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El día de la marmota

La Tercera, 25/septiembre/2018

Es imposible en Chile destapar champaña (o bien muday) por anuncios o propuestas del gobierno en materia de pueblos indígenas. Ayer lunes no fue la excepción.

Pasa que el denominado Acuerdo Nacional por el Desarrollo y la Paz en La Araucanía, del presidente Sebastián Piñera, recuerda mucho al fallido Plan de Reconocimiento y Desarrollo Araucanía, del segundo mandato de Michelle Bachelet.

Este fue dado a conocer con bombos y platillos en junio de 2017, y de sus propuestas —pendientes desde la década de los noventa— nunca más tuvimos noticias.

A los pies del cerro Ñielol, el actual mandatario chileno desempolvó e integró a su propio anuncio buena parte de las tareas inconclusas de su antecesora. Entre las más destacadas: nueva institucionalidad indígena, reconocimiento constitucional y participación política en el Congreso.

Honestamente, no hablamos de grandes novedades. Todas son propuestas posibles de rastrear en los gobiernos de Ricardo Lagos, Eduardo Frei e incluso Patricio Aylwin allá por los albores de la transición democrática e incumplidas hasta nuestros días.

Estos anuncios bien podrían ser bautizados como nuestro “Día de la marmota”, ello por la similitud de sus puestas en escena con el personaje de Bill Murray en aquella célebre película de 1993. En ella, Phil Connors, un meteorólogo y presentador de televisión bastante estúpido, repite una y otra vez las mismas 24 horas hasta que logra hacer lo que debe hacer. Atrapado en el tiempo, su vida es un eterno déjà vu, tal como nos pasa a los mapuche con este tipo de anuncios.

¿Correremos otra vez la misma suerte que Murray?

No me cansaré de repetirlo: Chile tiene la oportunidad histórica de ponerse al día con avances que en otros países hace rato cumplieron mayoría de edad. Fue en los noventa cuando gran parte de las democracias latinoamericanas avanzaron en reconocimientos constitucionales, participación política y legislaciones ad hoc para los pueblos indígenas. El caso colombiano es el más sorprendente de todos. Y también el menos estudiado. Tal es el atraso de Chile; al menos dos décadas respecto del vecindario.

¿Qué se debate hoy al respecto en Ecuador, Bolivia o Colombia? ¿Reconocimientos en deuda desde el Quinto Centenario?

En absoluto. Se debaten temas que Naciones Unidas califica como mínimos estándares de buena salud para un sistema democrático moderno; autonomías territoriales, plurinacionalidad del Estado, plurilingüismo y educación superior intercultural, pluralismo jurídico y nuevas categorías de ciudadanía e identidad nacional.

En Chile estos temas siguen siendo lejanos y casi inexistentes en el debate público. Basta señalar que habitualmente son caricaturizados como discursos “separatistas”, “radicales” e incluso “subversivos” por élites políticas, económicas y culturales que siguen ancladas en otro siglo, en aquel de la supremacía blanca y el menosprecio de nuestra diversidad cultural y étnica. Tal es nuestro subdesarrollo político y mental.

Pero a ratos suceden cosas que brindan esperanza de no seguir —como el personaje de Bill Murray— atrapados en el tiempo.

Permítanme mencionar dos de ellas. Por un lado, el diálogo político transversal y sin exclusiones odiosas que se atrevió a impulsar el ministro de Desarrollo Social Alfredo Moreno. Aquello requirió coraje y muñeca política. Y una buena dosis de pragmatismo; a estas alturas, uno de los principales “activos” de su liderazgo público en alza.

Pasa lo mismo con su inusitado despliegue en terreno, algo que el propio senador Francisco Huenchumilla (DC) reconoció como “nunca antes visto” en La Araucanía. “Fútbol total” le llamó el congresista en referencia a la mítica Naranja Mecánica de Johan Cruyff.

Otra señal esperanzadora son las pugnas desatadas al interior del oficialismo por el “tono” de la propuesta presidencial. Estas reflejan un saludable quiebre entre aquellos dispuestos a empujar una agenda de reconocimiento y quienes, por el contrario, desprecian profundamente aquello.

No solo la autorización al machi Celestino Córdova para salir de la cárcel golpeó duro a los segundos. También que el gobierno decidiera no incluir en su anuncio la “venta de tierras indígenas”, una verdadera obsesión del latifundio y los gremios sureños. Para usuarios de Netflix, hablamos de la familia Snell de la serie Ozark.

