El poder

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La conquista cultural

«Las mayores dificultades se dan cuando en el nuevo país tanto la lengua como las costumbres de sus habitantes son diferentes de las de los antiguos súbditos».

(CAPÍTULO III)

En este pasaje descubrimos la importancia de la cultura de un pueblo y de los hábitos de las personas. Si se quiere influir en una región o en un país, incluso sin llegar a la conquista, los aspectos culturales han sido siempre el factor más importante durante toda la historia, y lo siguen siendo hoy en día. Ignorarlo ha supuesto el fracaso, a no ser que se siguiera una estrategia de exterminio, que sería otro tipo de dominio.

Los romanos, durante su expansión imperial, mantuvieron y respetaron los usos, costumbres, tradiciones, religiones y lenguas de las tierras que conquistaron. Tan solo exigieron que se rindiera culto a sus dioses y que se empleara el latín como lengua oficial para uso administrativo.

En la última década se han desarrollado conceptos modernos, como el Cultural Awareness o «Conciencia Cultural», que insisten en la imperiosa necesidad de conocer en profundidad estos aspectos cuando se actúa en el mercado global y con equipos multiculturales.

Si comunicarse de forma efectiva con otras culturas siempre ha sido rentable, en el mundo de la globalización comercial es un principio vital de actuación. Ser capaz de cambiar las actitudes y los hábitos propios cuando se interactúa con otras culturas, así como ofrecer muestras de respeto hacia maneras diferentes de entender la vida, son instrumentos que facilitan de manera innegable la capacidad de influir o comerciar con otros pueblos y culturas. El nuevo liderazgo humano exige reconocer, aceptar y respetar la diversidad cultural.

Por otro lado, la «inteligencia cultural» forma parte esencial de cualquier operación militar en el exterior, más allá de nuestro propio territorio. En los conflictos recientes se prepara a los integrantes de las distintas fuerzas para mostrar respeto cultural y, de este modo, alcanzar los objetivos previstos. Para lograrlo, se les alecciona incluso en detalles que pueden parecer superfluos, como evitar llevar gafas de sol para no interponer barreras comunicativas: en este caso, el no poder mirarse a los ojos. En efecto, a veces algo tan básico como llevar gafas de sol con cristales de espejos provoca conflictos culturales. En ciertos casos, la población local ha llegado a pensar que las lentes disponían de capacidades «tecnológicas» muy superiores y que los soldados extranjeros podían ver los cuerpos desnudos de las mujeres a través de sus burkas. Con la formación y preparación cultural de los ejércitos se busca entender y respetar las costumbres y normas diferentes de otros pueblos. Cuando no se ha hecho así, las dificultades han aparecido por doquier. El ejemplo más actual lo tenemos en Afganistán.

Por otro lado, la lengua juega un papel muy importante en nuestras vidas, debido a que en ella se formulan y toman sentido las costumbres y se escriben las leyes o normas en las que nos entendemos y comunicamos. La lengua representa nuestra identidad, pues con ella interpretamos nuestras experiencias (función ideacional) y establecemos la interacción con otros seres humanos (función interpersonal).

El cardenal Mazarino, uno de los personajes más «maquiavélicos» en el sentido tradicional del término, lo tenía muy claro: «No te opongas nunca a lo que le gusta a la gente llana».

Lo malo, todo a la vez; lo bueno, poco a poco

«Se necesita […] que el usurpador de un estado cometa de una vez todas las crueldades, para no repetirlas después».



«Todas estas ofensas han de hacerse de una vez, para que, de este modo, duelan menos, al ser menor el intervalo en el que tienen lugar; por el contrario, los beneficios deben derramarse poco a poco y de uno en uno, para que se degusten con más placer».

(CAPÍTULO VIII)

Maquiavelo recomienda llevar a cabo todas las acciones negativas contra una persona o sociedad de una vez, confiando en que las personas tenemos poca memoria. De este modo, se espera que olviden pronto los agravios sufridos.

Esto contradice, en cierto modo, otro de sus axiomas, según el cual el ofendido nunca cejará en su afán de venganza, incluso aunque se le otorguen muchos beneficios. La idea subyacente aquí es que, si es necesario aplicar ultrajes, es mejor ejecutarlos rápidamente, ya que de este modo las consecuencias serán menores. Porque, argumenta Maquiavelo, si causamos los ultrajes poco a poco y los dilatamos en el tiempo, la oposición será permanente e incluso podría aumentar.

