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LA HISTORIA COMO CIENCIA Y EL NUEVO PATRIOTISMO

En el Museo de Instrucción Primaria, Rafael Altamira ocupó en 1888 por oposición la plaza de segundo secretario y director de publicaciones. Dio clases sobre temas históricos y en 1890 el Museo le envió París, donde asistió a cursos en la Sorbona, en el Colegio de Francia y en la Escuela de Altos Estudios. Allí se encontró con una efervescencia renovadora del estudio y la enseñanza de la historia. Gabriel Monod había expuesto en 1876, en el primer número de la Revue historique, el principio que debía hacer de esta revista un nuevo tipo de publicación periódica dedicada al conocimiento histórico: la pretensión de independencia de cualquier dogma político o religioso y su compromiso con la ciencia en busca de la verdad.41 En buena medida gracias a Ernest Lavisse, en los primeros decenios de la Tercera República la institucionalización de la investigación histórica y de la enseñanza de la historia había dado en Francia un gran salto hacia delante. Lavisse, profesor en la Sorbona, autor de varios trabajos sobre la historia de Prusia y los emperadores de Alemania en los siglos XVIII y XIX, era muy conocido sobre todo por su preocupación pedagógica y los pequeños manuales de historia destinados a la enseñanza primaria. Su contribución a las instrucciones y los reglamentos para la enseñanza secundaria, fruto del trabajo de una «Comisión de reformas» que el ministro Léon Bourgeois hizo suyo en 1890 (el mismo año en el que Altamira llegaba a París), era toda una declaración de principios sobre el importante papel que debía jugar la enseñanza histórica en la educación intelectual, moral y cívica de los alumnos. La historia, pensaba Lavisse, debía fortificar el natural amor al país natal, pero sin olvidar al hombre en el ciudadano, ni dejar de proporcionar un conocimiento más amplio y universal que fuese útil a la humanidad.42

Cuando Altamira llegó en 1890 a París, Charles Seignobos acababa de asumir las funciones de «maître de conférences de pédagogie (sciences historiques)» en la Sorbona. En 1898 será nombrado para suplir a Lavisse como encargado de un curso de Historia moderna, pero solo adquirió en la Sorbona la condición de profesor (de «método histórico») en 1907. Para entonces había publicado una Histoire politique de l’Europe contemporaine (1897) y L’histoire dans l’enseignement secondaire (1906), así como dos trabajos que le llevaron a ocupar la primera fila del debate metodológico en la historiografía y en las ciencias sociales del cambio de siglo: sendos libros, uno junto con Charles-Victor Langlois, Introduction aux études historiques (1897) y el otro La méthode historique appliqué aux sciences sociales (1901). Su concepción de la historia, lejos de la caricatura que de ella hizo la escuela de Annales a mediados del siglo XX, distinguía dos fases en el trabajo del historiador, una de establecimiento de los hechos a partir de la crítica de los documentos y otra de interpretación de los hechos. Detrás de esa división, como ha puesto de relieve Antoine Prost, se encontraba una preocupación pedagógica. A su parecer, las nociones abstractas (pueblo, nación, Estado, derecho, clase social…) eran difíciles de aprehender por los alumnos, como expuso en 1907 en la conferencia pronunciada en el Museo Pedagógico de París. En consecuencia, la enseñanza de la historia debía comenzar por la adquisición de verdaderos conocimientos, antes de entrar en la interpretación. Por más que semejante separación fuera muy cuestionable, en ninguna de las dos fases Seignobos dejaba fuera la imaginación o la representación, consciente de los problemas epistemológicos de la ciencia histórica. Militante «dreiyfusard», miembro del comité director de la Liga de los Derechos del Hombre, su deslizamiento hacia la historia política se explica por su compromiso republicano.43