“Las diferencias y tensiones en la región se originan a mediados del siglo XIX con la decisión del Estado de Chile de ocupar las tierras del río Biobío al sur, con chilenos del norte y extranjeros europeos traídos para poblar la zona. A ello se sumó una política de Estado tendiente a integrar a los pueblos originarios a la sociedad occidental, sin respetar su cultura y tradiciones ancestrales”, señala parte del Acuerdo Nacional por el Desarrollo y la Paz en La Araucanía.

Es un texto impensado hace una década para la derecha, prueba de un incipiente cambio cultural en sus filas.

Nadie sabe cuánto tiempo estuvo atrapado el personaje de Bill Murray en aquella película. En el filme se muestran treinta y ocho versiones distintas del día de la marmota. Hasta que logró sacar las debidas lecciones y librarse de aquel fatídico bucle temporal.

Los mapuche llevamos treinta años atrapados en nuestro propio e interminable día de la marmota. Que este 2018 sea por favor el último.

Making a murderer

La Tercera, 17/octubre/2018

Octubre de 1986. Steven Avery es declarado culpable de agresión sexual e intento de asesinato de una mujer que trotaba cerca del lago Michigan, en Estados Unidos. Pese a alegar inocencia y las contradicciones en las pruebas —entre ellas, una confesión obtenida bajo presión policial—, el juez del condado de Manitowoc lo condenó a 32 años de prisión.

Sin embargo, dieciocho años más tarde nuevas pruebas de ADN demuestran no solo su inocencia. También que las instituciones que participaron en su detención y enjuiciamiento habían manipulado todo para que pareciera culpable.

El caso de Steven Avery es la trama de la exitosa serie Making a murderer (fabricando un asesino) de Netflix, pronta a estrenar su segunda temporada. La serie va de frente contra el sistema penal estadounidense, remeciendo la conciencia ética de un país en teoría orgulloso de su sistema de justicia.

¿Hasta qué punto la justicia puede ser manipulada por los encargados de administrarla? ¿Cuánta coerción puede darse en un interrogatorio policial? ¿Somos en verdad todos inocentes hasta que se demuestre lo contrario?

Cada episodio de la serie siembra más dudas que el anterior sobre estas interrogantes. Y revela cada uno de los errores de un sistema judicial que ha destrozado la vida de Avery y su familia, todos ellos blancos pobres y sin educación, la working-class de la América profunda.

Avery es inocente. Lo saben el público y los realizadores de la serie, pero personajes como el fiscal y los policías harán lo que esté a su alcance para regresarlo a la cárcel. Es lo que va documentando la serie capítulo tras capítulo. Y allí radica lo más aterrador; todo lo que vemos es real.

No he dejado de pensar en esta serie tras el reciente fallo de la Corte Suprema en el caso Luchsinger-Mackay. También daría para un programa de televisión. Un crimen de alto impacto público y sospechosos —como los miembros de la familia Tralcal— que incluso antes de ser llevados a juicio ya eran considerados culpables.

Lo eran para los dueños de fundo y descendientes de colonos que lo gritaban a coro en los noticieros. También para el gobierno (el anterior y el actual), para los fiscales del Ministerio Público y especialmente para la policía civil, los tres actores protagónicos de nuestro discriminatorio sistema de justicia.

Pero faltaban las pruebas. Faltaron durante largos años. Hasta que, de la noche a la mañana, aparecieron.

La confesión de José Peralino Huinca, obtenida por la PDI bajo apremios, manipulación y chantajes, como consta en el expediente judicial, permitió a las autoridades ratificar en tribunales una anticipada y racista condena pública.

Pocos recuerdan que un primer juicio oral absolvió a todos los acusados del crimen. Y que los jueces cuestionaron duramente la confesión de Peralino Huinca, por presentar “vicios de ilegalidad” y “contradicciones” flagrantes.

Se requirió un segundo juicio para —como me comentó un agricultor sureño— “poner por fin las cosas en su lugar”.

En abril de 2018, Jerome Buting, el abogado defensor de Steven Avery, visitó Chile invitado por la Defensoría Penal Pública. Lo hizo para exponer sobre la presunción de inocencia y su vulneración por parte de los sistemas de justicia. Su visita coincidió con el fallo de la Corte Suprema y el escándalo tras la Operación Huracán.

