René Descartes: El método de las figuras

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Será necesario que el lector, en consecuencia, acepte las siguientes premisas. Primero, que para el estudio de las ilustraciones científicas de Descartes es necesario abrirse a nuevos aspectos de lectura de su obra, como lo son aquellos determinados por la práctica misma de la ilustración científica, los que comprenden la siempre compleja y antigua relación entre texto e imagen. Reconocer, después, la actividad de la escritura y las decisiones retóricas que el mismo filósofo ha debido asumir durante el proceso de conformación de sus libros, bajo el siguiente principio: si el texto significa, la imagen también; sobre todo aquellas imágenes usadas para las ilustraciones y los esquemas visuales ligados a las demostraciones científicas y los conceptos expuestos en el texto, que fueron precisamente consentidos por el propio autor para ser publicados en sus libros como parte del ejercicio gráfico de la demostración.

Además, como bien ha dicho Brian Baigrie en su ensayo de 1996, titulado “Descartes’s scientific illustrations and 'la grande mécanique de la nature'”, contenido en el libro Picturing Knowledge: Historical and Philosophical Problems Concerning the Use of Art in Science18, se debe admitir el hecho histórico de que gran parte de la energía exegética usada en la interpretación estrictamente textual de la doctrina cartesiana ha llevado a descuidar este tipo de elementos complementarios al texto, puesto que las palabras han sido privilegiadas por sobre las imágenes. Dicho esto, debemos aceptar que no es solamente a través de la doctrina cartesiana de la imagen que estaremos en condiciones de profundizar en el significado de las figuras que acompañan sus textos; será también necesario dirigirse al contexto visual de la época y al ámbito de los libros donde se inscribe la posible proveniencia de estos elementos complementarios y, al mismo tiempo, independientes del texto. Por esta razón, voluntariamente he ignorado ciertos aspectos doctrinales de la filosofía de Descartes para intentar evitar aquel extraño efecto de consecuencialidad (mecánico y retrospectivo) que a veces se practica hacia sus escritos, y que funde su obra y sus cartas como un conjunto homogéneo y un sistema filosófico cerrado en sí mismo, cuando de hecho muchos aspectos permanecen todavía fragmentarios e irresueltos, si se piensan insertos en el contexto cultural de la época en que el filósofo vivió.

Por último, debo aludir a otro factor considerado durante esta investigación. Una de las razones históricas que ha permitido desatender las láminas es la suposición que estas imágenes tengan un rol únicamente ilustrativo, en el sentido instrumental del término. Decir que las imágenes son instrumentales no significa que sean neutrales a nivel semiológico, así como tampoco que aquellos elementos ligados a la formalidad del libro mismo (tipográficos, estilísticos y de compaginación) estén privados de significado. De otra manera, el mismo Descartes no habría considerado necesario situarlas junto a sus textos. En cualquier caso, no existe un elemento —sea una ilustración científica o un ornamento tipográfico— privado de significado, puesto que siempre pertenece al libro como totalidad.

Se sabe que las figuras son parte del texto, pero es un hecho que por mucho tiempo han sido sometidas a un coeficiente de invisibilidad y relegadas del conjunto de medios usados por Descartes para modelar su pensamiento, en una valoración completamente desequilibrada entre texto e imagen. Es paradójico, pero esta relegación se debe precisamente, como he aludido antes (de acuerdo con Baigrie) a una excesiva fidelidad en la observancia exclusiva de sus principios filosóficos, lo que olvida todo aquello que queda escrito entre las imágenes y con las imágenes en sus libros.

Las ilustraciones de Descartes, como sucede con gran parte de las láminas científicas, se caracterizan por formar parte de una dimensión compleja en la que la representación naturalista científica de los fenómenos físicos y orgánicos está necesariamente asociada a la representación natural de tipo artístico, esencial para la descripción figurativa de las demostraciones. En ambos casos, como sucede en cualquier relación entre texto e imagen —como explica Montgomery— se vuelve necesaria una competencia estética, en el sentido estricto del término, por el hecho de que debe reproducir tanto la percepción sensible del mundo como la representativa conceptual que el propio libro como dispositivo exige19.

