La edad media [1988-1998]

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Mi vida como mascota

Pablo Azócar y Pancho Mouat me adoptaron como mascota. Recuerdo exactamente cuándo y cómo. Una noche después del taller los acompañé caminando a un cierre de la revista Apsi, la única revista que citaba a Pavese y César Vallejo para hablar del comité por las elecciones libres y la nueva directiva del partido socialista. Atravesamos el Parque Forestal y el puente Pío Nono hasta la calle Alberto Reyes, donde la revista ocupaba una casa celeste de tres pisos. Pelamos a los otros integrantes del taller. Hablamos de libros, de los libros que ellos habían leído, que yo solo hojeaba o adivinaba. De pronto recuerdo que hablé de alguien que era comunacha. “Como un hacha para el pico”, dije. Recuerdo la risa desproporcionada que esto les produjo. Era un chiste típico de mi universidad, pero debió sonar en mi virginal boca, en mi agachado cuerpo vestido de abrigos dos tallas más grandes, tremendamente inesperado. O estaban dispuestos quizás a esperar cualquier cosa de mí, ya que para ellos era Héctor Ortega. Y Héctor Ortega era el más solo de los solitarios del centro.

Paseando con ellos por las calles de Bellavista debí parecer algo así como Pinocho conversando con el Zorro y el Gato. No sé cómo no me vendieron en una feria, como lo hicieron con Pinocho. Aunque algo parecido intentó Azócar al pretender que escribiera artículos irónicos en los especiales electorales de Apsi.

Y la Mariluz Velasco, la encargada de las páginas, dejándome entrever a través del generoso escote de su pullover verde turquesa el movimiento de sus senos pequeños pero alegres, solo para que Azócar los viera de rebote. ¿Qué edad tendría ella?, ¿25 o 26 años? ¿Qué edad tenía la Milena Vodanovic, más linda todavía, que escuchaba con paciencia cómo un tipo de barba muy negra y sandalias le hablaba de un tal Fuguet que escribía unos cuentos raros? ¿Qué habría dado yo por interrumpirle y decirle que yo conocía a Fuguet, que era de mi taller, que sin ser mi amigo era mi amigo? ¿Habría sacado algo con adelantarme dos años y conocer a Roberto Merino, que insiste en que nunca en su vida ha usado sandalias?

No sé qué dije, no sé qué hice ese día. Inmovilizado por lo fácil que me había salido todo. Las páginas llenas de manchas, unos chistes, una noche... y de pronto, las puertas de la revista abiertas (aunque los artículos de prueba que escribí para el suplemento se perdieron en algún basurero). Me bastaba, aún me basta, la sola idea de ganar. Me quedé mirando el movimiento delicado del aire entre las mujeres, mientras Pablo Azócar me presentaba como un logro propio, un adolescente de verdad, o más bien, un adolescente de libros, de esos que solo salen en los libros, rabioso y solo, implacable y desesperado, torpe y decidido, a pesar de mi radical timidez. Todo eso que Azócar había logrado cubrir de su saxo Lester (por Lester Young), de mujeres inolvidables que entraban y salían de su vida al ritmo de las frases sugerentes que anotaba para su novela Natalia, que comenzaba así:

“Por esos días, había que tener talento para no morirse. No cabíamos en nuestros calzones ni en nuestro sueño, caminábamos sin mirar para atrás, fumábamos como si fuera un acto de lucidez y tomábamos café negro para disipar el espanto. Nos rondaba la sospecha de que cada mañana iba a ser la última, y algunas lo fueron. Cometíamos tantos errores que se hubiera dicho que se trataba de un sistema de vida”.

Natalia era todo eso: mujeres imposibles, citas, sexo y saxo también, zigzagueo, poesía, chistes que querían ser crueles y eran casi siempre tiernos, como el propio Pablo, al que en la revista le decían Pablo Azúcar. Él había convertido su tartamudeo en una forma de seducción. Y defendía el valor de la ambigüedad, si bien sobresalía entre los escépticos del Apsi porque creía aún en muchas, en demasiadas cosas: en la literatura, el jazz, las mujeres, la poesía. Todos los deslumbramientos que lo habían alejado de la pichanga y los amigos del colegio, de la impecable normalidad de su familia impecablemente chilena, un ingeniero, un doctor y un periodista, al que se le permitía ser “medio poeta”.

