Guerra por las ideas en América Latina, 1959-1973

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61 David Caute, The Dancer Defects…, op. cit.

62 Félix Chartreux, “La sortie du film Quand passent les cigognes en France. Configuration d’un succès cinématographique soviétique en 1958”, en Bulletin de l’Institut Pierre Renouvin, núm. 26, 2007, p. 152.

63 Jon Elliston, Psywar on Cuba…, op. cit., pp. 3-5.

64 Russell Bartley, “The Piper Played to Us All: Orchestrating the Cultural Cold War in the USA, Europe, and Latin America”, en International Journal of Politics, Culture, and Society, vol. 14, núm. 3, 2001, p. 585.

65 Ibid., p. 589.

66 Entrevista del autor con Jorge Edwards, París, 14 de junio de 2012.

67 Carta de Jorge Edwards a Pablo Neruda, París, 8 de julio de 1966, en Abraham Quezada (ed.), Correspondencia entre Pablo Neruda y Jorge Edwards. Cartas que romperemos de inmediato y recordaremos siempre, Santiago, Alfaguara, 2007, p. 80.

68 “Estaba muy vinculada en ese tiempo con la Casa de las Américas, había seguido muy de cerca ese tema de Mundo Nuevo, y todo lo demás, a partir de la denuncia que había hecho Ángel Rama, en Uruguay, sobre cómo estaba funcionando ese grupo, que en términos culturales era como la contraparte de la Casa de las Américas, tratando de neutralizar la influencia que Casa de las Américas tenía sobre todo en el ambiente intelectual” (entrevista del autor con Graziella Pogolotti, La Habana, 7 de mayo de 2014).

69 Russell Bartley, “The Piper Played to Us All…”, op. cit., pp. 598-603.

70 Susan Frenk, “Two Cultural Journals of the 1960s: Casa de las Américas and Mundo Nuevo”, en Bulletin of Latin American Research, vol. 3, núm. 2, 1984, pp. 83-84. En efecto, el perfil político de los miembros potenciales del jurado constituía un aspecto relevante del proceso de selección. En una carta firmada en 1963, Enrique Bello, director del Instituto Chileno-Cubano de Cultura, se dirigía a Haydée Santamaría, Presidenta de la Casa de las Américas, para sugerirle “una terna” para el jurado del concurso literario. A su juicio, la escritora Isidora Aguirre era la que “reúne las mayores condiciones”, en atención a “sus merecimientos personales”, así como a su obra “marcadamente popular”. Bello también subrayaba que se trataba de una “simpatizante de la Revolución cubana” que, sin pertenecer a un partido político, “es de izquierda”. Véase Archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba (en adelante, AMINREX), Fondo Chile, cajuela 1963, de Enrique Bello a Haydée Santamaría, Santiago, 20 de diciembre de 1963.

71 Leon Gouré y Morris Rothenberg, Soviet Penetration of Latin America, Miami, University of Miami, 1975, pp. 175-176.

72 Cole Blasier, The Giant’s Rival: the USSR and Latin America, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1987, p. 13.

73 Entrevista del autor con Enrique Silva Cimma, Santiago, 19 de octubre de 2007.

74 Cole Blasier, The Giant’s Rival…, op. cit., p. 204.

75 Hacia 1970, los latinoamericanos representaban cerca de 1.000, llegando a alcanzar una cifra tres veces superior a fines de dicha década. Véase Leon Gouré y Morris Rothenberg, Soviet Penetration of Latin America, op. cit., p. 165; y Francisco Rojas, “Diplomatic, Economic, and Cultural Linkages between Costa Rica and the Soviet Union”, en Augusto Varas (ed.), Soviet-Latin American Relations in the 1980s, Boulder y Londres, Westview Press, 1987, p. 263.

76 Frederick Barghoorn, The Soviet Cultural Offensive…, op. cit., p. 83.

77 Jean Franco, The Decline and Fall of the Lettered City: Latin America in the Cold War, Cambridge, Harvard University Press, 2002, p. 38.

