The Wallmapu

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Un antes, un después

La Tercera, 27/noviembre/2018

Han sido días de dolor en Wallmapu. Y de rabia y legítima indignación. El crimen policial de Camilo Catrillanca ha remecido muchas conciencias, impactado muchos corazones. Incluso más allá del mundo mapuche, como lo demuestran las marchas, cacerolazos y acciones de solidaridad, que van desde gestos de la selección chilena a homenajes de la Orquesta Sinfónica Nacional.

Repudio transversal y ciudadano ante un crimen que, siendo honestos, no concitó el mismo nivel de rechazo público en ocasiones anteriores. ¿Será que Chile está cambiando o todo se resume a que en esta ocasión es Piñera y no Bachelet quien gobierna? Quisiera creer que se trata de lo primero y no tanto de lo segundo.

En su faceta política, lo sucedido ha transparentado que no basta “el buenismo de Moreno” —como lo bautizó Carlos Peña en una reciente columna de El Mercurio— para resolver un conflicto histórico, ya centenario, en el que los intereses en juego son diversos y se trenzan de múltiples maneras.

Un ejemplo de ello es Luis Mayol, el renunciado intendente de La Araucanía. Fue jefe regional pero también portaestandarte del gremio agrícola sureño, acérrimo adversario de los mapuche y para quien nuestras luchas solo son inventos de comunistas reciclados en piqueteros étnicos. No son pocos en la región los que piensan como el ex mandamás de la Sociedad Nacional de Agricultura.

Los distingue una historia como inmigrantes europeos, posición social privilegiada y una adscripción política casi cultural a la derecha. Pero a cierta derecha; una todavía anclada a la propiedad de la tierra. Es la derecha de los dueños de fundo, de los patrones, de los futres, el propio Mayol uno de ellos.

Tras el crimen de Camilo Catrillanca, el gobierno debe asumir que hay un tipo de abordaje que hizo crisis. Me refiero a la estrategia de “cuerdas separadas”, aquella del garrote y la zanahoria para hacer frente a la reivindicación mapuche. Diálogo por un lado, represión desatada por el otro. ¿Qué podría salir mal?

Siendo justos, esto último no ha sido invento de Piñera; es la forma en que todos los gobiernos, desde el retorno de la democracia, han enfrentado torpemente el conflicto. Lo nuevo bajo la actual administración ha sido el Comando Jungla, aquella locura represiva que hoy insisten en hacernos creer que jamás existió. Pues bien, este abordaje hizo crisis en Ercilla y debe llegar a su fin.

Pasa que se equivocan quienes piensan que la lucha mapuche es posible de combatir con carabineros y fiscales. No lo fue en los noventa, cuando estalla en Lumaco, y no lo ha sido en tres décadas de continua y porfiada rebeldía. Todo lo contrario, si algo ha demostrado la represión es que se trata de un camino absurdo, inconducente.

La represión no termina con la protesta, la multiplica. No trae paz a la región, la convulsiona. Retroalimenta además la violencia política mapuche, el weichán, que también existe.

Prueba de ello han sido las jornadas de protesta tras el crimen de Catrillanca. Más de cien acciones —en menos de una semana— que demuestran la incapacidad del gobierno para hacerle frente. Y es que no se controla con apaleos o calabozos la legítima indignación de un pueblo. Mucho menos sus ansias de libertad.

La vía represiva debe terminar.

También porque es incomprensible en la lógica cultural mapuche dialogar y establecer acuerdos con una contraparte estatal capaz de avalar el asesinato policial por la espalda. Ello quiebra cualquier confianza, dinamita cualquier acuerdo. Hay que estar ciego para no verlo. ¿Qué sucederá en las semanas y meses venideros?

El pueblo mapuche y sus diferentes organizaciones y liderazgos, muchas veces distanciados entre sí, tienen un gran desafío por delante: consensuar una agenda de futuro que permita avanzar en las demandas políticas de nuestro pueblo. Es algo que a ratos se olvida por la vorágine de los acontecimientos; se olvida el carácter político de esta lucha centenaria heredada de nuestros mayores.