En lo que acierta por completo es cuando se refiere a los beneficios, pues no cabe ninguna duda de que siempre será más rentable ir concediéndolos de forma paulatina, en pequeñas dosis, porque de esta manera conseguiremos que el agradecimiento sea mayor y más duradero.

La recomendación de dosificar las dádivas tiene como fundamento mantener enganchada a la ciudadanía, al concederle pequeños premios de forma constante. El «pan y circo» es, en el fondo, el motor de todo sistema autocrático y paternalista.

En consecuencia, el crimen o la tropelía debe ser lo más breve posible, para que pronto quede olvidado entre las montañas de regalos y la escucha activa que el príncipe debe emplear para granjearse la amistad y el cariño del pueblo.

Si conviene o no desarmar al pueblo

«Hay príncipes que para mantenerse en sus Estados desarman a sus vasallos; otros fomentan las discordias en las provincias sujetas a su dominio; los ha habido que se buscaron enemigos a propósito; algunos se esfuerzan por ganarse la amistad de aquellos a los que al principio de su reinado consideraron sospechosos: este ordena construir fortalezas y aquel otro, derribarlas».

(CAPÍTULO XX)

Si la idea del libro de Maquiavelo es servir de guía para que un Estado, gobernado por un príncipe, pueda asegurar el orden social, aquí se hace referencia a algunas de las recomendaciones para hacer fuerte al Estado, en muchos casos sin tener en cuenta aspectos morales.

Respecto a la vía de asegurar las posesiones mediante el desarme, cabe decir que ha sido más frecuente armar a los súbditos para ampliar el poder o la influencia. Cuando los ejércitos modernos han intentado desarmar a los pueblos, siempre se han encontrado con obstáculos. Pero si se toma esta opción, es porque se tiene asegurada una fuerza armada suficiente. El desarme generalizado no se considera una buena opción, pues debe mantenerse el poder de alguna manera.

En el tema concreto de «desarmar a los súbditos» entraríamos en el debate que se da en algunos países, como Estados Unidos, sobre la adquisición y uso de las armas de fuego por parte de los ciudadanos. Dependiendo de sus antecedentes históricos y de cada cultura, las valoraciones y los debates van a ser muy distintos.

Hay casos muy curiosos a este respecto, como Noruega. En este país, los ciudadanos consideran que tienen derecho a disponer de sus propias armas para evitar lo que sucedió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando su gobierno capituló y entregó la nación a Alemania. Por ello se consideran con el derecho de disponer de medios para defender su patria, incluso en contra de las decisiones del gobierno, si fuera preciso.

El control de las armas siempre ha sido una necesidad, y frente a la dificultad de desarrollar programas de desarme, supervisados por fuerzas multinacionales, e incluso bajo el amparo de Naciones Unidas, los avances tecnológicos no han ignorado este campo. Pensando en un escenario futuro, en el que proliferen armas inteligentes, se está estudiando cómo regular y controlar un mercado cada vez más complicado, en el que las armas puedan dejar de estar operativas si no identifican al usuario o propietario mediante datos biométricos.

No debemos olvidar que el concepto de arma también ha cambiado con la revolución tecnológica y la naturaleza descentralizada de internet. Ya no nos sorprende escuchar a algunos dirigentes decir que Twitter es o ha sido su «arma secreta». Todo sirve para la batalla de las ideas en el dominio virtual.

Pocos dudan que las armas cibernéticas modificarán las leyes de la guerra. Ya tenemos ejemplos recientes de ciberataques que provocan algún daño material o incluso la muerte.

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TEMOR,
AMOR Y
RESPETO

Entre conseguir el afecto de los súbditos y seguidores o lograr que lo teman, para Maquiavelo no hay lugar para la duda: un líder debe ser temido. En su opinión, el temor es mucho más eficaz para mantener la fidelidad no solo de los enemigos, sino también de los amigos y aliados. Eso sí, lo ideal para Maquiavelo sería conseguir tanto el temor como el respeto, y quién sabe si incluso algo de afecto, que nunca estará de más. Pero ¿sigue siendo válida esta escala de valores para el líder actual?