Una última consideración después de estas premisas. Las ilustraciones científicas son representaciones asociadas a textos, y este simple hecho nos retrotrae hacia una antigua articulación, para nada simple: la relación entre palabra e imagen. Ésta es representada históricamente a través de un modelo de oposición, el que pocas veces es integrado pacíficamente al interior de los grandes modelos filosóficos. La confluencia texto-imagen, en algunos momentos ha vuelto a ser un hecho más bien problemático, en la medida en que se desenvuelve entre dos prohibiciones ancestrales de la cultura occidental: la iconolatría y la iconofobia. Como describe agudamente Cassirer, la articulación entre texto e imagen se desarrolla en el límite entre el “fetichismo de las palabras” —que habitualmente se asocia a lo verdadero en el sentido ideal de las ideas—, y el “fetichismo de las imágenes” —en general asociado a la condena de la mimesis y las artes visuales, expresado por el concepto de simulacro platónico—, lo que transforma el concepto de imagen en una noción aun más compleja e inestable20. Como sucede con cualquier elemento removido o reprimido por la cultura, cada vez que es excluida de la estructura general de la experiencia con el objetivo de expulsarla del pensamiento puro, la imagen siempre vuelve. Por esta razón, es convocada necesariamente por la exigencia epistemológica simultánea que hace posible la demostración científica, el ejemplo y la figuración en sí misma. La fobia y fascinación ancestral hacia la imagen, es asociada tradicionalmente a una reacción resuelta por un cierto tipo de filosofía, ante la herencia sofista cuyos vicios se habrían infiltrado, como una caja de Pandora, a través de disciplinas como la retórica y la poética, consideradas como prácticas impuras desde los primeros tiempos de la filosofía. Esta actitud negativa en relación a la imagen ha encontrado una amplia recepción en algunas doctrinas filosóficas, por cuanto aquel modelo idealista habría servido para alejarse de los elementos aportados por la dimensión sensible de la experiencia y también para protegerse de aquel fantasma llamado Error.

No podemos pensar sin imágenes, y esto Descartes bien lo sabe, aun cuando él estaría de acuerdo, en un sentido teórico, con el principio idealista que parangona la imagen al engaño, bajo el principio representativo sensible que la misma imagen contiene. Pero —como demuestra Cassirer— un comportamiento de este tipo frente a la imagen sirve solamente mientras nos movamos en una óptica metafísica, dado que en términos de un análisis del conjunto efectivo del conocimiento humano, debemos necesariamente abandonar estas premisas e intentar alcanzar los elementos implicados fuera del universo unívoco establecido —propiamente metafísico— para pasar a uno integral, de carácter más bien cultural. De esta manera, es decir, mediante el establecimiento de un diálogo comparativo derivado del mismo ejercicio de lectura de las imágenes en cuanto imágenes, llegaremos a la confluencia de aspectos de la experiencia sensible e intelectiva, necesariamente enlazados a través de cualquier forma de meta-cognición, es decir, de la toma de conciencia que implica toda idea plasmada ya sea en imágenes o palabras21.

En conclusión, tanto las imágenes usadas en los libros técnico científicos como las figuraciones llamadas literarias no pueden ser sometidas, en tanto imágenes, solo a una óptica inmaterial sujeta a la polaridad verdadero/falso, porque corresponden a un universo simbólico más amplio en el que solo podemos restringirnos a juzgar su adecuación: pueden ser exactas o equivocadas, claras o confusas, pero no verdaderas o falsas. Son ilustraciones de demostraciones científicas “puestas en imagen” (mise en image), para usar un galicismo preciso. En el contexto de la demostración, como ejercicio propio de la práctica de la escritura, la noción de simulacro se desmantela completamente. En el ámbito de la palabra y de sus convenciones —el de los símbolos verbales y visuales— la imagen propone un sistema complementario que comparece, inevitablemente, más allá de la intencionalidad del autor que podría querer reducirlo a una esfera teórica abstracta y puramente conceptual. Y esto se debe principalmente al hecho de que la experiencia y las convenciones del lenguaje mismo, incluidas aquellas iconográficas, se vuelven, ahora sí, elementos inimaginables, en el sentido de que serían impensables sin este principio mixto, nuclear, de imagen y significación22.