Quizás terminé por defraudar a Pablo al elegir el “poder”, o lo que él llamaba “poder”, muchos años después, al no irme del The Clinic, cuando decretó que este medio se había vendido al poder y el dinero al despedir por exceso de cocaína y falta de trabajo al argentino Enrique Symns. Nunca pude explicarle a Pablo que era eso lo que buscaba en el Apsi esa tarde en que me presentó como un monstruo perfecto a la Mariluz Velasco. Mi virginidad, mi sobriedad, mi soledad eran cualquier cosa, menos inocencia, Pablo. Nunca entendiste eso, que mi empeño por no hacerme culpable de casi nada nacía justamente de esa seguridad, la de ser culpable de todos los deseos más innobles, de las ganas de aparecer, de no desaparecer nunca más. Tú que decías desconfiar de los que no toman y pensabas que la virginidad era una tara, en el fondo me felicitabas por mantenerme a resguardo del mundo, expectante, como si se tratara de mi libro y no de mi vida.

Pero yo estaba vivo, quizás de un modo que hasta a mí me parece inadmisible, Pablo. Era inexperto, pero no era ni por un minuto ingenuo. No me iba a matar ni en broma ni en serio, aunque te tenía convencido en Lisboa, donde te refugiaste después de publicar Natalia ese mismo año 90, de que me iba a suicidar si ella admitía que no podía leer la letra enrevesada con que le escribía cartas.

“Escríbeme, escríbeme, no dejes de escribirme, por favor. No te desanimes, no te desesperes, espérame y escríbeme”, terminaba Carolina sus cartas, donde me contaba sus veraneos en Mallorca, de su departamento en alguna calle con nombre de conde en el centro de Madrid. Y me ordenaba ir al japonés de la calle Merced, ese con fotos de barcos y japoneses de verdad, y comer sashimi, que era todavía una rareza. Y caminar de noche entre los flippers de Irarrázaval, no perderme la noche, sino que perderme en la noche, como ella se perdía en Madrid, orgullosamente sola, desesperada de ganas y de miedo de escribir, de estar todo por dentro escrita.

Leía por ella, con ella, La campana de cristal de Silvia Plath. La adivinaba convertida en esa niña talentosa y demasiado seria que empezaba a delirar en la novela de Plath. Sabía, como sabía la Carola, que el final del libro no estaba en el libro, sino en la solapa, donde se contaba que la autora había terminado por hundir su cabeza en el horno de la cocina. Y el marido, Ted Hughes, se fue con otra, quien a la postre terminaría por matarse también.

“No dejes de escribirme Gumucio –me imploraba–, no te desesperes con mi vagancia, escribe como si fuera lo último que tienes que hacer. Escribe, no dejes ni un segundo de escribir”, leía en las tarjetas postales mandadas desde Sevilla o las Islas Baleares. No respondía nunca a las insinuaciones muy vagas que yo dejaba flotar entre líneas. Escuchaba con delicia a la Cecilia Bolocco en la televisión solo porque su voz quebrada me recordaba a la de la Carola.

Nunca me he comunicado con mayor sinceridad con alguien, quizás justamente porque la Carola nunca contestaba a ninguna de mis insinuaciones. No importaban las respuestas, aunque viviera uno para las respuestas, porque las cartas podían perderse, porque mi letra ilegible en el sobre no aseguraba que el cartero supiera a qué dirección enviarla. Suspendido entre la carta y su respuesta... así me sentía, en un limbo hablando con la sombra de la sombra de Carolina. La idea misma de la existencia de un mundo limpio y de la Católica, casi tan virgen como yo, que tenía mis mismos miedos y otros que era incapaz de imaginar siquiera. Carolina interrumpía bruscamente la carta para naufragar entre los cines de la calle Princesa, donde me perdería yo también 10 años después.

