Obras Completas de Platón

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HIPIAS MAYOR

Argumento del Hipias Mayor[1] por Patricio de Azcárate

La cuestión de la naturaleza de lo bello es una de las que más han ocupado a Platón. La ha estudiado sucesivamente bajo puntos de vista diferentes en tres de sus diálogos, el Primer Hipias, el Fedro y el Banquete. En esta última obra es donde ha puesto en boca de una mujer, la elocuente extranjera de Mantinea, Diotima, palabras de una elevación y de una grandeza sorprendentes, en las que se resume su verdadero y supremo pensamiento sobre lo bello. ¿Quién no percibe fácilmente el atractivo poderoso de esta idea, expuesta por el más bello genio de la antigüedad griega? El discípulo de Sócrates, el admirador de Fidias, había nacido para meditar sobre la belleza, para desprender la idea de todo elemento engañador o impuro, y para presentarla, en fin, en su principio mismo, con una claridad, una fuerza, una profundidad que no han sido superadas por nadie.

En el Hipias, Platón se ha propuesto refutar una a una las falsas teorías sobre la naturaleza de lo bello, sostenidas antes de él por los poetas o los filósofos, y en su tiempo por los sofistas. En un preámbulo, en el que se ve compensada alguna difusión con la fuerza del talento, Sócrates se entrega a la maligna satisfacción de desenmascarar, en la persona de Hipias de Elea, su interlocutor, el verdadero móvil de los sofistas, que no era la indagación desinteresada de lo verdadero, ni el placer de filosofar, sino el amor al dinero. Para estos magníficos codiciosos parlantes el pueblo más sabio era el que más pagaba; y la confesión de sus empresas afortunadas y de sus percances, en este punto, es a la vez materia de instrucción y de diversión. Desde luego esta sofistería venal se descubre y se desacredita ella misma, y arrastra en su ruina todas las teorías estrechas, erróneas y contradictorias que está encargada de sostener, y que va a proponer sucesivamente al buen sentido y a la perspicaz razón de Sócrates. Es una serie de refutaciones. El Hipias, en este sentido, es un diálogo todo negativo, que prepara y reclama a su vez las teorías de Fedro y del Banquete.

La cuestión tiene su origen en la vanidad del sofista, que, haciendo confianza de Sócrates, le cuenta el triunfo que recientemente ha obtenido en Lacedemonia por un discurso sobre las bellas ocupaciones, convenientes a los jóvenes. Pero, pregunta Sócrates, ¿qué es una ocupación bella? ¿Qué es lo que hace que una cosa sea bella? ¿Qué es, en fin, lo bello? No conociéndolo, ¿podrá decirse dónde se encuentra y dónde no se encuentra? A estas preguntas inevitables, Hipias, muy sorprendido, respondió por lo pronto con rodeos. Confundiendo las cosas bellas con lo bello mismo, propone sin intermisión tres soluciones igualmente estrechas y ligeras. —Lo bello es una mujer bella. —¿Por qué una bella mujer y no una bella yegua, una bella lira, una bella marmita? —Lo bello es el oro. —No, ni más ni menos que el marfil, las piedras preciosas, o cualquier otra sustancia puesta en obra por el arte[2]. —Lo bello es la riqueza, la salud, la consideración, la ancianidad, una muerte honrosa acompañada de magníficos funerales. —De ninguna manera; porque cada una de estas cosas, tan pronto es bella, tan pronto fea, según los hombres, los tiempos, los países, las ideas, el uso que de ellas se hace, y, por consiguiente, no es bella en sí. Y si se toman todas juntas, tampoco presentan una idea suficiente de lo bello, puesto que no siendo aplicables más que a los hombres, y jamás al arte, a la naturaleza, a los dioses, estrechan lo bello, universal por su naturaleza, a un solo género de seres y al menor de todos. —He aquí, en suma, tres teorías insostenibles bajo el mismo concepto, y aunque con diferentes términos, siempre aparece la misma confusión de las dos ideas: la idea del objeto bello, la idea de lo bello en sí.