78 José Donoso, Historia personal del “boom”, Santiago, Alfaguara, 2007, p. 60.

79 Jorge Fornet, El 71: anatomía de una crisis, La Habana, Letras Cubanas, 2013, p. 10.

CAPÍTULO II


LOS NUEVOS SOCIOS LATINOAMERICANOS DE LA URSS: UNA PRIMERA ETAPA DE ACERCAMIENTO CON CUBA Y CHILE

Víctor seguía paseando, más calmado, a lo largo de la sala, con las manos en las espaldas, acabando por detenerse ante el retrato del Incorruptible. “Pues aquí todo seguirá como antes -dijo al fin. […] Y si la Revolución ha de perderse en Francia seguirá en América. Ha llegado el momento de que nos ocupemos de la Tierra Firme”. Y volviéndose hacia Esteban: “Vas a traducir inmediatamente al español la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y el texto de la Constitución”. […] Es necesario que de esta isla salgan las ideas que habrán de agitar a la América Española. Si tuvimos algunos partidarios y aliados en España, también los tendremos en el Continente. Y acaso más numerosos, porque los descontentos más abundan en las colonias que en la Metrópoli1.

Si bien es cierto que las relaciones entre países no permanecen exclusivamente ceñidas al contexto diplomático, no cabe duda que el cuadro político determina en gran medida la lógica de las conexiones intercomunitarias. La influencia soviética en Cuba, muy limitada en la década de 1950, se disparó poco después de la revolución de 1959, afectando todas las esferas de la vida cotidiana en la “Isla de la Libertad”, desde el sistema político al funcionamiento de las actividades deportivas, artísticas, periodísticas o, incluso, gastronómicas. En el Chile de Eduardo Frei Montalva (1964-1970), el rápido intercambio de embajadores precipitó los contactos recíprocos, los cuales –ya antes de la llegada de Allende al poder en 1970– habían alcanzado una densidad nada insignificante. Interroguémonos ahora sobre las vicisitudes de los contactos políticos entre la URSS, Cuba y Chile para obtener una imagen más acabada del escenario en el cual cuajó la intensificación de la presencia soviética.

Las imprevisibles vicisitudes de la alianza cubano-soviética (1959-1963)

No son muchos los antecedentes que pronosticaban a comienzos de 1959 la excepcional densidad que adquirirán las interacciones entre La Habana y Moscú durante los años sesenta. Los dirigentes revolucionarios adoptaron inicialmente una postura conciliadora respecto a los EE.UU., mientras que el Kremlin observaba con prudencia y aparente falta de interés la evolución cubana durante los primeros meses posrevolucionarios. El PSP, siempre fiel a la potencia socialista, mantuvo una posición ambigua ante las acciones de los guerrilleros, los cuales, en su gran mayoría, sabían poco o nada de marxismo. Fue solo a partir de mayo de 1960, más de un año después de la huida de Fulgencio Batista, que se oficializaron los lazos diplomáticos, iniciando así una nueva etapa marcada por el acelerado acercamiento Cuba-URSS y por un inédito incremento de los intercambios bilaterales.

Relaciones obstaculizadas en tiempos de Batista: el rol del PSP

Los comunistas cubanos lograron obtener un estatus legal en 1938, fecha a partir de la cual los militantes pro-soviéticos comenzaron a idear estrategias para difundir una imagen idealizada de la URSS. Por otro lado, siguiendo una política de alianzas incentivada por Moscú, el PSP apoyó la candidatura presidencial de Fulgencio Batista en 1940, obteniendo como contraparte la nominación de dos ministros en 1942: Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez2, ambos destacados dirigentes revolucionarios bajo la administración castrista. En el contexto de posguerra, cuando muchos alababan el papel fundamental del Ejército Rojo en la derrota de la Alemania Nazi, la diseminación de manifestaciones soviéticas se vio facilitada, permitiendo a los comunistas constituir una primera Sociedad de Intercambios Culturales con la URSS. Esta organización, que contaba con el concurso de prominentes figuras del mundo artístico (Alejo Carpentier, entre otros), logró incluso editar un boletín titulado Cuba y la URSS, aunque el golpe de Estado de marzo de 1952, dirigido por un “nuevo Batista” desprovisto de credenciales democráticas, desmanteló la Sociedad Cuba-URSS e inauguró una era de agudizada represión, haciendo retroceder los avances incipientes de la propaganda soviética3.