Fines de los 80, principios de los 90: las cartas se mandaban aún por correo, escritas a mano, sobre papel roneo, a la oficina de Providencia con General del Canto, al lado de la oficina de mi mamá en Almirante Pastene. Me gusta pensar que pertenezco a la última generación que envió cartas así. Me da vértigo imaginar la cantidad de cosas que se hacían hace siglos de una manera y que justo en esta época dejaron de hacerse así. Viajar, por ejemplo, que ya no es lo que Carolina hizo cuando aceptó la beca que le ofreció Juan Luis Cebrián para hacer el máster de El País. Viajar, irse, borrarse del planeta, arrancar con todo a medio hacer, irse al verano cuando aquí es invierno, a la noche cuando aquí es de día. Esa valentía era inconcebible para quien había borrado la idea misma de que pudiera existir algo más que Santiago.

No importaba. Digo lo que todos los viejos dicen, que la vida en ese tiempo era otra cosa. Había escogido a los compañeros del taller como amigos. No me atrevía a llamar a los demás. Odiaba el teléfono, no salía a la calle lejos de mi barrio. Tenía las cartas, sin embargo. Por carta era valiente y único. Por carta era aún la promesa. Por carta era Héctor Ortega de un modo en que no alcancé a ser cuando escribía con su nombre. Por carta seguí viviendo esos años, como vivió Carola, lejos, muy lejos, extraña y extranjera, aunque yo tenía la ventaja y la desventaja de hacer eso en mi propia ciudad.

–¿Por qué no escribes a máquina? –me lanzó bruscamente en una de sus primeras visitas a Chile–. No entiendo nada tu letra. Es como si me escribieras en chino.

–¿Por qué no me lo dijiste? Pensé que te gustaba mi letra. Pensé que era más auténtico. ¿Por qué no me dijiste que no entendías nada? Tengo una máquina de escribir en la pieza.

–No podía decirte la verdad, no podía hacerte eso. Pablo me convenció de que si te lo decía, te ibas a matar. Yo no quería tener esa responsabilidad encima. Parecía tan importante para ti lo que escribías, que no te podía decir que no leía nada.

 

Pero no me voy a matar nunca, pensé por primera vez con toda evidencia. ¿Cómo no sabes eso tú, Carolina? ¿Cómo podía creer mi mentira, como la creía Pablo, 10 años más viejo que yo? ¿Cómo no sabían que mi secreto era ese, y ese mi poder?

Ziggy Stardust en Viña del Mar

Era el año 1990. Bowie acababa de dar un recital casi vacío en el Estadio Nacional que le había gustado hasta a Ítalo Passalacqua. Yo tenía 20 años y había pasado la infancia y la adolescencia escuchando música clásica y cantautores franceses. Sentía que era tiempo de iniciarme en el rock, pero quería recubrirme con cierta barrera profiláctica, algo de prestigio, de referencia cultural, de vanguardia, para no caer en la vulgaridad de los videoclips que seguían aturdiendo a la gente de mi edad. Bowie parecía un candidato ideal para esa iniciación. Mi hermano Ignacio había escuchado en la escuela de arte un casete de grandes éxitos y me dijo que las canciones se parecían un poco a las de Lennon.

Prevenido, informado, protegido, puse en mi walkman The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars. Un hombre vestido de cocodrilo delante de una caseta de teléfono londinense. El cielo amenazante, la luz extraña de un cartel, la insolencia de su gesto de guerrilla con la guitarra como metralleta. El casete empezó a rodar. A lo lejos, una batería se iba acercando, primero sola y luego acompañada de una especie de guitarra que se esparcía como gotas de lluvia espacial. Las arañas de Marte iban tejiendo su red de ecos y reverberaciones eléctricas, hasta que llega la voz: una voz de gemido, de chillido, de llamado, una voz de niño y de vieja a la vez, una voz de apuro y de orden perentoria, una voz que no tenía nada de humana y nada de inhumana tampoco, una voz que era la que tenía atravesada en el pecho cuando nadie me veía, cuando no sabía si era hombre o mujer, niño o anciano, cuando solo sabía que quería ser estrella para que nadie más me tocara.

