La edad media [1988-1998]

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El camino de las letras a las artes

(pasando por las ciencias)

Yo no quería ser Héctor Ortega. Esa certeza –la única–guió mi vida. Escribí su vida para no vivirla. Es la razón por la que escribí casi todos mis libros, para separarnos. Los recuerdos, pero también las probabilidades. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que me hiciera famoso, incluso ser Héctor Ortega por un rato, como ya dije. En tres años escribí dos versiones distintas de Menos uno, la novela que leí en el taller y que, al corregir su ortografía y sintaxis, iba disminuyendo en páginas, en intensidad y, lo peor de todo, en densidad. Quizás tenía razón el Chacal Tamayo, el libro solo tenía sentido leído por mí, en esas hojas tamaño oficio en que pegoteaba frases de otras hojas que nunca salían derechas, donde sobraban algunas h y faltaban todas las s y los acentos. ¿No era eso, mi novela, una acción de arte, una especie de objeto que solo se podía leer a través de sus faltas de ortografía, como si lo hubiese escrito el desesperado Héctor Ortega?

Miraba al perro de la Lily Elphick mientras se iba deslavando mi manuscrito. Ella se había propuesto ayudarme a corregirlo en el jardín de la calle Nevería, donde vivía con su marido feliz y su familia ídem. Me resultaba todo eso, de pronto, más interesante, más misterioso, que mi propia novela. El invierno sobre el pasto, el marido ingeniero que coleccionaba discos de Cream, la esposa escritora reduciendo sus cuentos para que se convirtieran en microrrelatos. Si hubiese sido valiente, habría persistido en la vanguardia de mi manuscrito ilegible, pero quería esa realidad legible de jardín y estufas, quería ser, al mismo tiempo, el disléxico que solo sabe hablar de sí mismo y el observador paciente que deja para siempre escritas esas tardes normales de un barrio cualquiera.

A algo debía renunciar, pero no sabía todavía a qué. Las tres versiones de la novela, que llegó a tener apenas 70 páginas, fueron rechazadas. Pero seguí, no me detuve y escribí Color de hormigas, una novela policial con fondo de música clásica y otra sobre un grupo de niños rockeros que se quedan abandonados cuando misteriosamente los padres se van de la casa. También se me ocurrió otra novela sobre nada muy concreto, gente que se enamora y no se toca, oficinas vacías donde un funcionario colecciona motas de polvo sobre el parqué... la cosa se alargaba por 600 páginas y la llamé, tampoco sé muy bien por qué, Antofagasta (ni yo ni nadie en esa novela conocían la ciudad).

Recibí, a pesar del apoyo inagotable de Antonio Skármeta, cartas de rechazo de Planeta, el único sello en que valía la pena publicar entonces. Me acercaba con miedo y respeto a las oficinas de la editorial en la Avenida Bulnes. Ricardo Sabanes, el argentino que oficiaba de editor y que era lo más parecido a un yuppie –esa especie también nueva de ejecutivo con corbata y camisa italiana, apurado, seguro de tener el mundo por delante–, flanqueado casi siempre por la rubiedad de la Marcela Gatica, quien no sabía si sonreírme o no. Inaccesible élite para mí. Tuve que resignarme a recibir los llamados del siempre suave Arturo Navarro, y luego de Jaime Collyer, ex sicólogo y escritor de cuentos inquietantemente antropológicos, premiados en España, para preguntarme si me había masturbado o si estaba tirando. Collyer me entregó una carta razonada que explicaba el rechazo, haciéndome prometer que no me desalentaría, que seguiría escribiendo.