El PSP condenó tímidamente la intervención militar, pero en medio de una creciente tensión ideológica azuzada por la Guerra Fría, el comunismo cubano perdió un número considerable de adherentes (el PSP pasó de 87.000 miembros en 1942 a 20.000 poco después del Golpe de Batista)4, muchos de los cuales optaron por incorporarse a alguno de los movimientos que privilegiaban la insurrección armada. El ataque al cuartel Moncada liderado por Fidel Castro en julio de 1953 provocó un impacto negativo sobre los comunistas, y ello a pesar de que estos últimos no tuvieron participación. En efecto, mientras que los jóvenes combatientes intentaban sin éxito apoderarse del edificio militar ubicado en Santiago de Cuba, un grupo de militantes del PSP se encontraba celebrando en la misma ciudad el cumpleaños de Blas Roca5, uno de sus máximos dirigentes. Esta coincidencia devino en la excusa perfecta para desencadenar una aguda persecución contra los comunistas, inculpados injustamente de conspirar contra el régimen, lo que, a juicio de un diplomático belga residente en La Habana, no era más que un “argumento de última hora destinado, en parte, a conciliar la opinión norteamericana”6. Las consecuencias funestas se siguieron unas a otras: el periódico oficial del PSP, Hoy, fue suspendido; Juan Marinello fue expulsado de la Escuela Nacional para Maestros; mediante un decreto firmado el 30 de octubre de 1953, todas las “actividades comunistas o procomunistas” fueron prohibidas7.

 

En realidad, en medio de una agitación revolucionaria en la que diversas agrupaciones reivindicaban la lucha armada para derrocar al dictador8, la cúpula del PSP se caracterizó por su relativa moderación y por su voluntad de llevar a cabo un trabajo gradual de concientización de masas en vez de incentivar acciones “aventuristas” susceptibles de agudizar la represión9. Si bien el historiador inglés Steve Cushion ha efectuado un maravilloso trabajo demostrando que el comunismo cubano era bastante más heteróclito de lo que se ha dicho tradicionalmente y que, sobre todo en regiones, muchos militantes sirvieron de enlace con la Sierra Maestra10, no es menos cierto que, oficialmente, el buró político del PSP no se incorporó a la lucha armada antes de 195811. El fracaso del asalto al Moncada, impulsado por un joven Fidel Castro de 26 años acompañado de 160 camaradas repartidos en cuatro frentes, fue criticado sin ambigüedades por las autoridades comunistas, quienes tacharon esos métodos como maniobras “estériles” e “irracionales”12. Una declaración oficial apuntaba a los errores tácticos de Fidel Castro y de sus seguidores:

El camino escogido por Fidel Castro y sus compañeros es falso. Nosotros, que apreciamos su limpieza moral […], tenemos que decir que el putch, que la acción armada desesperada y con categoría de aventura, no conducen a otra cosa que al fracaso, al desperdicio de fuerzas. […] El camino es el de la lucha de masas13.