Es mejor confiar en el temor que en el amor

«Por lo general, los hombres se encuentran más dispuestos a contentar al que temen que al que se hace amar».



[La amistad es] una unión puramente moral, o una obligación nacida a causa de un beneficio recibido, [y] no puede sobrevivir frente a los cálculos interesados. Por el contrario, el temor nos hace pensar en alejarnos de una pena o castigo, por lo que la impresión que recibe el ánimo es más profunda».

 
(CAPÍTULO XVII)

Que ser temido es mejor que ser amado es otra de las ideas más representativas de la cultura maquiavélica. Aquí destaca el matiz de que el miedo al castigo puede ser un factor esencial en la psicología humana.

Maquiavelo, en su discusión acerca de si es mejor ser un príncipe temido o amado, prefiere lo primero pensando en la seguridad y la fortaleza del Estado. Si se elige tratar de ser amado, el riesgo de rebelión aumentará.

No se debe olvidar que no todas las personas reaccionan a los mismos impulsos y estímulos. Mientras que unas lo harán por convencimiento, otras lo harán por amor. Pero también habrá quien tan solo reaccione ante el temor, por el miedo al castigo. Sin olvidar que lo más habitual es reaccionar por una combinación de convencimiento, amor y temor. Como decía Mazarino: «Si aumentas las recompensas tanto como los castigos, te ganarás más la fidelidad de esas personas gracias a una mezcla de amor y de temor». El príncipe, el líder, debe conocer qué procedimiento emplear con cada persona en concreto, dependiendo también de las circunstancias.

En todo caso, no le falta razón a Maquiavelo cuando argumenta que suele ser más duradero el temor que el amor, pues el amor siempre puede terminar bruscamente, y a veces por motivos que no tienen fácil explicación.

Por otro lado, el exceso de bondad, de ternura, puede ser entendido como un gesto de debilidad, por lo que la persona amada puede ser objeto de ataque con mayor facilidad que la que tiene fama de dura y despótica. El amor, con todo lo que de positivo tiene, no garantiza el apoyo incondicional del que lo recibe. Para ello hace falta que el receptor también posea un alma noble, y sobre todo agradecida, además de que sea consciente del bien que se le otorga.

Ante la dicotomía de considerar al hombre como bueno por naturaleza o bien verlo como un animal domesticado que espera la relajación del poder para asilvestrarse, el príncipe debe considerar a la persona decantándose por la segunda opción. El poder se teme porque se desconocen sus límites. La bondad y el amor son fútiles y no son válidos para gobernar. Si quien temes es magnánimo, lo es porque lo desea. Pero si lo hace alguien a quien amas, nunca considerarás suficiente lo que debe hacer por ti. No es que el príncipe no deba ser amado, sino que el temor hace que ese amor permanezca en la memoria como algo circunstancial, no como algo obligatorio.

Por lo que respecta al temor al castigo, es innegable que, sin el miedo a la repercusión de las propias acciones, los hombres actuarían con gran perversidad y extremo egoísmo, sin piedad para con sus semejantes, en la mayor parte de los casos.

Asimismo, el temor es un poderoso sentimiento que hace que la gente se doblegue y acepte que se le imponga otra voluntad.

No obstante, siempre es mejor tener al lado a personas que nos sean fieles por convicción, persuadidas de que es más beneficioso para ellas, y no por mero temor, aun cuando una cierta dosis sea precisa en ciertos momentos y con determinadas personas.

La era digital quizá ofrece más posibilidades que nunca para alcanzar el propósito de ser temido. Tecnologías como el Big Data, el internet de las cosas y el uso generalizado de aplicaciones o redes sociales han abierto una ventana de oportunidad para materializar algunos de los principios maquiavélicos.

El rencor nunca muere

«Es un error creer que entre las personas de primera categoría se olvidan las ofensas antiguas gracias a los beneficios recientes».

(CAPÍTULO VII)

Dado que las personas, en especial en algunas culturas, tienden a querer vengarse de las ofensas recibidas, con independencia del tiempo transcurrido y los parabienes y prebendas que hayan recibido, el príncipe siempre debe estar alerta, y no puede fiarse de que los ofendidos se hayan olvidado, aparentemente, de lo sucedido. Intentar colmarlos de beneficios, sobre todo si son inmerecidos o excesivos, a veces solo servirá para avivar la llama de sus ansias de venganza, pues el afectado puede interpretar estos gestos magnánimos como un intento burdo de ocultar aquello que tanto le agravió.