¿Delirante? ¿Existencial? ¿Pop? ¿Surrealista? Rechazaban mis manuscritos de un modo tan educado, gentil, que hubiese podido pensar que en el fondo los aceptaban. Me querían dar a entender que aunque esta novela no, y la otra tampoco, no me alejara de ellos, porque les seducía la idea de un joven nuevo, casi adolescente, que fuera a renovar la nueva narrativa chilena. Es decir, les gustaba yo, pero no mis libros. Eran años raros, en los que las novelas y hasta los libros chilenos agotaban ediciones completas en unas pocas semanas, además de acumular elogios unánimes de la crítica. Sólidos, austeros, realistas, nuevos; los escritores del año 90, 91, 92: Gonzalo Contreras, Carlos Franz, Arturo Fontaine, Pablo Azócar, Alberto Fuguet... Sus caricaturas y fotos aparecían en las portadas de los suplementos culturales de El Mercurio y La Época, que era la copia local del diario español El País, y cuyas oficinas estaban en el mismo edificio de color gris fiscal que las de Planeta. El parnaso del mundo por venir, el nuevo Chile completamente españolizado que parecía invencible entonces y se cansó tan luego de su propia fuerza. El universo transparente de la transición cuando todavía todo parecía posible para los amantes de “en la medida de lo posible”. Los que se quedaron en Chile, los que no vociferaron en la UP, los que entendieron que se podían lograr las cosas de a poco, con elegancia, con profesionalismo, con sutileza.

A tres pasos de la editorial, el trabajo desechado dejaba de ser real incluso para mí. Eran puras ganas de escribir, de dar por supuesto lo que yo suponía: que reflejaba la intimidad de mis rodillas pegadas a mi pecho. La lluvia en el patio del Liceo Fleming donde terminaba la práctica profesional, el frío en los pies, los canarios diabéticos de mi supervisor de práctica... ¿Cómo se llamaba? ¿Tenía nombre siquiera?... El supervisor, no el canario, quiero decir. La cola de niños empujándose en el patio antes de recibir su vacuna... Y eso se mezclaba con el Paseo Bulnes, las tiendas de armas, las oficinas públicas, las librerías de saldos, la paz militar que en esa época daba todavía miedo, que me da miedo aún cuando paso por el edificio de las Fuerzas Armadas. Recuerdo a los guardias de esos edificios vestidos de comando y la cara desencajada del ministro del Interior, asegurando que todo estaba en perfecta calma, cuando era evidente que nada lo estaba.

La normalidad era en ese tiempo una combinación de tensión con sonrisas forzadas. Un compañero de curso del Blas Cañas, Carlo Crino, se fue a la cárcel cuando, borracho, meó sobre la llama de la libertad, es decir, sobre Pinochet y O’Higgins. Santiago, su centro, resistía marcial. El Club de la Unión, la Bolsa de Comercio y los edificios del Paseo Ahumada enredados en los cables, amarrados como ballenas a punto de ser arponeadas. Las torres de San Borja decapitadas, la Estación Mapocho desnuda y sola en medio de la Norte Sur, las oficinas del centro tropezando sus muletas para tapar la Alameda, el Regimiento Tacna atravesando la avenida Vicuña Mackenna. Los elefantes del zoológico implorando por su tumba. Todo lo que esperaba y aguantaba, mientras seguía siendo en las listas de las revistas y los suplementos un “escritor prometedor”.

¿Qué prometía? Tenía miedo que al saberlo se disolviera de golpe. Al lado de mi pieza, mi hermano veía tele el día entero. ¿Qué haría con mi vida? Titulado de una carrera que nunca quise estudiar, era un escritor prometedor, pero sobre todo inédito, cada vez más inédito.

–Déjate de tonteras, mijito –me dijo mi abuela cuando insistí en que quería ser escritor y nada más que escritor–. No seas neurasténico. Un cartón no le hace mal a nadie. Mira todos los escritores de ahora, todos tienen su posgrado... Proust no, claro, Proust era un flojo, pero tú no eres Proust, mi amor. Hacer clases en la universidad es lo más fácil que hay. Estás lleno de vacaciones y sabáticos. En la Católica les regalaban el título a los hombres. Deja que hable con la Nelly Donoso, ella es especialista en el papeleo.