No sé por qué estaba en Viña del Mar ese día. Creo que había acompañado a mi papá a alguna reunión política. Me había escapado con el walkman a caminar por la plaza, el Hotel O’Higgins, las vías del tren. Estaba nublado, las tiendas vendían botones, posters de Emmanuel, Super 8. Entre las palmeras sucias y los buses, las mansiones y las pensiones se mezclaban en el cielo sin gloria, sin estilo alguno. Ziggy Stardust hablaba de todo eso, supe de pronto. Su esplendoroso mal gusto no quería ser auténtico ni profundo. Su música hacía todo para que se te pegara al cerebro y desde ahí estallar. La guitarra era desafiante, pero se perdía en el eco de los violines que, a su vez, se convertían en rumores de brujas electrónicas. El piano a veces era noble y sentimental, si bien la voz seguía siendo un graznido de otro planeta.

Todos los resguardos que había interpuesto entre mi conciencia y el rock, cayeron. De Bowie no me gustó el buen gusto de sus años de pelo rubio y traje impecablemente cortado, ni sus coqueteos infinitos con la vanguardia, sino eso que en Chile uno había visto en Miguel Bosé y Elton John y hasta en el Luis Miguel de niño, y también en Albano y Romina Power y Jeannette cantando “¿Por qué te vas?”, ante una orquesta de instrumentos naranja, todos sintetizados o desviados en estudio de su sonido original. Ziggy era brillantina y pelucas, pero con un resplandor de muerte, con una voz que asustaba y que, asimismo, daba la idea de que tenía miedo, miedo a ser tragada por sí misma. Era rock sin ningún toque de blues, era la ciudad completa: el asfalto y los electrodomésticos y las industrias y la contaminación: cero rastro de hippismo pastoril. Era televisor en la pieza. Era música de alguien que aprendió a tocar escuchando la radio y no a los abuelos. Era música de gente que no tenía ya relación alguna con la tierra o el mar. Música de gente que no usaría nunca más sus manos, que no sentía del todo su cuerpo. Era música de fantasmas que no comen o comen demasiado, pero viajan entre los objetos sin tocarlos. Era música de un buen hijo que se rebela por donde menos lo esperan los padres, usando el lápiz labial de la mamá, pero parándose en el escenario con la insolencia que nunca tuvo su padre.

Yo no sabía por entonces suficiente inglés para entender que Bowie cantaba como si fuese una súper estrella venida del espacio a suicidarse en público. Sabía que representaba todo lo que la educación de exiliado de izquierda me prohibía: la pretensión y la fama, la extravagancia de las ropas y el maquillaje, el capitalismo sin cristianismo, el aura decadente pero nueva, siempre nueva. Todo eso venía envasado en canciones filosas y sutiles a la vez, que tenían la astucia de desafiar tus oídos con sonidos nunca antes experimentados, hasta que llegaba el coro, preciso y pegajoso, que te recordaba que esto era pop después de todo. Limpio, exacto, sin huellas ni evidencia, como un crimen perfecto.

Escucharlo era lo de menos. Lo terrible era que Bowie te proponía jugar a ser Bowie, a moverse como un lord entre los desechos industriales, ser el payaso blanco que su mamá reta en una playa después del Apocalipsis. La magia de Bowie no consistía en su capacidad para armar personajes para después matarlos en el escenario. La gracia estaba en cómo su música se infiltraba en tu médula espinal. Eso y una cierta elegancia que se podía adivinar hasta en Ziggy Stardust, el menos sofisticado de los discos de Bowie, una manera de pasar por las canciones como quien atraviesa un desfiladero, una cierta distancia que hace tan raro pensar que podía morirse como mueren los seres humanos, de cáncer al hígado, a los 69 años.

¿Dónde estaba el hígado de Ziggy Stardust? ¿Dónde estaba la vejez del Duque Blanco? Y, sin embargo, de eso hablaban las canciones en mi walkman, que luego sería discman, iPod, iPhone. De eso siempre hablaron todas las canciones de Bowie, del miedo a quedarse solo y morirse, y de su reverso: del vértigo de seguir vivo a pesar de todo. No de mujeres fáciles o difíciles, no de protestas contra la autoridad, no de drogas ni alcohol, no de liberaciones de ningún tiempo. Bowie hablaba del tiempo, de la fragilidad de nuestros sexos y nuestras mentes, del terror a volverse loco, de las ganas de perderse en la multitud, de nuestras palabras que chocan siempre en el mismo auto. Hablaba de la fama, es cierto, pero sobre todo de la ansiedad que te impulsa; es decir, el terror a no ser nadie si no te recuerdan cada cinco minutos quién eres. Había que inventarse un personaje, crear tu propio maquillaje.