Mejor instruido por la discusión, Hipias pone más alto sus miras y presenta definiciones, que si no son más verdaderas, son por lo menos más generales, y que valen la pena de ser refutadas con más extensión. La primera es la siguiente: lo bello es la conveniencia. —No, responde Sócrates, porque por conveniencia se entiende el acuerdo que resulta de la reunión de partes que se convienen; el concierto que se produce por una asociación acertada de elementos diversos; en una palabra, la armonía. Y de estas dos cosas, una: o bien las partes que componen un conjunto armonioso son bellas, cada una en sí misma, y entonces no es la conveniencia la que las hace bellas; o bien estas partes no son bellas en sí mismas, y en este caso la belleza, que la unión les presta, es solo aparente y no real. De aquí se sigue rigurosamente, que la conveniencia es aquello que hace parecer las cosas bellas, pero no aquello que las hace bellas. La conveniencia es una ilusión, es la ficción de una falsa belleza.

He aquí la segunda definición: lo bello es lo útil. Lo útil, pregunta Sócrates, ¿no es lo que sirve para un fin? Sin duda. Es preciso, por lo tanto, para tener derecho a asimilar la utilidad a la belleza, que una cosa sea bella solo porque conduce a un fin y es un medio de acción.

Nada más falso. Tomemos, por ejemplo, el más eficaz de todos los medios de acción, el poder, que es lo más útil que hay en el mundo, conforme a la definición misma de lo útil. ¿Y el poder es una cosa bella? Sí, cuando sirve para hacer el bien; no, si produce el mal. La belleza del poder no está en el hecho de llegar a los fines, es decir, a su utilidad, sino en la bondad de sus fines. Por lo tanto, lo bello no es lo útil. Hipias conviene en ello, pero al mismo tiempo deduce muy oportunamente, que lo bello es lo que conduce a un buen fin, lo que es ventajoso en sí, o, dicho de otra manera, lo que es ventajoso es el bien, definición que parece aproximarse singularmente a las miras de Sócrates. Éste, sin embargo, la rechaza con energía, por más que más bien es la suya que la de Hipias, y parezca a primer golpe de vista conformarse a la vez con sus ideas y con la razón; la rechaza, porque en la forma y en el sentido en que ha venido a producirse por la discusión, tiene las apariencias de ser verdadera, pero en el fondo no lo es. Propone estas dos objeciones: si lo bello es lo ventajoso, y lo ventajoso el bien, se sigue que lo bello es lo que produce el bien, que lo bello es la causa y el bien el efecto. Es así que la causa no es más que el efecto, que el efecto no es la causa; luego lo bello no es el bien. He aquí la definición refutada en sus términos. Además, y esto es más grave, ¿es sostenible en el fondo que el bien no es más que un efecto de lo bello, y de tal manera dependiente de lo bello, que solo existe por él y después de él? Ésta es la verdadera extensión de la definición, y Sócrates, rehusando asentir a ella, no hace más que mantener el principio fundamental de que el bien es absoluto en sí, y no se deja subordinar, ni por lo bello, ni por ningún otro principio.

Hipias propone por fin una última definición: lo bello es el placer que proporcionan los sentidos de la vista y del oído. Por este motivo, por ejemplo, las tapicerías, las pinturas, las estatuas, las obras moldeadas, la música, los discursos, nos parecen cosas bellas. Sócrates le hace comprender desde luego que en su definición no puede entrar una clase de belleza que no es menos real, que es la belleza moral, la de las instituciones y las leyes, por ejemplo. Por otra parte, la vista y el oído no son los únicos sentidos que nos causan placer. Para ser justo debería decirse que lo bello está en toda sensación de placer, en una palabra, en lo agradable. Lo que esto suponees que entre el número de las sensaciones agradables que proceden de los sentidos, además de las de la vista y el oído, las hay que son groseras, las hay que son vergonzosas, incapaces las unas e indignas las otras de recibir el nombre de bellas; lo que prueba de paso, que lo agradable no es lo bello. Pero lo agradable no es otra cosa que el placer, y si la vista y el oído constituyen lo bello por sí solos, no puede verificarse por el placer que es común a ambos, y común igualmente a los demás sentidos. Entonces, ¿a qué título las sensaciones de la vista y del oído producen lo bello? A título, se dirá, de que el placer que procuran es el más ventajoso, el mejor de los placeres, el placer sin mezcla de pena. Pero esto es volver a la confusión refutada ya más arriba de lo ventajoso y de lo bello, de lo bello causa eficiente del bien; y de este modo la discusión gira en un círculo vicioso. Hipias lo conoce bien, y como se siente resentido, exclama que lo bello es hacer un discurso persuasivo y útil, y no ocuparse de miserias. Pero Sócrates le confunde, con solo limitarse a repetir la primera pregunta que hizo al principio: ¿puede saberse si un discurso es bello cuando no se sabe qué es lo bello?

