Preparen la tierra

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La vida adulta, en términos ideales, implica muchas cosas, pero básicamente se refiere a dos ideas centrales: desarrollar capacidades que posibiliten la autosustentación y contar con la capacidad de establecer una familia propia o redes de relaciones equivalentes.

El desarrollo laboral tiene en cuenta la formación y el ejercicio de una profesión u oficio. Aunque en su forma, esto ha ido cambiando a lo largo de la historia, sigue siendo necesario ejercer algún rol en la sociedad que sea un aporte y nos dé la retribución económica adecuada para subsistir. Es esperable que cada miembro de la sociedad aporte a la comunidad y sea capaz de sustentarse a través de su trabajo o de su servicio a ella.

Si lo analizamos desde otra perspectiva, es esperable que a mayor nivel de estudio haya mejores posibilidades laborales. Sin embargo, aunque aplica en términos generales, es un hecho comprobado hoy que las llamadas “habilidades blandas” son más determinantes a la hora de medir éxito en la vida adulta. Pero más complejo aún es definir el éxito.

En realidad, una vida exitosa no está determinada por los logros de posición laboral, ni los económicos, materiales o sociales. Es más sensato definir el éxito como el cumplimiento adecuado del fin que responde a al diseño original de cada uno. Dicho de otra forma, un adulto sería exitoso si despliega su potencial de modo que cumple adecuadamente el propósito general y específico para el que Dios lo ha creado. Por ejemplo, un propósito general para todos los seguidores de Cristo es extender el evangelio para la salvación y traer el reino a la tierra.


Dada la relevancia explicitada en este llamado, todos estamos convocados a cooperar para que muchos alcancen a conocer al Dios vivo. Pero también muchos estamos llamados a traer ese pedacito de cielo que se nos ha concedido, en Su nombre, de alguna manera específica en el tiempo dado.

Cada ser humano, más allá de este mandato general relevante, ha sido diseñado perfectamente por Dios, con dones, con talentos y con una creativa y única forma de ser, a fin de alcanzar propósitos específicos. En futuras publicaciones me gustaría ahondar más en este tipo de propósito, pero en este libro quiero invitarte a pensar en ese llamado específico para que consideres las particularidades de tus hijos como un especial diseño perfecto de parte de Dios. Lo particular que Dios ha depositado en cada persona tiene un sentido. Si piensas en tus hijos puedes ver que cada uno es muy diferente. Cuando les pido a los papás que asesoro que describan a sus hijos, habitualmente pueden mencionar más de 10 características muy particulares de cada uno, algunas positivas y otras negativas (para ellos). Lo que les ayudo a pensar es que cada característica que ellos desaprueban, no es un error de diseño, sino parte del propósito y camino de ese hijo. Por ejemplo, cuando me dicen que su hijo es “tan insistente”, los ayudo a mirar que este hijo puede ser muy perseverante; cuando me dicen que su hijo es “muy despistado”, les pregunto si han descubierto qué pistas personales sigue ese hijo, qué lo motiva, qué lo atrae.

Estoy afirmando que la forma de ser de los hijos es especial, única y de verdadero valor para ser quiénes Dios ha soñado que sean. Pero no estoy afirmando que eso implique que todo está bien. En realidad, hay muchas cualidades que se ven mal porque necesitan ser encausadas y llevadas al punto en que se convierten en beneficio. Como el carácter firme, que se vuelve en liderazgo; la sensibilidad que se vuelve arte; la hiperactividad que se mueve hacia actividad constructiva; la intensidad que se vuelve pasión que alcanza metas.

De este modo, volviendo al inicio de este capítulo, al referirme en positivo a las cualidades de los hijos y lo que los caracteriza, asevero que un adulto es exitoso cuando desarrolla su propósito general de acuerdo a sus propias características. De hecho, las personas más felices y desarrolladas que he conocido son las que han logrado hacer confluir todos los aspectos de su vida conforme a la expresión de su diseño particular. Entonces, disfrutan lo que hacen, desarrollan sus talentos y su trabajo es un medio para el autosustento pero, a la vez, le da sentido a quienes son.

