Guerra por las ideas en América Latina, 1959-1973

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

En complemento a esta variada muestra de fuentes inéditas, y con el objeto de llevar a cabo nuestra interpretación de las motivaciones comunitarias e imaginarios sociales, hemos seleccionado cerca de un centenar de publicaciones que retratan, de una u otra manera, estas sensibilidades: memorias, correspondencias, relatos de viaje, artículos redactados en distintos órganos periodísticos e incluso obras literarias, además de decenas de entrevistas efectuadas por nosotros en Cuba y en Chile. En relación a estas últimas, estamos conscientes de la necesidad de manejar este tipo de testimonios con cuidadosas pinzas, pero sería imposible desconocer la relevancia que estos adquirieron en nuestra pretensión de capturar la atmósfera particular de la Guerra Fría latinoamericana. Para terminar, el abundante material de prensa recolectado en la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, la Hemeroteca de la Casa de las Américas, la Biblioteca Nacional de Chile, la Bibliothèque nationale de France o la Bibliothèque du Film de la Cinémathèque française constituyeron pilares esenciales para correr el velo de las poliédricas y, por momentos, insospechadas facetas de las vinculaciones establecidas entre la URSS, Cuba y Chile.

Los años que van desde la llegada de los rebeldes cubanos al poder (1959) al dramático golpe de Estado (1973) que desmanteló el proyecto socialista de Salvador Allende en Chile engloban una fase extremadamente compleja y relevadora de la Guerra Fría. Fue a partir de la caída de la dictadura de Fulgencio Batista en enero de 1959, y sobre todo desde que la Revolución cubana adoptó una política de inspiración socialista con el correr de los meses, que las autoridades del Kremlin dibujaron una política internacional más proactiva hacia América Latina, haciéndola emerger definitivamente en el concierto de la confrontación Este-Oeste. Pero lejos de limitarse exclusivamente a La Habana, el voluntarismo jrushchoviano empujó a la URSS a asumir igualmente compromisos con gobiernos considerados progresistas, como el dirigido por el Partido Demócrata Cristiano (PDC) en Chile a partir de finales de 1964. En cuanto a la fecha que cierra nuestro análisis, el derrocamiento de Salvador Allende en septiembre de 1973 puso término a la esperanza de algunos de galvanizar una alianza de largo aliento entre el Estado sudamericano y Moscú. El golpe de Estado de Augusto Pinochet intervino, además, en una época marcada por un retroceso general de la presencia ideológica de la superpotencia en América del Sur, donde brotaron las metrallas de numerosos regímenes autoritarios liderados por militares anticomunistas (Bolivia, Uruguay, Argentina, Perú). Visto desde Cuba, este mismo año 1973 parecía coincidir con un afianzamiento irreversible de las relaciones con la URSS, proceso simbolizado por la integración de La Habana en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (COMECON) en 1972 y por la inédita visita de Leonid Brezhnev a la Isla un año y medio más tarde28. Al transformarse en fiel aliado de Moscú, después de un periodo de fuertes crispaciones, Cuba iniciaba un periodo de afinidades aceleradas que se expresó en una tendencia hacia una cierta homogenización cultural basada en los parámetros del modelo soviético.

Atravesado por eventos trágicos y compromisos exacerbados, el ciclo 1959-1973 refleja a escala global la complejidad de la Guerra Fría, marcada por la multiplicación de referencias ideológicas y por la intensidad de la movilización ciudadana. Se trataba de un periodo en que todas las esperanzas, pero también los peores temores, tenían cabida: la insurrección de la Sierra Maestra legitimaba a los ojos de muchos militantes de izquierda la pertinencia de la lucha armada para alcanzar la transformación revolucionaria tan anhelada; la crisis de los misiles de 1962 recordaba a la humanidad que el planeta dependía de un equilibrio frágil e incierto; la muerte en 1967 de un impotente Ernesto “Che” Guevara en las montañas hostiles de Bolivia se acompañó de renovadas esperanzas revolucionarias, como el proyecto reformista y antiimperialista de Juan Velasco Alvarado en Perú o la vía chilena al socialismo. Soplaban también los vientos de la guerra de Vietnam, el sonido insoportable de los tanques soviéticos en Praga, las tentativas por erigir un puente entre marxismo y cristianismo, la sombra imperceptible de las acciones de la Central Intelligence Agency (CIA). En fin, el planeta se hallaba frente a una era en la que todo parecía posible, en la que cada extremo encontró un espacio desde donde brotar. Ese es el escenario sobre el cual cimentaremos nuestra exploración de lo que hemos denominado la guerra por las ideas en América Latina.

