Obras Completas de Platón

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Fedro o de la belleza

SÓCRATES — FEDRO

SÓCRATES: —Mi querido Fedro, ¿adónde vas y de dónde vienes?

FEDRO. —Vengo, Sócrates, de casa de Lisias,[1] hijo de Céfalo, y voy a pasearme fuera de muros; porque he pasado toda la mañana sentado junto a Lisias, y siguiendo el precepto de Acúmeno, tu amigo y mío, me paseo por las vías públicas, porque dice que proporcionan mayor recreo y salubridad que las carreras en el gimnasio.

SÓCRATES. —Tiene razón, amigo mío; pero Lisias, por lo que veo, estaba en la ciudad.

FEDRO. —Sí, en casa de Epícrates, en la casa Moriquia, que está próxima al templo de Zeus Olímpico.[2]

SÓCRATES. —¿Y cuál fue vuestra conversación? Sin dudar, Lisias te regalaría algún discurso.

FEDRO. —Tú lo sabrás, si no te apura el tiempo, y si me acompañas y me escuchas.

SÓCRATES. —¿Qué dices?, ¿no sabes, para hablar como Píndaro, que no hay negocio que yo no abandone por saber lo que ha pasado entre tú y Lisias?

FEDRO. —Pues adelante.

SÓCRATES. —Habla pues.

FEDRO. —En verdad, Sócrates, el negocio te afecta, porque el discurso, que nos ocupó por tan largo espacio, no sé por qué casualidad rodó sobre el amor. Lisias supone un hermoso joven, solicitado, no por un hombre enamorado, sino, y esto es lo más sorprendente, por un hombre sin amor, y sostiene que debe conceder sus amores más bien al que no ama, que al que ama.

SÓCRATES. —¡Oh!, es muy amable. Debió sostener igualmente que es preciso tener mayor complacencia con la pobreza que con la riqueza, con la ancianidad que con la juventud, y lo mismo con todas las desventajas que tengo yo y tienen muchos otros. Sería esta una idea magnífica y prestaría un servicio a los intereses populares.[3] Así es que yo ardo en deseos de escucharte, y ya puedes alargar tu paseo hasta Megara, y, conforme al método de Heródico,[4] volver de nuevo después de tocar los muros de Atenas, que yo no te abandonaré.

FEDRO. —¿Qué dices, bondadoso Sócrates? Un discurso que Lisias, el más hábil de nuestros escritores, ha trabajado por despacio y en mucho tiempo, ¿podré yo, que soy un pobre hombre, dártelo a conocer de una manera digna de tan gran orador? Estoy bien distante de ello, y, sin embargo, preferiría este talento a todo el oro del mundo.

SÓCRATES. —Fedro, si no conociese a Fedro, no me conocería a mí mismo; pero le conozco. Estoy bien seguro de que, oyendo un discurso de Lisias, no ha podido contentarse con una primera lectura, sino que volviendo a la carga, habrá pedido al autor que comenzara de nuevo, y el autor le habrá dado gusto, y, no satisfecho aún con esto, concluiría por apoderarse del papel, para volver a leer los pasajes que más llamaran su atención. Y después de haber pasado toda la mañana inmóvil y atento a este estudio, fatigado ya, había salido a tomar el aire y dar un paseo, y mucho me engañaría, ¡por el Perro! Si no sabe ya de memoria todo el discurso, a no ser que sea de una extensión excesiva. Se ha venido fuera de muros para meditar sobre él a sus anchas, y encontrando un desdichado que tenga una pasión furiosa por discursos, complacerse interiormente en tener la fortuna de hallar a uno a quien comunicar su entusiasmo y precisarle a que le siga. Y como el encontradizo, llevado de su pasión por discursos, le invita a que se explique, se hace el desdeñoso, y como si nada le importara; cuando si no le quisiera oír, sería capaz de obligarle a ello por la fuerza. Así, pues, mi querido Fedro, mejor es hacer por voluntad lo que habría de hacerse luego por voluntad o por fuerza.