Rafael Altamira conoció en persona a estos tres destacados historiadores franceses durante su estancia en París y siguió luego con atención sus respectivas trayectorias. También mantuvo una relación continuada con el hispanista francés Morel Fatio y quedó impresionado por las clases de Ernest Renan, el historiador «blasfemo» que en Vie de Jésus (1863), un minucioso trabajo de crítica histórica, se había atrevido a resaltar la vertiente humana del personaje, el carácter poco dogmático de su doctrina y su afán reformador. La conferencia de Renan dictada en la Sorbona en marzo de 1882, que llevaba por título ¿Qué es una nación?, había tenido una gran repercusión dentro y fuera de Francia. En ella Renan partía del reconocimiento del vínculo con el pasado, en la línea de los argumentos conservadores, a los que sin embargo añadía otros nuevos al hablar de «solidaridad» y de «conciencia moral» (la conciencia de asumir lo que otros han hecho antes que nosotros, el peso de la historia). Además, en compañía de ese concepto comunitario y cultural de la nación, Renan ponía en primer plano la libre voluntad de los individuos y el consenso «plebiscitario» en el presente, una decisión actual que se expresaba por medio de la voluntad.44

Con las lecciones dadas en el Museo de Instrucción Primaria durante los años 1890 y 1891, reciente como estaba el viaje a París que le había puesto en contacto con la moderna historiografía francesa y los progresos educativos de la III República, Rafael Altamira escribió La enseñanza de la historia. La primera edición del libro apareció en 189145 y, aun cuando no se puso a la venta, «circuló bastante en España y en el extranjero entre las personas dedicadas al profesorado o al cultivo de la historia y de la pedagogía», como nos dice el propio autor. Las correcciones, adiciones y modificaciones hicieron de la segunda edición, en una editorial comercial, «casi un libro nuevo», publicado en 1895.46 En el prólogo, Altamira escribe lo siguiente. Había libros «que por su título parecen pertenecer a la metodología de la historia, y que en rigor, o no dicen nada acerca de ella, o son principalmente de lo que se llamó hace años ‘filosofía de la historia’». Otras veces estudian lo que se conoce con el nombre de crítica histórica, aun cuando lo más frecuente «es que los autores adopten el punto de vista artístico», es decir, que consideren la historia una obra literaria. Ninguna de las obras que conocía «corresponde con el plan de la mía», bien porque lo trataban en parte, de un modo muy general o solo en determinadas naciones. «Yo he procurado reunir los diversos puntos de vista que interesan a la enseñanza en todos sus grados».47 El libro entraba en el estado actual de la enseñanza de la historia en Europa y en Estados Unidos, caracterizaba la «Historia Moderna» (es decir, el nuevo y más moderno concepto de historia), se detenía en los materiales de enseñanza de la historia y concluía con la metodología educativa y con la organización de la enseñanza superior de la historia en España.

¿Qué era para Altamira la historia en tanto que moderna disciplina científica? «Historiografía» mejor que «Historia», afirmará mucho después en el prólogo de su libro Proceso histórico de la historiografía humana (1948), a fin de evitar los equívocos y confusiones de esta última palabra desde que los helenos bautizaron con el mismo nombre «las actividades humanas creadoras del hecho antropológico de la vida social» y «la Historia como forma de la literatura que busca el relato y la explicación» de semejante hecho.48 Sin embargo, en La enseñanza de la historia todavía no utiliza el término historiografía.

«Puede tomarse la palabra Historia (aplicada exclusivamente al sujeto humano) en dos acepciones distintas, que mutuamente se complementan: como orden de conocimientos referentes al cambio de estados, a la evolución y variaciones de la humanidad en el tiempo; y como el propio hecho real de la evolución, objeto y tema de los conocimientos aquellos y base necesaria para que existan.»49