Al sostener esta tesis, el PSP se ubicaba en la línea del Kremlin que, como vimos, buscaba en esa época estimular un acercamiento internacional sobre la base del principio de la coexistencia pacífica. La URSS representaba, de hecho, un modelo paradigmático que guiaba la senda estratégica de sus admiradores cubanos. Una carta de Juan Marinello dirigida a Sergio Carbó en el candor de la polémica generada por la invasión soviética en Hungría a fines de 1956 ilustra patentemente la fidelidad imperturbable hacia Moscú de muchos militantes del PSP. En la misiva, el antiguo ministro de Batista cargaba contra el reformismo húngaro, acusándolo de complicidad con “nazistas y agentes yanquis”, para luego defender el modelo imperante en la URSS, el “más democrático de los sistemas que la historia conoce”14. Como nos lo confesara la bailarina Menia Martínez quien, proveniente de una familia del PSP, obtuvo una beca para estudiar en Leningrado (hoy San Petersburgo) antes del triunfo de la revolución, para los comunistas cubanos “parecía que no había nada malo ahí [en la URSS], que ningún niño lloraba”. Se trataba de un “fanatismo necesario para poder convencer”, precisa Martínez, quien posteriormente, interrogada sobre el presunto estalinismo del PSP después del 20º Congreso de 1956, puntualiza: “Bueno, los comunistas cubanos vivían a una distancia enorme. ¿Quién no lo era?”15.

En lo que al Movimiento 26 de Julio (M-26) se refiere –la organización creada por Fidel Castro para reorganizar la lucha armada después de los trágicos eventos del Moncada–, las sensibilidades pro-soviéticas no eran dominantes. Si bien algunos líderes del movimiento poseían conocimientos embrionarios de marxismo (en sus años de cárcel, Fidel Castro se familiarizó con el 18 Brumario de Luis Bonaparte, aunque fue incapaz de ir más allá de la página 66 de El Capital16), los vínculos con la URSS eran virtualmente inexistentes, es más, muchos preferían evitarlos17. Durante su exilio en México (1955-1956), donde Castro intentó rearticular su organización mediante un acercamiento estratégico con otras fuerzas antibatistianas, fugaces contactos fueron entablados con militantes del PSP18, pero sin lograr cerrar un acuerdo determinante. Fue solo a mediados de 1958 que algunos comunistas cubanos, dirigidos por Félix Torres, se alzaron en armas para conformar la columna insurreccional Máximo Gómez en la región de Yaguajay19, asimilando el modelo de lucha privilegiado por las guerrillas.

Ninguna de las declaraciones del “Comandante” durante la década de 1950 desvelaba un sentimiento de admiración hacia la URSS y su modelo. Más bien por el contrario. Juana Castro, quien abandonó la Isla en 1961 al percatarse del irreversible giro socialista asumido por la revolución, recuerda que su hermano fue solicitado por los padres Bilito Castellanos, un amigo de infancia, para que persuada a este último de desvincularse de las juventudes del PSP: “Fidel, sin dudarlo un instante, se comprometió. Le cambió la mentalidad [a Bilito Castellanos] porque lo convenció de no asociarse con los comunistas de la universidad”20. Más tarde, el periodista español de la revista Paris Match, Enrique Meneses, quien subió a la Sierra Maestra a finales de 1957, oyó decir a Fidel Castro en medio de una discusión: “¡Odio tanto el imperialismo yanqui como el soviético! […] ¡No estoy rompiéndome los cuernos luchando contra una dictadura para caer en otra!”21. Más tarde, durante su visita a Chile en 1971, en un contexto en el que el “barbudo” ya no tendría por qué disimular sus afinidades ideológicas prerrevolucionarias, Castro insistía en su anterior indefinición política: “Tenía bastantes ideas en la cabeza. No pertenecía a ningún partido político. Me había auto-adoctrinado yo mismo […] Ahora, ¿era un comunista? No […] estaba envuelto en la vorágine de la crisis política de Cuba […] Y empecé a luchar”22. Lejos de obedecer a un proceso de maduración teórica, el compromiso adquirido por los “moncadistas” se encontraba anclado a la experiencia del día a día, a los sufrimientos que, a sus ojos, exigían la eliminación por las armas del régimen de Batista. En su corta estancia en Santiago de Chile a mediados de 1959, Raúl Castro expresó una lógica similar cuando, al ser interrogado sobre sus simpatías ideológicas23, replicó: “No he tenido tiempo para ser comunista”24.