1 Rudolf Pikhoia, “Certain Aspects of the ‘Historiographical Crisis’, or the ‘Unpredictability’ of the Past”, en Russian Studies in History, vol. 40, núm. 2, 2001, p. 14. La traducción de las citas textuales provenientes de textos o documentos redactados en un idioma distinto al español me pertenecen.

2 Irène Herrmann, “Une vision de vaincus? La guerre froide dans l’historiographie russe aujourd’hui”, en Antoine Fleury y Lubor Jílek (eds.), Une Europe malgré tout: 1945-1990. Contacts et réseaux culturels, intellectuels et scientifiques entre Européens dans la guerre froide, Bruselas, Peter Lang, 2009, p. 453.

3 Sobre la pertinencia del concepto “Sur” para caracterizar aquellas regiones que tradicionalmente han sido integradas en la noción de “Tercer Mundo”, véase Richard Saull, “El lugar del sur global en la conceptualización de la guerra fría: desarrollo capitalista, revolución social y conflicto geopolítico”, en Daniela Spenser (coord.), Espejos de la guerra fría: México, América Central y el Caribe, México D. F., Porrúa, 2004, pp. 31-66.

4 Volker Depkat, “Cultural Approaches to International Relations: A Challenge?”, en Jessica Gienow-Hecht y Frank Schumacher (eds.), Culture and International History, Nueva York, Berghahn Books, 2003, p. 178.

5 La diplomacia cultural puede ser definida como el conjunto de los esfuerzos oficiales destinados a dotar las manifestaciones culturales de un contenido ideológico en aras de satisfacer objetivos geoestratégicos. Véase Tony Shaw, “The Politics of Cold War Culture”, en Journal of Cold War Studies, vol. 3, núm. 3, 2001, p. 59.

6 Georges-Henri Soutou, “Conclusion”, en Jean-François Sirinelli y Georges-Henri Soutou (eds.), Culture et Guerre froide, París, Presses de l’Université de Paris-Sorbonne, 2008, p. 303.

7 Marcel Danesi y Paul Perron, Analyzing Cultures: An Introduction & Handbook, Bloomington, Indiana University Press, 1999, pp. 14, 23, 44-47, 67-68.

8 Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn, Culture: A Critical Review of Concepts and Definitions, Cambridge, Peabody Museum of American Archaeology and Ethnology, 1952, p. 159.

9 Jean-François Sirinelli y Éric Vigne, “Introduction: Des cultures politiques”, en Jean-François Sirinelli (ed.), Histoire des droites en France, París, Gallimard, 1992, vol. 2: “Cultures”, p. III.

10 Michel Vovelle, “Des mentalités aux représentations: entretien avec Michel Vovelle”, en Sociétés & Représentations, núm. 12, 2001-2002, p. 21.

11 Clifford Geertz, “Thick Description: Toward an Interpretive Theory of Culture”, en Clifford Geertz, The Interpretation of Cultures: Selected Essays, Nueva York, Basic Books, 1975, pp. 3-30.

12 Robert Frank, “Images et imaginaire dans les relations internationales depuis 1938: problèmes et méthodes”, en Robert Frank (ed.), Images et imaginaire dans les relations internationales depuis 1938, París, CNRS, 1994, p. 6.

