Tan cerca que no se mira

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—¿Al alcalde no le preocupa eso?

—Él actúa por su cuenta.

—Necesita un casco, ¿recuerda? —le dije dándole uno —. Son reglas de la construcción.

—¿Va a entrar conmigo?

—Solo así puede pasar, ya que no puede entrar sola. Y sepa usted que el señor alcalde tiene todo bajo control.

—Eso cree él —dijo ella casi hablándose a sí misma.Mire, aquí hay dos historias: una dice que hay un convento muy antiguo soterrado por los terremotos que sólo se puede desvelar excavando. De encontrarlo, sería importante para la pequeña ciudad.

Otra es que en esta escuela, y mucho más recientemente en el internado de señoritas, pasaron muchas atrocidades que han quedado en el olvido. Ya no hay mucha gente a la que le importe eso, pero todavía existimos personas conscientes de que lo que pasó aquí fue atroz. Cosas que quedaron en el olvido.

—Y así seguirán, Marta, a menos que usted se lo impida al alcalde —dije enfática. Sin embargo, debía aceptar que su información no dejaba de despertar cierta curiosidad en mí.

Marta se calló por un momento.

Llegamos a una habitación que lucía como una desusada biblioteca decorada con una antigua pintura de lo que parecía ser una monja en una de las paredes.

—¿Es ella? ¿La Madre?

Marta asintió.

El cuadro estaba muy ennegrecido, casi no se podía ver la figura.

—Esta pintura se le entregará al señor Obispo. Esto sí es una reliquia, era del convento.

—¿El que la dichosa Madre Rosa fundó? —mi comentario era nuevamente algo burlón. No pude evitarlo

—Así es, aunque le parezca gracioso —dijo orgullosamente. —Ya está documentada y pronto la recogerán.

Apenas se dejaba ver la silueta de una religiosa con una leve y lejana sonrisa. El lienzo estaba todo cubierto de manchas de moho y polvo.

—Hay que restaurarla —comenté.

Observé a aquel místico y misterioso personaje vestido de hábito y túnica color marrón rojizo, velo y escapulario blancos y un lazo corriente enrollado alrededor de la túnica por la cintura. En una mano un rosario con una rosa de plata grabada en donde comenzaba el primer misterio y en la otra una libreta marrón. Yo lo sabía desde que había hecho mi primera comunión cuando era una niña.

—Es su libreta de enseñanzas —continuó Marta—. Era una incansable peregrina y construyó el convento hace varios siglos. Su doctrina escrita se ha perdido con el tiempo, no quedan más que tradiciones orales. Su idea era que fuera un centro para muchachas abusadas, sufridas por el machismo, abandonadas y madres solteras. Ella les daba cobijo y educación, pero eso hace unos siglos, hasta que hace más o menos unos cincuenta años doña Delfina Herradura cambiara todo el rumbo benévolo del convento y se volviera protectora y mayor beneficiaria de la congregación. Ella alteró muchas cosas, no para bien, y desvirtuó la maravillosa labor que hizo la santa Madre.

En fin, aquí puede haber todavía documentos o reliquias coloniales que pertenecieron a la Madre y que las monjas de doña Delfina hayan tirado por ahí.

Me le quedé viendo pensativa y sorprendentemente interesada.

—O sea que la Madre Rosa fue una santa que existió hace siglos. Lo que usted me dice de la señora Delfina de Herradura es una historia mucho más reciente, de hace unas decenas de años, en los sesenta.

—Así es. Una mujer muy buena y otra muy mala —resumió.

—Aquí ha vivido el bien y el mal, la divinidad y la maldad —concluyó solemnemente.

No hice mayor comentario para que ella no pensara que me burlaba. Yo no sabía qué pensar ni me interesaba mucho. ‘Así que aquí vivió una mujer santa hace mucho tiempo y en el siglo pasado vivió otra señora muy mala, la que fuera dueña también de la mansión: doña Delfina’ ¿Y cuál era la relevancia de eso? No pregunté para no perturbarla con mi escepticismo. Ella continuó:

—Ahora, en cuanto a las atrocidades que después supuestamente se cometieron aquí, pues eso quedará en la conciencia de los Herradura involucrados, estén muertos o vivos, yo solo hago mi trabajo y tengo autoridades que me apoyan.