Si bien muchos han querido ver en esta retórica una mascarada útil para facilitar la unidad del movimiento revolucionario, lo cierto es que el mundo del Este no ejerció rol alguno en la consolidación del proceso insurreccional25. Si bien tanto Raúl Castro como el argentino Ernesto Guevara buscaban profundizar sus conocimientos doctrinarios sobre marxismo e incluso se enviaban misivas para discutir estos temas cuando ambos estaban combatiendo en la Sierra26, las elucubraciones de ambos guerrilleros no constituían en lo absoluto un indicio de acercamiento entre el M-26 y el Kremlin. Por el contrario, la administración de Nikita Jrushchov desconocía completamente la naturaleza ideológica de los acontecimientos que estallaban en Cuba. De acuerdo al secretario general del PCUS, “no teníamos la más mínima idea del régimen político que pretendían instaurar”. Obligados a informarse mediante la prensa extranjera, la noticia de la victoria castrista engendró perplejidad al interior de la cúpula soviética, ya que la “situación en su conjunto parecía bastante confusa”. Por lo demás, La Habana “no había reconocido a nuestro gobierno” y “no poseíamos ningún contacto oficial con la nueva dirección cubana, debíamos contentarnos con rumores”27. Completamente ignorantes de la realidad de la Isla, los soviéticos no manifestaron un interés particular en los primeros meses. De hecho, no es antes de noviembre 1959 que finalmente optaron por enviar un corresponsal de la agencia TASS para obtener mayor información en terreno28.

Tampoco debemos olvidar las características del contexto continental, marcado por un paulatino proceso de transformaciones sociales en diversos países que no se encontraban necesariamente aguijoneadas por una inclinación comunista. Como lo señala el periodista polaco K. S. Karol, autor a nuestro juicio del mejor testimonio sobre la Cuba de los años sesenta, la caída de Batista parecía inscribirse en una lógica hemisférica de “democratización de América Latina”. Nada permitía distinguir claramente lo que sucedía en La Habana de lo que, por ejemplo, acababa de desencadenarse en Venezuela, donde en 1958 un frente de múltiples tendencias había logrado derrocar al militar Marcos Pérez Jiménez29. El caso venezolano no es la única experiencia análoga en una década particularmente agitada para el subcontinente latinoamericano. El programa inicial de la revolución presentaba rasgos comunes con la reestructuración que en Argentina Juan Domingo Perón había llevado a cabo (1946-1955). Similares paralelos podrían hacerse con las osadas medidas decretadas por el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en Bolivia a partir de 1952 o con el efímero proyecto reformista de Jacobo Árbenz (1951-1954) en Guatemala30. El socialista chileno Ricardo Núñez, quien escrutaba con atenta mirada lo que acaecía en Cuba, reconoce hoy que “a nosotros nos parecía casi la continuidad del triunfo de la Revolución boliviana, de las fuerzas democráticas contra el dictador Pérez Jiménez o de la lucha del pueblo colombiano para terminar con la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla”31.

No es este el momento para describir en detalle el complejo entramado que conformaba el movimiento insurreccional de la Cuba pre-castrista, pero es importante subrayar que más allá del M-26, numerosas agrupaciones revolucionarias contribuyeron antes de 1959, y de forma independiente, a debilitar la dictadura de Batista (el Directorio Revolucionario, el Frente Cívico de Mujeres Martianas, el Movimiento Nacional Revolucionario, la Organización Auténtica financiada por el expresidente Carlos Prío Socarrás, el Grupo Montecristi, secciones disidentes de la Central de Trabajadores de Cuba, el Segundo Frente Nacional de Escambray, etc.). Para definir la identidad ideológica de la revolución, es esencial tomar en cuenta los compromisos abigarrados de este conjunto heteróclito de combatientes quienes, estimulados por diversas motivaciones, se esforzaron por derrocar el gobierno. Muchos de ellos sufrirán las consecuencias del giro hacia la izquierda que la administración de Fidel Castro operó a partir de 1960-1961, exiliándose (la mayoría de las veces en EE.UU.) o purgando penas de cárcel por su hostilidad hacia la decisión de implantar el socialismo. Si asumimos, como debiéramos, que todas estas fracciones son parte integral del esfuerzo revolucionario que logró tumbar a Batista, el carácter ajeno del comunismo en la Cuba de los años cincuenta, y de la referencia soviética en general, se impone como una evidencia aún más incontestable. Como hemos querido poner de manifiesto en este apartado, la URSS y la ideología que representaba jugaron un rol insignificante en el desencadenamiento del triunfo insurreccional. Aún habrá que esperar un par de años para que Cuba se inserte de lleno en la esfera de influencia socialista.