13 Este libro mostrará que las potencias mundiales se esforzaron por multiplicar la presencia de visitantes en sus territorios con el objeto de presentar aspectos seductores de la realidad nacional. Junto con Sylvain Venayre, adoptaremos una “historia cultural del viaje”, enfocada en las sensibilidades de los actores involucrados. Más allá de la descripción de los itinerarios o de las condiciones materiales de las giras, queremos acentuar los efectos del encuentro, lo que hace que el periplo adquiera un sentido capaz de alterar las predisposiciones (o de reconfortarlas) tanto del viajero como del anfitrión. El viaje acarrea una mirada, un esquema narrativo, fenómeno que se encuentra en el centro de nuestra interpretación de las relaciones culturales internacionales. Véase Sylvain Venayre, “Présentation: pour une histoire culturelle du voyage au XIXe siècle”, en Sociétés & Représentations, núm. 21, 2006, pp. 5-9; y François Hartog, Mémoire d’Ulysse. Récits sur la frontière en Grèce ancienne, París, Gallimard, 1996, pp. 15-16.

14 Michael Hogan y Thomas Paterson, “Introduction”, en Michael Hogan y Thomas Paterson (eds.), Explaining the History of American Foreign Relations, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pp. 4-5.

15 William Appleman Williams, The Tragedy of American Diplomacy, Cleveland y Nueva York, The World Publishing Company, 1959. Otros intelectuales importantes de esta corriente pueden ser mencionados: Gar Alperovitz, Walter LeFeber, Gabriel Kolko y Lloyd Gardner.

 

16 Bruce Kuklick, “Commentary: Confessions of an Intransigent Revisionist about Cultural Studies”, en Diplomatic History, vol. 18, núm. 1, 1994, p. 121.

17 Melvyn Leffler, “New Approaches, Old Interpretations, and Prospective Reconfigurations”, en Michael Hogan (ed.), America in the World. The Historiography of American Foreign Relations since 1941, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, p. 90.

18 Pierre Renouvin y Jean-Baptiste Duroselle, Introduction à l’histoire des relations internationales, París, Armand Colin, 1964, pp. 1-4.

19 Robert Frank (ed.), Pour l’histoire des relations internationales, París, PUF, 2012, pp. 5-40; Robert Frank, “Introduction”, en Relations Internationales, núm. 115, 2003, p. 319.

20 John Lewis Gaddis, “The Emerging Post-Revisionist Synthesis on the Origins of the Cold War”, en Diplomatic History, vol. 7, núm. 3, 1983, pp. 171-172.

21 Melvyn Leffler, “Review Essay. The Cold War: What Do ‘We Now Know’?”, en The American Historical Review, vol. 104, núm. 2, 1999, p. 503.

22 Jessica Gienow-Hecht, “Introduction. On the Division of Knowledge and the Community of Thought: Culture and International History”, en Jessica Gienow-Hecht y Frank Schumacher (eds.), Culture and International History, op. cit., p. 9.

23 Sobre la importancia de los “paradigmas ideológicos”, véase Nigel Gould-Davies, “Rethinking the Role of Ideology in International Politics During the Cold War”, en Journal of Cold War Studies, vol. 1, núm. 1, 1999, pp. 90-109; y Odd Arne Westad, “The New International History of the Cold War: Three (Possible) Paradigms”, en Diplomatic History, vol. 24, núm. 4, 2000, pp. 551-565.