Hipias Mayor o de lo bello

SÓCRATES — HIPIAS

SÓCRATES. —¡Oh sabio y excelente Hipias!, ¿cuánto hace ya que no vienes a Atenas?

HIPIAS. —En verdad, Sócrates, no he podido. Apenas hay en Élide un negocio que se roce con otra ciudad, que al momento me prefieren a los demás para embajador, creyéndome el más competente y el mejor negociador de sus intereses para con los demás Estados. En este concepto me han enviado a muchas ciudades para los negocios más graves, y las más veces a Lacedemonia. He aquí por qué, puesto que me lo preguntas, vengo aquí pocas veces.

SÓCRATES. —Hipias, eso es lo que se llama ser un sabio y un hombre entendido. Además del mucho dinero que has sacado con las lecciones particulares que los jóvenes han recibido de ti, y de las notables ventajas que éstos han obtenido, tú has hecho un servicio público a tu patria, como conviene a un hombre digno de la consideración y estimación pública. Pero puedes decirme, Hipias, ¿por qué todos esos antiguos filósofos, cuya sabiduría se alaba tanto, Pítaco, Bías, Tales de Mileto y otros más modernos hasta el tiempo de Anaxágoras, todos o casi todos se han negado a mezclarse en los negocios públicos?

 

HIPIAS. —Será únicamente, Sócrates, porque la debilidad de su juicio fuera incapaz de abrazar a la vez los negocios de los particulares y los del Estado.

SÓCRATES. —¡Por Zeus!, Hipias, ¿crees tú que si las artes se han perfeccionado con el tiempo, y si nuestros artistas exceden en mucho a los de los siglos pasados, vuestro arte, hablo del arte de los sofistas, se haya hecho más perfecto, de suerte que, si se os compara con esos antiguos, que hacían profesión de sabiduría, resultaría que eran unos ignorantes cotejados con vosotros?

HIPIAS. —Así es la verdad.

SÓCRATES. —De manera, que si Bías volviese al mundo, sería un hombre ridículo a vuestros ojos, como Dédalo, que al decir de nuestros escultores, si diese ahora a luz las obras que en otro tiempo le granjearon tanta reputación, hasta sería objeto de befa.

HIPIAS. —Lo que dices, Sócrates, es la verdad; sin embargo, yo no dejo de preferir los antiguos a los modernos, y hacer de ellos las mayores alabanzas, para evitar los celos de los vivos y la indignación de los muertos.

SÓCRATES. —Eso está muy bien pensado y razonado, Hipias, y soy de tu opinión; porque es cierto, que vuestra ciencia se ha aumentado mucho, puesto que abraza al presente la dirección de los negocios particulares y la de los negocios públicos. Cuando Gorgias, el sofista, vino a Atenas en calidad de embajador de los leontinos, se le tuvo en efecto como el más hábil político que había entre ellos. Además de sus arengas, que le honraron mucho para con el público, ¿no dio en particular lecciones a los jóvenes, que le valieron sumas considerables? Nuestro amigo Pródico igualmente, después de haber desempeñado muchas embajadas públicas, últimamente vino a Atenas enviado por los habitantes de Ceos, arengó al senado con aplauso general, y además es increíble lo que le valieron las lecciones particulares que daba a nuestra juventud. Por lo que toca a los antiguos sabios, jamás ninguno de ellos quiso poner su ciencia a precio, ni hacer valer públicamente los conocimientos que había adquirido; tan inocentes eran y tan ignorantes del mérito del dinero. Pero esos dos grandes sofistas de que he hablado, se han hecho más ricos en su profesión, que ninguno de los artistas en la suya, y Protágoras antes que ellos había hecho lo mismo.