Hablamos de un desafío mayor que trasciende por lejos lo contestatario, la protesta social o las acciones rurales de los Órganos de Resistencia Territorial (ORT). Implica atreverse a retomar una rica tradición política, olvidada desde que cedimos nuestra representación a partidos winkas y oenegés. Volver al weupin, al nütramkan y el koyagtun, los pilares de nuestra rica tradición política.

Sin embargo, en el actual escenario, es obligación del gobierno y no de los mapuche allanar el camino hacia una paz social con justicia. Es la tarea del ministro Moreno, quien hasta antes de la crisis aparecía evaluado como el segundo hombre más poderoso de La Moneda. Sorpresivamente por sobre el ministro Chadwick y otros personajes claves del gabinete.

Moreno debe demostrar que no es un invento y que lo suyo dista mucho del buenismo pueril retratado por Carlos Peña. Y que puesto en la encrucijada es capaz de rearmar un diálogo político boicoteado a balazos por el Ministerio del Interior y los efectivos del GOPE. Ello requerirá mucho más que la astucia del management. Por lo pronto, espalda y muñeca política. Y también coraje para hacer frente a los extremistas de su propio sector, que no son pocos.

El crimen de Catrillanca ha marcado necesariamente un antes y un después. Hoy a la “agenda institucional” mapuche, aquella que hace décadas demanda reconocimiento, participación política e inclusión en el Estado, La Moneda debe sumar la “agenda autonomista” mapuche. Es la que Temucuicui, la CAM y la Alianza Territorial Mapuche, entre otros referentes, impulsan hace años, en sintonía con la experiencia comparada y los pactos de Naciones Unidas.

Bueno sería que el ministro Moreno tome nota de sus proclamas y planteamientos. Sospecho que aprendería varias cosas. Una de ellas, que autonomía y libre determinación no son pretensiones extremistas. Significan, básicamente, profundizar la democracia y atreverse con el traspaso de competencias a los pueblos originarios.

En simple, que el Estado chileno nos saque de una buena vez las manos de encima, ser tratados como adultos y no como interdictos. Kizungünewün, diría mi abuelo.

El caso Catrillanca

Austral de Temuco, 9/diciembre/2018

La caída del general de Orden y Seguridad, Christian Franzani, a quien el ministro de Interior solicitó su renuncia, es el último episodio del llamado caso Catrillanca, un crimen policial que ya se transformó en crisis política para La Moneda.

Las dudas sobre si el alto oficial tuvo o no contacto directo con los efectivos del GOPE responsables del asesinato, así como la posibilidad cierta de que sea llamado a declarar en calidad de imputado por la justicia, precipitaron su salida. Pero hay otros factores todavía no transparentados ante la opinión pública.

Por un lado la urgente necesidad del gobierno de dar un golpe de autoridad al interior de Carabineros de Chile, ello en medio de un carnaval de chambonadas institucionales y que tienen al propio General Director Hermes Soto pendiendo de un hilo.

Hoy la institución vive una seria crisis de legitimidad y el vergonzoso listado va desde millonarios fraudes y vínculos con el narcotráfico, al encarcelamiento de dirigentes mapuche con pruebas falsas, como aconteció con la Operación Huracán.

Esto ha dejado en evidencia el escaso control del poder civil sobre la institución policial, una grave anomalía del sistema democrático que pareciera —sobre todo tras el caso Catrillanca— comenzar a preocupar en serio en La Moneda.

Prueba de ello sería el rol jugado por el ministro Andrés Chadwick en la salida del general Franzani, el segundo hombre fuerte del Alto Mando. El sorpresivo retiro del GOPE de las zonas de conflicto —incluido los miembros del polémico Comando Jungla— apuntaría también en la misma dirección: demostrar ante la opinión pública quién manda a quién.

Otro factor no transparentado es la necesidad del gobierno de retomar cuanto antes el control de una agenda que extravió por completo en Temucuicui.