24 Sin ser exhaustivos, mencionemos algunas contribuciones que se insertan en esta renovación: Nigel Gould-Davies, “The Logic of Soviet Cultural Diplomacy”, en Diplomatic History, vol. 27, núm. 2, 2003, pp. 193-214; Claude Hauser, Thomas Loué, Jean-Yves Mollier y François Vallotton, La diplomatie par le livre: réseaux et circulation internationale de l’imprimé de 1880 à nos jours, París, Nouveau Monde, 2011; Andreï Kozovoï, Par-delà le mur: la culture de guerre froide soviétique entre deux détentes, Bruselas, Complexe, 2009; Peter Kuznick y James Gilbert (eds.), Rethinking Cold War Culture, Washington D. C., Smithsonian, 2010; Rana Mitter y Patrick Major (eds.), Across the Blocs: Cold War Cultural and Social History, Londres, Frank Cass, 2004; Naima Prevots, Dance for Export. Cultural Diplomacy and the Cold War, Middletown, Wesleyan University Press, 2001; Tony Shaw y Denise Youngblood, Cinematic Cold War: the American and Soviet Struggle for Hearts and Minds, Kansas, University Press of Kansas, 2010; Stephen Whitfield, The Culture of the Cold War, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1996; Yale Richmond, Cultural Exchange and the Cold War: Raising the Iron Curtain, Pensilvania, The Pennsylvania State University Press, 2003.

25 Sobre este punto, véase el número especial de la revista Diplomatic History (vol. 21, núm. 2, 1997), en particular: Jonathan Haslam, “Russian Archival Revelations and Our Understanding of the Cold War” (pp. 217-228); y Raymond Garthoff, “Some Observations on Using the Soviet Archives” (pp. 243-257).

26 Hemos consagrado un artículo a las carencias de la historiografía respecto al análisis de las relaciones generales URSS-América Latina durante la Guerra Fría. En lo que atañe a la esfera de la cultura, estas limitaciones resultan aún más evidentes. Véase Rafael Pedemonte, “Una historiografía en deuda: las relaciones entre el continente latinoamericano y la Unión Soviética durante la Guerra Fría”, en Historia Crítica, núm. 55, 2015, pp. 231-254.

27 Todas las fuentes soviéticas citadas en el presente trabajo pertenecen a la valiosa colección reunida y traducida del ruso al castellano por la profesora Ulianova.

28 Para Leila Latrèche, el año 1973 marcó el momento en que Fidel Castro se “transforma en defensor incondicional de la URSS” (Cuba et l’URSS. 30 ans d’une relation improbable, París, L’Harmattan, 2011, p. 134).

CAPÍTULO I


AMÉRICA LATINA INGRESA EN LA GUERRA FRÍA

Desde el momento en que el planeta está repleto de todo lo necesario para su autodestrucción –y con ello, en caso de que sea necesario, los planetas cercanos–, hemos logrado dormir tranquilos. Extraña cosa, el exceso de armas horripilantes y el número creciente de naciones que de ellas disponen, parece ser un factor tranquilizador […]. Había guerras, por cierto, también hambrunas y masacres. Atrocidades, por aquí y por allá. Algunas flagrantes –donde los subdesarrollados; las otras pasaban desapercibidas– en las naciones cristianas. Pero nada que no hayamos visto en los últimos treinta años. De hecho, todo aquello tenía lugar a una cómoda distancia, en pueblos lejanos. Nos conmovíamos, claro, nos indignábamos, firmábamos mociones, incluso dábamos un poco de dinero. Pero al mismo tiempo, y en el fondo, después de tantos sufrimientos vividos por procuración, nos tranquilizábamos. La muerte no dejaba de ser algo para los otros1.