HIPIAS. —Verdaderamente, Sócrates, tú no estás al cabo de lo que pasa; si te dijera yo lo que he ganado, te sorprenderías. Solo en Sicilia, donde Protágoras se había establecido con un gran crédito, reuní yo en menos de nada ciento cincuenta minas, y eso que yo era más joven, y él gozaba de una gran nombradía. Solo en la aldea llamada Ínico[1], saqué más de veinte minas. A mi vuelta entregué todo este dinero a mi padre, y lo mismo él que todos nuestros conciudadanos admiraron mi industria; y ciertamente creo haber ganado yo solo más que otros dos sofistas juntos, sean los que sean.

SÓCRATES. —Vaya una cosa magnífica, Hipias, y en eso veo la prueba más positiva de tu superioridad y la superioridad de los demás sofistas de nuestro tiempo sobre los antiguos. Me haces comprender perfectamente la ignorancia de esos sabios de otro tiempo. Anaxágoras, al revés de vosotros, se gobernó tan mal por meterse a filosofar, que habiendo heredado un pingüe patrimonio, lo perdió por su abandono. Otro tanto se ha dicho de todos los demás; y así no podías aducir mejor prueba para demostrar que los sabios modernos valen mucho más que los antiguos. El pueblo también es del mismo dictamen, porque comúnmente se dice que el sabio debe ser en primer lugar sabio para sí mismo, y precisamente el objeto de esa filosofía es enriquecerse. Pero dejemos esto, y te suplico me digas en qué ciudad ganaste más, porque tú has corrido mucho. ¿No ha sido Lacedemonia el punto adonde has ido más veces?

HIPIAS. —No, ¡por Zeus!, Sócrates.

SÓCRATES. —Qué, ¿ganaste allí poco?

HIPIAS. —Nada, absolutamente nada.

SÓCRATES. —Verdaderamente lo que me dices me sorprende mucho; pero dime, Hipias, ¿tu sabiduría no hace más virtuosos a los que conversan y aprenden contigo?

HIPIAS. —Sí, en verdad.

SÓCRATES. —¿Y eras tú menos capaz de inspirar la virtud a los jóvenes lacedemonios que a los de la aldea de Ínico?

HIPIAS. —De ninguna manera.

SÓCRATES. —¿Quizá los jóvenes en Sicilia tienen más cariño a la virtud que los de Lacedemonia?

HIPIAS. —Todo lo contrario, Sócrates; los jóvenes de Lacedemonia son apasionados por la virtud.

SÓCRATES. —¿Será quizá la falta de dinero la que les haya privado de recibir tus lecciones?

HIPIAS. —No, porque son bastante ricos.

SÓCRATES. —Puesto que aman la sabiduría, tienen dinero, y tú puedes serles útil ¿de dónde procede que no has venido lleno de dinero de Lacedemonia? ¿Quieres que digamos que los lacedemonios instruyen mejor a sus hijos que podrías tú hacerlo?, ¿es este tu dictamen?

HIPIAS. —Nada de eso.

SÓCRATES. —¿Consistirá en que no has podido persuadir a los jóvenes lacedemonios de que tu enseñanza les aprovecharía más que la de sus padres? ¿O bien no pudiste convencer a sus padres de que les era mejor encomendar sus hijos a tu cuidado y no al suyo, para recibir mayor instrucción? Porque no es creíble que por pura rivalidad se hayan opuesto a que sus hijos se hagan virtuosos.

HIPIAS. —No, yo no lo creo.

SÓCRATES. —¿Lacedemonia no está gobernada por buenas leyes?

HIPIAS. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Pero en las ciudades bien gobernadas la virtud tiene gran estimación.

HIPIAS. —Es cierto.

SÓCRATES. —Por otra parte, tú eres el hombre más capaz del mundo para enseñar la virtud.