¿Cuál sería en consecuencia el tabú con el que nos enfrentamos al indagar en la relación entre texto e imagen en Descartes? Simple: su doctrina establece un principio crítico hacia la experiencia sensible, principalmente aquella visual. Por esta razón, las imágenes de sus libros tradicionalmente han sido omitidas al estudiar su obra. O bien, supongamos que, como algunos comentaristas han concluido: las imágenes podrían significar una cierta relación con el contexto artístico de la época, y como a Descartes el arte no le interesaba (absurdo bastante difundido entre sus epígonos) las imágenes no debían ser consideradas. No obstante, las imágenes en sus libros nos observan. Veamos entonces qué cosas nos dicen si intentamos mirarlas nuevamente, tal vez con otros ojos, ayudados por los lentes de la historia. Sobre todo aquella disciplina que se interesa en este tipo de objetos, es decir, desde una perspectiva de la historia de la imagen.

 

Hablar de una iconografía cartesiana, nos permite asumir el hecho de que, en sus escritos, el filósofo logra formar una colección de imágenes que constituyen un universo de elementos que pueden leerse en un sistema general de asociaciones. Esta metodología, retomada especialmente en el contexto de la iconología del arte de fines del siglo XIX, representada por Aby Warburg, junto a toda la tradición posterior, propone necesariamente un desplazamiento hacia un contexto figurativo —aquello que hoy llamamos un imaginario— en el que Descartes, pero también las personas que trabajaron en sus ediciones, basan sus raíces visuales. Esto, con el objetivo de trazar una memoria representada por las mismas imágenes en tanto fuentes, no solo ilustrativas, sino también narrativas. Estamos frente a documentos que simbolizan una coincidencia peculiar, ya que entre todos los objetos históricos que podemos imaginar, el conjunto que conforman texto e imagen es, en un sentido arqueológico, uno de los más elocuentes. Es así que volveremos constantemente sobre aquella idea de Warburg de ampliar “la noción nietzscheana de una filología capaz, no solo de examinar el arte bajo la óptica de la ciencia, sino también de examinar la ciencia bajo la óptica del artista”23.

He intentado fundir cada uno de estos tres aspectos: ciencia, libros ilustrados e iconología, porque el momento histórico entre el siglo XVI y XVII así lo exige. Las imágenes usadas por Descartes en las láminas científicas son representaciones de razonamientos y en algunos casos esto es preciso, pero en otros las imágenes son tomadas del universo representativo general, es decir, del mundo figurativo que contiene personas, cosas, animales (como el ejemplo del ciego con el perro, el sol, las estrellas, el viejo matemático frente al modelo del ojo, las nubes, los cristales, el hielo, etc.). En otros pasajes se trata de figuras verbales que hacen referencia a un mundo literario cercano a la cultura humanista de la época, lo que contradice la negación de la tradición clásica que el propio Descartes recomienda y que se manifiesta con claridad en los dichos y lemas tradicionales que entrelaza como sentencias, así como con las metáforas eruditas o parangones que él mismo crea. Es verdad que es posible considerar las imágenes como figuras retóricas, en cierto modo clásicas, pero sobre todo son figuras, imágenes usadas como parte de la argumentación y la demostración científica, a las que podemos buscar un origen, no para limitarlas en su poder ilustrativo, sino precisamente para profundizar en toda su capacidad significativa. Es decir, para volver a Descartes desde sus propias imágenes24.

1 Cf. P.-A. Cahné, Un autre Descartes: Le philosophe et son langage. Paris: Vrin, 1980.

2 Cf. L. Daston & P. Galison, Objectivité, Bruxelles: La press du réel, 2012, p. 30ss. (Objectivity, publicado por Zone Books, 2007). Agradezco a Juan Manuel Garrido su recomendación. Véase también el libro catálogo editado por Susan Dackerman, que incluye como colaboradora a Lorraine Daston, titulado Prints and the pursuit of knowledge in early modern Europe, Cambridge (Mass.) Harvard Museums, 2011.

3 AT VI 113.

4 Véase: Meditationes AT VIII 28ss., Le Monde AT XI 3ss., Regulae, AT X 368ss.

5 Cf. J.-V. Blanchard, L’optique du Discours au XVII siècle: de la rhétorique des jésuites au style de la raison modern (Descartes, Pascal), Québec, Press Université Laval, 2005, p. 247.