En el primer sentido, Altamira tenía a finales del siglo XIX muy presente el contexto de una profesionalización de la historia en Europa y en América que ponía el acento en los valores científicos y en las virtudes del método, proceso este que empezaba a darse también en España, como Ignacio Peiró y Benoît Pellistrandi han puesto de relieve.50 Sin embargo, la aportación de Rafael Altamira en el plano estrictamente metodológico no fue muy original. En palabras de Juan José Carreras, se limitó a asumir el método crítico de Ranke y el Seminario de historia alemán, y si es cierto que también eso lo hicieron a finales del siglo XIX Ernst Bernheim, en su Introducción a la historia, y Langlois y Seignobos, en la primera parte de su Introducción a los estudios históricos, ambas obras aportaron novedades relevantes en el terreno de la metodología de la historia. Próximo a la corriente francesa, Altamira hizo suya la crítica a la degradación metodológica en Alemania, con el detallismo excesivo que impedía a los alumnos adquirir conocimientos generales sociológicos y hacerles ver «la relación y la unidad de los hechos», «el sentido de lo que se llama composición histórica». Altamira defendía la misma asepsia que Seignobos en la labor inicial de constatación de hechos, pero se acercaba a Bernheim y se distanciaba de Langlois y Seignobos por una noción de documento que abarcaba toda clase de restos procedentes del pasado y no solo los escritos.51

Como era frecuente en los inicios de la profesionalización de la historia, que a veces de manera equivocada se ha dado en llamar «positivista» como si fuera un producto de la filosofía de Compte, aun cuando en realidad no hacía sino profundizar en la metodología del «historicismo» de la escuela histórica alemana, Altamira se mostraba partidario de la lógica inductiva. Sin embargo, no porque al modo de las ciencias naturales concibiera el razonamiento inductivo como un viaje de lo particular-empírico al descubrimiento de leyes que transformaban los hechos en ejemplos de una posible teoría del progreso humano. Altamira seguía de cerca la idea de generalización histórica de Gabriel Monod y esta, en el fondo, no se diferenciaba de la de Ranke y Droysen. La generalización histórica, escribió Monod, no proporciona leyes universales, válidas en todo tiempo y lugar, sino grandes líneas de desarrollo de la humanidad, condiciones generales que se manifiestan bajo formas diferenciadas en los distintos países. Por semejante motivo, «la construcción sintética de la Historia» se componía «de un trabajo simultáneo de generalización y de particularización. La misma particularización contiene una parte de síntesis».52 No otra cosa se propuso Altamira en el caso de la historia de España: destacar las «direcciones fundamentales»53 y encomendarle al historiador «la fijación de la constancia y la generalidad repetida, en la historia española, de cierta clase de actos, ideas o sentimientos declarados, y la consiguiente creencia de que, merced a esa continuidad, el conjunto de ellos expresa una nota característica o una dirección fuertemente señalada de nuestra vida pasada y presente».54

 

La historia en tanto disciplina tiene sus peculiaridades, pero Altamira entiende que esa particularidad se encuentra bien destacada por historiadores contemporáneos suyos como Monod, Bernheim y Seignobos. En 1895, en la segunda edición corregida y aumentada de La Enseñanza de la historia puede leerse, al comienzo del segundo capítulo («Estado actual de la enseñanza superior de la historia»), que mientras en la enseñanza primaria y secundaria el estudio de la historia es un elemento de cultura y de educación general, en la enseñanza superior se convierte en «disciplina profesional y científica, según el concepto que domina en casi todo el mundo respecto a la misión de las Universidades, consideradas, ante todo, como centros científicos».55 Sin embargo, tras pasar revista en ese mismo capítulo al estado de dicha disciplina en Alemania, Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Bélgica y otros países, dedica los dos siguientes al «contenido» de ese nuevo tipo de «Historia», para introducir más tarde, en los capítulos sobre «el material de enseñanza» (concepto y clasificación, uso y crítica de dicho material, fuentes literarias originales, el libro en las clases de Historia) algunas pocas consideraciones metodológicas. «Estudiadas las fuentes de conocimiento, o sea el material de enseñanza», nos dice Altamira al comienzo del capítulo noveno, «procede ahora tratar directamente del modo de emplearlo, es decir, del método según el cual han de utilizarse las fuentes y lograr el resultado científico que se busca».56 En vano se buscará en el libro un apartado específico sobre el método. Los motivos aducidos (haber adelantado observaciones relativas al método en los capítulos sobre fuentes y expuesto antes los principios fundamentales de la metodología moderna) resultan poco convincentes. A mediados de 1890 las ideas de Altamira se limitaban a dar a conocer unos principios muy extendidos en la profesión de historiador y, en especial, la aplicación práctica de esos principios al análisis crítico de las fuentes; y lo hacía justo en el momento en que el método servía a la historiografía europea y americana más avanzada de aquellos años para darle a su trabajo el carácter de ciencia. Todo un sistema de normas profesionales así considerado, «en una época en que la cientificidad era el sello distintivo de lo moderno y lo autorizado»,57 se abría camino en aquellos años y Altamira no tenía dudas al respecto. Tal vez por ese motivo su interés se centró en otras cuestiones distintas de las estrictamente metodológicas.