Estudiantes cubanos revolucionarios en la Universidad de La Habana (1957). En el centro, Ángela Elvira Díaz Vallina, dirigente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) de Cuba; detrás vemos a José Antonio Echeverría, máximo dirigente del Directorio Revolucionario. Colección personal: Ángela Elvira Díaz Vallina.


Entrada triunfal de los guerrilleros cubanos en La Habana (enero de 1959). En esta fotografía observamos a las jóvenes rebeldes que conformaron en 1958 el pelotón de Las Marianas, un grupo de combatientes pertenecientes al M-26 integrado exclusivamente por mujeres. Colección personal: Ángela Antolín.

Una primera fase de ambivalencia y escepticismos (1959-1961)

La Revolución cubana, iniciada esencialmente como reacción a las dificultades locales y a la represión batistiana, se transformó de manera gradual y parcial en una experiencia marxista. Ninguna declaración oficial anunciaba en los primeros meses de 1959 la futura alianza que La Habana formalizaría con Moscú. Es más, en abril de ese año, el primer ministro Fidel Castro emprendió un viaje en dirección a los EE.UU. y, ante las incesantes preguntas sobre la supuesta penetración de los comunistas en el gobierno revolucionario, no cesó de negar toda implicación: “No hay comunistas en mi gobierno”32; “Yo he dicho claramente que no somos comunistas”33. Su actitud conciliadora se vio graficada en sus discursos (“hemos sido recibidos con entusiasmo extraordinario”; “le he tomado sincero afecto a los ciudadanos de este país”), tres de los cuales fueron efectuados en universidades norteamericanas. El escritor Jorge Edwards se hallaba presente en Princeton cuando el cubano se dirigió, en un inglés precario, al estudiantado de dicha institución. Sus palabras constituían un “alegato a favor de la colaboración” recíproca y fueron acompañadas de una descripción del proceso revolucionario, en la que Castro se preocupó de subrayar las diferencias entre su movimiento y la insurrección bolchevique34. Es necesario poner de relieve que esta disposición favorable hacia los EE.UU. no generó la adhesión unánime de los rebeldes. Raúl Castro, quien controlaba las Fuerzas Armadas del país, no escondía su decepción frente a su hermano mayor, mientras que el “Che” Guevara, según los rumores que corrían en círculos diplomáticos, evaluaba incluso abandonar la Isla35.

 

Si bien algunos miembros del PSP, como Blas Roca, se dirigieron a la URSS con el objeto de sopesar la disposición del Kremlin, a mediados de 1959 las relaciones de Cuba con el vecino norteamericano parecían transcurrir con cierta normalidad. El primer presidente posrevolucionario, Manuel Urrutia, era un abogado respetado y liberal, admirador indisimulado del modelo estadounidense. Al recibir las cartas credenciales del embajador Philip Bonsal en marzo de 1959, Urrutia recalcaba las convergencias ideológicas y la naturaleza democrática de la revolución liderada por Fidel Castro:

Ciertamente, tanto los Estados Unidos como Cuba responden a una misma ideología democrática, republicana y liberal. […] Por esta razón el pueblo de Cuba admira profundamente a los hombres representativos de la política creadora en los Estados Unidos. […] Los poderes ideales de justicia, de amor altruista que animaron a los hombres guías, son los mismos que impulsaron a la juventud cubana, en estos días decisivos de nuestra historia, en su lucha heroica contra la tiranía, bajo la gloriosa dirección del Comandante en Jefe de la Revolución doctor Fidel Castro36.