6 AT VI 5ss.

7 Véase: B. Traxler Brown, “Discours and Essais de la Méthode: an Evaluation within Jan Maire’s Publishing activities, 1636-1639”, en Descartes: il Metodo e i Saggi, Atti del convegno per il 350° anniversario della pubblicazione del Discours de la Méthode e degli Essais, Roma, Enciclopedia Italiana, 1990, pp. 119-135. Para seguir la discusión sobre la decisión de la publicación del Discours véase: AT I 611. Véase también su correspondencia: Huygens a Descartes, 15 de junio de 1636, AT I 607-608; Descartes a Huygens, 13 de julio de 1636, AT I 611-612; Descartes a Huygens, 30 de octubre de 1636, AT I 613-615; Huygens a Descartes, 5 de enero de 1637, AT I 617.

8 Véase: Descartes a Mersenne, marzo de 1636, AT I 338-341.

9 Cf. F. Saxl, La storia delle immagini, Bari, Laterza, (1959) 1965, p. 1-15.

10 R. Klein, La forma e l’intelligibile: scritti sul Rinascimento e l’arte moderna, Torino, Einaudi, (1970) 1975, p. 235.

11 J. Burckhardt, “Pitagora” (Basilea, 28 de octubre de 1884) en Letture di Storia e di arte, Torino, Boringhieri, (1918) 1962, p. 373.

12 A. Funkenstein, Teologia e Immaginazione scientifica dal Medioevo al Seicento, Torino, Einaudi, (1986) 1996, p. 378. Véase: Aristóteles, Metaph. AI 983 a I 16.

13 AT VI 9.

14 AT I 641.

15 Véase: R. Chartier, L’ordre des livres: lecteurs, auteurs, bibliothèques en Europe entre XIVe et XVIIIe siècle, Aix-en-Provence, Alinea, 1992.

16 Véase: A. Manguel, Une histoire de la lecture, Arles, Éditions Actes Sud, 1998.

17 M. Bloch, Comparazione, «Revue de synthèse», XLIX (junio de 1930), pp. 31-39, en Storia e Storici, Torino, Einaudi, (1995) 1997, p. 99.

18 Cf. B. Baigre, “Descartes and la grande mécanique de la nature” en B. Baigrie, ed., Picturing Knowledge: Historical and Philosophical Problems Concerning the Use of Art in Science. Toronto: The University of Toronto Press, 1996, pp. 87-133.

19 Cf. S. Montgomery, “Le illustrazioni scientifiche”, en Storia della Scienza, Roma, Istituto della Enciclopedia Italiana, 2001, IV, pp.1003-1012.

20 Cf. E. Cassirer, “Linguaggio e arte I”, en Simbolo mito e cultura, Bari, Laterza, (1942) 1981, p. 151.

21 Ídem.

22 Ibídem, p. 156.

23 Cf. A. Warburg pref. 3ª ed., 1886, citado por G. Didid-Huberman, L’image survivant, Paris, Minuit, 2002, p. 143.

24 Véase F. Hallyn, Les structures rhétoriques de la science: de Kepler à Maxwell. Paris, Seuil, 2005; y, La structure poétique du monde: Copernic, Kepler. Paris, Seuil, 1987.

II

Si fuera por mí, grabaría sobre madera

Al inicio de los quince años de correspondencia entre René Descartes y Constantijn Huygens, en el período comprendido entre el mes de abril de 1635 y enero de 1637, encontramos una serie de recomendaciones hechas por Huygens a Descartes, a propósito de la conformación que consideraba idónea para las láminas que habrían de ilustrar la futura edición del Discours. Estos consejos, que podemos llamar biblio-iconológicos, permiten saber más sobre las decisiones tomadas por Descartes en el momento en que trabajaba en la edición de su primer libro, no obstante se trate solo de algunos pasajes, más que de cartas dedicadas íntegramente al problema de las figuras.