El segundo punto que he planteado para la consolidación de la vida adulta plena, es la conformación de una familia o redes equivalentes. Menciono “redes equivalentes”, porque hay quienes han escogido poner su vida al servicio de otros sin hacer vida de matrimonio e hijos; y si ése es el llamado de Dios, me parece igualmente válido y pleno. Y aunque no fuera de libre elección, si no se da la vida de matrimonio o vida de pareja, las redes que se han construido son esenciales.

Sobre la familia, es clave considerarla como el pilar de la sociedad y como el nido mejor para la crianza y formación de las siguientes generaciones. Construir una familia tiene que ver con la vida de pareja y ésta, con la capacidad de relacionarnos en un contexto de intimidad emocional de manera estable y retribuida. Aunque no todos los adultos forman pareja, es un anhelo para la mayoría, reconociendo en esta alianza el estado de mayor resguardo emocional y práctico para un ser humano.

Los adultos tendemos a buscar pareja para vivir acompañados, compartir nuestras experiencias, nuestras emociones, hacer proyectos juntos, apoyarnos y disfrutar de la complementación y plenitud sexual. En lo profundo de nuestro ser, necesitamos de otro ser humano que camine a nuestro lado para complementarnos. Hay un íntimo sentimiento de soledad cuando esto no se da. Si se está en pareja y hay alguna forma de distancia, la soledad es la emoción dolorosa central.

La necesidad profunda de otro ser humano se genera desde la aparición de la vida, en el vientre de una madre. La dependencia física y emocional natural de los primeros años es el reflejo vital de la condición humana de no estar completos. En ningún punto del camino humano se alcanza la total independencia y, permanentemente, en algún grado y de alguna forma, se necesita de otros seres humanos. En la niñez, se depende de los adultos que te cuidan. Se necesita alcanzar un buen grado de seguridad y experimentar que si se está en apuros emocionales, otro ser humano puede calmar, ya sea con su presencia o asistencia práctica. Esa estampa, ese patrón, esa huella de aprendizaje te sigue por el resto de la vida.

En una época de mi desarrollo profesional como psicóloga clínica, la mayoría de mis pacientes eran adolescentes o adultos jóvenes. Pude notar que cuando estaban en plena pelea interna con sus padres, tratando de echarlos abajo para descubrir su propia identidad, soltaban simbólicamente su mano y se sentían solos. Muchos en esta etapa simpatizaban o se sentían atraídos por alguien que empezaba a llenar todos sus pensamientos. A menudo, esto ocultaba el proceso de duelo por dejar la cercanía con sus padres y pretendía encubrir el doloroso sentimiento de soledad.

Sin embargo, tan pronto como maduraban un poco, notaban que buscaban algo más profundo que salidas casuales y necesitaban sentirse realmente importantes para otro. Notaban que esperaban más conexión y más compromiso. Buscaban exclusividad y estabilidad. En el proceso de convertirse en adultos, si no tenían una pareja estable que llenara sus necesidades emocionales, sentían una profunda carencia. Este tránsito de soltar a la primera figura de apego y esperar la siguiente, podía ser muy doloroso y frustrante, y muchas veces implicaba riesgos, desengaños, desilusiones y, en ocasiones, dejaba heridas.

Así como en la infancia se necesitaba de un ser humano que calmara el estrés con su presencia, con su lectura acertada y satisfacción pronta de las necesidades, lo que se busca en la vida adulta, muy en lo profundo, es a alguien que de manera similar regule el estrés emocional. El bebé llora para expresar una necesidad y espera que le adivinen y le respondan adecuadamente. El adulto necesita lo mismo, pero no lo expresa de la misma manera. La vida de pareja adulta es, en muchos sentidos, una forma nueva de reeditar la primera relación con la madre y otras figuras de apego.

Suelen repetirse en la vida de pareja adulta los patrones que se establecieron en esas relaciones tempranas, porque quedan en el cerebro los registros de las pautas relacionales que se construyeron. Quedan circuitos emocionales, conductas y defensas aprendidas que, en gran medida, definen las respuestas a las nuevas situaciones emocionales que se presenten.