El epílogo del aislamiento estaliniano

Las nuevas interpretaciones de los años noventa impulsaron una significativa renovación conceptual: hoy se habla cada vez más de “Guerra Fría cultural”2 o de “guerra ideológica”3 para dar cuenta de la confrontación de la segunda mitad del siglo XX. El equilibro nuclear alcanzado poco después de la Segunda Guerra Mundial (Moscú dispuso de la bomba atómica a partir de 1949) exigió una cierta prudencia que limitaba las posibilidades de un enfrentamiento armado entre superpotencias4. Ante la temida vulnerabilidad del planeta, la Guerra Fría adquiría un carácter fuertemente ideológico, alterando la importancia estratégica de la expansión territorial en favor de una dimensión profundamente política5. Nos hallamos, en consecuencia, ante un antagonismo singular; una rivalidad que rara vez puso cara a cara a los ejércitos de ambas potencias, pero que confrontaba con singular ahínco dos modos de vida, dos modelos de sociedad presentados como incompatibles6. Con el objetivo de propagar una representación seductora de las doctrinas preconizadas, tanto Moscú como Washington elaboraron programas específicos de influencia, transformando a la cultura en un arma privilegiada del conflicto ideológico. Es así como, en medio de esta auténtica “guerra psicológica”7, se erigieron vastas campañas de persuasión a escala mundial cuya ambición era transmitir una imagen idealizada del modelo representado por los actores hegemónicos.

Por otro lado, en la medida en que los países de África, de Asia y más tarde de América Latina comenzaban a emerger en la escena internacional, convirtiéndose en una auténtica preocupación para el Kremlin, se tuvo que redoblar el alcance de una diplomacia cultural aún en ciernes, destinada a partir de ese momento a dilatar sus tentáculos en un número cada vez mayor de países. La URSS, por su parte, impulsada por el impacto global generado por la Conferencia de Bandung (1955) –un foro que reunió en Indonesia a 29 naciones asiáticas y africanas y que demostró que el “Tercer Mundo” había adquirido un protagonismo irreversible–, definió una estrategia de propaganda llamada a consolidar las nuevas prioridades internacionales de la era posestaliniana, englobadas en el concepto de coexistencia pacífica. En efecto, los tiempos de Stalin se habían caracterizado por el aislamiento y por un discurso agresivo hacia las naciones occidentales que, al menos hasta finales de 1952, no formaban parte de los objetivos inmediatos del dictador soviético. Los efectos dramáticos de la Segunda Guerra Mundial en la URSS (70.000 pueblos y 1.700 ciudades fueron destruidos, las redes ferroviarias quedaron prácticamente inutilizadas, las mujeres superaban en 20 millones a los hombres8) obstaculizaron toda voluntad de cimentar planes ambiciosos en términos de política exterior. No quedaba otra opción que conformarse con el estatus de potencia regional, restringiendo la hegemonía soviética al bloque Este europeo9 y reduciendo las ambiciones de expansionismo ideológico10. Si bien en 1952 Stalin ya había aludido tímidamente a la necesidad de promover la coexistencia pacífica11 con Occidente, no fue sino con su muerte inesperada en marzo de 1953 que los nuevos dirigentes patrocinaron una verdadera transformación en la manera en que la URSS se debía posicionar a nivel mundial. Durante los meses inmediatamente posteriores al fallecimiento del antiguo jefe, Lavrenti Beria y Gueorgui Malenkov se embarcaron en una campaña consciente destinada a disminuir las tensiones internacionales, voluntad ungida al confirmarse la ascensión a la cabeza del Partido Comunista de la URSS (PCUS) de Nikita Jrushchov en septiembre de 195312.

La nueva autoridad suprema del Kremlin estaba convencida de la urgencia de romper con el dogmatismo anterior, entablando un diálogo con los países que no integraban la esfera socialista, incluidos los Estados subdesarrollados. Esta restructuración decisiva obtuvo su coronación durante el 20º Congreso del PCUS en febrero de 1956, cuando Jrushchov no solo plantó cara contra el culto a la personalidad de Stalin, sino que anunció con bombos y platillos una nueva línea internacional: la coexistencia pacífica13. Esta tesis, calificada por un observador como “conquista del pensamiento marxista destalinizado”14, conllevaba a un reconocimiento tácito de la necesidad imperiosa de cohabitar con Occidente15. Desde un punto de vista estrictamente teórico, la coexistencia pacífica implicaba renunciar a los conflictos armados como medio para resolver cuestiones litigiosas, mientras que se buscaba poner de relieve la necesidad de respetar la soberanía nacional de cada Estado mediante una política no-injerencista y de estimular las relaciones interestatales sobre una base de equilibrada reciprocidad16. En la práctica, este renovado discurso suavizó el tono de la retórica soviética, traduciéndose en numerosos gestos de buena voluntad hacia el mundo no comunista, como la firma de tratados bilaterales de carácter económico y cultural17.