FEDRO. —Veo que el mejor partido que puedo tomar es repetirte el discurso como me sea posible, porque tú no eres de condición tal que me dejes marchar, sin que hable bien o mal.

SÓCRATES. —Tienes razón.

FEDRO. —Pues bien, doy principio… Pero verdaderamente.

Sócrates, yo no puedo responder de darte a conocer el discurso palabra por palabra. A pesar de todo me acuerdo muy bien de todos los argumentos que Lisias hace valer para preferir el amigo frío al amante apasionado; y voy a referírtelos en resumen y por su orden. Comienzo por el primero.

SÓCRATES. —Muy bien, querido amigo; pero enséñame, por lo pronto, lo que tienes en tu mano izquierda bajo la capa. Sospecho que sea el discurso. Si he adivinado, vive persuadido de lo mucho que te estimo; pero, dado que tenemos aquí a Lisias mismo, no puedo ciertamente consentir que seas tú materia de nuestra conversación. Veamos, presenta ese discurso.

FEDRO. —Basta de broma, querido Sócrates; veo que es preciso renunciar a la esperanza que había concebido de ejercitarme a tus expensas; pero ¿dónde nos sentamos para leerlo?

SÓCRATES. —Marchémonos por este lado y sigamos el curso del Iliso, y allí escogeremos algún sitio solitario para sentarnos.

FEDRO. —Me viene perfectamente haber salido de casa sin calzado, porque tú nunca lo gastas.[5] Podemos seguir la corriente, y en ella tomaremos un baño de pies, lo cual es agradable en esta estación y a esta hora del día.

SÓCRATES. —Marchemos, pues, y elige tú el sitio donde debemos sentarnos.

FEDRO. —¿Ves este plátano de tanta altura?

SÓCRATES. —¿Y qué?

FEDRO. —Aquí, a su sombra, encontraremos una brisa agradable y hierba donde sentarnos, y, si queremos, también para acostarnos.

SÓCRATES. —Adelante, pues.

FEDRO. —Dime, Sócrates, ¿no es aquí, en cierto punto de las orillas del Iliso, donde Bóreas robó, según se dice, la ninfa Oritía?

SÓCRATES. —Así se cuenta.

FEDRO. —Y ese suceso tendría lugar aquí mismo, porque el encanto risueño de las olas, el agua pura y trasparente y esta ribera, todo convidaba para que las ninfas tuvieran aquí sus juegos.

SÓCRATES. —No es precisamente aquí, sino un poco más abajo, a dos o tres estadios, donde está el paso del río para el templo de Artemis Cazadora. Por este mismo rumbo hay un altar a Bóreas.

FEDRO. —No lo recuerdo bien, pero dime ¡por Zeus!, ¿crees tú en esta maravillosa aventura?

SÓCRATES. —Si dudase como los sabios, no me vería en conflictos; podría agotar los recursos de mi espíritu, diciendo que el viento del Norte la hizo caer de las rocas vecinas donde ella jugaba con Farmacia, y que esta muerte dio ocasión a que se dijera que había sido robada por Bóreas;[6] y aun podría trasladar la escena sobre las rocas del Areópago, porque según otra leyenda ha sido robada sobre esta colina y no en el paraje donde nos hallamos. Yo encuentro que todas estas explicaciones, mi querido Fedro, son las más agradables del mundo, pero exigen un hombre muy hábil, que no ahorre trabajo y que se vea reducido a una penosa necesidad; porque, además de esto, tendrá que explicar la forma de los hipocentauros y la de la quimera, y en seguida de estos las gorgonas, los pegasos y otros mil monstruos aterradores por su número y su rareza. Si nuestro incrédulo pone en obra su sabiduría vulgar, para reducir cada uno de ellos a proporciones verosímiles, tiene entonces que tomarlo por despacio. En cuanto a mí, no tengo tiempo para estas indagaciones, y voy a darte la razón. Yo no he podido aún cumplir con el precepto de Delfos, conociéndome a mí mismo; y dada esta ignorancia me parecería ridículo intentar conocer lo que me es extraño. Por esto es que renuncio a profundizar todas estas historias, y en este punto me atengo a las creencias públicas.[7] Y como te decía antes, en lugar de intentar explicarlas, yo me observo a mí mismo; quiero saber si yo soy un monstruo más complicado y más furioso que Tifón, o un animal más dulce, más sencillo, a quien la naturaleza le ha dado parte de una chispa de divina sabiduría. Pero, amigo mío, con nuestra conversación hemos llegado a este árbol, adonde querías que fuésemos.