Por esta razón, la inversión en la vida temprana de los hijos, es tan significativa. De algún modo, va a impactar sus vidas de adultos, en su grado de confianza social, en su elección de pareja, en su manera de cuidar o no las relaciones, en su capacidad para amar y dejarse amar, en su capacidad de buscar o no ayuda cuando la necesiten, en su capacidad de modular sus emociones y de tolerar las frustraciones de la vida. Lo que inviertas en los años tempranos de tus hijos impactará muchos ámbitos de sus vidas de adultos.


1. Todo se trata de relaciones

Como he fundamentado, la necesidad de estar en cercanía con otros seres humanos es radicalmente central. Desde los estudios de apego, nacemos diseñados para interactuar, ser receptivos y comunicarnos con otros; tendemos a configurar en la temprana infancia un patrón estable de relación que incluye formas de pensar, sentir y actuar con otros seres humanos y este patrón tiende a influir en nuestras relaciones adultas, en especial, la vida en pareja.

 

Me pregunto qué nos está pasando como sociedad que todo lo que estamos haciendo avanza en la dirección contraria. Las personas cada vez se sienten más solas. Todos: los adultos, los adolescentes y los niños. Hay un vacío cada vez más profundo en cada corazón. No están esos otros disponibles para llenar los vacíos del alma. Esos otros están demasiado ocupados, demasiado lejos, demasiado atrasados, demasiado estresados o deprimidos. Todos nosotros somos “esos otros” para alguien y, al mismo tiempo, esos necesitados.

Muchos adultos sobreviven el día haciendo lo que pueden entre lo que “tienen” que hacer, pero sus almas están vacías. Están perdidos en la multitud de los muchos que los rodean sin poder llegar a la intimidad emocional. Varios de ellos incluso no lo notan. Se mantienen lo suficientemente ocupados y activos para no caer en cuenta de sus sentimientos de soledad.

Pienso que muchos factores están produciendo estos efectos: la carrera del éxito que lleva a las personas a enfocarse en objetivos más que en procesos, distrayéndose de cultivar lo importante de cada momento presente; la tecnología que nos atrapa en mentiras sobre los amigos virtuales y nos seduce con su adictividad, alejándonos de la realidad y de las personas que amamos; y cada vez más frecuentes y severos trastornos emocionales, fundados en la infancia, que hacen vivir las relaciones como peligrosas, necesitando levantar murallas de defensa emocional. Los seres humanos estamos alejándonos de nuestro diseño esencial: ser seres relacionales, diseñados para conectarnos con otros seres humanos.

En Japón, hay una aplicación llamada LovePlus4 que genera parejas y citas virtuales, tanto personales como grupales. Rinko Kobayakawa es el personaje símbolo, simula a una chica perfecta. Se comunica a través de la aplicación del celular y es capaz de participar en cualquier actividad que se le incluya, conversar y expresar “emociones” a su dueño. Muchos hombres, algunos, jóvenes y solos, la eligen como pareja e incluso se casan con ella. Otros, llamados Soushoku-Kei, son hombres que no quieren una pareja amorosa real. Para ellos, Rinko es la chica perfecta que sabe lo que quieren oír, que no se queja, no demanda, comparte lo que sea. Es una proyección de ellos mismos. Nos puede parecer aberrante, pero no es tan distinto a las mascotas y amigos virtuales a los que nuestros hijos acceden. De hecho, aunque sean amigos reales compartiendo el mismo juego virtual, la experiencia relacional no puede ser la misma. A través de las pantallas no se conectan los corazones. No hay ojos que mirar ni piel que sentir.

No niego que la tecnología puede ser una aliada muchas veces y en muchos sentidos. Algunos de los padres que asesoro han encontrado en ella una manera de calmar su culpa o ansiedad cuando tienen que viajar y separarse de sus hijos. Les hablan por Facetime, les dejan videos, les hablan por audio o escriben por Whatsapp. Aunque claramente estas herramientas son mejor que nada, es importante asumir que no llenan el vacío de la ausencia. Cuando los padres viajan, por mucho que se hayan comunicado a través de la útil tecnología, sus niños estarán resentidos y ansiosos cuando se reencuentren. Si son pequeños, estarán pegados a sus piernas para evitar una nueva separación; si son más grandes, estarán callados y les costará compartir lo vivido. Algunos expresan su molestia portándose mal o buscan sentirse de nuevo seguros agradando a sus padres. No estoy diciendo que no sea conveniente viajar. Tan sólo estoy hablando del costo que tiene siempre la separación física o emocional, porque todo radica en las relaciones. Podemos evaluar las consecuencias de un viaje o un distanciamiento emocional y apuntar siempre a restaurar la relación, porque ésta es el sustento de nuestras almas.