HIPIAS. —Sin duda, Sócrates.

SÓCRATES. —¿No sería principalmente en Tesalia o en cualquier otro país, en que se tenga afición a enjaezar caballos, donde sería perfectamente recibido un buen picador, prometiéndose grandes utilidades, mejor que en ningún otro punto de Grecia?

HIPIAS. —Así debe suceder.

SÓCRATES. —¿Y un hombre capaz de formar para la virtud el corazón de los jóvenes, no deberá ganar dinero y reputación en Lacedemonia y en todas las demás ciudades de la Grecia provistas de buenas leyes? ¿Deberemos creer que esto suceda más bien entre los habitantes de Ínico y de la Sicilia, que entre los lacedemonios? Sin embargo, si así lo quieres, Hipias, te creeremos.

HIPIAS. —No hay nada de eso, Sócrates; sino que los lacedemonios no tienen costumbre de alterar sus leyes, ni sufren que se dé a sus hijos una educación extranjera.

SÓCRATES. —¿Qué es lo que dices? ¿Existe en Lacedemonia la costumbre de obrar mal y no bien?

HIPIAS. —Yo no digo eso, Sócrates.

SÓCRATES. —¿No obrarían bien dando a sus hijos una educación superior en lugar de una mediana?

HIPIAS. —Ciertamente, pero sus leyes rechazan toda educación extranjera. Si no hubiera sido esto, ningún preceptor hubiera ganado tanto como yo en instruir aquellos jóvenes, porque es increíble el placer con que me escuchaban y las alabanzas que hacían de mí; pero, como ya te he dicho, la ley se lo impedía.

SÓCRATES. —¿Crees tú que la ley es la salud o que es la ruina de una ciudad?

HIPIAS. —Creo que la ley solo tiende al bien público, pero contraría a este bien público, cuando no está bien hecha.

SÓCRATES. —Pero cuando los legisladores hacen una ley, ¿no creen que hacen un bien al Estado? Porque sin leyes un Estado no puede ser bien gobernado.

HIPIAS. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —Por consiguiente, siempre que un legislador se aleja del bien público, se aleja de la ley y de lo que es legítimo. ¿No eres tú de esta opinión?

HIPIAS. —Si se toma en rigor, Sócrates, es como tú dices, pero el común de las gentes no lo entiende así.

SÓCRATES. —¿Qué es ese común de las gentes?, ¿son los hombres hábiles o los ignorantes?

HIPIAS. —El común de las gentes.

SÓCRATES. —¿Llamas común de las gentes a los que conocen la verdad?

HIPIAS. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —Los que conocen la verdad creen que lo que es útil a los hombres es más legítimo que lo que les es inútil. ¿Convienes en esto?

HIPIAS. —Convengo, porque es cierto.

SÓCRATES. —Y las cosas, ¿no son como los hombres ilustrados las entienden?

HIPIAS. —Sí.

SÓCRATES. —Los lacedemonios, según tú, ¿obrarían mejor, consultando su propio interés, en preferir tu enseñanza, aunque sea extranjera, a la educación de su país?

HIPIAS. —Lo digo, porque es la verdad.

SÓCRATES. —¿También dices que cuanto más útiles son las cosas son más legítimas?

HIPIAS. — Sí, lo he dicho.

SÓCRATES. —Por consiguiente, según tu opinión, es más legítimo confiar la educación de los jóvenes lacedemonios a Hipias, que confiarla a sus padres, puesto que resultaría mayor utilidad para sus hijos.

HIPIAS. —Es cierto, Sócrates.

SÓCRATES. —Los lacedemonios contravienen por consiguiente a la ley, cuando rehúsan darte dinero por la instrucción de sus hijos.

HIPIAS. —Estoy conforme, y no tengo materia para contradecirte, porque parece más bien que hablas por mí.

SÓCRATES. —Hemos, pues, descubierto, Hipias, que los lacedemonios están en oposición con las leyes y sobre objetos de la mayor importancia, a pesar de ser hombres sumamente afectos a sus leyes. Pero, Hipias, ¿en qué ocasión los lacedemonios te alaban y tienen tanto placer en escucharte?, ¿es quizá cuando les hablas de los astros y de las revoluciones celestes, ciencia de que tienes un perfecto conocimiento?