—Sí, Marta, pero aquí hay reglas también. Recuerde que esta tierra ya está negociada con PROE S. A. y todo eso que usted dice es agua bajo el puente. Lo siento, sé que es importante para usted, pero este terreno es ahora de mi empresa.

—Pues yo vendré por aquí hasta el día de la demolición, ni el mismo alcalde puede pararme.

—Pero, ¿qué busca, Marta? No es normal que usted venga tanto. Aquí solo hay basura regada por todos lados. ¿Por qué no vienen otras entidades a verificar lo que usted insinúa?

—¿No es cierto que hay una situación legal de alguien que se está interponiendo en su proyecto? —preguntó desafiante.

—No puedo discutir eso con usted, son cosas legales de la empresa. Marta, realmente tengo que pedirle las llaves del portón, de la entrada y de la escuela.

—No puedo darle las llaves —dijo mientras caminaba hacia la puerta e intentaba cerrarla.

Yo le puse el pie a la puerta para que no se pudiera cerrar y ella se retiró molesta. Me fui detrás de ella, pero camino a la mansión, donde Ángela me esperaba.

Ella no venía muy a menudo a Antaño, las sesiones semanales de trabajo las llevábamos a cabo en las oficinas de PROE S. A., pero últimamente llegaba más a menudo. Yo la sentía más ansiosa en cuanto a las fechas del proyecto.

—Te tengo nuevas, Brisa. La buena primero: solo falta una firma del alcalde y tenemos el último permiso. Lo tuyo va según calendario, así como lo proyectado para el mes entrante, así que en eso vamos bien. La liquidez anda por lo esperado.

—¿Cuál es la mala?

—El proyecto se encuentra temporalmente bajo amenaza.

—¿Legal?

—No es nada del otro mundo —explicó Ángela—, pero con el otro Herradura que apareció, nuestros abogados han estado bailando en un pie.

—¿Por qué tanto lío con esa familia, Ángela? Yo pensé que ya todo estaba listo para arrancar el proyecto de lleno.

—Es que aquí le hacen mucha bulla a esa familia, pero ya ha perdido su poder.

—Yo oí que estas tierras pertenecieron a los Herradura desde la fundación de Antaño en 1525, eran grandes heraldos de España.

—¡Ay, me estallan! Yo no deseo hablar de ellos, cambiemos el tema. Ya los quitaremos del panorama. Dice Sonia que te has encariñado con estas viejas paredes, que te aferras a los edificios abandonados.

—No me aferro, me gustan.

—Pues que según ella tienes un “complejo de abandono…”

—¿Sonia dijo eso? De verdad que es una metiche. ¡Ahora psicoanalizándome!

—Brisa, —dijo con una sonrisa de sorna— acuérdate que hizo un curso de “psicología del consumidor”.

—Ella habla mucho Ángela, la verdad es que yo solo miro números y ganancias para PROE S. A., salvar la mansión y las ruinas para eventos de bodas sería beneficioso para el proyecto. Ese es todo mi interés.

No quería que me percibiera como una sentimental. Además, yo creía vehementemente que el salvaguardar los edificios era en beneficio de la empresa.

Ella sonrió con cierta incredulidad.

—Ya no estoy tan segura de eso, Brisa. Además, a Pablo no le gustará la idea, él quiere demoler. Quiere una construcción totalmente nueva. Recuerda que él es socio y miembro de la junta directiva.

—Ya los haré cambiar de opinión —dije convencida—. Tú encárgate de que miren el anteproyecto y contemplen la posibilidad.

Aproveché para preguntar nuevamente sobre la sociedad de Pablo en Cumbres. Dudaba de la legalidad de su participación, aunque no era directamente un problema para mí.