Todos somos sensibles en extremo a las relaciones con otros, aunque no nos demos cuenta. Las experiencias de abandono o rechazo son vividas como alerta dolorosa y las evitamos a cualquier costo. La razón por la que nos pasa esto es nuestro diseño relacional, desde el cual anhelamos permanecer conectados, especialmente a “alguien” que nos calme y nos complete.

2. La relación primordial

La principal relación que necesitamos es la relación con el Padre. Nos ha creado tan relacionales como Él, para relacionarnos con Él. Muchos ya hemos descubierto que la plenitud sólo se encuentra en una profunda intimidad y conexión con nuestro creador. Pero para llegar a Él, tenemos que vivir todo un proceso relacional que puede tardar nuestra vida entera.

Tengo la certeza de que Dios ha tenido una idea “en mente” al crearnos según este diseño relacional. No puedo creer que sea un “sin sentido” nacer tan vulnerables, necesitados y dependientes para avanzar en nuestro crecimiento hacia mayores grados de independencia y autonomía. Nuestra intuición de padres nos lleva a intentar que nuestros hijos dejen de ser tan dependientes de nosotros e idealmente alcancen la absoluta autogestión de sus vidas.

En este punto necesito aclarar algo. En el campo de psicología clínica, se diferencia a las personas emocionalmente dependientes de las que no lo son. Se refiere a que algunas personas creen necesitar a “un otro” con el que establecen el vínculo dependiente, sintiendo que si no está, no pueden vivir. Por ejemplo, una joven que siente que si su pololo (novio) la deja, ella no podría sobrevivir porque cree que lo necesita como el aire que respira. Muchas personas con estos sentimientos buscan aferrarse a la persona en cuestión haciendo lo que sea necesario para mantenerlos cerca: a costa de anularse, acatar, someterse o lo que sea que se les pida. Y para no ser abandonados pueden desarrollar múltiples habilidades como manipular, llamar la atención o incluso permanecer en necesidad. Más adelante, relacionaré este estado de dependencia emocional con los vínculos tempranos.

Por el contrario, las personas que no son emocionalmente dependientes, sienten que quieren estar con otro, que les hace bien, los edifica, los complementa, pero sin vivirlo como una necesidad vital y, por lo tanto, sin necesidad de desplegar toda clase de trucos para atraer o atrapar al otro. Cuando somos pequeños, depender es natural y es una necesidad vital, pero el crecimiento normal nos hace evolucionar a sentimientos de menor fragilidad emocional. Llegamos a pensar que es posible procurarnos lo que necesitamos y eso nos da seguridad.

Sin que se entienda como contradictorio, en cierto sentido, todos los seres humanos nunca seremos totalmente “independientes”: en el plano emocional siempre necesitaremos de otro ser humano “especial” y “cercano”. En el ámbito de lo saludable, esta necesidad es moderada y realista y no está teñida por un temor irracional al abandono porque, de alguna manera, las relaciones se han registrado como seguras, confiables y predecibles.

En un sentido espiritual, tiendo a pensar que Dios nos ha hecho dependientes emocionalmente, para llegar a depender de Él. Al parecer, todo el proceso de llegar a experimentar la independencia, se trata de ser lo adecuadamente maduros y lo suficientemente listos para elegir depender de manera exclusiva del Padre. Cuando maduramos en la fe y aprendemos a depender de Él, vamos descubriendo la verdadera experiencia de la paz interior. Sin embargo, al mismo tiempo, Él nos alienta a avanzar y a confiar en lo que ya nos ha dicho y nos ha dado.