A pesar del duro revés sufrido por los partidarios del acercamiento Este-Oeste a raíz de la mortífera intervención de los tanques soviéticos en Hungría a finales de 1956, en términos generales, la imagen de Moscú tendió a mejorar a fines de los años cincuenta, adquiriendo contornos más humanos que muchos no habrían sido capaces de discernir en tiempos de Stalin. Un informe de la OTAN aconsejaba sin medias tintas la necesidad de propulsar los intercambios con el Este, ya que, en este alivianado contexto, ya no era posible negar que ha habido “una cierta evolución […] al interior de la URSS”. Pero más allá de estos signos positivos, lo interesante en este documento es que sus redactores identificaban adecuadamente el lugar que poseía la cultura en este proceso: “Al contribuir a la distensión internacional […] los intercambios culturales juegan un rol primordial en la ‘coexistencia pacífica’, lo que se ha transformado en el tema principal de la política soviética”18. No obstante, esta tendencia no significaba para los estrategas moscovitas el abandono de la voluntad de expandir el comunismo, sino que redelineó las técnicas apropiadas para llevar adelante la rivalidad contra el capitalismo19. Ante la necesidad de hallar nuevos métodos de influencia, la expansión cultural asumió gran relevancia, manifestándose, en particular, en territorios tradicionalmente marginalizados.

Siguiendo al historiador Odd Arne Westad, el “Tercer Mundo” vino a insertarse de lleno en un enfrentamiento ya no concebido “como un conflicto bilateral”20, sino como una lucha singular trasplantada con renovadas fuerzas en las naciones de Asia, África y América Latina, moldeando lo que Westad llama convincentemente la “Guerra Fría Global”. Las grandes potencias debían, por lo tanto, transformar el planeta con el objeto de “demostrar la aplicabilidad universal de sus doctrinas”, elevando al “Tercer Mundo” en un “terreno fecundo para articular la rivalidad”21. Esta estrategia fue percibida como un elemento esencial para el fortalecimiento de la URSS, ya que durante la administración de Jrushchov, el Kremlin adquirió la convicción de que la progresión del mundo hacia un futuro mejor dependía de la evolución de los Estados de ultramar. En consecuencia, la misión histórica de Moscú era, a partir de este momento, la de “contribuir a preparar el mundo para la revolución” inminente22.

 

Es bajo esta lógica que debemos comprender la puesta en marcha de una serie de programas de ayuda que en los años cincuenta se limitaban esencialmente a África y Asia, manteniendo por un tiempo a América Latina en una posición estratégica secundaria. Ya dijimos que la Conferencia de Bandung obligó a los soviéticos a repensar el potencial estratégico de los Estados reunidos en Indonesia, los cuales habían demostrado que no tenían la intención de aceptar pasivamente el equilibrio de fuerzas internacional. Mientras que la Crisis de Suez de 1956 se convirtió en un duro revés para los intereses de dos grandes naciones europeas (Francia e Inglaterra), la URSS se halló en una inmejorable posición para exponerse ante el mundo como un aliado natural del Sur frente a un Occidente hostil y agresivo23. Los delegados de la OTAN constataban con preocupación que a finales de 1956 Moscú había destapado un vigoroso objetivo, consistente en “ampliar la zona de influencia comunista mediante la diplomacia, la propaganda”, especialmente en los “ámbitos político, cultural y científico”. Para ello, los responsables del Kremlin habían abandonado los métodos de Stalin; ya no se trataba de ayudar “solo a los comunistas o grupos aliados”, sino que ahora estaban rotundamente determinados a “colaborar con cualquier régimen en la medida en que vean una oportunidad para […] oponer ese régimen a Occidente”24. Así, la URSS inauguró una política de cooperación que benefició en un primer momento a Estados tales como Afganistán, Egipto e India. Esta tendencia global, como veremos ahora, generó un incipiente acercamiento con América Latina a partir de 1955, a pesar de que, de manera general, el continente seguía representando para la URSS un objetivo marginal. Ello al menos hasta 1959, cuando los rebeldes cubanos pusieron fin a la dictadura de Fulgencio Batista.