La nueva historia de finales del siglo XIX, aquella que Altamira denomina «Historia moderna» para diferenciarla del saber histórico anterior, no solo podía reivindicar una metodología de carácter científico, también una nueva orientación y unos nuevos contenidos. Su aportación en esa dirección ha sido estudiada por Rafael Asín, Juan José Carreras, Josep Fontana y José María Jover58 y puede resumirse de la siguiente manera. La historia científica es historia de la civilización y ese término, historia de la civilización, tiene un doble significado para Altamira. En primer lugar, sirve para decirnos que la nueva historia no estudia solo los hechos políticos, sino el conjunto de la vida social, lo que trae consigo una considerable ampliación del contenido de la historia y del punto de vista del historiador, dispuesto a dar cuenta de todos los aspectos de la vida social y no solo del político y del militar. En ello, cabe añadir, Altamira sigue la tendencia que a finales del ochocientos se esbozaba en la disciplina histórica y acabó predominando en el siglo XX. A favor de semejante ampliación convergían entonces en Europa y en América un número creciente de historiadores de distinta procedencia: los historiadores de la escuela francesa con Monod, Lavisse, Langlois y Seignobos a la cabeza; en Alemania los «historicistas» como Droysen y la «historia cultural» de Lamprecht; las nuevas tendencias en la historia profesional norteamericana (Turner, Robinson, Beard, Becker), que incluían lo social, lo económico y lo intelectual, además de la historia política y la constitucional.59

En segundo lugar, la «Historia de la civilización» de Rafael Altamira se diferenciaba de las otras historias de la civilización anteriores o de su misma época al concebir la vida social

«...como un organismo en que todas las partes y manifestaciones tienen valor propio y esencial. De ahí la necesidad de estudiar a los pueblos como unidades corporativas, orgánicamente, en todos los aspectos de su actividad y en todas las funciones de su energía, de las cuales una sola (la política) no puede reclamar, en absoluto y para todos los casos, la supremacía real.»60

Semejante punto de vista muestra una vez más la influencia filosófica del krausismo, que en su caso se entremezcló con el impacto de las nuevas teorías «positivistas» y la recepción del organicismo spenceriano, según Juan José Carreras.61 La idea de la unidad de la vida en el organismo social, pensaba Altamira, de la recíproca influencia de todas sus partes y elementos, y de la respectiva dependencia y proporción de cada una, caracteriza «la vida de un pueblo, su misión en la historia y la influencia que en ella ha ejercido»; un «sentido orgánico» que «falta inculcar en los autores modernos, haciendo de él principio fundamental de la metodología histórica».62