“Me hace recordar Making a murderer, es parecido a lo que hicieron los detectives de Manitowoc plantando evidencias contra Steven”, comentó Buting. “Una conducta tan fraudulenta por la policía solo exacerbará la fricción, lo que hará más difíciles las soluciones pacíficas al conflicto”, reflexionó en entrevista con La Tercera.

Dieciocho años de cárcel dictaminó la Corte Suprema para José y Luis Tralcal en el caso Luchsinger, ambos reconocidos líderes mapuche de Padre Las Casas y quienes desde el primer minuto han alegado inocencia. Es la misma cantidad de años que estuvo tras las rejas Steven Avery en Estados Unidos por aquel crimen que jamás cometió. Me temo que las similitudes no terminan allí.

 

Memorias

Austral de Temuco, 11/noviembre/2018

Esta semana tuve el honor de inaugurar la XII Feria del Libro Usado organizada por la Universidad Mayor, un espacio lamentablemente único en su tipo en la ciudad de Temuco.

Cuesta creer aquello. Que en la capital de La Araucanía, el territorio cuna de Jorge Teillier, Miguel Arteche y Juvencio Valle, pero también el suelo que cobijó a Neruda y la Mistral, exista apenas una actividad dedicada a las letras, los libros y sus autores. Un solitario oasis de cultura a los pies del emblemático cerro Ñielol. Créanme que no es trivial mi comentario.

Vivimos, todos lo sabemos, en una región con evidentes fracturas históricas y un conflicto que se hereda de generación en generación. Un conflicto que no solo es territorial —de hectáreas más o hectáreas menos— o de seguridad pública —de un camión más o un camión menos— o de desarrollo social —de un subsidio más o un subsidio menos—. Es, ante todo, un conflicto cultural, un choque de relatos.

Una confrontación entre memorias.

De ello trató mi charla ante los asistentes a la Feria del Libro, de las memorias en pugna en La Araucanía y cómo, desde muy antiguo, las escrituras locales las han retratado sin que pareciera existir mayor diálogo y contacto entre ellas.

Una memoria es la mapuche, rebelde y antigua.

Esta memoria hunde sus raíces en nuestra historia oral. También en heridas que todavía sangran y en dolores que pese al paso del tiempo aún persisten. Hablamos de una memoria prolífica que ha parido en la región a notables escritores y poetas, desde Manuel Manquilef a comienzos del siglo XX a Elicura Chihuailaf y Leonel Lienlaf en los tiempos actuales.

Sin olvidar, por supuesto, al primer autor en retratar en la lengua de Castilla nuestra historia como pueblo, el soldado-poeta don Alonso de Ercilla y Zúñiga. Nuestra región le debe nada menos que su propio nombre: La Araucanía. No es poca cosa.

Otra memoria es aquella de los colonos europeos que hicieron de esta tierra su segunda patria una vez finalizada la guerra al mapuche. Es una memoria también antigua, porfiada, que jamás ha dejado de añorar su origen y que cultiva el recuerdo tanto como los fundos heredados de sus abuelos.

Españoles, franceses, italianos, suizos y alemanes, la variopinta migración europea que a fines del siglo XIX transformó el Wallmapu en una verdadera Torre de Babel. Y también, para ser honesto con la historia, en un violento Far West donde los buenos modales y la ética nunca fueron la norma.

Y existe una tercera memoria. Es aquella del colono chileno que llegó a la Frontera junto a las tropas del Ejército para dar vida a los nacientes poblados. Son los González, los Pérez y también los Machuca, los habitantes criollos de una región incorporada ochenta años tarde al Estado y cuya memoria poco tiene que ver con las anteriores.

No son “indios”, porque aseguran descender de los españoles de la Colonia, y tampoco colonos, porque aquella categoría sería exclusiva del “patrón” con sus fundos, clubes sociales y apellidos raros. Son los chilenos a secas, los descendientes de peones, jornaleros y artesanos del valle central empujados hacia el sur por la pobreza. Ellos son los winkas, como los llamaba mi abuelo, muchas veces con indisimulado desprecio.

¿Con qué derecho los mapuche, que cultivamos la memoria con el mismo amor que nuestros campos, podríamos negar validez a estos otros dos relatos regionales?

No podemos. Y allí el gran desafío al que nos enfrentamos todos los escritores de La Araucanía, seamos mapuche o no, expliqué a los presentes en mi charla. Me refiero al desafío humanista, ético, democrático, de hacer que estas tres memorias dialoguen y se conozcan; lograr que estas tres memorias algún día se encuentren.