Ante estas situaciones, Maquiavelo aconseja al príncipe hacerse temer, para así evitar la amenaza de venganza, al mostrar con claridad al ofendido que cualquier respuesta se volvería contra él. En otras palabras: se rentabiliza el ser temido, pues se impide la venganza.

De manera indirecta, Maquiavelo ofrece otra lección: que el príncipe debe evitar todo aquello que pueda hacerlo odioso o despreciado. Lo ideal es que busque acercarse lo más posible a su pueblo, que es, precisamente, lo que debe conseguir el líder de nuestros días. El liderazgo moderno, más humanizado que nunca, se debe basar en el convencimiento. Este proceder es más efectivo cuando se trata de movilizar masas y lograr compromisos, pues se evita generar miedo u ofensas. Después de todo, la naturaleza humana prefiere el premio al castigo.

Pensar que las ofensas siempre deben ser vengadas obliga a que el líder tenga permanentemente en la memoria a los que obraron contra él, y también a los que le sirvieron con fidelidad. Pero no porque considere mejores a los que le ayudaron, puesto que su obligación era seguir al líder en su ascenso y servirle, sino porque son los primeros a los que debe considerar verdaderos enemigos a abatir. Nadie que no tenga la fuerza suficiente se atrevería a obrar contra los intereses del príncipe, quien debe, por su parte, esperar al momento propicio para desbancar a sus posibles rivales, esperando el tiempo que sea preciso y fingiendo amistad siempre que sea necesario, mientras prepara su conjura contra ellos.

Ver al otro como mero instrumento, en un caso, y como enemigo irreconciliable, en el otro, son dos formas de relativismo moral y pragmatismo ético.

En los tiempos del Big Data, también se presta atención al aspecto más humano, basado en la comunicación y en los pequeños detalles para detectar las ofensas. Un líder puede movilizar masas y, al mismo tiempo, estar ofendiendo a otros grupos minoritarios. Podría acercarse al modelo de líder tóxico sin apenas darse cuenta. Por eso es tan importante el «Small Data», el detalle que resalta el lado humano, las emociones.

Hagas lo que hagas, te odiarán

«Resulta llamativo que se incurre en el odio de los hombres tanto por proceder bien como por proceder mal».

(CAPÍTULO XIX)

En no pocas ocasiones, por más que la intención sea hacer el bien, nos vamos a encontrar con personas que nos odien, simplemente por lo que para ellas significamos. Y aunque intentemos a toda costa evitarlo, y hagamos esfuerzos por congraciarnos con ellas, a veces no conseguiremos más que agudizar ese odio.

En ciertos casos, ese odio ante las buenas obras no es más que un reflejo del malestar interior que padece el odiador, de su incapacidad para estar a la altura del odiado, o de conseguir el reconocimiento social que este tiene. O simplemente se trata de envidia, celos profesionales o pura maldad innata.

Como se suele decir: «Al buen vivir y al mal vivir nunca les faltó el qué decir».

Evita el odio del más fuerte

«En la alternativa de excitar el odio del mayor o del menor número, conviene ganarse el favor del más fuerte».

(CAPÍTULO XIX)

Esta oportuna sentencia da pie a varios análisis. Por un lado, siempre ha sido vital hacer frente a los enemigos, a los odiadores, de uno en uno. Un grave error es enfrentarse a varios de ellos a la vez. La división de esfuerzos no suele dar buenos resultados. Al contrario, la mejor opción es focalizarlos en un único objetivo. Napoleón fue un maestro de esta concentración de esfuerzos.

Obviamente, lo ideal es no tener enemigos, nadie que nos odie. Pero eso es más utópico que otra cosa. Por más que nos esforcemos, por más que pensemos que estamos ayudando al bien general, o al menos no causando ningún mal intencionado a nadie, siempre habrá alguien que nos odie por el mero hecho de ser como somos, por nuestras virtudes o por nuestros éxitos.