Para el autor de La enseñanza de la historia, el conocimiento histórico de tipo verdaderamente moderno y científico no era la reunión indigesta de estudios parciales sobre los distintos aspectos de la vida humana en general o de la vida de un pueblo. En las llamadas «Historias de la civilización» fallaba «el principio orgánico», bien porque se limitaban a ampliar la base de la historia política al sustituir el sujeto individual (rey, príncipe) por el colectivo (pueblos, clases sociales), como ocurre en Guizot y en Macaulay, bien porque al contrario se dejaban llevar por la exageración y suprimían la historia política externa (Seignobos), o bien debido a que no guardaban la proporción entre las diferentes partes. En la «idea moderna» de Historia la palabra civilización debía tener un sentido amplio y no reducirse al desarrollo interno en el orden material, intelectual y moral, sino tomar también en cuenta «el movimiento exterior de la vida de un pueblo, como Estado, en su existencia íntima y en sus relaciones internacionales».63 Del mismo modo, tampoco excluía «los tipos de civilización distintos del nuestro, ni los que, por muy bajos que se encuentren, pudieran creerse extraños a ella. Todos, en cuanto hechos humanos, son de la historia».64 La insistencia en la unidad orgánica de la vida social y de la civilización resultaba clave para la comprensión del proceso histórico, para darle «el sentido histórico», tal como expuso Altamira en su libro de 1895, y tenía una gran importancia en la educación de los estudiantes.65

La enseñanza de este tipo de historia era un asunto fundamental para Altamira. El valor social de la nueva historia estaba sobre todo en su vertiente educativa, de modo acorde con la estrecha unión que se establecía por entonces en Europa y en América entre investigación y enseñanza, entre el sabio y el profesor, de cara al objetivo compartido de formar ciudadanos para la nación y para el progreso humano en general.66 La vertiente patriótica de esta otra forma de historia resultaba por tanto muy manifiesta, pero estamos ante un nacionalismo republicano que, como vimos en Lavisse a propósito de sus recomendaciones de 1890 sobre el papel educativo de la historia en Francia, no cultivaba el enfrentamiento con otras naciones y se enmarcaba en el progreso de la humanidad en general. Altamira hizo suyo ese enfoque y, más tarde, en la coyuntura de la Primera Guerra Mundial, lo reforzó con el patriotismo internacionalista y pacifista del que dio muestra su libro La guerra actual y la opinión pública española, publicado en 1915,67 y sobre el que volveremos al final de este estudio introductorio.

En el caso de España, nos dice Altamira, la enseñanza de la ciencia histórica debía contribuir decisivamente a la regeneración de una nación imbuida de pesimismo, tan ignorante de su pasado y carente de estima propia, como incapaz de poner en marcha la imprescindible reforma pensada por muchos autores y en particular por Joaquín Costa. En plena «crisis del 98», había llegado el tiempo de ponerse manos a la obra, entenderá en Psicología del pueblo español (1902), dejarse de discusiones sobre el carácter de los españoles y pasar de las doctrinas reformistas a la obra educativa, sin la cual no podrá darse la regeneración de la nación española. Lo cual requería el desarrollo de la ciencia moderna española, la Extensión Universitaria hasta llegar a la clase obrera, los contactos con Europa mediante los viajes de los estudiantes y de los profesores, y la acción del Estado para darle una orientación patriótica y nacional a la educación. «La responsabilidad de los elementos intelectuales, con ser grande siempre, es mucho mayor en una nación atrasada como la nuestra. La regeneración, si ha de venir, ha de ser por de pronto obra casi exclusiva de una minoría que impulse a la masa, la arrastre y la eduque».68 La historia de España que concibió Altamira tenía una evidente impronta regeneracionista y ello se percibe en sus diversas síntesis, desde la extensa Historia de España y de la civilización española en cuatro volúmenes (1900-1911) y la mucho más resumida Historia de la civilización (1902) con sus sucesivas reediciones, hasta el Manual de historia de España, publicado en 1934. Sin embargo, como escribe Carolyn P. Boyd, el impacto patriótico de estas obras quedaba diluido «a causa de su moderación retórica y su deseo de no incorporar sus convicciones ideológicas en una reinterpretación del carácter y la historia nacional».69 España era para Altamira una realidad histórica incuestionable, con un pasado que debía ser conocido de un modo científico y transmitido mediante el esfuerzo didáctico y la divulgación popular. Sin embargo, la patria de Altamira era la de todos los españoles, no únicamente la de las oligarquías, una patria en la que tenían cabida, además, los particularismos «regionalistas».