Lo sucedido en Ercilla posibilitó además la rearticulación de una oposición política hasta entonces inexistente y que hoy —de manera bastante indecorosa en el caso del Partido Socialista— rasga vestiduras y exige medidas que ellos mismos siendo gobierno jamás tomaron. Allí están los casos de Álex Lemún, Matías Catrileo y Jaime Mendoza Collío para demostrarlo.

El costo político del caso Catrillanca ya se hace notar incluso en los sondeos de opinión pública. Tanto las entregas semanales de Cadem como el sondeo mensual de Adimark dan cuenta de una baja sostenida en la aprobación del mandatario.

Esto vino a ser ratificado por la encuesta CEP publicada el pasado viernes: un escuálido 37% de aprobación, una cifra de-soladora. Es sabido que ningún gobierno puede hacer oídos sordos de las encuestas. Mucho menos un presidente que ha buscado por años el esquivo aplauso popular.

Pocas coyunturas relacionadas con el conflicto Estado-pueblo mapuche han golpeado tanto a un gobierno como el caso Catrillanca a la derecha. Hasta ahora, el conflicto nunca se había instalado como prioridad política en Santiago. Acontecía en el lejano sur y por ello siempre resultó más cómodo administrarlo que resolverlo. Ello explica el rol protagónico de Carabineros y el Ministerio Público en su abordaje.

Por otro lado, y siendo honestos, la causa mapuche jamás concitó en la sociedad chilena un alto grado de simpatía o adhesión popular. Primó siempre una mirada paternalista y cuando no despectiva con los “indios quemacamiones” y sus recurrentes conflictos en el sur.

 

Esto último pareciera estar cambiando y responsable de ello son las nuevas generaciones, adolescentes y jóvenes que de a poco comienzan a dibujar un nuevo Chile. Lo demuestra el caso Catrillanca. Marchas multitudinarias, emotivas velatones, cacerolazos, paros universitarios, todo un repertorio de acciones de solidaridad que han copado por semanas los medios.

Son ellos quienes han transformado a Camilo Catrillanca en un símbolo nacional de justicia y dignidad. Y propinado a Piñera un cierre de fin de año bastante amargo.

Los políticos

La Tercera, 25/diciembre/2018

Nadie duda a estas alturas que Carabineros de Chile vive una crisis de severas proporciones. Actos ilícitos como el megafraude, los montajes de la Operación Huracán, el tráfico de armas a bandas del narcotráfico y el uso de fuerza letal contra civiles son síntomas de una podredumbre institucional, orgánica y doctrinaria ya imposible de ocultar.

El fallido conato de insubordinación del general Hermes Soto ante La Moneda y la soterrada disputa de poder en el Alto Mando solo nos confirman un cuadro desolador: Carabineros definitivamente tocó fondo. Pero la responsabilidad no es solo de la institución.

El mismo poder político que hoy rasga vestiduras por el descontrol y la crisis tiene varias velas en este entierro. Por acción u omisión, han sido los sucesivos gobiernos —tanto de derecha como de centroizquierda— los que allanaron el camino para la actual debacle.

Son ellos los que desde el fin de la dictadura militar permitieron que la institución se gobernase prácticamente a sí misma, con reglas propias e inmune al control del poder civil. Por desidia, negligencia o temor, la clase política es otra de las grandes responsables.

En este punto resulta casi un chiste cruel que uno de los principales defensores de la autonomía de Carabineros haya sido por largos años el entonces senador Andrés Chadwick, actual ministro del Interior y uno de los principales damnificados políticos en el actual escenario.

Fue el propio Chadwick quien a regañadientes negoció el año 2004 el “decreto fundado” que hoy el presidente Piñera se vio obligado a enviar al Congreso para remover al general Hermes Soto. Cría cuervos y te sacarán los ojos, reza el dicho popular.

Este poder civil —“los políticos”, como diría mi madre de manera genuinamente despectiva— es el mismo que ha entregado a una institución enferma el abordaje del conflicto histórico en Wallmapu, uno que requiere más y mejor política, no más y mejor armamento de guerra o calabozos.