Ya va siendo hora de obrar juntos el milagro, les dije.

La confrontación y el desencuentro no pueden ser la única herencia a legar a nuestros hijos.

Un mapuche resiliente

Periódico Azkintuwe

A Francisco Llancaqueo se lo conoce por la televisión y el mundo de la moda. También por la farándula televisiva. Y es que, tras un autoexilio en Europa en la década de los ochenta, Llancaqueo se convirtió en uno de los mejores y más cotizados estilistas de Santiago. Del barrio alto de Santiago, valga la aclaración.

Desde entonces ha dedicado su vida a embellecer a modelos top, estrellas de televisión y a cuanta mujer y hombre ha pasado por sus manos. Pero no solo eso. En cine ha trabajado para varios reconocidos directores, entre ellos Andrés Wood, Sebastián Campos, León Errázuriz y Sebastián Silva.

En teatro fue responsable de diseñar los peinados de todas las creaciones teatrales del destacado dramaturgo Andrés Pérez, comenzando por la mítica Negra Ester. El cine y el teatro no eran mundos desconocidos para Llancaqueo: también cursó estudios de actuación en la Universidad de Chile previo al golpe militar y su posterior refugio en Barcelona.

Ahora, con la publicación de su exitoso libro De lo bueno mucho. Autobiografía de un mapuche resiliente (Catalonia, 2013), el estilista dio paso al escritor. Pero Llancaqueo tampoco es un aparecido en el mundo de las letras.

Por largos años fue colaborador del semanario The Clinic y el desaparecido diario La Nación. Llegó incluso a tener su propia columna en Diario Siete+7 dirigido por la destacada periodista Mónica González. Por si no bastara, también colaboró con Paula, principal revista femenina de Chile y en cuyo equipo inicial figuraba la escritora Isabel Allende.

Sus publicaciones en estos medios, cuenta Llancaqueo, fueron su inspiración para crear la obra de teatro El hijo de la peluquera, dirigida por la actriz Javiera Contador. En su extenso currículum se cuentan, además, colaboraciones para numerosas revistas papel cuché, participando en los equipos editoriales de Caras y Elle, entre otras publicaciones.

Pero pese a su vasta trayectoria como columnista de medios, De lo bueno mucho... es su primer libro. ¡Y vaya qué libro!

Cuenta que estuvo seis años trabajando en esta autobiografía, escribiendo con una caja de pañuelos desechables y un cojín. Los pañuelos, para las lágrimas que derramaba al revivir duros momentos de su vida; el cojín, para descargar la rabia que muchos recuerdos le generaban. Y en medio del dolor y la rabia, un diagnóstico de cáncer a la próstata.

Ya operado y en franca recuperación, tomó el cáncer como un llamado de atención; tenía que concluir su autobiografía.

A pocas semanas de su lanzamiento, la obra se convirtió en uno de los libros más vendidos en Chile en la categoría de no ficción. También permitió a sus lectores conocer al Llancaqueo mapuche, al hijo de una empleada doméstica del barrio alto, al niño discriminado en los sesenta por ser indio, gay y pobre. Y, pese a ello, un triunfador, como el mismo se define.

Conversamos con el peñi en Vitacura, en un café ubicado a pasos de la peluquería donde recibe a sus “pacientas”.

Lo que sigue son sus lúcidas reflexiones en torno a la identidad, la discriminación racial y el ser mapuche en los tiempos actuales.

—Francisco, tu libro trata sobre todo de la identidad, de la búsqueda de una pertenencia, del ser “che”, persona. Háblanos de ello.

—En relación a mi identidad mapuche, estas reflexiones parten en España y sobre todo tras mi regreso a Chile. Era un plus para mí en Europa. Todo el mundo, españoles, catalanes, tenía un interés enorme allá por mi cultura, por nuestra lengua. Era todo un personaje, pero no en el sentido de la curiosidad de zoológico, sino más bien de una valoración de lo que yo era y de mi origen. Ya supondrás que a mi regreso a Chile fue chocante el cambio. Acá, donde realmente debiera darse este reconocimiento, me encuentro con puras murallas, con puros obstáculos.

—Imagino un choque cultural tremendo.