Huygens, el 28 de octubre de 1635, sugiere a Descartes que confíe a Willem Janszoon Blaeu la impresión del Discours, y describe a éste último como la persona ideal para recibir el encargo: “Es un hombre trabajador y preciso, bastante versado en las matemáticas, y que será capaz de guiar a los grabadores de vuestras figuras”1. El consejo de Huygens estaba bien fundado. Blaeu había trabajado con Tycho Brahe entre el año 1595 y 1596 en Hveen, antes de regresar a Amsterdam, donde abrió su primera tienda, en la que fabricaba y vendía instrumentos astronómicos y para la navegación, mapas náuticos y guías. Blaeu había contribuido con importantes mejoras en la técnica de la imprenta, y en 1637 contaba con nueve máquinas para la impresión en relieve, seis para grabados en cobre, una fundición para los caracteres móviles y un espacio de trabajo para los grabadores2. No obstante, como sabemos, Descartes finalmente consignará a otro empresario, Jan Maire, la impresión del Discours.

En esta carta de 1635, Huygens no se limita a hacer una recomendación con el propósito de que Descartes elija al mejor impresor, sino que agrega también otro consejo referido a cómo proceder con las láminas, y así, sin quererlo, establece la que se transformará en la principal regla biblio-iconológica de la ilustración científica de las obras de Descartes. Huygens escribe:

Si fuera por mí, grabaría sobre madera; las láminas en cobre dejan huellas en los bordes y vuelven confusa la página, o bien toman, en los libros, más espacio del debido. Presumo, de hecho, que juzgará oportuno ir al encuentro del lector insertando las figuras a lo largo de todo el texto, más que amontonar muchas figuras en una hoja que sería necesario ir a buscar lejos, hojeando cada vez tantas hojas a página entera; que es como el esfuerzo de aquel pájaro que trabaja agujerando los árboles y que da tantas veces vuelta, para ver si lo ha logrado. En fin, Señor, no dejo de pensar en cómo podría contribuir al avance de esta obra y en los medios para facilitar su uso al mundo, que está a tiempo de desengañarse. De hecho, conociendo la honestidad con la que usted intenta hacerse entender por los menos doctos, me parece que también en estas cosas exteriores no se debe encontrar nada que resulte ofensivo a los más extravagantes3.

Así, Huygens no solo describe maneras de presentar las imágenes en los libros, como poner al final una o varias páginas con las figuras —y por esta razón menciona la metáfora del ave que va y viene y que convierte al lector en un “pájaro carpintero”. Adicionalmente, su comentario manifiesta un juicio, más bien ambiguo, respecto al uso de grabados en cobre que, si se compara con la evolución que seguía el libro en aquel tiempo, puede parecer equívoca, pero, como veremos más adelante, está fundamentada por criterios técnicos precisos.

La recomendación de grabar las imágenes en madera en vez de en metal resulta, bajo una óptica retrospectiva, al menos paradójica, si se considera que el mismo Huygens en su autobiografía escrita en 1629 —cuando tenía apenas treinta y tres años, es decir, diez años antes de la carta dirigida a Descartes—, al describir la experiencia de observar a través del microscopio de Cornelius Drebbel (1572-1634), prevé la posibilidad de reproducir esta maravilla y sostiene:

En realidad esto se trata de un nuevo teatro natural, un nuevo mundo, […] la empresa de retratar las cosas y los insectos más diminutos con un pincel muy sutil, y de reunir después estos diseños en un libro titulado El nuevo mundo, cuyos ejemplares se podrían grabar sobre metal4.

Es verdad que, en el caso de los libros, los grabados de las figuras en metal —a diferencia del grabado artístico— significaba un proceso más largo, ya que implicaba doble impresión, con dos tipos distintos de prensa: una para el texto y la segunda para la imagen. Éste es el motivo de la mención de Huygens a Descartes acerca de las marcas en los bordes y al hecho de que se emplea más espacio para dejar un margen superior en la matriz de las letras, con el objetivo de poder encuadrar bien la placa en la hoja. No obstante esto, desde aproximadamente un siglo antes, la calidad de las imágenes grabadas en metal era reconocida como la mejor, ya que es un material más trabajable desde el punto de vista de la precisión permitida por la línea del buril y la acción del ácido. Sin duda la recomendación de Huygens consideraba la intención de Descartes de imprimir una gran cantidad de copias del libro, puesto que al usar una madera de punta (es decir, cortada en el sentido opuesto al de la fibra) el número de ejemplares podía ser prácticamente ilimitado, mientras que con un grabado en metal solo era posible obtener un centenar de copias de óptima calidad, ya que sobre este umbral la calidad disminuye en modo proporcional al número de ejemplares5.