El edificio de hormigón había querido ser alguna vez la biblioteca de la universidad. Desmantelada durante la dictadura, se había convertido en la Facultad de Humanidades, la más olvidada de las facultades de la universidad. En el primer subsuelo, los alumnos de pregrado eternizaban el mismo partido de ping pong en que los heideggerianos peleaban con los hegelianos. Otros castigaban el taca-taca. Los muros se llenaban de fotocopias de peñas y protestas, y lecturas de poesía a las que nadie asistía.

La Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile no era otra cosa que un jardín abandonado donde crecían, entre la maleza, los revolucionarios encapuchados que protestaban el día del joven combatiente, el día del Golpe, el día de la elección de Allende, el día del trabajador. Paulo Estrelinguis atravesaba el humo de las lacrimógenas; era un lituano especialista en Kafka, que en realidad más parecía un personaje de este último. Parado como si nada con su perfecto traje de dueño de pompas fúnebres y sus 120 años, esperando que se disolviera el humo de las lacrimógenas para volver a respirar.

Cristián, un compañero de curso gentil y paciente, hacía clases de guitarra clásica para pagarse el sicoanálisis tres veces a la semana. Milton trabajaba de corrector de pruebas durante las noches en La Nación. David vendía libros en la Mímesis. El otro Cristián usaba corbata y gomina a los 20 años, y había leído casi todo. Nadie, que supiera, quería ser escritor. Les parecía un poco frívolo o ingenuo intentarlo después de dos cursos de teoría literaria a cargo de Aguilera, un profesor que era también un obispo evangélico. Todos nombraban intertextos y paratextos que yo no conocía. Job Boj, Soriano cuando el Gordo y el Flaco salen de la novela a hablar con el novelista, Pedro Lastra y Enrique Lihn, Cocuyo de Severo Sarduy, el neobarroco, la inscripción en el cuerpo de las letras, Foucault, ¿Juan Cameron, ubicái a Juan Cameron de Valparaíso?, es el mejor poeta de su generación. Nada de lo que leíamos o hablábamos en el taller literario de Skármeta.

Mi mujer suele presentarme ante sus amigas gringas como autodidacta. No sacaría nada con explicarles que estudié más de siete años en distintas universidades, entre ellas, la más antigua y prestigiosa de mi país. El magíster en Literatura que conseguí 12 años después de dar los cursos, en esa eterna primavera polvorienta del 93, no le impide a mi mujer tener algo de razón. No soy autodidacta, pero me gustaría serlo o parecerlo al menos. Los escritores no van a la universidad, pensaba entonces. Y sigo, a pesar de todas las pruebas en contra, pensándolo. Los escritores, los de verdad, los que de verdad importan, no tienen posgrados, y menos posgrado en literatura (que es lo que conseguí muchos años después). Todas las razones que mi abuela me daba para que consiguiera mi título, un mundo más suave en el que los libros importan y ser escritor no es una deshonra, me parecían razones atendibles y, por lo mismo, peligrosas. El escritor que saca su posgrado para escribir después tranquilamente tiene algo de Esaú vendiendo su primogenitura por un plato de lentejas. Lo quiera o no, piensa que si la literatura no le resulta, igual va a recibir un sueldo a fin de mes.

 

La universidad está llena de gente asustada, gente que estudia el mundo para no tener que ser herido en la batalla. El claustro seguía siendo un convento donde solo se es feliz si te castran antes. Pasé todos los años que estuve ahí pensando en cómo escapar. Pero nunca escapé de nada. Y estaban las clases de Waissman, que nos hizo leer Los espectros de Ibsen como si fuéramos actores; Hozven, que volvía a Chile en esa fecha; María Eugenia Góngora, que nos daba a tomar té hablándonos de cómo castraron a Abelardo por culpa de Eloísa; Subercaseaux, que dirigía con Mariano Aguirre un taller de crítica literaria, y un brasileño que nos enseñó a cocinar feijoada y a leer a Machado de Assis. ¿Cambiaría algo si me hubiese tocado una universidad menos confundida que la Universidad de Chile de 1993? Las salas vacías, las sillas rotas, los profesores que acababan de volver de su exilio o salir de la lista negra de la universidad, que eran tratados por los alumnos como si fuesen sucios esbirros de una dictadura que flotaba en todas partes y más aún en la cabeza de los propios alumnos: allí sí que la dictadura ejercía su peso. Murales sobre murales, fotocopias de mártires, conmemoración tras conmemoración, hasta que los carabineros lanzaban sus bombas y mojaban sus cuerpos que volvían a tener piernas, brazos, pechos. Tiempo redondo e infinito en que las protestas no tenían necesidad de tener petitorio, dirigidas por nadie y por todos, gobernadas por la simple idea de hacer lo que sus hermanos mayores hicieron unos años antes: lanzar las botellas encendidas y correr hacia el “verde bosque”, ese páramo entre la Facultad de Humanidades y la de Ciencias, donde varios experimentos de los biólogos locales dieron origen a monstruos legendarios. Tan legendarios como el estudiante de arte que drogado con alucinógenos se perdió entre los arbustos de la Facultad de Arte de la calle Las Encinas, el campus Pink Floyd, como lo llamaba mi hermano, quien estudiaba ahí mismo.