Antes de concluir, Manuel Urrutia condenaba sin medias tintas los “sistemas totalitarios”, indisimuladamente asociados a la URSS y, en el esquema de la Guerra Fría, donde prevalecen “dos concepciones antitéticas”, insertaba a Cuba en la esfera occidental, junto con los EE.UU.: “De un lado, nuestra cultura occidental, que tiene por divisa el respeto a los valores del espíritu y a los derechos del hombre, y de otro, la que secuestra tanto la soberanía de los pueblos como la conciencia individual, mediante la persecución y la muerte”37. Los lazos con diversos sectores de la potencia americana seguían desarrollándose hasta entrado los años sesenta, como cuando el alcalde de Tampa, Julian Lane, propuso invitar a su homólogo de La Habana para festejar en su compañía un gran carnaval que se encontraba organizando para el mes de febrero 196038.

No obstante, en la medida en que las conexiones con Moscú se acrecentaban y las primeras reformas comenzaban a afectar a los intereses estadounidenses en la Isla, las esperanzas de mantener un entendimiento cordial entre ambos Estados se desvanecieron. Ya a mediados de 1959, el presidente Urrutia había tenido que renunciar luego de un diferendo público con Fidel Castro, siendo remplazado por un hombre con una clara inclinación de izquierda, Osvaldo Dorticós. En cuanto a la URSS, en octubre de 1959 la administración de Jrushchov optó por fin, después de una fase de escepticismo y prudencia, por enviar a un experto de la KGB para obtener una imagen más acabada sobre lo que estaba sucediendo al otro lado del océano Atlántico. La persona escogida fue el agente Alexander Alexeiev, quien a pesar de su entusiasmo y de los lazos de amistad que entabló con los dirigentes cubanos, debía reconocer, a su regreso a Moscú, que el comunismo aún no constituía un tema relevante en la Isla. A su juicio, lo que distinguía a los “barbudos” no era una identificación con algún modelo ideológico, sino un sentimiento compartido de hostilidad hacia lo que llamaban el “imperialismo”: “No entendía qué tipo de revolución era esa, hacia dónde iba”, confesó Alexeiev a sus superiores39. Jacques Chonchol, experto de la CEPAL enviado a Cuba para ayudar en la implementación de la reforma agraria (1959-1961), rememora también la escasa influencia que tenía en esos meses iniciales la referencia del Este. Mientras trabajaba en contacto permanente con Fidel Castro en el todopoderoso Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA)40, Chonchol, futuro ministro de Salvador Allende, pudo constatar: “Era muy antinorteamericano, como pasaba mucho con los cubanos, pero no aparecía con ningún lazo con la URSS”. En cuanto a los modelos que inspiraban la transformación de la tenencia de la tierra en Cuba, la inspiración soviética era, a su juicio, prácticamente nula41.

La Revolución cubana se inició, por ende, en un cuadro de incertidumbre y tanteo, tanto por parte de los cubanos como del Kremlin. Además de las sensibilidades anticomunistas de un sector importante de la población caribeña, numerosas limitaciones entrababan un acercamiento acelerado con el mundo socialista. Nicolai Leonov, quien conoce como pocos protagonistas soviéticos la realidad latinoamericana, sintetiza correctamente las dificultades imperantes:

Si se revisa el curso de la Revolución Cubana durante el primer año, se ve claramente que el primer gobierno es absolutamente burgués. No había un solo comunista. […] Él [Fidel Castro] conocía la doctrina marxista, había leído algunas obras del marxismo leninismo, pero en sus primeros pasos, si leemos los decretos que firmó, era el líder de una revolución democrático-burguesa. […] La gente que él atrae en su primer gobierno y con la cual trabaja no tenían nada que ver con el comunismo, incluso eran anticomunistas. En ese momento el Che Guevara y Raúl Castro estaban relegados; Raúl estaba en provincia, en el Oriente, y no sé dónde estaba el Che. Los miembros de ese primer gobierno eran demócratas burgueses, o vinculados con Estados Unidos42.