Una progresiva inserción de América Latina en la Guerra Fría

“Cuba nos forzó a adoptar una mirada renovada sobre el conjunto del continente [latinoamericano], que ocupaba hasta ahora el último lugar de la jerarquía de prioridades del poder soviético”, pondera el antiguo vicedirector de la KGB, Nikolai Leonov25. Nicola Miller parece confirmar esta hipótesis al estimar que antes de la caída de Batista en 1959 las relaciones con América Latina se desarrollaban prácticamente sobre una tabula rasa26. Si bien es innegable que Moscú no tenía intención de hacer grandes esfuerzos por reforzar los lazos con el mundo iberoamericano, un cierto número de trabajos recientes debiera conducirnos a no magnificar la supuesta ausencia de la URSS sobre el territorio antes de 1959. Ya a fines de la era estaliniana, en 1952, una delegación de comunistas latinoamericanos viajó a Moscú para negociar con sus interlocutores soviéticos y asistir a fiestas conmemorativas27. Un mes antes de su muerte inesperada en marzo de 1953, Stalin recibió, en un gesto inédito, al embajador argentino Leopoldo Bravo con el objeto de evaluar la posibilidad de incrementar los lazos con el gobierno de Juan Domingo Perón28, quien amparaba una política exterior independiente conocida como la “tercera vía”. Pero a pesar de estos síntomas embrionarios, hubo que esperar un tiempo, y en particular el 20º Congreso del PCUS en 1956, para constatar una multiplicación visible de los signos de acercamiento.

Muchos obstáculos impedían aún un compromiso más militante en territorio latinoamericano, entre otros, la “fatalidad geográfica” determinada por la presencia imponente y vigilante de los EE.UU. La moderación del Kremlin quedó en evidencia luego de los eventos que derivaron en la caída del gobierno democrático del guatemalteco Jacobo Árbenz (1951-1954), una maniobra en la cual la CIA ejerció un rol de primera línea a través de un plan de intervenciones encubiertas. A pesar del uso de un virulento discurso anticomunista destinado a justificar el Golpe29, la URSS mantuvo una elocuente prudencia en sus declaraciones para evitar crear la impresión de que la superpotencia pretendía inmiscuirse en la zona de influencia norteamericana30.

No obstante, como lo ha comprobado convincentemente Michelle Getchell, a pesar de estos límites inherentes a las condiciones geopolíticas, los efectos del Golpe en Guatemala azuzaron nuevas esperanzas sobre la progresión antiimperialista en América Latina e impulsaron al Kremlin a fortalecer sus influencias en la región31. Vemos también que a partir de 1954 América Latina aparecía de manera cada vez más frecuente en las declaraciones efectuadas por líderes soviéticos32. De hecho, durante el 20º Congreso del PCUS, Jrushchov incluyó a los países de América Latina en lo que catalogó como “las zonas críticas” donde se desplegaba la batalla contra el imperialismo33. Poco antes, Nikolai Bulganin había anunciado su renovada voluntad en una entrevista, cuando el Mariscal realzaba la importancia de las conexiones diplomáticas con Argentina, México y Uruguay y efectuaba un explícito llamado para redoblar las relaciones con el continente34.