FEDRO. —En efecto, es el mismo.

SÓCRATES. —¡Por Hera!, ¡precioso retiro! ¡Qué copudo y elevado es este plátano! Y este agnocasto, ¡qué magnificencia en su estirado tronco y en su frondosa copa! Parece como si floreciera con intención para perfumar estos preciosos sitios. ¿Hay nada más encantador que el arroyo que corre al pie de este plátano? Nuestros pies sumergidos en él, acreditan su frescura. Este sitio retirado está sin duda consagrado a algunas ninfas y al río Aqueloo, si hemos de juzgar por las figurillas y estatuas que vemos. ¿No te parece que la brisa que aquí corre tiene cierta cosa de suave y perfumado? Se advierte en el canto de las cigarras un no sé qué de vivo, que hace presentir el estío. Pero lo que más me encanta son estas hierbas, cuya espesura nos permite descansar con delicia, acostados sobre un terreno suavemente inclinado. Mi querido Fedro, eres un guía excelente.

FEDRO. —Maravilloso Sócrates, eres un hombre extraordinario. Porque al escucharte se te tendría por un extranjero, a quien se hacen los honores del país, y no por un habitante del Ática. Probablemente tú no habrás salido jamás de Atenas, ni traspasado las fronteras, ni aun dado un paseo fuera de muros.

SÓCRATES. —Perdona, amigo mío. Así es, pero es porque quiero instruirme. Los campos y los árboles nada me enseñan, y solo en la ciudad puedo sacar partido del roce con los demás hombres. Sin embargo, creo que tú has encontrado recursos para curarme de este humor casero. Se obliga a un animal hambriento a seguirnos, mostrándole alguna rama verde o algún fruto; y tú, enseñándome ese discurso y ese papel que lo contiene, podrías obligarme a dar una vuelta al Ática y a cualquier parte del mundo, si quisieras. Pero, en fin, puesto que estamos ya en el punto elegido, yo me tiendo en la hierba. Escoge la actitud que te parezca más cómoda para leer, y puedes comenzar.

 

FEDRO. —Escucha.

«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos, porque no soy tu amante. Porque los amantes, desde el momento en que se ven satisfechos, se arrepienten ya de todo lo que han hecho por el objeto de su pasión. Pero los que no tienen amor no tienen jamás de qué arrepentirse, porque no es la fuerza de la pasión la que les ha movido a hacer a su amigo todo el bien que han podido, sino que han obrado libremente, juzgando que servían así a sus más caros intereses. Los amantes consideran el daño causado por su amor a sus negocios, alegan sus liberalidades, traen a cuenta las penalidades que han sufrido, y después de tiempo creen haber dado pruebas positivas de su reconocimiento al objeto amado. Pero los que no están enamorados, no pueden, ni alegar los negocios que han abandonado, ni citar las penalidades sufridas, ni quejarse de las querellas que se hayan suscitado en el interior de la familia; y no pudiendo pretextar todos estos males, que no han llegado a conocer, solo les resta aprovechar con decisión cuántas ocasiones se presenten de complacer a su amigo.

»Se alegará quizá en favor del amante, que su amor es más vivo que una amistad ordinaria, que está siempre dispuesto a decir o hacer lo que puede ser agradable a la persona que ama, y arrostrar por ella el odio de todos; pero es fácil conocer lo falaz de este elogio, puesto que, si su pasión llega a mudar de objeto, no dudará en sacrificar sus antiguos amores a los nuevos, y, si el que ama hoy se lo exige, hasta perjudicar al que amaba ayer.