Mi hermano Ignacio estudiaba arte en Las Encinas, en el otro extremo del campus Juan Gómez Millas. En el catálogo de su exposición Falsa modestia, mi hermano recuerda el período como una infinita huelga de hambre.

La huelga de hambre me recuerda una sala de pintura en Las Encinas, la Escuela de Arte de la Universidad de Chile, con los estudiantes famélicos y sus profesores frente a una estufa que es igual a la de la oficina parroquial donde dejan de comer unos sindicalistas (...) Digo la huelga de hambre y recuerdo los jóvenes que entramos el año 1990 a la Escuela de Arte para pintar cosas, y cómo todo se llenó de dificultades, y nada era lo que parecía, y fue necesario tomar en cuenta miles de problemas antes de hacer cualquier cosa. Me invento una huelga de hambre de estos alumnos, sentados con un cartel que dice: ¡Todos contra los problemas previos, todos a favor de los problemas posteriores! Huelga de hambre y pienso en que no me puedo ir antes de que acabe la huelga, no puedo dejar la colchoneta, la pieza, Santiago, ni Chile.

Pero mi hermano también recuerda una cantidad de cosas que he querido olvidar. Si bien era con él con quien iba al Normandie y al Microcine de Bellavista, y con él era con quien tomaba fotos en blanco y negro de edificios sin gracia, para parecernos a los personajes de Wim Wenders, yo me empeño en recordarme solo, completa y perfectamente solo todos esos años en que formábamos una especie de facción artística, sola y consanguínea, contra el resto del mundo.

De las clases particulares de pintura que tomé –dice mi hermano Ignacio–, de los profesores de la Universidad de Chile, de los artistas gurús disponibles, solo escuché la mitad de su prédica, preservando lo más que pude la autoridad de la casa. Evité todo lo que creía que podía avergonzar a mi hermano mayor; rigurosamente no leí ni escuché nada que me sonara francés, sociológico, posmoderno, pretencioso, humilde, snob, caro o serio.

Prácticamente no leí ni oí nada. Refugiado en el taller de grabado, resistí como pude el canto de las influencias. No fui el discípulo disponible y fanático que mi carácter comandaba, sino esquivo y aparentemente escéptico. Cuento este mal arreglo sin un atisbo de queja. Más bien con algo de nostalgia.

En su catálogo mi hermano consagra un capítulo entero a la dictadura, pero aclara muy luego que no piensa en la de Pinochet:

... sino en la que me impuse usando a mi hermano Rafael. En realidad ambas coinciden, por lo que podemos decir las dos cosas al mismo tiempo. Decir por ejemplo: añoro a la dictadura.

La dictadura que entendí a la perfección. Eso fue tener 13 años el 1984, entender lo que tus padres solo podían padecer o disfrutar perplejos. En un país gobernado por las pulsiones pueriles que correspondían a mi edad, entregado a la crueldad infernal, el humor violento, la candidez torcida, la ética del cachamal de patio de colegio, los adolescentes de entonces fuimos los únicos adecuados.