Entre la primera edición de La enseñanza de la historia, en 1891, y el primer volumen de la Historia de España y de la civilización española, en 1900, el «fin de siglo» de Rafael Altamira trajo un cambio drástico en su trayectoria personal y profesional. En 1892 participó en el Congreso Pedagógico Hispano-Portugués, celebrado en Madrid, y en 1894 ingresó como correspondiente en la Real Academia de la Historia, a propuesta de Marcelino Menéndez y Pelayo, Eduardo Hinojosa y Juan Facundo Riaño, pero lo verdaderamente trascendental fue la decisión tomada en 1895 de preparar las oposiciones a la cátedra de «Historia general del Derecho español» en la Universidad de Oviedo. Con el fin de tener un tribunal «imparcial o con garantías de que ha de serlo», formado por personas «rectas y competentes» como Hinojosa, Costa, Azcárate, Posada o Menéndez y Pelayo, Altamira le pidió a este último (por entonces al frente del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos y director de la Biblioteca Nacional) su mediación ante el Ministerio, a lo que Menéndez y Pelayo accedió. También recibiría el apoyo de Miguel de Unamuno. El tribunal se constituyó en enero de 1897 en la Universidad Central y entre los siete miembros que lo formaban se encontraban el consejero de instrucción pública Matías Barrio Mier, Marcelino Menéndez y Pelayo (académico de la Historia y de la de Ciencias Morales y Políticas), Gumersindo de Azcárate (catedrático de la Central), Federico Brusi (catedrático de Salamanca) y Enrique Ferreiro (catedrático de Santiago).70

 

Rafael Altamira permaneció en Asturias, en su cátedra de Historia del Derecho, desde el curso 1898-1899 hasta su traslado a Madrid, a resultas de su nombramiento en octubre de 1910 como inspector general de enseñanza. Su itinerario intelectual como catedrático de «Historia general del Derecho español», en palabras de Manuel Martínez Neira, llama la atención por su excepcionalidad en el contexto español de la época. Altamira escribió mucho al margen de los manuales docentes, fue un estudioso con horizonte europeo y un verdadero intelectual, como ilustra su Historia del derecho español. Cuestiones preliminares (1903). Sus dos referencias españolas serán Giner y Costa. Al primero dedicó este libro y al segundo, otro publicado al año siguiente con el título Cuestiones modernas de historia. También sintió estima por las obras de Hinojosa. «De Giner –nos dice Martínez Neira– asumió la pasión por la educación y un deseo profundo del progreso humano. De Costa la observación del derecho consuetudinario, la importancia de las costumbres, de la cultura popular y su interés sociológico».71 En la línea del ilustre aragonés, Altamira pensaba que la ley solo tenía eficacia si la acogía la conciencia popular y la resolvía en forma consuetudinaria, porque la relación del derecho no se establecía con un ordenamiento ideal, sino con una realidad (social, económica, psicológica) en continuo cambio, como mostraba la historia.72 La historia del derecho debía contemplar, por tanto, también los hechos sociales, además de los jurídicos. Como concluye Martínez Neira, en su extenso trabajo sobre los orígenes de la historia del derecho en la universidad española, Altamira irrumpió en el contexto español del triunfo de la llamada «historia positiva» (la historia que se hace desde los documentos probados) y la historia que se dice científica (en tanto debe relacionar causas y efectos). Su «formación sólida de historiador» y su «concepto no positivista de lo jurídico, imbuido de las ideas pedagógicas de la Institución Libre de Enseñanza», supondrán «una novedad que no encaja en esa tradición civilista de la historia del derecho español y que aporta muchos de los elementos que todavía hoy consideramos parte de nuestro oficio».73