»Racionalmente no se pueden conceder tan preciosos favores a un hombre atacado de un mal tan crónico, del cual ninguna persona sensata intentará curarlo, porque los mismos amantes confiesan que su espíritu está enfermo y que carecen de buen sentido. Saben bien, dicen ellos, que están fuera de sí mismos y que no pueden dominarse. Y entonces si llegan a entrar en sí mismos, ¿cómo pueden aprobar las resoluciones que han tomado en un estado de delirio?

»Por otra parte, si entre tus amantes quisieses conceder la preferencia al más digno, no podrías escoger sino entre un pequeño número; por el contrario, si buscas entre todos los hombres aquel cuya amistad desees, puedes elegir entre millares, y es probable que en toda esta multitud encuentres uno que merezca tus favores.

»Si temes la opinión pública, si temes tener que avergonzarte de tus relaciones ante tus conciudadanos, ten presente, que lo más natural es que un amante que desea que le envidien su suerte, creyéndola envidiable, sea indiscreto por vanidad, y tenga por gloria publicar por todas partes que no ha perdido el tiempo ni el trabajo. Aquel que, dueño de sí mismo, no se deja extraviar por el amor, preferirá la seguridad de su amistad al placer de alabarse de ella. Añade a esto que todo el mundo conoce a un amante, viéndole seguir los pasos de la persona que ama; y llegan al punto de no poder hablarse, sin que se sospeche que una relación más íntima los une ya, o va bien pronto a unirlos. Pero los que no están enamorados, pueden vivir en la mayor familiaridad, sin que jamás induzcan a sospecha; porque se sabe que son lícitas estas asociaciones, formadas amistosamente por la necesidad, para encontrar alguna distracción.

»¿Tienes algún otro motivo para temer? ¿Piensas que las amistades son rara vez durables, y que un rompimiento, que siempre es una desgracia para ambos, te será funesto, sobre todo después del sacrificio que has hecho de lo más precioso que tienes? Si así sucede, es al amante a quien debes sobre todo temer. Un nada le enoja, y cree que lo que se hace es para perjudicarle. Asíes que quiere impedir al objeto de su amor toda relación con todos los demás, teme verse postergado por las riquezas de uno, por los talentos de otro, y siempre está en guardia contra el ascendiente de todos aquellos que tienen sobre él alguna ventaja. El te cizañará para ponerte mal con todo el mundo y reducirte a no tener un amigo; o si pretendes manejar tus intereses y ser más entendido que tu celoso amante, acabarás por un rompimiento. Pero el que no está enamorado, y que debe a la estimación que inspiran sus virtudes los favores que desea, no se cela de aquellos que viven familiarmente con su amigo; aborrecería más bien a los que huyesen de su trato, porque vería en este alejamiento una señal de desprecio, mientras que aplaudiría todas aquellas relaciones, cuyas ventajas conociese. Parece natural, que dadas estas condiciones, la complacencia afiance la amistad, y que no pueda producir resentimientos. Por otro lado, la mayor parte de los amantes se enamoran de la belleza del cuerpo, antes de conocer la disposición del alma y de haber experimentado el carácter, y así no puede asegurarse si su amistad debe sobrevivir a la satisfacción de sus deseos. Los que no se ven arrastrados por el amor y están ligados por la amistad antes de obtener los mayores favores, no podrán ver en estas complacencias un motivo de enfriamiento, sino más bien un gaje de nuevos favores para lo sucesivo.

»¿Quieres hacerte más virtuoso cada día? Fíate de mí antes que de un amante. Porque un amante alabará todas tus palabras y todas tus acciones sin curarse de la verdad ni de la bondad de ellas, ya por temor de disgustarte, ya porque la pasión le ciega; porque tales son las ilusiones del amor. El amor desgraciado se aflige, porque no excita la compasión de nadie; pero cuando es dichoso, todo le parece encantador, hasta las cosas más indiferentes. El amor es mucho menos digno de envidia que de compasión. Por el contrario, si cedes a mis votos, no me verás buscar en tu intimidad un placer efímero, sino que vigilaré por tus intereses durables, porque, libre de amor, yo seré dueño de mí mismo. No me entregaré por motivos frívolos a odios furiosos, y aun con los más graves motivos dudaré en concebir un ligero resentimiento. Seré indulgente con los daños involuntarios que se me causen, y me esforzaré en prevenir las ofensas intencionadas. Porque tales son los signos de una amistad que el tiempo no puede debilitar.