—Ángela, ¿es legal que Pablo sea socio de PROE S. A.? Sé que no es de mi incumbencia, pero…

—Él no aparece como tal, ya te expliqué una vez. Es una empresa anónima suya. Únicamente lo sabemos los que estamos a la cabeza de la empresa. Despreocúpate.

Traté de despojarme de los pensamientos que me inquietaban. Al fin y al cabo, yo no era socia, pero la curiosidad sobre el convento y las historias que me contó Marta me dejaron sin sosiego. Decidí dar un paseo por aquel viejo edificio lleno de cuartos con puertas semiabiertas y ventanas rotas. No entendía por qué Marta no había mandado a limpiar aquel lugar si tanto le preocupaba, porque, en lo que a mí respectaba, era únicamente basura que se iría con el ripio de la demolición. Sin embargo, era un lugar muy interesante.

Por ratos podía casi imaginar a aquellas chicas deambulando por los pasillos y jugueteando en los patios. Pensé en aquellas voces. ¿Serían un residuo de ondas sónicas atrapadas físicamente? Pero, ¿qué tonterías se me estaban ocurriendo?

Me acerqué a la biblioteca y recogí varios libros del suelo: “Don Quijote”, biblias, y obras clásicas rotas, incompletas y apolilladas. En una esquina de una vieja estantería encontré una libreta antigua escondida entre un montón de papeles y revistas viejas. Me le quedé viendo a un libro en particular: “Vida y milagros de la Madre Rosa, Fundadora de la congregación de las Servidoras de la Corona de Espinas”.

No parecía una libreta de muchos siglos atrás, pero antigua sí era. Me pareció raro que Marta no lo hubiese encontrado, así que la metí en mi cinturón de trabajo. Lo guardaría para ella. Tal vez le agradaría el hallazgo. Luego, entré a lo que parecía haber sido una oficina por los muchos escritorios viejos que se encontraban arrimados en las paredes. Había papeles tirados en el suelo y unas ratas decidieron hacer su aparición, así que decidí regresar después, pero, antes de salir, noté que algunas paredes tenían rejillas cerca del rodapié. ¿Sería algún tipo de ventilación? Aunque parecía obvio que proveían aire fresco de afuera hacia algún lugar. Estaban selladas.

 

Esto solo era lógico si hubiera otras habitaciones del otro lado. Golpeé la pared suavemente con un pequeño martillo y descubrí un sonido hueco. Si había algo debajo del piso, ciertamente no tenía acceso por donde yo estaba. Tomé fotos con mi teléfono y me dirigí al pasillo. Observé una puerta abierta hasta el mero final.

Me intrigaban muchos aspectos y recovecos de la construcción. Seguí avanzando y llegué a la vieja cocina del internado, llena de inservibles y retorcidos sartenes que colgaban sobre lo que debió ser una inmensa estufa de gas. Vi mi reloj, se me había hecho tarde. Tenía que regresar a la oficina antes de que se fueran los jóvenes arquitectos. Camino hacia la salida principal, pasé nuevamente frente a la antigua oficina y decidí entrar de nuevo. Sacudí el suelo e hice bruscos movimientos para asustar a las ratas, antes de que me asustaran a mí.

Ojeé algunos de los viejos cuadernos empastados que contenían información contable obsoleta y datos que parecían rutinarios fechados en 1962. Tomé más fotos, ahora de los archivos encuadernados, la mayoría casi destruidos, y los dejé nuevamente en su lugar. Había un silencio inquietante en el ambiente. En aquel misterioso y silencioso edificio oía multiplicados por el eco hasta los chasquidos del papel que yo ojeaba, y los tacones de mis botas resonaban hasta el final del corredor. De repente escuché voces de allí, del final del pasillo y salí caminando de puntillas a ver quién estaba ahí, pero no había nadie. Llegué de nuevo hasta la vieja cocina, pero no había nadie más que yo. Me dirigí, muerta de hambre, a la mansión, con la mente puesta en aquel antiquísimo convento y sus historias, en el enigma de la santa religiosa, la famosa monja, y en “la malvada” de doña Delfina de Herradura con su misterioso manejo de aquel internado para chicas de la alta sociedad.