HIPIAS. —No, eso no les agrada.

SÓCRATES. —¿Gustan quizá de que les hables de geometría?

HIPIAS. —Menos; la mayor parte de ellos, por decirlo así, no saben contar.

SÓCRATES. —¿No indican tener gusto en oírte discurrir sobre la aritmética?

HIPIAS. —No, ¡por Zeus!

SÓCRATES. —¿Les hablas del valor de las letras y de las sílabas[2], del número y de la armonía, materia en que eres tú el primer hombre del universo?

HIPIAS. —¿Qué quieres decir, Sócrates, con tu número y tu armonía?

SÓCRATES. —Puesto que yo no puedo dar con la causa porque los lacedemonios te alababan y te oían con tanto gusto, dímela tú.

HIPIAS. —Me oyen con gusto, cuando les recito la genealogía de los héroes y de los hombres grandes; el origen y la fundación de las ciudades; en fin, la historia antigua, porque es lo que escuchan con la mayor atención. Así es que, por complacerles, me he aplicado con esmero a estudiar todas estas antigüedades.

SÓCRATES. —Es una fortuna para ti, Hipias, que los lacedemonios no te exigieran la historia seguida de todos nuestros arcontes desde Solón, porque solo para retener tantos nombres, te hubiera costado mucho trabajo.

HIPIAS. —No tanto como tú crees, Sócrates. ¿No sabes que repito cincuenta nombres seguidos con oírlos una sola vez?

SÓCRATES. —¿Es cierto? No me había apercibido de que conocías el arte de la mnemotecnia; confieso ahora que los lacedemonios han tenido razón en oírte con gusto, a ti que sabes tantas cosas; y parece que se pegan a ti, como los niños a las viejas, para que les refieran cuentos.

HIPIAS. —¡Por Zeus!, Sócrates. Acabo de hacerme admirar por un discurso sobre las bellas ocupaciones que convienen a los jóvenes. Este discurso, que compuse con el mayor esmero, resalta, sobre todo, por la elegancia del estilo. He aquí el principio y el pensamiento: después de la toma de Troya, Pirro pregunta a Néstor, a qué debe aplicarse un joven para llegar a tener una gran reputación. Néstor le responde y le da numerosos y bellos preceptos. Leí este discurso en Lacedemonia; y a petición de Eudico el hijo de Apemanto, lo recitaré aquí por espacio de tres días, en la escuela de Fidóstrato, con algunos otros tratados dignos de la curiosidad de las personas ilustradas. Desearé que concurras tú y lleves a aquéllos de tus amigos que sean capaces de juzgar.

SÓCRATES. —Así lo haremos, si Dios quiere, pero te suplico, que en este momento me des algunas explicaciones sobre lo que tratamos. Me haces recordar muy a tiempo que el otro día, escuchando un discurso, como criticara yo ciertas partes que encontraba feas y alabara otras que encontraba bellas, un hombre me preguntó muy bruscamente: —¿Quién te enseñó, Sócrates, lo que es bello y lo que es feo? ¿Podrás decirme qué es lo bello? Yo quedé cortado con esta pregunta, y mi estupidez no me permitió responderle en el acto. Después que me retiré, me sentí incomodado conmigo mismo; me eché en cara mi tontería, e hice propósito firme de aprovechar la primera ocasión en que me encontrara con alguno de vosotros, sabios como sois, para que me instruyerais a fondo, y, bien preparado sobre esta materia, ir en busca de mi hombre y presentarle la batalla como de nuevo. Por consiguiente, este encuentro contigo es para mí un acontecimiento afortunado. Enséñame, pues, te lo suplico, qué es lo bello; pero explícamelo con tal claridad, que el tal hombre no se burle de mí una segunda vez; porque tú sabes todo esto perfectamente, y lo que ahora se trata es sin duda el menos importante de tus conocimientos.

 

HIPIAS. —Es cierto, Sócrates, y esto no merece la pena que se hable de ello.