 

Al final del siglo XV, casi un siglo y medio antes de que Descartes imprimiese el Discours, en 1637, la revolución iniciada por el arte tipográfico promovió la circulación de millones de volúmenes en toda Europa. La producción en serie alteraba por completo las características de los libros respecto de los incunables, tanto por su organización estructural como por el rol que desempeñaron al interior de la sociedad. El mercado librero, los sistemas de circulación de la información cambiaban y también, en consecuencia, los aparatos de catalogación en las bibliotecas cambiaban. Balsamo explica así el fenómeno:

En el transcurso de un siglo y medio la técnica tipográfica había revolucionado el sistema social de comunicación creando nuevas estructuras articuladas en planos y en niveles distintos6.

Este modelo de planos nos sirve como metáfora general, porque desde otro punto de vista comprende también la estructura y el comportamiento de los talleres de impresión y la relación entre los autores, impresores y grabadores que trabajaban en el mundo del libro entre el siglo XVI y XVII. Dentro del desarrollo del libro impreso, podemos decir que si bien los libros de ciencia —después del siglo XVI— habían ya encontrado, en cierto sentido, direcciones particulares de extensión, continuarían mostrando todavía por largo tiempo vestigios de raíces comunes con otro tipo de libros ilustrados, como biblias, evangelios, vidas de santos, poemas épicos y fábulas. Este escenario estratificado del mundo del libro incluye también otros aspectos que involucraron no solo a los autores, sino también a los mismos impresores, los artistas, los grabadores y los medios técnicos que habían transformado velozmente el libro post-incunable7.

A partir de 1550, como indican Febvre y Martin, las ediciones comienzan a ser afectadas por el aumento de precios que golpea la economía europea. Se prepara una crisis que marcará la segunda parte del siglo XVI. Esto explica en parte el hecho de que el libro ilustrado no viva grandes transformaciones después de este siglo, y que “los grabadores que tallan nuevas maderas parecen cada vez más apurados, haciendo feas copias de ilustraciones anteriores”8. En consecuencia serán publicados menos libros con figuras, y cuando los editores recomiencen a presentar libros ilustrados a fines del siglo XVI, utilizarán ya no más la madera, sino figuras grabadas en taille-douce, es decir, en metal9. Por esta razón la recomendación de Huygens, en la tercera década del siglo XVII, representa otra particularidad, junto a aquella iconológica, y es, sin duda, la variable económica que Descartes seguramente consideró.

Un aspecto tal vez exclusivamente técnico se suma a estas dos variables antes mencionadas. Huygens recomienda a nuestro filósofo usar xilografías, porque el uso del metal transfería el encargo a otro taller y esto hacía que el impresor perdiera el control de la encuadernación final. Además, el libro en conjunto perdía cohesión por el proceso de la doble impresión y era penalizado por el tiempo de consignación y salida a las librerías10. Esto no era un simple detalle, puesto que el impresor debía considerar los reglamentos corporativos —tipógrafos, xilógrafos, grabadores en metal y sus correspondientes asistentes— y también los derechos de impresión y privilegios, que eran muy severos —como el caso de Francia— y que permitían imprimir solamente algunas imágenes; a diferencia de las normas de otros países europeos, por ejemplo Bélgica y Holanda, que gozaban de un mercado mucho más permisivo en un sentido económico, político y religioso11. Sobre los problemas que enfrentó Descartes con respecto a los privilegios de impresión hay un detallado testimonio en las cartas a Mersenne12. Sobre las dificultades de la impresión de su primer libro —además de la correspondencia con Huygens— hay muchos pasajes que relatan las diversas peripecias vividas por el filósofo. Baillet en su gran biografía sobre Descartes, nos recuerda que el impresor de Leiden le había significado un largo ejercicio de paciencia y que solo la Dioptrique había “padecido un año bajo la prensa”13.