De camino me encontré con don Rogelio.

—Estoy sobrio, seño —dijo como si yo estuviera pendiente de su estado. —Que tenga buena tarde.

No respondí. Decidí que no lo iba a delatar con el jefe de Recursos Humanos, pero de ahora en adelante lo iba a ignorar. La vieja campana sonó de pronto.

Son las seis. Ahora conversaba conmigo misma. Cada vez que comentaba que la campana sonaba sola a las 12 y a las 6 de la tarde, nadie parecía darse cuenta. Observé que don Rogelio sí la notaba. Regresé a ‘casa’ como le recien decía a la mansión cuando ya el personal se había retirado por el día. Era una noche perfecta para leer un libro y encender la chimenea. Comí algo liviano y dispuse ir a acostarme. Al llegar a mi cama encontré una rosa. ¿Quién me la llevaría? Por un momento pensé en Sebastián. Traté de borrar ese pensamiento inmediatamente de mi mente. Caí dormida con la chimenea encendida. Afuera caía una fuerte lluvia.

Me despertó el ruido de alguien subiendo por las gradas. Siempre que oía aquel ruido y me levantaba, no había nadie. Lo ignoré y seguí tratando de dormir. Noté ya la luz del día. Ya había amanecido y yo apenas recordaba cómo había llegado a la cama. El día estaba gris y noté cuán lúgubre se veía mi habitación en un día nublado. Ya no pude conciliar el sueño. Oí los pasos que se acercaron, de nuevo. La vieja madera de la casa hacía todo tipo de ruidos a causa de los años y los frecuentes microsismos que ya para mí eran apenas perceptibles. Me estaba acostumbrando a los continuos y pequeños temblores. De repente, se abrió la puerta de mi recámara.

—¿Selena? —pregunté un tanto desconcertada pensando en la muchacha de la limpieza.

—Hola, Brisa —dijo una vocecita

—¡Sonia!, ¿cómo entraste?, ¿acaso dejé la puerta abierta anoche?

Ella volteó a ver al pasillo.

—¡Qué pasillo más escalofriante! —comentó sin decir buenos días ni explicar cómo había entrado.

Se le quedó viendo a uno de los cuartos vacíos y un pequeño estruendo la hizo entrar corriendo a mi habitación. Tenía la cara pálida como una hoja de papel blanco.

—Vi una sombra blanca, Brisa. Yo sé, no hay sombras blancas, las sombras son oscuras, pero… ¡Te juro que la vi pasar! Uyuyuy, ¡aquí espantan!

Jadeaba en vez de respirar. Traté de tranquilizarla, pero había logrado inquietarme.

—Bajemos, Sonia —dije buscando calmarla, —preparemos un café.

En ese justo momento creí ver algo yo también. Fugaz, muy fugazmente, vi pasar una luz blanca cuando volteé a ver hacia arriba mientras bajábamos las gradas. Fue tan rápido que cuando sentí aquello, lo que fuera había desaparecido dentro de la chimenea de la sala en el primer piso. Se me aflojaron las piernas. Volteé a ver a Sonia. Ella venía viendo hacia abajo apresurándose. Podía ser un efecto de luz, algún rayo de luz que entraba por una de las ventanas y se percibía como si se moviera. Seguro había una explicación. No lo comenté en el momento. Solo cuando ya estábamos abajo, Sonia habló de nuevo.

—Brisa, te juro que vi una cosa blanca, como una mujer.

—Te creo, Sonia —le confesé algo sorprendida, pero sin contarle lo que yo había visto.

—Yo sé que no me crees —insistió—. No me gusta que estés aquí sola. ¿No puede quedarse alguien contigo?

—Tranquila, Sonia —ya llegábamos a la cocina—, Carlitos ya le dijo a Selena y ella se quedará aquí abajo en las noches en un cuarto de servicio. Tal vez hasta se quedó anoche y por eso encontraste la puerta de la entrada abierta, o quizás entró muy temprano hoy.