Sin embargo, gradualmente, y a pesar de las impresiones iniciales, las influencias del PSP se fueron acentuando durante el año 196043 y, con ello, la presencia soviética. El Comité de Expertos sobre América Latina de la OTAN notaba con inquietud esta evolución, que representaba, a juicio de los occidentales, una “victoria de los comunistas cubanos”. Así, estos últimos habrían logrado reforzar su posición dentro de un movimiento que, “originalmente, parecía ser de inspiración liberal y democrática”44. En este contexto, acompañado de una hostilidad creciente por parte de Washington, el terreno parecía propicio para sondear la opción de establecer contactos concretos con la URSS.

En febrero de 1960, luego de haber asistido con una amplia delegación a la inauguración de una exposición soviética en México, Anastas Mikoyan, vicepresidente del Consejo de Ministros de la URSS, fue invitado a hacer escala en La Habana, donde recibió la misión de evaluar la orientación de los revolucionarios cubanos45. Habiendo obtenido conclusiones favorables de su visita, el delegado soviético negoció un plan de cooperación con sus anfitriones y regresó a Moscú transmitiendo una perspectiva optimista del curso de la Revolución cubana. Es así como ambos países firmaron un acuerdo comercial mediante el cual la URSS se comprometía a comprar 425.000 toneladas de azúcar durante el solo año 1960 y un millón de toneladas anuales a lo largo del periodo 1961-1964. A eso se sumaba el otorgamiento de un crédito de 100 millones de dólares y la promesa de ofrecer ayuda técnica para la construcción de plantas y fábricas en la Isla46. Bajo estas circunstancias, el 8 de mayo de 1960 el gobierno castrista se atrevió finalmente a establecer relaciones diplomáticas con la potencia socialista, mientras que, amparado por la buena voluntad de Moscú, intensificó el proceso de nacionalización de empresas estadounidenses. El 9 de julio de 1960, tres días después de la primera gran sanción económica impuesta por la Casa Blanca, Nikita Jrushchov se pronunció públicamente para tenderle una mano a su nuevo aliado latinoamericano, insinuando que, en caso de agresión norteamericana, el Kremlin estaría dispuesto a defender con su sofisticado armamento a la nación caribeña47.

De esta manera se puso en marcha una alianza política que definió los contornos de la Guerra Fría latinoamericana y mundial durante la década de 1960. En contrapartida a la ayuda soviética, los dirigentes cubanos optaron por seguir un camino crecientemente inspirado por el socialismo mundial y comenzaron a efectuar declaraciones en ese sentido. El primero en pronunciarse fue el embajador de Cuba en Moscú y destacado combatiente revolucionario, Faure Chomón, quien el 13 de marzo de 1961, en una comparecencia pública, dejó escapar un inesperado “nosotros los comunistas”48. Muchos creyeron que se trataba de un lapsus involuntario, idea que sería, sin embargo, rápidamente desmentida por el propio Fidel Castro. En efecto, el Primer Ministro, aprovechando la conmoción provocada por el desembarco de Bahía de Cochinos en abril de 1961, proclamó a través de una polémica alocución el carácter socialista de la Revolución cubana. La escritora chilena Matilde Ladrón de Guevara, presente durante el famoso discurso, recordaba que la declaración había sido antecedida de una profusión de informaciones relativas a la URSS (mensajes oficiales de apoyo a la revolución, noticias sobre las conquistas espaciales de los cosmonautas soviéticos, etc.). A partir de ese momento, muchos eran los que expresaban, mediante exaltados cantos, su doble identidad de revolucionarios y socialistas: “Con Fidel, con Jrushchov: nos quedamos con los dos”; “Somos socialistas, lo dijo ‘el Caballo’ [epíteto con que se conoce a Fidel Castro]/y al que no le guste que lo parta un rayo”49.