Cuando no confiamos en Dios, estamos inquietos, nos sentimos desvalidos, solos y en peligro. Yo pienso que estos sentimientos, reeditan los aprendizajes tempranos que experimentamos con las figuras significativas que nos cuidaron. Todos experimentamos momentos en que nos dieron lo que necesitábamos y momentos en que no nos comprendieron o no llegaron a tiempo. Todas estas experiencias, dependiendo del patrón de apego que configuran, son las que favorecen o interfieren en nuestro conocimiento de Dios y nuestra relación con él.

Así me explico la razón por la que Dios mencionó en su mensaje para los padres, que el primer llamado para nosotros es preparar la tierra. La tierra es el corazón de nuestros hijos. Se prepara esencialmente en los primeros 5 años de vida. Aunque te recuerdo que en Dios no hay tiempos límites para hacer ajustes, corregir, completar y restaurar un área que quedó pobremente resuelta.

Entonces, si la relación primordial es con Él y para llegar a esa perfecta relación tenemos que transitar por muchas experiencias relacionales, entiendo el interés del Padre en que éstas sean lo suficientemente edificantes para llevarnos a relaciones saludables, en las cuales confiamos, somos capaces de pedir, esperamos recibir, toleramos la falla del otro, restauramos la relación, etc. Él sabe que transitar en este mundo es difícil y sabe, que por muy fortalecida que esté nuestra relación con Él, no somos sólo seres espirituales, sino que tenemos emociones, pensamientos y necesidades de otros reales, tan de carne y hueso como nosotros mismos. Él sabe el peso que tiene para nosotros una pelea, un rechazo, una palabra de crítica. Él sabe cuánto nos puede aniquilar la carencia afectiva y cuán difícil es avanzar sin personas que nos sostengan o levanten cuando es necesario.

El Padre no está solamente interesado en que tengamos una buena relación con Él, sino en que vivamos en este mundo caído con la suficiente contención de otros que nos sostengan. Esto me lleva a mencionar la relevancia de la familia de la iglesia como un espacio de restauración y de sustitución. Porque aunque la familia nuclear y extendida es la primera fuente relacional, muchos necesitan un espacio nuevo, más completo o sano para madurar y crecer.

No obstante, los que pertenecemos a una congregación, sabemos que somos tan solo una comunidad de pecadores que viven en la gracia. Todos con las mismas carencias y las mismas fallas, hemos encontrado el amor de Dios y estamos dejando que Él nos restaure y nos cambie. Las iglesias no son comunidades perfectas, porque ningún ser humano lo es. Todos estamos siendo trabajados para llegar a serlo el día del encuentro con el Padre. El único secreto que marca la diferencia es cuán dispuestos estamos a ser transformados por Él. Una persona madura en la fe, puede llegar a ser “la persona especial” para otro. Aquella que marca la diferencia, que está cerca, que acompaña, que alienta, que está escuchando atentamente lo que Dios le sopla que el otro necesita.

Muchas personas especiales en una congregación hacen una gran diferencia para ayudar a otros “más pequeños” a encontrar al Padre. Por eso digo que esta familia nueva puede ser el espacio de restauración que Dios provee. Una comunidad de personas que con humildad reconocen su vulnerabilidad y sus fallas, líderes íntegros que se muestran tal y como son. Eso es la clave para ser padres y madres, guías de nuestros hijos, mentores de sus vidas, edificadores de su fe.

3. Relación entre padres e hijos y su impacto

Mi esposo, que es ingeniero, tiene una simple y práctica manera de pensar que admiro mucho porque generalmente ayuda a salir rápido de los conflictos o tomar decisiones de manera más eficaz. Sin embargo, aunque sea una desventaja para mí muchas veces, no me puedo desprender de mi pensamiento divergente que busca más de una solución o perspectiva. Aunque podría haber sido práctica como él, para explicar que hay modelos de relación entre padres e hijos, yo necesito llevarlos a niveles de análisis más complejos. Para los de mente complicada como la mía, será un viaje divertido, pero para los prácticos podría ser un camino un poco escabroso. Pido la sabiduría del Espíritu Santo para animarte a no saltarte los próximos párrafos y comprenderlos con mente amplia.