—Este fin de semana vas a desayunar conmigo a la posada —exigió Sonia—. Es más, deberías quedarte unos días en mi cuarto mientras yo esté en la ciudad. ¡Te voy a sacar de aquí, aunque sea por un día! Tienes que distraerte.

—Mira, ya está el café.

—Solo te venía a avisar eso, que te sacaré de esta casa. Quería que fuera una sorpresa, pero la sorpresa me la llevé yo… ¡Qué miedo! Me voy —dijo atragantándose el café—. Nos vemos mañana.

Asentí y salí a despedirla. La miré a los ojos.

—Sí te creo, Sonia, que viste pasar una luz. Debe haber una explicación.

Ella se apresuró hacia su coche, sin decir más.

Afuera, a la par de la puerta, estaba don Rogelio dormido ¿Lo vería Sonia? Pude oler el alcohol saliendo de sus poros y su respiración. Lo cubrí con una cobija, movida por la lástima, aunque con un gesto de sumo desagrado. Entré a la casa con el pensamiento inquietante de aquella luz que habíamos presenciado Sonia y yo. Recorrí toda la mansión con curiosidad. Era extraño, con toda mi vulnerabilidad y, sobre todo, con mi diaria lucha contra el deseo de tomar un trago, y más aun padeciendo de severos ataques de pánico, que no me asustaran ni aquellas pisadas que a veces escuchaba por las noches, ni aquella fugaz aparición.

Sin embargo me aterraba lo que la gente pensara de mí, el que alguien dejara de quererme, que me abandonaran. Me asustaba la traición de algunos, me daba pánico la indiferencia de otros, pero no me atemorizaban tanto las cosas fuera de este mundo. ¿Sería posible que simplemente no creyera en ellas, o que pensara que no podrían dañarme? Por primera vez, le di cabida en mis pensamientos a la probabilidad de que existiera algo más allá, fuera de este mundo. ¿Acaso era que yo no confiaba ni siquiera en lo que yo misma veía? Definitivamente no creía en mí misma. Estaba segura de una sola cosa: de mis números, mis cálculos y mis diseños. Esos tangibles y yo los podía manejar bien.

Capítulo VII

Llegó el fin de semana y me arreglé para desayunar en la posada. Había mucha bulla en la calle para ser tan temprano, y me arrepentí de haber llevado mi auto. Como lo sospeché, Sonia aún no había llegado de la ciudad capital. La esperé viendo el noticiero en la televisión del pequeño y acogedor restaurante y, de repente, una voz me habló.

—¿Se acuerda de mí?

Era Sebastián. No me lo esperaba. Sin embargo, no era demasiada casualidad. Él me había contado que frecuentaba la pensión cuando venía a Antaño. Lucía algo desaliñado como siempre, pero esta vez lo noté más alto de como yo lo recordaba.

—¿Vino de nuevo a pasar el fin semana en Antaño?

—¿Puedo? —al mismo tiempo que se sentaba—. ¿Qué tomas? —dijo tuteándome nuevamente.

A este hombre se le olvidaba desde mi nombre hasta cómo tratarme.

—Un expreso.

—Yo también.

Pidió dos expresos al mesero.

—¿Cuándo regresas a la capital? ¿Hoy? —prosiguió con una actitud muy ligera y casi sociable.

—No, me estoy quedando en Antaño.

—Lo digo porque hoy es día de feria aquí en el centro y muchísima gente viene de la ciudad mayor a ver las celebraciones.

—¿De veras? Con razón tanto bullicio en la calle y tantos autos estacionados en las aceras.

—¿Estás sola?

—Estoy esperando a mi amiga, desayunaremos juntas. Tú la conociste una vez.

Sonia llegó en ese justo momento y él se levantó inmediatamente dejando su café, la saludó con el sombrero y dijo:

—No quiero molestar —viéndome a mí, — solo quería decirte que tuve que estacionar frente a tu auto porque el parqueo está lleno. Si vas a salir, tendrás que pedirle mis llaves al señor del parqueo. Nos vemos, señora —le dijo a Sonia tocándose el sombrero y con una precaria sonrisa.

—¿Señora? —Resopló Sonia cuando él se alejó con la quijada hasta abajo—.