Si a pesar de haber intentado impedir el rechazo del grupo o del pueblo, el odio ha llegado, en su guía de actuación y recomendaciones para el líder, Maquiavelo nos transmite una manera de escalar las adversidades a modo de previsión, y de estudiar las alternativas. Si la situación ha derivado en la generación de odio, nos recomienda controlar o graduar de dónde viene y evitar a los más influyentes. Es esa estrategia la que permitirá adaptarse o acometer las medidas necesarias para mitigar el daño.

La otra lección es que, dado que no podemos evitar ser odiados en alguna medida, un objetivo prioritario es intentar congraciarse con el grupo o entidad más poderosa, para evitar su elevada capacidad destructora. No siempre será sencillo, sobre todo si ese grupo piensa que nos podemos convertir en un rival o que le podemos hacer sombra.

El poder puede ser militar, económico o consistir en la influencia sobre el «pueblo», pues no siempre se basa en el peso de la milicia. En cualquier caso, el poder lo tienen aquellos con mayor popularidad y peso específico, y los que cuentan con la mejor y más tupida red de apoyos en el Estado o ciudad. El príncipe no puede evitar el odio; solo debe identificar con quién le beneficia aliarse y a quién evitar.

Evita el odio de las masas

«Evitando todo lo que le pueda hacer odioso o despreciable».

(CAPÍTULO XIX)

Aunque se pueda someter por la fuerza a las masas, siempre es mejor tenerlas de nuestro lado gracias al miedo o la sugestión. Y sobre todo hay que evitar a toda costa realizar actos que generen un odio innecesario en la población.

El odio de la masa no es malo porque sea el de muchos, sino porque la irracionalidad es instintiva y no es controlable. Autores como los neocontractualistas, John Rawls por ejemplo, establecen que se necesitan nuevos modelos de relaciones sociales y pactos éticos para enfrentarse a las nuevas necesidades de una sociedad colectivista y globalista que se apodera de las acciones sociales.

«Hazlo, pero que yo no me entere»

«Poco tiene que temer el príncipe de las conjuraciones si su pueblo le quiere, pero no le queda ningún recurso si carece de este apoyo».



«Una de las máximas más importantes para todo príncipe prudente y entendido es tener contento al pueblo y satisfacer a los grandes sin irritarlos con exigencias excesivas».



«Un príncipe, insisto, debe manifestar su aprecio a los grandes, pero cuidando, al mismo tiempo, de no granjearse el aborrecimiento del pueblo».

(CAPÍTULO XIX)

Las herramientas para conseguir el apoyo de los seguidores, o incluso la popularidad, han ido variando y aumentando a lo largo de la historia. Nunca han existido tantas maneras y tan efectivas de influir en la población.

El odio, o simplemente provocar rechazo en los ciudadanos, no es una buena táctica para ningún gobernante. Se debe intentar mantener contento al pueblo y delegar aquellas responsabilidades que tengan menos aceptación popular. Esta visión se ha mantenido constante de forma general como manera de gobernar.

Como argumentaban los clásicos, es siempre preferible que todo lo favorable sea imputado a uno mismo, mientras que las tareas que exigen grandes esfuerzos, sin aportar ni dinero ni gloria, todo lo desagradable, lo odioso, sean gestionadas por otros.

El equilibrio del mando hace que el príncipe siempre intente ponerse de perfil, derivar las responsabilidades hacia los que lo rodean y excusarse argumentando que «no le aconsejaron bien». Su voluntad, proclamará, siempre fue la de favorecer al pueblo y ser justo, pero los miembros de su «consejo» (ahora serían también los servicios de inteligencia) no le proporcionaron la información necesaria o pertinente. Por tanto, su juicio no está nublado y tampoco es responsable. Es tan victima como el «pueblo», por lo que una purga o reprimenda pública a los presuntos implicados será suficiente.

 

Este proceder, propio de las épocas de la Roma imperial, e incluso desde la época de la República, hizo que siempre los grandes lucharan por los favores «del que manda», y que permanecieran desunidos, ejerciendo contrapesos dentro de la corte. Por su parte, el príncipe se limitará a administrar con serenidad los favores, haciéndolos oscilar entre los diversos bandos. En la conjura de los Tarquinos y sus efectos vemos perfectamente reflejado este caso y proceder. Hoy en día, la situación no es muy diferente en los círculos de poder.