»Quizá crees tú que la amistad sin el amor es débil y flaca; y, si fuera así, seríamos indiferentes con nuestros hijos y con nuestros padres y no podríamos estar seguros de la felicidad de nuestros amigos, a quienes un dulce hábito, y no la pasión, nos liga con estrecha amistad. En fin, si es justo conceder sus favores a los que los desean con más ardor, sería preciso en todos los casos obligar, no a los más dignos, sino a los más indigentes, porque libertándolos de los males más crueles, se recibirá por recompensa el más vivo reconocimiento. Así pues, cuando quieras dar una comida, deberás convidar, no a los amigos, sino a los mendigos y a los hambrientos, porque ellos te amarán, te acompañarán a todas partes, se agolparán a tu puerta experimentando la mayor alegría, vivirán agradecidos y harán votos por tu prosperidad. Pero tú debes por el contrario favorecer, no a aquellos cuyos deseos son más violentos, sino a los que mejor te atestigüen su reconocimiento; no a los más enamorados, sino a los más dignos; no a los que solo aspiran a explotar la flor de la juventud, sino a los que en tu vejez te hagan partícipe de todos sus bienes; no a los que se alabarán por todas partes de su triunfo, sino a los que el pudor obligue a una prudente reserva; no a los que se muestren muy solícitos pasajeramente, sino a aquellos cuya amistad, siempre igual, solo concluirá con la muerte; no a los que, una vez satisfecha su pasión, buscarán un pretexto para aborrecerte, sino a los que, viendo desaparecer los placeres con la juventud, procuren granjearse tu estimación.

»Acuérdate, pues, de mis palabras, y considera que los amantes están expuestos a los consejos severos de sus amigos, que rechazan pasión tan funesta. Considera, también, que nadie es reprensible por no ser amante, ni se le acusa de imprudente por no serlo.

»Quizá me preguntarás, si te aconsejo que concedas tus favores a todos los que no son tus amantes; y te responderé, que tampoco un amante te aconsejará la misma complacencia para todos los que te aman. Porque favores prodigados de esta manera no tendrían el mismo derecho al reconocimiento, ni tampoco podrías ocultarlos, aunque quisieras. Es preciso que nuestra mutua relación, lejos de dañarnos, nos sea a ambos útil.

»Creo haber dicho bastante; pero si aún te queda alguna duda, si es cosa que no he resuelto todas tus objeciones, habla; yo te responderé».

¿Qué te parece? Sócrates; ¿no es admirable este discurso bajo todos aspectos y sobre todo por la elección de las palabras?

SÓCRATES. —Maravilloso discurso, amigo mío; me ha arrebatado y sorprendido. No has contribuido tú poco a que me haya causado tan buena impresión. Te miraba durante la lectura, y veía brillar en tu semblante la alegría. Y como creo que en estas materias tu juicio es más seguro que el mío, me he fiado de tu entusiasmo, y me he dejado arrastrar por él.

FEDRO. —¡Vaya!, quieres reírte.

SÓCRATES. —¿Crees que me burlo y que no hablo seriamente?

FEDRO. —No, en verdad, Sócrates. Pero dime con franqueza, ¡por Zeus, que preside a la amistad!, ¿piensas que haya entre todos los griegos un orador capaz de tratar el mismo asunto con más nobleza y extensión?