—¡Qué insulto! ¡Señora! —repitió incrédula—. Lo perdono por guapo. Con que el papasote despeinado de nuevo… ¿acaso son novios? Lo vi el otro día preguntando por ti en la recepción del edificio de PROE S. A., en la capital.

La miré incrédula.

—¿Por mí?

—Sí. Bueno, preguntaba por la señorita Rocío Murillo, pero obviamente le dijeron que ella no trabajaba ahí, así que sacó un recibo de un taller de autos para ver bien el nombre y se corrigió. “Brisa Murillo”. La recepcionista no quiso dar ninguna información y yo iba a intervenir cuando me llamaron por celular.

—¿Estás segura de que era él? Debe haberme buscado para cobrarme lo del mecánico.

—Sí, era él con la misma camisa mal planchada. Cuéntame qué ha pasado entre ustedes.

—Absolutamente nada, no lo había vuelto a ver desde el accidente…. hasta hoy.

—Mmmm, está bien. Cambiando de tema, ¿podemos ir a dar una vuelta por la feria?

—La verdad, no quiero, mejor desayunemos para poder irme de vuelta a la casa, hoy necesito silencio y leer un buen libro en mis pijamas.

—¡Vamos, Brisa! —alegó—. Hay muchísima gente y turistas, hay juegos…

—Precisamente por eso —la interrumpí—, yo quiero silencio.

—¿Te vas a regresar a esa escalofriante casa tan pronto?

—Sonia, estuve viendo cómo se comporta la luz que entra a la casona a ciertas horas por los vidrios rotos de arriba. La luz rebota en ciertos lados de la casa, y cuando las nubes se mueven, la luz…

—¿No me crees verdad? —me interrumpió

—Sí te creo, yo también vi una luz fugaz—la calmé. No quería que Sonia hiciera tanto escándalo de la casa. Con lo habladora que era, sería la de nunca acabar.

—¡Tú piensa lo que quieras —me reprochó—, ¡yo vi esa cosa y poco faltó para que me hablara!

Terminamos de comer sin comentar más, después de quedar en juntarnos en otro momento del fin de semana. Me apresuré al parqueo. El auto de Sebastián seguía bloqueando al mío y el encargado de las llaves se tardó en llegar.

—¿No me dejaron unas llaves con usted? —le pregunté apurada.

—¿Don Sebastián? No, se le debe haber olvidado, pero él debe estar por aquí cerca. Siempre deja su auto aquí y sale a dar vueltas a caballo con su nena. Dijo que no tardaba.

Yo no quería esperar, prefería irme en mini taxi a casa, ver televisión en mi cuarto y haraganear, pero no había ninguno a la vista.

Comencé a caminar hacia la mansión y vi cómo decoraban las ventanas con macetas de rosas y adornos de papel, y las calles empedradas con alfombras de aserrín. Había mucha gente a caballo pues ya no cabían los carros en la calle, el pueblo estaba lleno de locales y turistas enfiestados.

—¡Brisa! —oí la voz de Sebastián que se acercaba cabalgando un bello garañón—, te anduve buscando. Disculpa que me atrasé y para más se me olvidó dejar las llaves en el parqueo y tuve que llevar a Cami a donde su mamá. ¿Vamos a tu auto ahora?

—Gracias, pero ya avancé mucho, puedo llegar a casa caminando y buscar el auto después.

—Te llevo entonces.

—¿A caballo? —pregunté dudosa.

Él me miró sonriendo.

—Okey —dije indecisa viendo aquel bello animal. Yo amaba los caballos, seguramente igual que su hija Cami.

 

Él se bajó para ayudarme.

—Pon el pie aquí en el estribo. Yo te levanto.

—¿Atrás o adelante?

—Adelante.

—Tengo mucho tiempo de no montar —dije inquieta.

—¿Todavía quieres pasar un rato en un lugar muy pero muy tranquilo?

—Sí, no me gustan las moloteras de gente. ¿A qué lugar?

—Será una sorpresa. Por ahora disfruta la cabalgata.

