Cuba como una carencia inexcusable de vigor ideológico. Esta controversia latente, si bien por el momento no produjo denuncias públicas entre las partes, sí se manifestó a través de escritos publicados por ciertos comunistas latinoamericanos conocidos por su defensa acérrima de la línea propugnada por la URSS. En noviembre de 1963, Kommunist, órgano ligado al PCUS, ofreció una tribuna al uruguayo Enrique Rodríguez, quien hizo una advertencia contra la tendencia a sacar conclusiones mecánicas de la experiencia cubana y emitió un llamado a evitar el “aventurismo”, un calificativo nada irrisorio si recordamos que los miembros del PSP lo emplearon constantemente para denunciar las medidas de Fidel Castro antes del triunfo de 1959. La victoria del M-26 no había “resuelto automáticamente en los demás países el problema del balance de fuerzas entre el pueblo y sus opresores”, concluía Rodríguez94. Algunos especialistas soviéticos, escépticos sobre la posibilidad de repetir una revolución como la que se gestó desde la Sierra Maestra, apelaban también a este tipo de argumentos95.

Pese a estos primeros desacuerdos, estamos aún lejos del periodo de paroxismo de las desavenencias cubano-soviéticas. Al tomar Leonid Brezhnev las riendas del Kremlin en 1964, el buró político instauró, como veremos en nuestro próximo capítulo, un clima diferente, más pragmático y desprovisto del militantismo casi romántico con que Jrushchov y Mikoyan observaban la Revolución cubana en sus primitivos años. Pero antes de abordar este segundo ciclo de las relaciones Cuba-URSS, interroguémonos primero sobre la actitud del Kremlin en tiempos posjrushchovianos respecto a otro proyecto político auténtico y transformador, pero a la vez completamente diferente del cubano (y a menudo presentado como una alternativa reformista a la radicalidad revolucionaria del castrismo): la “Revolución en Libertad” de la Democracia Cristiana chilena liderada por el presidente Eduardo Frei Montalva (1964-1970).

El Chile de Eduardo Frei: ¿aliado potencial de Moscú?

Para el gobierno democratacristiano que llegó a las puertas de La Moneda en noviembre de 1964, el establecimiento de lazos oficiales con la URSS, y con los países del Este en general, se erigía en un medio eficaz para diversificar los intermediarios comerciales y políticos, y poder así reducir la histórica dependencia de la nación austral hacia los EE.UU. Pero las consideraciones estratégicas no eran las únicas motivaciones que dieron curso a un acercamiento con Moscú. Un cierto número de dirigentes y autoridades del PDC no escondía sus simpatías hacia las promesas de la coexistencia pacífica y comenzó a dirigir sus miradas hacia un mundo que, hasta ese momento, permanecía cubierto por un velo de misterio para la mayoría de los chilenos. En un continente inevitablemente sometido a un “fatalismo geográfico” impuesto por la Casa Blanca, las medidas progresistas anunciadas por la administración Frei favorecieron la articulación de una relación cordial con una superpotencia que, a esa altura, se proponía incrementar sus escasos anclajes diplomáticos en América Latina, propulsando así una auténtica apertura internacional. No cabe duda que este proceso conoció un impulso crucial durante los primeros meses del gobierno democratacristiano, aunque ya era posible identificar algunos tímidos gestos efectuados durante el gobierno anterior, dirigido por el político conservador Jorge Alessandri Rodríguez.

Camino al establecimiento de relaciones diplomáticas con el mundo socialista (1959-1964)

Más allá de los vínculos regulares entablados entre los partidos comunistas chileno y soviético, y de cierta interacción a nivel sindical, los lazos con la URSS eran prácticamente irrelevantes antes del triunfo de Frei Montalva. El gobierno de Jorge Alessandri (1958-1964), un jefe de Estado independiente apoyado por una coalición de partidos de derecha, manifestó un ligero interés por generar un acercamiento entre su país y la esfera del Este, pero siempre prefiriendo evitar una escalada de tensiones en el seno de una comunidad poco propensa a aceptar las influencias soviéticas. Unas pocas iniciativas fueron emprendidas, fundamentalmente por sectores financieros y culturales que veían en el contexto de destalinización una oportunidad para impulsar las relaciones. Según un antiguo diplomático soviético residente en Santiago, los primeros tanteos en el ámbito económico databan de fines de la década de 1950, cuando, en julio de 1958, una misión comercial soviética aterrizó en suelo chileno96. Pero las negociaciones que apuntaban a la venta de cobre no lograron cuajar y languidecieron sin que las partes consiguieran abrochar un acuerdo bilateral97.

El periodista y sobrino del presidente Alessandri, Arturo Matte, visitó la URSS en noviembre de 1958, concluyendo que su tío estaría en condiciones de abrir una embajada chilena en Moscú si las autoridades del Kremlin se pronunciaban públicamente en favor de esta medida. El momento había llegado, agregaba Matte con cierto optimismo, para reevaluar las prioridades en materia de política exterior, una situación confirmada por el interés de numerosos empresarios que, desde Sudamérica, veían con buenos ojos las nuevas posibilidades financieras ofrecidas por un eventual acercamiento con la superpotencia socialista. Por parte de los anfitriones, la presencia de este último era percibida favorablemente, ya que intermediaros como Arturo Matte estaban llamados a difundir la verdad sobre la URSS, debilitando las predisposiciones negativas que imperaban en la comunidad chilena98.

Esta tendencia fue confirmada poco tiempo después con la presencia en Moscú de tres delegados influyentes, entre los cuales se encontraba el exministro y vicepresidente de una empresa minera, Francisco Cuevas Mackenna. Los chilenos invitados informaron a sus interlocutores que en 1959 se había conformado en Chile un comité para el restablecimiento de las relaciones comerciales y diplomáticas con la esfera socialista, organización que estaba integrada por personalidades de renombre como Guillermo del Pedregal (quien será por un tiempo embajador en la URSS bajo el gobierno de Allende) y el senador del Partido Radical (PR), Ángel Faivovich. Ambos ya habían tenido la oportunidad de recorrer el territorio soviético, lo que graficaba el impacto que un desplazamiento previo al extranjero podía ejercer en la sensibilidad política de los actores involucrados. En una de sus reuniones en la URSS, Cuevas Mackenna predijo la inminente restauración de los lazos oficiales, pero advirtió que, para suscitar esta decisión, el Kremlin debería prestar mayor atención a las naciones latinoamericanas99.