SÓCRATES. —¿Qué dices? Quieres que me una a ti para alabar un orador por haber dicho todo lo que puede decirse, o solo por haberse expresado en un lenguaje claro, preciso y sabiamente aplicado. Si reclamas mi admiración por el fondo mismo del discurso, solo por consideración a ti puedo concedértelo; porque la debilidad de mi espíritu no me ha dejado apercibir este mérito, y solo me he fijado en el lenguaje. En este concepto no creo que Lisias mismo pueda estar satisfecho de su obra. Me parece, mi querido Fedro, a no juzgar tú de otra manera, que repite dos y tres veces las cosas, como un hombre poco afluente; pero quizá se ha fijado poco en esta falta, y ha querido hacernos ver que era capaz de expresar un mismo pensamiento de muchas maneras diferentes, y siempre con la misma fortuna.

FEDRO. —¿Qué dices, Sócrates? Lo más admirable de su discurso consiste en decir precisamente todo lo que la materia permite; de manera que sobre lo mismo no es posible hablar, ni con más afluencia, ni con mayor exactitud.

SÓCRATES. —En ese punto yo no soy de tu dictamen. Los sabios de los tiempos antiguos, hombres y mujeres, que han hablado y escrito sobre esta materia, me convencerían de impostura, si tuviera la debilidad de ceder sobre este punto.

FEDRO. —¿Y cuáles son esos sabios?, ¿o has encontrado otra cosa más acabada?

SÓCRATES. —En este momento no podré decírtelo; sin embargo, alguno recuerdo, y quizá en la bella Safo, o en el sabio Anacreonte, o en algún otro prosista encontrará ejemplos. Y lo que me compromete a hacer esta conjetura es que desborda mi corazón, y que me siento capaz de pronunciar sobre el mismo objeto un discurso que competiría con el de Lisias. Conozco bien que no puedo encontrar en mí mismo todo ese cúmulo de bellezas, porque no lo permite la medianía de mi ingenio; pero quizá los pensamientos que salgan de mi alma, como de un vaso lleno hasta el borde, procedan de orígenes extraños. Pero soy tan indolente que no sé cómo, ni de dónde, me vienen.

FEDRO. —Verdaderamente, mi noble amigo, me agrada lo que dices. Te dispenso de que me digas quiénes son esos sabios, ni de dónde aprendiste sus lecciones. Pero cumple lo que me acabas de prometer; pronuncia un discurso tan largo como el de Lisias, que sostenga la comparación, sin tomar nada de él. Por mi parte me comprometo, como los nueve arcontes, a consagrar en el templo de Delfos mi estatua en oro de talla natural, y también la tuya.[8]

SÓCRATES. —Tú eres, mi querido Fedro, el que vales lo que pesas de oro, si tienes la buena fe de creer que en el discurso de Lisias nada hay que rehacer y que yo pudiera tratar el mismo asunto sin contradecir en nada lo que él ha dicho. En verdad esto sería imposible hasta al más adocenado escritor. Por ejemplo, puesto que Lisias ha intentado probar que es preciso favorecer al amigo frío, más bien que al amigo apasionado, si me impides alabar la sabiduría del uno y reprender el delirio del otro, si no puedo hablar de estos motivos esenciales, ¿qué es lo que me queda? Hay necesidad de consentir estos lugares comunes al orador, y de esta manera puede mediante el arte de la forma suplir la pobreza de invención. No es porque, cuando se trata de razones menos evidentes, y por lo tanto más difíciles de encontrar, no se una al mérito de la composición el de la invención.

 

FEDRO. —Hablas en razón. Puedes sentar por principio que el que no ama tiene sobre el que ama la ventaja de conservar su buen sentido, y esto te lo concedo. Pero si en otra parte puedes encontrar razones más numerosas y más fuertes que los motivos alegados por Lisias, quiero que tu estatua de oro macizo[9] figure en Olimpia cerca de la ofrenda de los Cipsélides.[10]

SÓCRATES. —Tomas la cosa por lo serio, Fedro, porque ataco al que amas. Solo quería provocarte un poco. ¿Piensas verdaderamente que yo pretendo competir en elocuencia con escritor tan hábil?