—Lo fue. Acá ser mapuche, para atrás, y si podías esconder tu segundo apellido que era mapuche mucha gente lo hacía. Y la pasaban bien por la vida siendo solo Juan Pérez, sin su segundo apellido. Yo no culpo a las personas que hacían eso, al mapuche que sentía vergüenza de su origen, que aún los hay, porque yo entiendo lo que hay detrás. Fíjate en Marcelo Salas, siempre lo conocimos sin su segundo apellido Melinao, que es hermoso. ¡Yo que Marcelo me cambio el nombre y pongo Melinao primero! ¡Obvio!

—¿Dónde crees que está el origen de aquel racismo histórico de la sociedad chilena con los mapuche y el resto de los pueblos originarios?

—Yo estoy convencido de que es por un tema geográfico: tenemos desierto, la Patagonia con sus fiordos, el mar y la cordillera; somos en verdad una isla autorreferente, provinciana, temerosa de la diversidad y de todo aquello que sea distinto. Si a ello sumamos que los chilenos carecen de una verdadera identidad, de un quererse a sí mismos, el cóctel es intragable. El chileno, cuando está acá, mira para afuera, le gusta todo lo de afuera. Y cuando está fuera, mira nostálgicamente para acá. Eso tiene que ver con no saber qué o quién eres en definitiva. Es ser paria, tener una mente paria, un corazón paria. No tenemos, y aquí hablo también como chileno, la capacidad de identificarnos con nuestro verdadero origen, con nuestras raíces culturales. Y fíjate que el problema es Chile. Aquí al lado, en Perú mismo, es otra la visión que tienen de su identidad, cultura y origen. Los mexicanos ni hablar, orgullosos de su cuento indígena, de su mestizaje. Y yo insisto, esto obedece en Chile a un cuento geográfico, estamos encerrados en una isla. La chilena es una cultura muy extraña que a mí no me ha tocado ver en otros países. El chileno tiene poco mundo, es cierto que hoy se viaja más que antes, pero aun así el chileno promedio es pequeño, limitado. Me odian cuando yo digo esto, me doy cuenta de que la gallá se molesta.

—¿Pero notas un cambio en los últimos años respecto de esta visión tan estrecha y, como tú dices, algo pueblerina que caracteriza a los chilenos? Hoy pareciera existir una ciudadanía mucho más empoderada en estos temas.

—Sí, observo un cambio, eso es innegable. Yo creo que estamos siendo testigos de grandes cambios culturales, y puedo decir que desde la Revolución Pingüina en adelante algo comenzó a cambiar en Chile. Muchos no lo observan, pero yo creo que los jóvenes, las nuevas generaciones, son los que van a cambiar y están cambiando los códigos de este país. Yo tengo mucha fe en los jóvenes, ellos traen el cambio en el corazón, nosotros estamos ya bastante añejos, fracasamos como generación en la lucha por estos cambios; nos quedamos en la paja intelectual, en la revolución de café, grandes ideas, grandes conceptos y luego a seguir en la comodidad de nuestras vidas burguesas. Con una mano en el corazón, te reconozco que fuimos parte de una generación que no lo pudo hacer. Los cabros hoy traen un chip que nosotros no tenemos, y yo confío y creo que ellos son portadores de este cambio que necesitamos. Y en ese cambio, obvio que la mirada hacia los pueblos indígenas y hacia los mapuche debiese ser diferente. Yo lo veo en mis “pacientas” en la peluquería, yo veo el interés que ellas tienen preguntándome cosas, es real su interés en este personaje mapuche. Sí, yo me doy cuenta de que tienen otra mirada. ¡Ya era hora huevón!

—¿Te gusta Chile?

—Mira, me gusta Chile. También me gusta mucho viajar, estar fuera, pero siempre regresar es una bonita sensación. A pesar de todos sus defectos y las cosas que critico, me gusta este país. Tendría que ser un idiota para no darme cuenta de que detrás de muchas cosas que no me gustan existen intereses políticos, grupos de presión, etcétera.

—Mapuche, gay y pobre. Podrías ser el niño símbolo de la discriminación en Chile pero en tu libro te planteas no desde la queja y el lamento, sino desde la parada de alguien que, rescatando lo bueno de la vida, logró triunfar. ¿Cómo sobrellevas la carga de no transformarte en un referente, en un símbolo, sobre todo de un pueblo mapuche carente de voces como la tuya?

—Yo creo que todos los seres humanos estamos cumpliendo una misión acá. Soy súper consciente de que el pueblo mapuche es un pueblo sin voz, que no tiene mucha presencia en los medios y ante ello no puedo ser una voz para algunas cosas y esconder mi boca para otras. Si a mí me tocó por otros caminos llegar donde pude llegar, es un deber pronunciarme. Si yo no aprovecho las instancias que tengo para hablar de lo que sucede con nuestra gente no me sentiría bien conmigo mismo. No se trata de querer o no querer, se trata de un deber, Pedro, lo contrario sería ser un maricón.