Algo parecido al cielo se abrió con David Bowie. Antes de esa mañana en Viña del Mar coleccionábamos con mis hermanos revistas en fascículos de historia del rock de los años 70. Escuchábamos a los Velvet Underground, los Beatles y los Rolling Stones. El rock nunca fue para nosotros un desborde. Tampoco recitales, gritos, drogas o alcohol. Fuimos la primera generación que escuchaba rock como quien escucha el cuarteto de cuerdas de Brahms. Bailábamos solos en la pieza. No, ni siquiera: escuchábamos con el cuerpo, recitando letras en un idioma que no conocíamos, pero que quedaban marcadas a fuego. El idioma del mismo imperio que nos exilió. La música de los enemigos. Y nos gustaba también por eso: como la cera caliente, había moldeado nuestros sueños, nuestras fantasías, nuestros cuerpos.

El rock era una forma de aceptar lo que éramos. La luz de los tubos fluorescentes y la posibilidad de hacer arte con cajas rotas y guitarras saturadas, la ropa usada y la música usada también. La onda, la vibración y hasta la excitación sexual de admirar a un hombre pintado de mujer cuya música nos lleva a esas fábricas de válvulas, de ampolletas, de vasos, de ropa donde trabajaban los padres reales o imaginarios de los cantantes de rock.

Nos perdimos con mi hermano la primera parte de esa revolución, esa que hizo de la fábrica, la música y la comida en serie una forma de arte. Un arte que tiene justamente en su falta de materialidad su aura. Nos negábamos a usar jeans y a masticar chicle. Nos negábamos a escuchar la música que daban en la radio. Íbamos donde un vendedor de vinilos en San Diego, que nos grababa casetes de Paolo Conte (que no era particularmente rockero) y Tom Waits y su piano lluvioso de perros abandonados. Coleccionábamos discos ligeros, de esos que venían con los fascículos de Otis Spann, B.B. King, pero también de Buddy Holly y los Beach Boys. No, los Beach Boys vinieron después.

En esa época anterior al rock –para nosotros, repito–comprábamos los casetes en rebaja de la Feria del Disco. En un solo casete venía Percy Sledge, Otis Redding y Wilson Pickett. Otro casete con Marvin Gaye, las Supreme y los Four Tops. Esa música que podía explorar todos los sentimientos sin ser sentimental. Batería y violines que te arrastraban como las olas del mar. Motown, que cristalizaba mejor que ninguno mis inconfesables ganas de vivir. Era el talento como única opción de sobrevivencia. Era subirse al ring a noquear el aire con la ligereza de una avispa, como decía Mohamed Alí para asustar a sus oponentes. La música de Motown era lo contrario de la música posromántica de los hijos y nietos de Wagner, que era la que escuchaba con pasión hasta entonces. Era mi forma de saltarme el callejón sin salida de la dodecafonía y la atonalidad serial en que terminaban fatalmente los experimentos de Wagner y Gustav Mahler.

Esas verdades de la Motown y David Bowie estaban dentro de mi cuerpo, eran conocidas, como un idioma común. Esa fue una sorpresa de la que aún no me repongo: tener un cuerpo que vibra y habla y calla y se mira y se olvida cuando se deja llevar por el baile.

John Lennon, Keith Richards, Pete Townshend, o el mismo David Bowie, hablan de su infancia entre sirenas y racionamiento. Su inconsciencia, sus contoneos en el escenario, sus gritos y sus solos de guitarra surgieron de los bombardeos sobre Inglaterra en medio de los que nacieron. Su conciencia siempre tuvo la guerra como frontera. Entiendo por qué no se hicieron nunca grandes, adultos quiero decir, por qué no dejaron nunca de alimentar una rabia que ni los millones de fans y dólares, ni las sobredosis sin fin de droga y whisky, logran calmar. La guerra no es algo que sucedió; es algo que sucede y se repite en el fondo de algo anterior a los recuerdos.