Para partir facilitando este análisis, explicaré la diferencia entre temperamento, carácter y personalidad más aceptada hoy, a modo de integración de diferentes autores, con una mirada actual y de una manera que nos aporte a los siguientes capítulos.

Dimensión comprensiva de la personalidad


El temperamento es la dimensión más biológica de la personalidad. Tiene un importante componente heredado y se manifiesta inmediatamente en cuanto el niño nace. Viene descrita en su biología a modo de reseteo cerebral y neuroendocrino. En este sentido, en cierto modo, se piensa que no se cambia ni se educa. Algunos autores la describen como la “materia prima” con que se nace y sobre ella vienen a interactuar los sucesos ambientales y relacionales. Diferentes autores describen y definen características del temperamento. Voy a considerar, con algunos mínimos retoques personales —porque me hace mayor sentido—, la lista de características temperamentales de Stella Chess y Alexander Thomas citada por Andrea Cardemil (2017) en su libro Apego Seguro:

 

Nivel de actividad. Qué tan inquieto y activo versus quieto y pasivo es un niño. En un extremo, tenemos a un bebé que patea y se mueve vigorosamente y un niño que salta, se sube a los sillones y parece no poder estar quieto. En el otro extremo, un bebé que puede ser descrito como una “foto” o un niño que puede pasar horas en la misma posición, lugar o actividad.

Regularidad de sus ritmos biológicos. Qué tan regulares son sus hábitos de sueño, alimentación y evacuación. En un extremo, tenemos a un bebé difícil de organizar sus horarios o predecir sus necesidades y en el otro, un bebé que es constante, que revela patrones estables en el horario que siente sueño, el tiempo que demora en sentir hambre y sus momentos habituales para defecar. O bien, podría ser un niño que a veces se despierta con hambre y otras no, lo mismo que a veces quiere comer cuando llega del jardín y otras no; a veces tiene sueño temprano y otras tarde y va al baño en cualquier momento. En el otro, un bebé o niño tan estable que se le puede conocer y predecir fácilmente.

Enfrentamiento a situaciones nuevas. Cuánto se tiende a aproximar versus alejar de situaciones y estímulos nuevos. En un extremo, podemos ver a un bebé que parece tenso ante personas y situaciones vividas por primera vez y un niño que ante algo nuevo, como por ejemplo, mostrarle un animalito que no conoce, se aleja o se esconde. En el otro extremo, un bebé que no parece asustarse con personas o situaciones nuevas y que frente al animalito se acercaría o lo querría tomar.

Adaptabilidad al cambio. Qué tan rápido se adapta a situaciones nuevas o de cambio versus una necesidad de tiempo mayor para la transición. En un extremo, un bebé o niño que se mostraría afectado de manera sostenida o más duradera por un cambio en la rutina o persona que lo cuida. En otro extremo, un bebé o niño que parecería igual, sin ser afectado, ante un cambio importante en su rutina o cuidadores. Para los niños que tienen dificultad de adaptabilidad, puede ser hasta difícil transitar desde una actividad a otra; por ejemplo, desde dormir a despertarse, desde jugar al tiempo de acostarse.

Sensibilidad a la estimulación. Qué tan sensible es ante los estímulos, lo que está relacionado a sus umbrales de respuesta. En un extremo, los bebés o niños con umbrales bajos, que son muy sensibles y, por tanto, se afectan al tono de voz, al trato, a los ambientes, a los estímulos amenazantes, etc. En el otro extremo, un bebé o niño que parece tener “cuero de chancho” como dice la gente, sin verse afectado por nada.

Intensidad de la respuesta. Qué tan intensa llega a ser la respuesta emocional una vez que percibe el estímulo. En un extremo, tenemos a un bebé que respondería de manera intensa al agua más caliente, un ruido más fuerte, al sueño, hambre o cansancio, o un niño que respondería intensamente ante la menor provocación. En el otro extremo, un bebé o niño que se ve tranquilo y apenas se puede captar que algo le molesta, aunque realmente le afecte.