Descartes agradece el cuidado con el que Huygens se dedica a la lectura del manuscrito de la Dioptrique y responde el 1 de noviembre de 1635:

De hecho, como recompensa, intentaré seguir punto por punto las instrucciones que me hiciera respecto de estas cosas externas, y tendré el descaro de preguntarle también por sus correcciones relativas al interior de mis escritos antes de abandonarlos a un impresor14.

Este fragmento ofrece una explicación del modo en que el propio Descartes considera el libro, es decir, como un modelo dual que identifica las imágenes como “cosas externas” al texto, y que posee un “interior” para el que necesita de los consejos de Huygens. La primera comparación que viene a la mente es la de la duplicidad del texto, similar a aquella del cuerpo y el alma. El grabador, como si se tratara de un retratista, deberá saber trasladar el conjunto para resolver el problema de los conceptos depositados al interior del texto, en aquel aspecto externo que sería la imagen.

Volvamos ahora a la carta del 15 de junio de 1636 —escrita en la Haya por Huygens a Descartes— que he citado en parte en el primer capítulo, para así exponer parcialmente el conjunto de pasajes biblio-iconológicos más relevantes:

Deseo con fervor que encuentre un grabador que sea un poco filósofo y que tenga el discernimiento veloz como el buril. Si carece de una o la otra cualidad le disgustará y no podrá jamás satisfacer a vuestro lector. Es verdad, Señor, que en relación a este instrumento, así como es para las cosas más palpables que hayan surgido de vuestro ingenio, estos ejemplos podrán servir de aclaración, pero cuando el artesano llegue a las anguilas de agua, a las diferencias entre tipos de lluvia, niebla y cosas parecidas, tengo la gran aprensión de que a menos de que usted soporte tomarse las mismas molestias que ha querido tomarse por mí, no encontrará uno que lo satisfaga. Queda que la necesidad le lleve, respecto a vuestros hijos, al esfuerzo que ésta hizo hacer al hijo de Creso para salvar a su padre, y que el miedo o la indignación haga de usted su propio obrero. En efecto, Señor, el ensayo que me acaba de enviar significará para usted una larga condena, si se encuentran en vuestras obras errores de la mano15.

Este pasaje expresa fielmente las aprensiones de Huygens. La consideración de la analogía entre la habilidad manual del grabador y el discernimiento —como si la agudeza mental fuese un buril— es una imagen recurrente durante el siglo XVII. El motivo lo encontramos retomado por el mundo literario y retórico, sobre todo después de la segunda mitad del siglo XVI y todo el XVII, en la corriente de pensamiento llamada conceptismo. La pointe, en francés, el wit, en inglés, corresponden a la agudeza, elemento central de aquella reacción de algunos intelectuales de la época contra la pretensión metafísica que disolvía el lenguaje en la verdad simple e interior de la Idea, la que representaba el revés del tentativo conceptual de teorizar y defender la exterioridad del lenguaje como discurso y como figura16. En Italia será Matteo Pellegrini (1595-1652) quien escribirá el primer tratado conceptual, Delle Acutezze, 1639, el que será seguido por Emanuele Tesauro (1591-1675), con el Catalejo aristotélico (Il Cannocchiale Aristotelico) 1654, cuyas páginas contienen un estudio sobre la metáfora y uno sobre los emblemas. Simultáneamente, en España, el jesuita Baltazar Gracián (1601-1658) publicaba su Arte de Ingenio (1642), mientras poco después en Francia —en el año 1674— en oposición, Nicolas Boileau (1636-1711) coronará el siglo con su Art Poétique17.

Por lo tanto, el soporte material, la madera, será la base sobre la que las imágenes de las láminas científicas de Descartes saldrán a la luz. El buril cortará, como la agudeza del ingenio, cada figura. Por esto Descartes tenía la necesidad de encontrar un grabador un poco filósofo que lo ayudase a grabar las demostraciones científicas de su libro y, de paso, configurar aquella fábrica de imágenes que son sus textos, aunque no para todos sean visibles.

1 AT I 588-589.

2 M. Gorman, “La comunicazione scientifica ed erudita”, en Storia della Scienza, Roma, Istituto della Enciclopedia Italiana, 2001, V, p. 145.

3 AT I 588-589.

4 Cf. S. Alpers, The art of describing, Chicago, University of Chicago Press, 1983, p. 2, n3.

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