He allí un aspecto clave de la actual crisis de Carabineros y del conflicto en las regiones del sur; la responsabilidad de la clase política en nuestro paulatino tránsito hacia al despeñadero. De ello trata la renuncia que se exige del ministro Chadwick, el máximo responsable de la seguridad pública en el país.

Y es que tras el caso Catrillanca no solo existen responsabilidades penales y de mando en las filas de la institución uniformada. También existe la llamada responsabilidad política, solamente hecha efectiva hasta el momento con la salida del ex intendente de La Araucanía, Luis Mayol, cuyas torpezas comunicacionales sellaron su destino.

Hay quienes proponen refundar Carabineros, incluso con cambio de nombre, tal como se hizo en 2008 con la vieja Policía de Investigaciones de Chile, la actual y renovada PDI. Una idea para nada descabellada. Cual sea la salida a la crisis —refundación, intervención o reformas—, hay algo que nadie discute a estas alturas: se requiere un mayor control del poder civil sobre Carabineros.

Ello debiera volver obligatoria la responsabilidad política de los civiles en la cadena de mando. Pasa que enviar uniformados al choque y luego desentenderse de las consecuencias no debiera salir tan barato a los políticos.

La otra historia secreta

Revista Caras, 21/diciembre/2018

“Nadie puede pretender resolver en pocos meses un problema que tiene siglos”. Con esta frase, Alfredo Moreno, ministro de Desarrollo Social, resumió en entrevista con El Mercurio lo complejo del conflicto en las regiones del sur. Aquella es la creencia generalizada entre los chilenos y gran parte de la clase política: que el conflicto se arrastra por largos siglos, desde la Colonia. Que partió con Diego de Almagro y Pedro de Valdivia, poco menos.

¿Sospechará el ministro que hace poco más de un siglo los mapuche éramos una nación independiente, rica y próspera, con tratados diplomáticos vigentes con las repúblicas y límites territoriales que se extendían del Pacífico al Atlántico?

Hacia 1860, los mapuche éramos dueños desde el sur de la provincia de Buenos Aires a la costa de la actual provincia de Arauco. Un gigantesco territorio en manos de una descentralizada confederación de clanes y linajes territoriales.

El sur de Chile y Argentina, el Wallmapu de nuestros bisabuelos, fue por siglos nuestro territorio. Allí cabalgaron nuestros ancestros e hicieron fortuna arreando miles de cabezas de ganado hacia ambos lados de la cordillera. De Puelmapu, la tierra mapuche del este, a Gulumapu, la tierra mapuche del oeste.

Las vacas y los caballos fueron introducidos por los españoles. Dispersos por el Wallmapu se multiplicaron de manera casi infinita, siendo tempranamente incorporados por los mapuche como alimento y moneda de intercambio.

De allí viene kulliñ, palabra mapuche que hoy se traduce comúnmente como plata o dinero. Su real significado no es otro que “animal” y durante siglos hizo referencia a nuestra principal moneda: vacas, caballos y ovejas, los kulliñ más cotizados de nuestro sistema económico. También éramos una refinada sociedad de caballeros; es decir, de hombres y mujeres a caballo.

“Cada indio poseía su caballo sobre el cual pasaba una buena parte de su tiempo. No se concebía la calidad de jefe y de rico de un lonko si no contaba en sus posesiones por docenas o centenares las yeguas y los caballos, que le servían para la guerra, la alimentación y los negocios”, relata el historiador Tomás Guevara.

Al igual que para los guerreros mongoles, el caballo para el mapuche lo era prácticamente todo: alimento, transporte, armadura, poder, prestigio social y —en caso de muerte— una montura para viajar al Wenumapu, el cosmos azul de nuestros mayores.

La importancia del caballo llevó a algunos académicos a plantear la existencia de un complejo ecuestre entre los mapuche, similar al observado en las tribus de las llanuras norteamericanas. Y es que resultan innegables las transformaciones que el caballo produjo en la cultura e identidad de nuestro pueblo. Nos definen hasta hoy.