FEDRO. —He aquí, mi querido Sócrates, que has incurrido en los mismos defectos que yo; pero tú hablarás, quieras o no quieras, en cuanto alcances. Procura que no se renueve una escena muy frecuente en las comedias, y me fuerces a volverte tus burlas repitiendo tus mismas palabras: «Sócrates, si no conociese a Sócrates, no me conocería a mí mismo; ardía en deseos de hablar, pero se hacía el desdeñoso, como si no le importara». Ten entendido, que no saldremos de aquí, sin que hayas dado expansión a tu corazón, que según tú mismo se desborda. Estamos solos, el sitio es retirado, y soy el más joven y más fuerte de los dos. En fin, ya me entiendes; no me obligues a hacerte violencia, y habla por buenas.

SÓCRATES. —Pero, amigo mío, sería muy ridículo oponer a una obra maestra de tan insigne orador la improvisación de un ignorante.

FEDRO. —¿Sabes una cosa?, que te dejes de nuevos desdenes, porque si no recurriré a una sola palabra que te obligará a hablar.

SÓCRATES. —Te suplico que no recurras.

FEDRO. —No, no. Escucha. Esta palabra mágica es un juramento. Juro, pero ¿por qué dios?, si quieres, por este plátano, y me comprometo por juramento a que si en su presencia no hablas en este acto, jamás te leeré, ni te recitaré, ningún otro discurso de quienquiera que sea.

SÓCRATES. —¡Oh!, ¡qué ducho!, ¡cómo ha sabido comprometerme a que le obedezca, valiéndose del flaco que yo tengo, de mi cariño a los discursos!

FEDRO. —Y bien, ¿tienes todavía algún mal pretexto que alegar?

SÓCRATES. —¡Oh dios!, no; después de tal juramento, ¿cómo podría imponerme una privación semejante?

FEDRO. —Habla, pues.

SÓCRATES. —¿Sabes lo que voy a hacer antes?

FEDRO. —Veámoslo.

SÓCRATES. —Voy a cubrirme la cabeza[11] para concluir lo más pronto posible, porque el mirar tu semblante me llena de turbación y de confusión.

FEDRO. —Lo que importa es que hables, y en lo demás haz lo que te acomode.

SÓCRATES. —Venid, musas [ligias], nombre que debéis a la dulzura de vuestros cantos,[12] o a la pasión de los ligienses (ligur)[13] por vuestras divinas melodías; yo os invoco, sostened mi debilidad en este discurso, que me arranca mi buen amigo, sin duda para añadir un nuevo título, después de otros muchos, a la gloria de su querido Lisias. «Había un joven, o más bien un adolescente, en la flor de su juvenil belleza, que contaba con gran número de adoradores. Uno de ellos, más astuto, pero no menos enamorado que los demás, había conseguido persuadirle de que no le tenía amor. Un día que solicitaba sus favores, intentó probarle que era preciso acceder a su indiferencia, primero que a la pasión de los demás. He aquí su discurso:

»En todas las cosas, querido mío, para tomar una sabia resolución es preciso comenzar por averiguar sobre qué se va a tratar, porque de no ser así se incurriría en mil errores. La mayor parte de los hombres ignoran la esencia de las cosas, y en su ignorancia, de la que apenas se aperciben, desprecian desde el principio plantear la cuestión. Así es que, avanzando en la discusión, les sucede necesariamente no entenderse, ni con los demás, ni consigo mismos. Evitemos este defecto, que echamos en cara a los demás; y puesto que se trata de saber si debe uno entregarse al amante o al que no lo es, comencemos por fijar la definición del amor, su naturaleza y sus efectos, y refiriéndonos sin cesar a estos principios y estrechando a ellos la discusión, examinemos si es útil o dañoso.