Más allá del discurso, no cabe duda que durante los años cincuenta el impacto ideológico de la URSS en América Latina tendió a acrecentarse35. Los partidos comunistas del continente hacían prueba de una entusiasta fidelidad hacia Moscú. En cuanto al caso chileno, la influencia creciente de la URSS aparece reflejada en un análisis onomástico de Alfonso Salgado, quien demuestra de manera notable que a partir de 1953 el número de individuos cuyos nombres estaban asociados al líder de la revolución bolchevique (Vladimir, Ilich, Lenin) se disparó36. En Cuba, el comunismo local encarnado por el Partido Socialista Popular (PSP) defendía ardientemente la política internacional de Moscú, incluso en los momentos de mayor tensión, como cuando los tanques del Ejército Rojo invadieron el territorio húngaro en 1956. En un folleto destinado a contrarrestar la “desfachatez con que miente la prensa burguesa cuando se trata de inventar calumnias antisoviéticas”, las juventudes del PSP respaldaron a la URSS, tachando a sus enemigos de “fascistas que en Hungría pretendieron restaurar el capitalismo”37.

Pero la fidelidad pro-soviética no era completamente gratuita, sino que fue alentada por una política sistemática de ayuda financiera y estímulos diversos. No solo los dirigentes más destacados eran invitados a visitar la URSS o recibían tratamiento médico en hospitales moscovitas –todo ello bajo condiciones muy favorables que incluían todos los gastos del periplo–, sino que los anfitriones soviéticos proponían también un programa regular de cursos de formación ideológica a los cuadros de los partidos comunistas u otros líderes sindicales38. El PCUS se preocupaba igualmente de transferir una serie de subsidios a través de un fondo para el apoyo de los “países capitalistas” creado en 1948. La organización comunista chilena fue la que recibió la primera contribución de su contraparte soviética en 1955, luego de una solicitud efectuada por el dirigente Galo González39. Por cierto, se trataba de una suma modesta (5.000 dólares de un total de 5 millones; es decir, un 0,1% del total otorgado por el fondo), pero que tendió a ascender en los años venideros: en 1958, por ejemplo, el PC de Venezuela se ubicaba en el sexto lugar de los partidos beneficiados por la asistencia económica del Este; ese año, figuraban también en la lista los PC de Uruguay, Bolivia, Chile, Colombia, Guatemala y México40.

En un ámbito distinto, la segunda mitad de los años cincuenta reforzó la presencia cultural de la URSS a través del envío de una amplia y variada gama de periódicos traducidos al castellano y al portugués (Cultura y Vida, Tiempos Nuevos, Literatura Soviética, Mujer Soviética, Unión Soviética, etc.). Estos órganos eran distribuidos gracias a la activa gestión de los institutos culturales de amistad (a los cuales destinaremos un importante espacio en este libro): ya en 1958, antes de la Revolución cubana, cerca de 30 sociedades bilaterales de amistad se encontraban repartidas en siete países (Argentina, Bolivia, Chile, México, Perú, Uruguay, Brasil), organizando conferencias, conciertos, exposiciones y charlas ligadas a la realidad soviética41. Por otro lado, las primeras grandes figuras de la cultura de la URSS en aterrizar en América Latina lo hicieron en esos años: Ilya Ehrenburg ya había visitado Chile para asistir a los 50 años del célebre poeta comunista Pablo Neruda en 1954; lo siguieron destacadas personalidades tales como Leonid Kogan, Aram Jachaturian, Konstantin Simonov, Tatiana Nikolayeva, David Oistraj. En lo que concierne a los viajes de delegaciones, el Festival Mundial de la Juventud y de los Estudiantes que fue celebrado con inusitado esplendor en Moscú en 1957 merece ser sopesado como un punto clave de la naciente proximidad con América Latina. Gracias a los subsidios de la URSS, los jóvenes latinoamericanos superaron los 90042, lo que, de acuerdo a una de las traductoras encargadas de acogerlos, constriñó a los organizadores a crear comisiones de recepción para guiar adecuadamente a los numerosos hispanohablantes43.