SÓCRATES. —Tanto mejor, porque así aprenderé yo más fácilmente, y nadie vendrá en lo sucesivo a darme la ley y confundirme.

HIPIAS. —Nadie; porque entonces dejaría yo de ser un hombre muy hábil, y pasaría por un necio.

SÓCRATES. —¡Por Hera!, dices bien, Hipias, si podemos convencer a ese hombre. Pero me permitirás, que suponiéndome yo en su lugar, te importune con las objeciones que podría hacer a su manera, para que así se imprima tu doctrina más profundamente en mi espíritu. Porque en materia de objeciones yo soy fuerte, y, si no te disgusta, te haré la guerra para instruirme mejor de lo que quiero saber.

HIPIAS. —Obra como te parezca. Esta cuestión, como te he dicho, no es de gran importancia, y te enseñaré a responder sobre cosas más difíciles, hasta el punto de que nadie pueda refutarte.

SÓCRATES. —¡Qué bien hablas, Hipias!, entremos en materia, puesto que así lo quieres, y haciendo yo el papel de ese hombre, te interrogaré.

»Si le recitases tu discurso sobre cosas bellas, apenas concluyeras de hablar, te interrogaría en el acto sobre lo bello, porque conozco su manera de preguntar y te diría: —Extranjero de Elis, dime, te lo suplico, ¿los que son justos no lo son mediante la justicia? Ten la bondad de responderme, Hipias, como si fuera él el que preguntara.

HIPIAS. —Sí, son justos mediante la justicia.

SÓCRATES. —¿La justicia es alguna cosa en sí misma?

HIPIAS. —Ciertamente.

SÓCRATES. —En igual forma, ¿los sabios no son sabios mediante la sabiduría, y lo que es bueno no lo es mediante el bien?

HIPIAS. —¿Quién lo duda?

SÓCRATES. —La sabiduría y el bien, ¿son cosas reales? Tú no lo negarás sin duda.

HIPIAS. —Sí, son reales.

SÓCRATES. —Todo lo que es bello, ¿no lo es igualmente mediante lo bello?

HIPIAS. —Mediante lo bello, sí.

SÓCRATES. —Lo bello, por consiguiente, ¿es alguna cosa en sí?

HIPIAS. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Extranjero, proseguirá nuestro hombre, dime ahora, ¿qué es lo bello?

HIPIAS. —¿Su curiosidad no queda satisfecha con saber lo que es bello?

SÓCRATES. —A mi parecer no, Hipias. Él exige y quiere saber qué es lo bello.

HIPIAS. —¿Qué diferencia encuentras entre una y otra cuestión?

SÓCRATES. —¿No hay ninguna a tus ojos?

HIPIAS. —Ninguna, ciertamente.

SÓCRATES. —Es preciso que no la haya, porque eso lo sabes tú mejor que yo. Sin embargo, considera la cosa atentamente. Nuestro hombre no te pregunta por lo que es bello o por las cosas bellas, sino qué es lo bello.

HIPIAS. —Ya te entiendo, y voy a satisfacer tan cumplidamente a su pregunta, que no tendrá ya más que preguntar. En una palabra, Sócrates, puesto que es preciso decirte la verdad, lo bello es una joven hermosa.

SÓCRATES. —¡Por el cielo, Hipias! ¡Tu respuesta es maravillosa, es incomparable! Si yo fuese con esta definición a mi hombre, ¿crees que le satisfaría cumplidamente y que no tendría nada que responder?

HIPIAS. —¡Ah!, ¿qué podría decirte, cuando tú nada le habías dicho que no estuviera apoyado en el sentido común y en la aprobación de todos los que estuvieran presentes?

SÓCRATES. —En buena hora, pero deja, Hipias, que me repita a mí mismo lo que acabas de decir. Este hombre me interrogará poco más o menos en estos términos: «Respóndeme, Sócrates, ¿las cosas que tú dices que son bellas, si lo bello es alguna cosa, serán bellas por lo bello mismo? Y a mi vez sostendré yo que si una hermosa joven es lo bello, es por esto por lo que todas las cosas bellas son bellas».