Durante el recorrido, saludó a algunas personas que le hacían gestos desde las aceras. Yo no conocía a nadie y estaba sorprendida de que no siendo de Antaño lo saludara tanta gente. Yo me recostaba en su pecho y me inquietaba su roce con mi piel al ritmo del galope. Todo me parecía borroso, lo único en lo que podía pensar era en su respiración detrás de mí, en su aliento, en sus brazos que me rozaban mientras maniobraba las riendas y me rodeaban completamente cuando reposaba las manos en el fuste de la silla. Por un momento sentí como si cabalgáramos entrelazados por aquel camino empedrado. No sabía a dónde íbamos, pero deseaba que el camino fuera muy largo.

Llegamos a lo que parecía un terreno baldío con su entrada, un portón viejo y una cerca bastante descuidada. Él bajó primero y luego me ayudó a mí.

—¿Qué hay aquí? —pregunté algo sorprendida—. Es un terreno baldío. ¿Es de tu propiedad?

—Sí —comentó mientras amarraba el caballo a un poste.

—Pero en este lugar no hay nada —titubeé.

—Ya lo verás. Sígueme.

Llegamos a un montículo de tierra donde había un portón muy bajito. Apenas se miraba qué era, pues lo cubría una sobrecrecida maleza y los matorrales. Era una pequeña protuberancia con una entrada secreta solapada por ramas secas, buganvilias y rosales silvestres. Nadie podría imaginar que un terreno común y corriente como ese encubriera un acceso así.

—Cuidado con las espinas.

Sebastián empujó la maltrecha puerta de madera y vi unas gradas que bajaban al subsuelo.

—¿Una catacumba? —pregunté. Él asintió.

—Es un pasadizo muy antiguo.

Caminamos hacia adentro con la linterna de su celular a lo largo de un corredor muy estrecho en el que Sebastián apenas cabía, por su estatura. Yo era muy menuda, así que cabía parada y todavía quedaba espacio entre mi cabeza y el techo abovedado. El pasadizo se convirtió de pronto en un más alto y prolongado pasillo cubierto de nichos y estatuas españolas desquebrajadas en los laterales. Entraba un poco de claridad por unos tragaluces lejanos colocados en lugares estratégicos, como si hubiera sido diseñado por ingenieros especialistas en iluminación moderna. El lugar no podía ser más maravilloso. Me encantaba estar allí y estar sola con él. Yo no sabía cómo debía reaccionar. Decidí actuar profesionalmente para parecer más impersonal y no mostrar la incomodidad que sentía de andar en una catacumba con un desconocido. Un atractivo desconocido. Me sentía perturbadoramente exaltada.

—Impresionante ingeniería —miré interesada las estructuras, observando los grandes cimientos—. ¿Van a monasterios y conventos de la conquista?

—Y a las casas de los heraldos de la época, de las familias acomodadas ¿Ves esos nichos en la pared? Son tumbas de los nobles de entonces. También hay unos pozos para osarios comunales, usualmente de reos que ya nunca vieron la luz.

—Sí, he leído que los arquitectos medievales construían pozos para proteger la edificación de los movimientos telúricos. En ese entonces también existía la idea errónea de que las construcciones bajo el suelo eran más seguras contra los terremotos.

—Veo que sabes del tema.

—Soy arquitecta…

Asintió sin parecer impresionado.

Había una gran tensión entre nosotros. Mejor dicho, una gran tensión sexual. De hecho, era una gran atracción. Seguro de parte mía, pero yo sospechaba que era él quien la provocaba hacia mí a sabiendas, con intención. Irónicamente, al mismo tiempo, los dos tratábamos de solapar un poco esa tremenda atracción. Decidí hacer preguntas para evitar un silencio incómodo.

—¿Es cierto que los primeros monasterios y conventos se comunicaban secretamente por pasillos? Ya sabes, el viejo cliché de que las monjas se comunicaban con los curas secretamente.

—Cliché —secundó él como escueta respuesta.