Sentados frente a un televisor del que mis apoderados huían, recuerdo la insana sincronía que se estableció entre mi aburrimiento de púber y el que ofreció en ese momento la televisión chilena. Los tres canales, como si fueran espejos de mi ánimo, le impusieron a 13 millones de chilenos dosis diarias y precisas de mi desidia adolescente. Tuve en este tiempo todo el poder, toda la comprensión, los tuve en mis manos y estuve con ustedes, gentes. Y los perdí. No sé exactamente cuándo. Tal vez fue el 5 de octubre de 1988.

Campus Juan Gómez Millas, el camino de las letras a las artes pasando por las ciencias, la historia misma de Occidente, que en la versión de la Chile eran álamos, casuchas, jaulas rotas de serpientes, condones en el suelo, matas de pasto oxidado, señores de barba hablando solos, escultores que se titulaban haciendo agujeros en el suelo, casilleros de metal descerrajados y baños taponeados que llenaban los pasillos de una capa perpetua de agua sobre la que flotaba el reflejo de un tubo fluorescente moribundo.

No había futuro en la Universidad de Chile de 1992-93, pero eso no era lo peor. Lo peor es que había solo un pasado posible, el de los años 80, que aquí nunca murieron del todo. Día del joven combatiente, el 4 de septiembre, el día en que eligieron a Allende, el 11, el día en que cayó, el 5 de octubre en que cayó Miguel Enríquez, el líder del MIR y que llegó “la democracia traidora”. Tomas y retomas, protestas sobre protestas. Correr cuando venían los pacos, desafiarlos desde el techo de la facultad, el mismo escenario de las más interminables asambleas de estudiantes secundarios durante la dictadura. Todo lo que pensaba haber dejado atrás: la clandestinidad, el terror, la cobardía, mi cobardía, que había tenido la única valentía de reconocer. Mi cara encubierta por el cuello del abrigo, caminando apurado hacia la avenida Los Presidentes y Las Torres, donde vivía la Lorena, una belleza de la época secundaria que no me habría atrevido siquiera a desear.

Pasaba como un fantasma por esa facultad que era también una facultad fantasma, el fantasma de la efervescencia que fue en los 60 y comienzos de los 70, y del terror en el que devino en los 80. ¿Habría cambiado algo mi vida si me hubiese tocado una universidad menos confundida? ¿Habría terminado mi doctorado, me habría ido, como tantos escritores de mi edad, a posgraduarme a Estados Unidos? ¿Habría terminado por ser un tranquilo profesor en Nueva Inglaterra o California o París o Montreal? ¿O en el mismo campus Juan Gómez Millas? ¿Habría hecho carrera escribiendo papers y dictando seminarios, distraído y amable, publicando entre medio novelas más construidas y citables de las que escribí? ¿Habría sido una suerte de Ricardo Piglia, autor que admiraba y detestaba en esa época, justamente por el temor a convertirme en un animal puramente literario?

Pero era incapaz de ensuciar mis trabajos con citas. No había leído a Derrida y Baudrillard, pero estaba en contra de ellos por principio. Pensaba que haber sido educado en Francia me permitía saltarme toda la teoría francesa. Sospechaba que había entre mis compañeros y algunos profesores algún error de traducción. Mi abuela tenía unos casetes donde Michel Foucault hacía clases en el Collège de France y era un señor que citaba a los griegos y los latinos entre tosidos y tosidos, un profesor como los que yo había tenido en el colegio. Pensaba, sin atreverme a decirlo, que mis compañeros debían estudiarme a mí en vez de estudiarlos a ellos.

Hice todos los cursos y presenté mi proyecto de tesis sobre Domingo Faustino Sarmiento, con el que estaba inconfesablemente de acuerdo en casi todo. Llegó el verano. En marzo tenía que pedir reunión con Bernardo Subercaseaux, mi supervisor. No pedí la reunión. Desaparecí en ese campus en que era tan fácil desaparecer, donde era casi imposible resistir la tentación de perderse en esa inmensidad en que nadie preguntaba por ti. No sé si corrí, supongo que no, pero me veo ahora corriendo por la avenida Grecia, libre de todos los colegios al mismo tiempo, decidido. No terminé, no entregué el informe, no hice la tesis, aunque pagué por el semestre. Con ese acto de valiente cobardía, di por terminada mi educación.