Estado de ánimo predominante. Qué tan feliz y contento versus serio y analítico tiende a encontrarse. En un extremo, un bebé o niño que se ve serio, que parece mal humorado o pensativo y, por otro, un bebé o niño que sería descrito como “livianito de sangre”, se ve afable y de buen humor.

Persistencia. Qué tanto persiste en una actividad, idea o estado emocional versus si resulta fácil redirigir su atención a otra actividad, idea o emoción. En un extremo, vemos a un bebé que buscará el objeto que se le esconde o que no se distrae con facilidad porque elige seguir en aquello en lo que estaba o un niño que no se da por vencido cuando sobreviene un obstáculo, insiste en una idea, una actividad o un plan. En el otro extremo, un bebé que se olvida fácilmente del objeto o el acceso que se le niega, o un niño que se enfoca en una cosa nueva y abandona el obstáculo o la discusión.

Perceptibilidad. Qué tan atento y perceptivo es ante los estímulos y detalles del entorno. En un extremo, tenemos a un bebé que parece atento a todos los estímulos, sigue todo con la mirada y se puede cambiar fácilmente su foco de atención, o un niño que atiende a todo, incluso al vuelo de la mosca y, por eso, se ve distraído y le cuesta terminar los procesos. En otro extremo, se ve un bebé concentrado y enfocado, difícil de distraer o un niño que se concentra en una actividad por tiempo sostenido porque nada del entorno lo distrae ya que no lo percibe.

Aunque son representaciones extremas y de caricatura, es posible identificar que para cada característica nuestros hijos pueden estar más cerca de algún polo. Estas características de temperamento, son la materia prima.

El carácter, por su parte, es el conjunto de rasgos que se van formando a propósito de la interacción del ambiente y de las relaciones sobre esa materia prima. En este sentido, es educable, adquirido y moldeable. Tiene relación con las experiencias y el aprendizaje.

Finalmente, la personalidad es la integración de los aspectos descritos y de forma más amplia, de todos sus procesos físicos y psíquicos, conscientes e inconscientes, que determina no sólo un modo de ser, sino también un modo de actuar.

Es de sentido común aceptar que la mayor parte del desarrollo de los niños depende tanto de factores biológicos (por ejemplo, la raza, el sexo, aspecto físico, su temperamento o ciertas enfermedades) como de fuerzas ambientales (eventos, experiencias y relaciones con otros seres humanos). Los factores biológicos tienen un peso relativo mayor sobre algunas características; en tanto que el ambiente ejerce una mayor influencia sobre otras, como por ejemplo, el amor al prójimo y la generosidad, que son mediados por procesos mentales complejos como la voluntad y la motivación.

La compleja interacción de lo ambiental comprende aspectos como la cultura, el nivel socioeconómico, la familia extensa y nuclear, la posición específica entre los hermanos o no tenerlos, etc. Todas estas condiciones van configurando un medio en el cual el niño va registrando experiencias y configurando repertorios de conducta, que conformarán otros rasgos de su personalidad.

Sin pretender marear a mis lectores pero sí queriendo profundizar el análisis, diré que también otras características de la personalidad parecen ser producto de la continua interacción de factores biológicos y ambientales, siendo virtualmente imposible separar o estimar correctamente las contribuciones relativas a los dos tipos de determinantes. Por ejemplo, sobre la capacidad intelectual, se ha asumido que se nace con cierto potencial que el ambiente puede favorecer o no para su expresión final, o bien, las tendencias agresivas, que podrían vincularse con mayores niveles de testosterona y mayor nivel de actividad, se entrelazan también con situaciones ambientales como crianza agresiva y estresores presentes.

Todos estos factores, ya sean biológicos o ambientales, están íntima y estrechamente relacionados al conformar un ser individual, con una forma de ser y de comportarse única y particular. A cada paso del desarrollo están interactuando recíprocamente para influir uno y otro en mayor o menor medida para determinar un rasgo de la personalidad. Ellos se retroalimentan de manera circular. Por ejemplo, cuando un niño presenta cierta condición o característica física como nacer ciego o nacer con un pie más corto que el otro, esto influye o predispone el ambiente en el que el niño se va a desenvolver y en las interacciones de sus cuidadores con él.