HIPIAS. —¿Piensas que se atreva a llevar la cuestión más adelante, como si lo que tú has dicho que es bello no lo fuese? Si lo hiciera, ¿no se pondría en ridículo?

SÓCRATES. —De seguro se atreverá, y si tal atrevimiento le pondrá en ridículo, eso es lo que yo no sé; ya se verá el resultado; sin embargo, he aquí lo que me objetará y voy a decírtelo.

HIPIAS. —Dilo, pues.

SÓCRATES. —«¡Cuán complaciente eres, Sócrates!», me diría. «¿Una hermosa yegua no es también una cosa bella? El oráculo mismo de Apolo le reconoce esta cualidad». ¿Qué responderemos nosotros a esto, Hipias? ¿Será preciso confesar que una hermosa yegua es una cosa bella, ni cómo podríamos sostener que lo que es bello no es bello?

HIPIAS. —Es la verdad, Sócrates, y el Dios ha hablado muy bien porque hay entre nosotros yeguas muy preciosas.

SÓCRATES. —Proseguirá él: «¿No diremos, que una hermosa lira es alguna cosa bella?» Habrá que convenir en ello, Hipias.

HIPIAS. —Sin duda.

SÓCRATES. —No parará aquí, porque conozco su manera ordinaria de atacar. —Respóndeme, dirá: «¿una hermosa marmita no es una cosa bella?»

HIPIAS. —¡Ah! Sócrates, no es posible que un hombre sea tan grosero que emplee términos tan rebajados en una materia elevada como esta.

SÓCRATES. —Así es, Hipias, pero no hay que esperar de este hombre cultura; es un grosero que no se cura más que de buscar la verdad. Sin embargo, es preciso responder y yo el primero diré lo que siento. Si una marmita fuese hecha por un ollero entendido, y estuviese bien redondeada, bien lisa y bien cocida, como algunas que se ven con dos asas muy elegantes y seis platos, y el hombre habla de una pieza como esta, será preciso convenir en que es bella; ¿porque como se ha de sostener que lo que es bello no es bello?

HIPIAS. —No puede ser otra cosa, Sócrates.

SÓCRATES. —En seguida me dirá: «¿Una marmita bella es una bella cosa?», respóndeme.

HIPIAS. —Yo creo que sí; un vaso bien trabajado es bello a la verdad, pero si le comparas con una yegua, con una joven hermosa o con otras cosas bellas, no merece ser llamado bello.

SÓCRATES. —Bien comprendo ahora, Hipias, lo que es preciso objetar a nuestro hombre. Yo le diré: «¿Ignoras, amigo mío, la palabra de Heráclito, de que el más bello de los monos es feo cuando se le compara con la especie humana? Yo te respondo en igual forma, siguiendo el dictamen del sabio Hipias, que la más bella marmita es fea comparada con una joven hermosa». ¿No es esto lo que yo debía responderle, Hipias?

HIPIAS. —Muy bien, Sócrates.

SÓCRATES. —Aún un poco de paciencia, te lo suplico, porque añadirá él: «Pero qué, si se comparan las jóvenes con las diosas, ¿no se dirá de ellas lo que se decía de la marmita comparada con una mujer hermosa? ¿La más bella de todas las jóvenes no sería fea respecto a una diosa? Este mismo Heráclito, que acabas de citar, ¿no dice también que el más sabio, el más bello, el más perfecto de los hombres, no es más que un mono cotejado con dios?» ¿Es por consiguiente indispensable, Hipias, convenir en que la más hermosa doncella es fea con respecto a una diosa?

HIPIAS. —¿Pero puede dudarse de ello, Sócrates?

SÓCRATES. —Si le concedemos esto, se echará a reír, y me dirá: «¿Te acuerdas, Sócrates, de lo que te pregunté?» «Me acuerdo muy bien», le diría; «tú me preguntaste qué es lo bello». «Así es», me contestará, «y en lugar de satisfacer a mi pregunta, me das por bello lo que según tú mismo tan pronto es bello, tan pronto feo». Le confesaré que lo que dice tiene trazas de ser verdadero; ¿o qué es lo que me aconsejas que le responda, amigo mío?