»Que el amor es un deseo, es una verdad evidente; así como es evidente que el deseo de las cosas bellas no es siempre el amor. ¿Bajo qué signo distinguiremos al que ama y al que no ama? Cada uno de nosotros debe reconocer que hay dos principios que le gobiernan, que le dirigen, y cuyo impulso, cualquiera que sea, determina sus movimientos: el uno es el deseo instintivo del placer, y el otro el gusto reflexivo del bien. Tan pronto estos dos principios están en armonía, tan pronto se combaten, y la victoria pertenece indistintamente, ya a uno, ya a otro. Cuando el gusto del bien, que la razón nos inspira, se apodera del alma entera, se llama sabiduría; cuando el deseo irreflexivo que nos arrastra hacia el placer llega a dominar, recibe el nombre de intemperancia. Pero la intemperancia muda de nombre, según los diferentes objetos sobre que se ejercita y de las formas diversas que viste, y el hombre dominado por la pasión, según la forma particular bajo la que se manifiesta en él, recibe un nombre que no es bueno ni honroso llevar. Así, cuando el ansia de manjares supera a la vez al gusto del bien, inspirado por la razón y a los demás deseos, se llama glotonería, y los entregados a esta pasión se les da el epíteto de glotones. Cuando es el deseo de la bebida el que ejerce esta tiranía, ya se sabe el título injurioso que se da al que a él se abandona. En fin, lo mismo sucede con todos los deseos de esta clase, y nadie ignora los nombres degradantes que suelen aplicarse a los que son víctimas de su tiranía. Ya es fácil adivinar la persona a la que voy a parar después de este preámbulo; sin embargo, creo que debo explicarme con toda claridad. Cuando el deseo irracional, sofocando en nuestra alma este gusto del bien, se entrega por entero al placer que promete la belleza, y cuando se lanza con todo el enjambre de deseos de la misma clase solo a la belleza corporal, su poder se hace irresistible, y sacando su nombre de esta fuerza omnipotente, se le llama amor».

Y bien, mi querido Fedro, ¿no te parece, como a mí, que estoy inspirado por alguna divinidad?

FEDRO. —En efecto, Sócrates, las palabras corren con una afluencia inusitada.

SÓCRATES. —Silencio, y escúchame, porque en verdad este lugar tiene algo de divino, y si en el curso de mi exposición las ninfas de estas riberas me inspirasen algunos rasgos entusiastas, no te sorprendas. Ya me considero poco distante del tono del ditirambo.

FEDRO. —Nada más cierto.

SÓCRATES. —Tú eres la causa. Pero escucha el resto de mi discurso, porque la inspiración podría abandonarme. En todo caso, esto corresponde al Dios que me posee, y nosotros continuemos hablando de nuestro joven.

«Pues bien, amigo mío, ya hemos determinado el objeto que nos ocupa, y hemos definido su naturaleza. Pasemos adelante, y sin perder de vista nuestros principios, examinemos las ventajas o los inconvenientes de las deferencias que se pueden tener, sea para con un amante, sea para con un amigo libre de amor. El que está poseído por un deseo y dominado por el deleite, debe necesariamente buscar en el objeto de su amor el mayor placer posible. Un espíritu enfermo encuentra su placer en abandonarse por completo a sus caprichos, mientras que todo lo que le contraría o le provoca le es insoportable. El hombre enamorado verá con impaciencia a uno que le sea superior o igual para con el objeto de su amor, y trabajará sin tregua en rebajarlo y humillarlo hasta verlo debajo. El ignorante es inferior al sabio, el cobarde al valiente, el que no sabe hablar al orador brillante y fácil, el de espíritu tardo al de genio vivo y desenvuelto. Estos defectos, y aun otros más vergonzosos, regocijarán al amante si los encuentra en el objeto de su amor, y en el caso contrario, procurará hacerlos nacer en su alma, o sufrirá mucho en la prosecución de sus placeres efímeros. Pero, sobre todo, será celoso; prohibirá al que ama todas las relaciones que puedan hacerle más perfecto, más hombre; le causará un gran perjuicio, y en fin, le hará un mal irreparable, alejándole de lo que podría ilustrar su alma; quiero decir, de la divina filosofía; el amante querrá necesariamente desviar de este estudio al que ama, por temor de hacerse para él un objeto de desprecio. Por último, se esforzará en todo y por todo en mantenerle en la ignorancia, para obligarle a no tener más ojos que los del mismo amante, y le será tanto más agradable cuanto más daño se haga a sí mismo. Por consiguiente, bajo la relación moral, no hay guía más malo, ni compañero más funesto, que un hombre enamorado.