En la vestimenta (aparición de la bota de potro y la chiripa), en el armamento (adopción de la lanza y las boleadoras, en detrimento del arco y la flecha), en el comercio (arreo y crianza de animales, desarrollo de la orfebrería ecuestre, la cacería), en el transporte (los viajeros-nampulkafe, la vida en las tolderías), en la estructura social (surgimiento de castas de guerreros y de hombres ricos, ülmen) y, por supuesto, en la cosmovisión (ritos religiosos y funerarios).

Tal es parte del rico legado de nuestra cultura ecuestre, desconocida para tantos en nuestros días y que por largos siglos fue pieza clave de nuestra supremacía militar frente a los hispanos. Pasa que el conflicto actual nada tiene que ver con la corona española, ministro Moreno.

Tras un fiero contacto inicial, la diplomacia de las armas y el comercio fueron la norma, ello durante tres largos siglos. La llamada Guerra de Arauco disminuyó notablemente en intensidad a partir de 1641. Aquel año se firmaron las paces en el Parlamento de Quillín y se reconoció al río Biobío como frontera entre los mapuche y el Reino de Chile.

Muertos en batalla dos gobernadores —único caso en América— y destruidas en Curalaba (1598) las siete ciudades al sur del Biobío, más de treinta parlamentos regularon una convivencia que posibilitó una verdadera época dorada. Allí floreció el arte de nuestra orfebrería y la bella manufactura de nuestros textiles.

Hablamos también de una revolución cultural que implicó despedirse de viejas prácticas. La agricultura, por ejemplo, se volvió un trabajo doméstico y de escaso prestigio social.

Aquello fue observado con escándalo por historiadores y cronistas: mujeres mapuche trabajando la tierra y hombres dedicados —orgullosamente— a la guerra, los negocios y la política. La sociedad española, eminentemente agrícola en el valle central, jamás pudo comprender este desprecio cultural mapuche por granjeros y labradores. Allí nace el mote de “mapuche flojo”.

Tras la independencia de Chile el prejuicio se extendió entre poderosos hacendados, ansiosos por barrer con los indios dueños de tan fértiles campos. Sorprende lo actual de aquella idea entre los chilenos. Es recurrente oírla en Temuco entre dueños de fundo, líderes políticos y ciudadanos de a pie. Los mapuche “flojos y borrachos”. Y hoy por añadidura “terroristas y violentos”.

Si el conflicto nada tiene que ver con los españoles, ¿de qué trata entonces lo que acontece en el sur? Trata de aquel pueblo mapuche del cual les he contado y que a fines del siglo XIX —por medio de una guerra que a nadie le enseñan en el colegio— fue despojado de su territorio por las repúblicas de Chile y Argentina.

No hablamos de tantos siglos atrás. Hablamos de fines del siglo XIX, década de 1880, tiempo de mi tatarabuelo materno, el cacique Luis Millaqueo, de Ragñintuleufu. Él nació en un Wallmapu libre y murió viendo cómo su país era invadido por los winkas y rematado al mejor postor. Allí y no en la Colonia surge el conflicto.

De allí el reclamo y las controversias que persisten. Y las muertes de lado y lado que cada tanto nos golpean y entristecen. Resulta imposible volver el tiempo atrás, pero conocer esta historia puede que nos permita saber por dónde explorar posibles soluciones.

España supo parlamentar tres siglos con los mapuche. La República de Chile también lo hizo alguna vez. Aconteció en 1825 en el Parlamento de Tapihue, en las cercanías del actual Yumbel. Allí el gobierno del general Ramón Freire reconoció —ni más, ni menos— nuestras propias jefaturas y autonomía territorial.

El 2025 se cumplirán doscientos años de aquel solemne acuerdo entre dos naciones soberanas y que más tarde fue traicionado por Chile. ¿Y qué tal si volvemos, chilenos y mapuche, a parlamentar en Tapihue? Puede que sea allí, y no en los violentos operativos del GOPE, donde encontremos la paz.

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