Doctor Amor

No tenía paciencia, no la tengo todavía. La universidad es para todos, menos para los impacientes. Sabía que allí no había ni poder ni gloria. Estaba dispuesto a renunciar a lo primero, pero no a lo segundo. En la Guerra Civil Española, las tropas pelearon duramente alrededor de las ciudades universitarias. Pero en Bosnia, en Moscú, en Bagdad, los rebeldes se tomaban o bombardeaban primero las antenas de televisión. Había en Estados Unidos un canal llamado MTV, con animadores de chaqueta de cuero, jóvenes que hablaban muy rápido y muchachas con la chasquilla brillante. Los jóvenes empezaban a ser un buen negocio. Televisión Nacional, el canal de gobierno, cambiaba de piel delante de nosotros. Katherine Salosny, que había sido uno de los rostros del Sí en el plebiscito, animaba EneTV, una torpe e inocente copia de MTV. ¿No decían los jóvenes todo el tiempo “ene”? Claro, te quiero ene, mucho mejor que te amo caleta. No le vamos a poner al programa CaletaTV, ¿no? Risas creativas. Brainstorming permanente, un poco de locura, pero sin volvernos locos.

El programa era algo así como el diario de vida de una joven que descubría, de la mano de Alberto Fuguet e Iván Valenzuela, todo lo que había estado medianamente prohibido hasta entonces. Un sillón que hablaba hacía de antihéroe al que le daba miedo todo y no creía en nada. Luego había baile y concursos, y Luis Miguel entrevistado de camino al camarín por la Kathy, que se asumía de entrada como fan.

“En pedir no hay engaño”, me dijo Fuguet cuando me lo encontré en el metro. La más engañosa de las frases. “Llama, a ver si te va bien”.

Me invitó con ese tono imparcial que solía aplicarme, incapaz en el fondo de perdonar el apresurado juicio con que lapidé el pedazo de novela que leyó en el taller y que estaba a punto de publicar: Mala onda. El lanzamiento fue en una discoteca subterránea de la calle Suecia (¿por qué todos los libros se presentaban en discotecas?); José Donoso sentado al lado de Gonzalo Contreras, quien a su vez recibía las bendiciones por haber ganado el primer premio de la “Revista de Libros” por La ciudad anterior. Los elegidos, pensaba, los escritores de verdad. Y Fuguet afeitado al ras, para de alguna forma dejar en claro que no sería el mismo que hasta entonces. Según supe después, la cocaína corría sin restricción. Yo no vi nada, pero cumplí con el deber de contarle todo esto a la Carolina para que pudiera leerlo.

No sé por qué me parecía que ser parte de la tele era más urgente y más digno que terminar mi posgrado en la Chile. No me resistí a ninguna tentación, menos a las del sexo, las drogas y el alcohol. Perfectamente sanos mis pulmones y mi hígado, pude sin miedo enfermar mi ego hasta que reventara. Me veo parado al otro lado, de nuevo, esperando en la penumbra del estudio de TVN. O mejor: en la parte que nadie ilumina del set. Camarógrafos con parcas, la productora haciendo signos, vasos de café, galletas y, de pronto, el resplandor de una niña rubia vestida de hippie que hace maromas con las manos. Su amiga, tan linda como ella (una versión linda y ligera de Barbra Streisand), se esforzaba también por no mirarme.

 

“¿Qué hace él?”, preguntaba la Consuelo, la rubia con un vestido vaporoso de colores pastel, que acentuaba la irrealidad de sus enormes ojos, a la directora del programa, la Oro Colodro.