Seguimos caminando y nuestros pasos y voces se repetían en un eco. Era un ambiente sorprendente e inquietantemente desolado y faltaba un poco el aire, no sé si por las catacumbas en sí o por mis propios nervios. Seguí hablando en tono inquieto.

—De veras que Antaño está lleno de secretos. Eso dice un anciano que vive por mi casa.

—Los ancianos son los que más conocen de esos secretos. Cuando era chico, siempre eran los que nos contaban las leyendas y mitos de esta pequeña ciudad a la que antes llamamos pueblo. Él hablaba de su infancia y yo hubiese querido saber más. Lo escuché con interés, pero pude observar como él se esforzó por dejar el tema allí. Se quedó callado mientras yo pensaba cómo seguir conversando para disipar mi ansiedad.

—¿Y esto? —señalé una gran bóveda con un agujero de entrada.

—Es un refrigerador de la época colonial. Los monasterios ponían sacos de hielo adentro para conservar las cosas congeladas. Aquí debe haber existido una puerta de madera. Tenían métodos estratégicos para refrigerar los alimentos.

Yo sentía que él oscilaba entre una conducta formal y seria a un flirteo solapado cuando me rozaba o nuestros cuerpos se tocaban casualmente. ¿Sería yo capaz de imaginar su interés por mí? Yo ya no sabía ni qué pensar.

Entramos a un espacio muy amplio.

—Aquí, al subir las gradas, está la cocina. En este nicho ponían la leña y por aquí entraba la luz del exterior.

Observé que en la parte de arriba había rejillas que servían de ventiladores. El aire era más amable en esa habitación.

—Despensa y estufa de leña —señaló. —¿Sientes ese aire seco?

—¡Tenían su propio sistema de aislamiento! —comenté impresionada.

Él retomó una actitud más personal nuevamente.

—Así que arquitecta…

—Así es, ¿y tú?

—Arqueólogo —bromeó—. Aficionado. Lo mío es la tierra y el ganado. Me llevo mejor con el ganado y los caballos que con la gente.

Su tono de voz y su cercanía me ponían extremadamente nerviosa, así que me decidí por hablar de temas comunes, nada personal.

—¿Tú crees en una monja, la Madre Rosa de la que todos hablan?

—No, pero hay que respetar a la gente —me miró el cabello. —Eres rubia ¿verdad?—, me preguntó de la nada, sorprendiéndome mientras miraba el crecimiento de mi pelo y volviendo a tomar una actitud más personal e íntima.

No contesté y él no dejaba de mirarme.

—¿Ya puedes respirar?

—No mucho —logré decir con el corazón sobresaltado.

La verdad es que me faltaba el aire de los puros nervios.

—Me voy a sentar un momento.

—Este espacio es cómodo —me señaló un nicho horizontal, como el de un espacio para poner leña.

Puso su chaqueta de cuero para que me acomodara y no me sentara sobre el ladrillo helado y no supe ni cómo ni cuándo me empezó a besar. ¡Esto era una locura! Me costaba creer lo que estaba viviendo. Para mi sorpresa, respondí a sus besos inmediatamente y sin ningún razonamiento u objeción. Sentía que los latidos de mi corazón se oían a lo largo de la catacumba y que el eco los hacía más recios y los multiplicaba.

Todo me daba vueltas, me contradecía por segundos, sabía que no podía permitirme esto, no me podía dar el lujo de una aventura amorosa. ¿Tendría otra decepción? Y luego mi temor se convirtió en excitación. Sebastián no paraba de acariciarme. Por momentos se detenía para clavar sus bellos ojos en mí y luego volvía a besarme una y otra vez. Sus ojos pasaban de un tono café a ámbar. Yo nunca había visto algo así. Sus manos se deslizaron por mi blusa y sin darnos cuenta quedamos desnudos sin importar el frío de aquel lugar. Hicimos el amor un largo rato llenando los pasillos con gemidos que sonaban como ruidos extraños y misteriosos a lo largo de aquella catacumba. Yo temía parar y tener que enfrentar el dejarme llevar. Temía reprocharme por este desliz tan inesperado, pero me encontré aferrándome más y más a él.

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