 

Tiene que ver con la consecuencia, con ser leal contigo mismo. Y más que convertirme en un líder, que no es ni ha sido nunca mi intención, se trata de aprovechar cada espacio para pasar el aviso, para explicar que nuestros códigos culturales son otros, que nuestra cosmovisión es diferente, que la tierra, aquella por la que lucha nuestra gente en el sur, no es solo un medio de producción, también es memoria, espiritualidad, una forma de ver e interpretar el mundo. Y que este conflicto jamás se resolverá si no somos capaces de dialogar, chilenos y mapuche, de forma intercultural, reconociendo validez al otro, no negando su identidad y visión de las cosas.

—Este cambio cultural que señalabas hace un rato, por dónde parte.

—En la medida en que yo me pueda amar voy a ser amado. Ese es el orden de las cosas. En la medida en que yo sea un ser íntegro, desde esa integridad voy a ayudar a construir un mundo más íntegro. El cambio, siempre, parte por uno mismo. Puede muy bien existir una ley antidiscriminación y yo puedo estar muy de acuerdo con ella, pero le puede pasar a un chico hoy que su papá le diga: “Oye, no vayas a traer a ese Juanito Cayuqueo a la casa porque yo no quiero indios metidos aquí”. Ahí es donde yo creo que la única posibilidad de cambio real es el cambio cultural que está asociado a su vez a cambios generacionales. La clave es amarse. Amarse a sí mismo para que los demás nos vean. Yo soy Francisco Llancaqueo y me amo, me encuentro la raja, mi cultura es la raja, y eso el otro, el winka, créeme que lo ve.

—¿Y cuál es nuestra responsabilidad al respecto?

—Tenemos la responsabilidad de cambiar esta imagen que tiene el chileno de nosotros. No hay otro camino. Yo no puedo esperar un cambio cultural si no cambio también yo mismo de actitud, si yo no me amo, si yo no estoy contento con la grandeza de mi ser mapuche, indígena, gringo, japonés, lo que sea. Es tan fuerte el medio que ha logrado opacarnos, pero cuando tú estás consciente de lo que significa ser mapuche te sientes más entero que otras personas. Si nos seguimos pajeando con lo que piensa el otro de nosotros no llegaremos a ningún lado. Si nosotros no somos enteros, dignos, orgullosos para enfrentarnos a la vida, así nos van a tratar. Debemos romper ese círculo vicioso. Eso fue lo que, sin darme cuenta, hice con mi vida y así se desprende de mi libro. El cuento es desde uno, no hay otro camino. Para ser reconocidos primero debemos reconocernos nosotros desde el corazón. ¿Cambios desde la cabeza? Sigue concursando. En la cabeza está el ego, el prejuicio, el miedo; nada que hacer desde allí. Los cambios debemos hacerlos desde el corazón, desde los afectos.

—¿Eres optimista sobre este cambio?

—Estamos viviendo un momento en que ya no hay respuestas en la política, ya no hay respuestas en la religión, menos cuando te enteras de que el cura de tu barrio se tiró a media docena de cabros chicos. La vida te está diciendo que todo en lo que creías, ese orden social, es insuficiente para responder las preguntas vitales. Esa crisis es parte del cambio que se está produciendo, cambio que aflora por una sociedad enferma.

Lo que está pasando hoy en el planeta es una locura. Y cada día mucha más gente señala no querer ser parte de esta locura, no querer ser parte de esta sociedad enferma. Hay un retorno a lo espiritual y están surgiendo movimientos potentes de paz, de luz. Mientras más activos estén esos movimientos, mucho mejor.

—Sanar también desde la autoestima.

—Fíjate que en muchos momentos de mi vida sentí que no te dejaban vivir como indígena, que no te valoraban ni respetaban, pero rompí ese círculo de la queja. Yo invito a todos mis hermanos y hermanas mapuche a romper ese círculo vicioso, a salir del lamento y decir: “¡Yo puedo! ¡Soy capaz!”. Volver a querernos, esa es una gran tarea personal que tenemos los mapuche. Es súper cómodo culpar siempre a otros de lo que estamos viviendo, lo difícil es uno hacerse cargo.