“Es el doctor Amor”, respondía ella. Porque eso se suponía que iba a hacer o eso hice al menos en un capítulo y medio, de consejero sentimental de Katherine Salosny. ¿Qué podía aconsejarle yo, virgen hasta las orejas? Amores menos que platónicos. Cartas a la nada, solo de soledad absoluta, con la torpeza de un salvaje encerrado en un bosque cuando me acercaba a las dos estudiantes en práctica, la Consuelo y la Diana: nuevas, lindas, limpias, ellas y otras como ellas en el patio del Campus Oriente, tan cerca de mi casa, que de vez en cuando iba a comer un sándwich de jamón queso al patio de Letras y Periodismo para vigilar el fluir de sus faldas y sus chasquillas, y sus colas de caballo, sus carreras de ida y vuelta al baño en grupo, el esplendor mismo de su piel sin maquillaje. O con muy poco, muy disimulado, para no desteñir ante las otras.

Ocupaba mi tiempo decidiendo cuál de todas me iba a gustar: ¿la de pelo negro y cara muy blanca, que parecía heroína de novela rusa, o la angulosa y risueña con los ojos que brillan siempre, o la rubia de trenzas que corría al fondo del jardín? No quería saber sus nombres, adivinar sus perfumes, saber dónde vivían. Me bastaba saber que existían, al lado de mi casa, al otro lado de la avenida, que se llamaba aún Diagonal Oriente, porque no habían matado todavía a tiros a Jaime Guzmán a la salida de sus clases de derecho (y de derecha). Variaciones de ojos que me atravesaban. Horriblemente solo, horriblemente lejos, pensaba, pero de alguna forma aliviado de no ser uno de esos compañeros de curso de abrigo largo, de peinado corto, de libro bajo el brazo y chaleco tejido por la mamá que ellas, en el fondo, no podían más que despreciar. Feliz de tener el privilegio de ser para ellas un extraño, de ser alguna vez, cuando me atreviera a ser presentado, una novedad irresistible.

–¿Doctor qué? –insistía la Consuelo en preguntar por mi inopinada presencia que parecía incomodarla más que maravillarle.

–No te preocupes, es una cosa medio Almodóvar –explicaba Jaime Sepúlveda, el encargado de escribir conmigo los guiones.

–Pucha, a mí me encanta Almodóvar –decía la Tita Colodro, productora del programa y hermana de la directora, quien trabajaba en el canal desde su fundación, en tiempos de Frei Montalva, pasando por todos los años (17) de Pinochet. Almodóvar, Rossy De Palma y Carmen Maura, todo lo que los directores de televisión podían admitir de vanguardia y delirio. Un nombre en clave que permitía casi todo: las faldas cortas de la Diana, el uso indiscriminado de la palabra “cult”, “bomb” y “freak” por parte de Fuguet, los videoclips de Lou Reed con John Cale presentados por Iván Valenzuela, los arbustos en forma de pájaros y dinosaurios, y el sillón que hablaba con la voz de Miguel Barriga, el vocaindenta de Sexual Democracia, grupo cómico de rock que también estaba a punto de triunfar... y que no triunfó nunca.

–Escenografía del doctor Amor –ordenó el jefe de piso y aparecieron de la nada tubos de ensayo, pipetas, pizarrones de laboratorio y humo de hielo seco. Asustado como animal que va al matadero, salí con mi bata blanca y mi guion ensayado a medias. La voz congelada en mi garganta no sabía qué estaba diciendo y qué no. Caminaba con miedo a tropezarme. Katherine, que tenía cuatro años más que yo, pero era en todo infinitamente más joven, me ayudó a no perderme. Caminamos por la escenografía llena de trampas, tratando de fingir el coqueteo que tan bien nos salía con Jaime Sepúlveda cuando lo ensayábamos en su oficina. Los camarógrafos, los jefes de piso, los productores, no parecían inmutarse ante ninguno de mis chistes. ¿Se escucha? ¿Se entiende? Quería preguntar, pero no podía.

Me agradecieron cuando terminé.

–Gracias, doctor Amor –me sonrió la Katherine. Y volví a la sombra, del otro lado de las cámaras y los cables. Ensayamos otro libreto y después hubo cambio de editorial. No volvieron a llamarme.

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