Esa mañana nublada de Viña descubrí eso. La batería que palpita una promesa temible y la guitarra que despega toda su lluvia radiactiva representaban el derecho a tener un cuerpo que huele la distancia de las cosas, que entra y sale de ciudades que no conoce. Es lo mismo que decía Roger Waters, el ex líder de los Pink Floyd, tocando su The Wall en la Postdam Plazt abandonada de Berlín, el 21 de julio de 1990. Esa guerra con alambres de púas y militares vigilando en ambos puntos del Checkpoint Charly era también una guerra interior, una guerra moral que se libraba en cada uno de nosotros, protegidos nuestros miedos y traumas por un muro de órdenes, frases hechas, bombas atómicas que podían acabar con el planeta, guerrilleros impotentes, mentiras que, una vez derrumbado el muro, nos dejaban desnudos ante nosotros mismos. Miles y miles de alemanes y polacos e ingleses escuchando el coro de Ejército Rojo, y Van Morrison, Cindy Lauper, Scorpions, Ute Lemper y el mismo Roger Waters sobre los ladrillos rotos de plumavit de su propia depresión convertida en un síntoma del mundo.

El talento como única opción de sobrevivencia, decía David Bowie esa mañana en Viña del Mar. Me rebelaba contra mis padres escuchando música que hacía gente de su edad, desmesuradamente joven aún en el escenario, en su momento de gloria, justo antes de la decadencia, cuando el rock se convirtió en un deber más. Reconstruía una parte perdida de mi propia genealogía, los años 70, cuando mis padres escuchaban boleros, cha cha cha, Violeta Parra y Víctor Jara. Pensaba que yo y mi hermano estábamos más o menos solos en esto, así que me decepcionó profundamente enterarme por Iván Valenzuela de que existía un tal Lennon, de Concepción, que escuchaba la misma música que yo. Era la primera reunión de la “Zona de Contacto”, el suplemento juvenil de El Mercurio. Para impresionar a Valenzuela, que era crítico de música en el mismo diario, le presté los audífonos de mi walkman y le puse “Eight Miles High”, de los Byrds, la guitarra que pierde cualquier continuidad, dispara notas como llamados de telégrafo, y las voces como fantasmas que se sobreponen. Parece una canción de los Beatles pero es lo contrario, la noche y sus faroles y sus ciudades dormitorio, suburbios, gasolineras, estrellas, galaxias, agujeros negros.

 

–El Lennon está haciendo un disco así –me informó Valenzuela–. Graba en Filmocentro. Si quieres, lo vamos a ver. Tiene un grupo, se llaman Los Tres, aunque son cuatro. Hay un guitarrista de jazz espectacular. Uno que tocaba con Cometa. ¿Te acuerdas de Cometa? Jazz-rock. Dejaban la cagada en la sala Isidora Zegers. Angelito Parra se llama, hijo de Ángel Parra. Cuando quieras vamos a escucharlos.

Yo no quería. Yo quería mantener el rock y el soul como una pasión secreta. Era, ahora que lo pienso, la primera vez que iba a El Mercurio, el diario que había apoyado el exilio de mis padres y que fue financiado por la CIA para propagandear el golpe militar. Éramos nosotros, los jóvenes de la Zona, la representación de los nuevos tiempos. No había que pedir perdón ni reincorporar a nadie, sino apostar por los jóvenes, los nuevos, los que fueron criados en los videoclips de Michael Jackson y Madonna.

Mentiría si dijera que sentía algún tipo de duda o de escrúpulo. Todo eso me parecía natural, nos parecía natural. Para dar por inaugurada mi entrada en sociedad, escribí un artículo odioso contra Silvio Rodríguez y la gente que lo escuchaba. Era sincero, puedo alegar en mi defensa. Su gangosa voz, sus metáforas de flores y unicornios, sus complejos acordes y su simpleza ideológica, me repugnaban tanto entonces como ahora, que lo escucho sin parar, como si algo de esa juventud que no fue nunca la mía se hubiese quedado pegada en los complicados arpegios del trovador y el piano y las metáforas floridas y La Habana vieja y su lluvia de tejas. Silvio, la “Zona de Contacto” y Ziggy Stardust... de qué callada manera, como diría Pablo Milanés, termina uno con tal de ser totalmente parte de su época.